Autor: Tassilon-Stavros
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SOMBRAS CHINESCAS
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Ramona jamás había acopiado más experiencia que la de servir. Indagando por un lado y por otro, se sabía que en su juventud la habían ido despidiendo de todas las casas. Era algo vaga, muy dada a la desidia, anacrónica en sus anhelos, suspirona y mentirosa. Perdidas ya todas las combas de un muy improbable éxito en su vida de criada, ya vieja, fue recogida como asistenta por un matrimonio vecino, de buena facha y bolsillo agujereado, que lo único que no podían admitir en su existencia era quitarse el hipo de ser muy señorones y de dárselas de ilustres próceres dignificadores, bien que algo despóticos, del gregarismo menos proletario en su fase de sumisión frente a los estamentos de castas superiores, muy acordes con aquella contemporánea época de dictadura.
Lo cierto era que la desmarrida Ramona parecía un papón. Ese coco de sainete, algo destornillado de cabeza, cuya existencia tantas veces desasosegara los primeros años de nuestra niñez. Fea a rabiar y simplona, su imagen, por aquellas fechas, se proyectaba cual sombra chinesca sobre un fondo descascarillado, entre la penumbra delirante y recelosa de un presente caduco y amargo. Menguadita y con la expresión alucinada, andaba siempre enfundada en ropones bíblicos y polvorientos, como si viviera inmersa en un sueño de maná, por mor de sus atisbos constantes. No se le recordaba parlería alguna con la vecindad: "Para qué, si la pobre tontucia no cavilaba ni entendía pastelera leche de nada", comentaban por el barrio.
Ramona, siendo como era más vieja que Carracuca, andaba generalmente de estampida, brincando como un tití o dando bandazos contra el barandado cuando se plantaba en la calle o regresaba de la misma portando entre sus huesudas manos el cestón de la precarias compras encargadas por sus señores, aquel rancio vestigio ruinoso de patrimonial sedentarismo entre la ostentación perdida o degradado entorno de un inmueble que no conservaba ya, tras la Guerra Civil, ni el distante fausto de otros tiempos. Entre aquellos vivideros bastante
desastrados que parecían conservar algo de los días rojos del no muy lejano
almanaque de anteguerra, la un tanto furtiva cohabitación esponsalicia del
matrimonio, por apellido Cuevas, se diluía entre un vaho de abolengo rancioso e
insolvente, como ya se dijo, fúnebremente embalsamado, eso sí, entre pompas de
conservadora altivez y estómagos descompuestos; y su conciencia de casta, hecha
un auténtico cascajo, por mucha tos recia con que en vano tratasen de engalanarla,
se paseaba, desmayada y bostezante, sobre deslucidas zapatillas de tafilete.
Ofreciéndose en holocausto a la
aspereza amarga con que la más cruel de las indigencias, en las postrimerías de
su vida, llamaba a la puerta, los Cuevas, empeñado ya hasta el mismísimo verbo,
ejercían, no obstante, y sin el menor atisbo de renuncia por su parte,
autoridad tiránica y huraña entre la vagarosa duermevela de aquellos años
postreros. Era el suyo, además, un hermetismo intolerante, despectivo y
clautrofóbico que se acantonaba tras el portón tercero del segundo piso, donde
Ramona y sus señores, ocultos en su vivienda madriguera, se difuminaban tras la
telaraña borrascosa de su aridez. En ellos toda cortesanía vecinal brillaba por
su ausencia.
La pobre boba de Ramona, con su pinta
de cecina y su cara de estupefacción, vivía, pues, sus últimos años en un puro
susto. Sin jamarlo ni trincarlo (bueno, en cierto modo sí) el desvalido
adefesio no era sino la propiciatoria víctima en quien supuraba la llaga
venenosa y desesperada que consumía a sus señores. Sus mermadas facultades se
debatían en una nebulosa de terrores; entre el impuesto pavor de una amenaza
constante. Misteriosas trapatiestas recorrían la oculta atarjea de aquel cubil.
Gritos horrorizados que ambos cónyuges trataban en vano de aquietar, tras el
torpedeo amenazador:
-¡¡Noooooo!!...
-¡Te quieres callar de una vez,
desgraciada!- Retumbaba sonora la voz del señor Rafael Cuevas en el silencio
del rellano.
Y apenas un leve susurro, la de la
señora Mercedes de Cuevas:
-Ya tenemos bastante gritería por
hoy... ¿Es que no me oyes, so estúpida?
-¡A la "casa locos" no!...-
Se desgarraba el grito de la pobre Ramona- ¡A la "casa locos" no! ¡No
quiero ir!... ¡Nooooo!... ¡Yo me mato antes!- Amenazaba luego, en su desespero
horripilante- ¡Me mato antes!...
-¡Ojalá reventases de una vez!- Voz enfurecida del señor
Rafael.
... Cedía el portón. Y Ramona,
corriendo que se las pela, dejaba tras de sí el vendaval de sus ropajes como
mantos; la bulla impetuosa de sus miedos.
Y tras ella surgía el señor Cuevas escupiendo la lumbre caliginosa de todo aquel incierto rescoldo conminatorio, mientras su esposa, oculta por la bruma en que se difuminaba el interior del apartamento, rebullía agoniada en la prisa y la repugnancia de los acechos provenientes del exterior:
Y tras ella surgía el señor Cuevas escupiendo la lumbre caliginosa de todo aquel incierto rescoldo conminatorio, mientras su esposa, oculta por la bruma en que se difuminaba el interior del apartamento, rebullía agoniada en la prisa y la repugnancia de los acechos provenientes del exterior:
-Cierra... Cierra de una vez. Y déjala... Ya volverá cuando
quiera.
¿Y dónde creen ustedes que Ramona hallaba alivio a la
desnudez de sus miserias? ¿Dónde el designio cenagoso de su destino se
reclinaba en el sosiego de una inesperada generosidad y comprensión?
Ramona enfilaba como una flecha la amplia acera que
bordeaba la adoquinada avenida, cruzaba manzanas, y en cuatro o cinco zancadas,
inimaginables, como ya indiqué, por la edad que vestía y calzaba, desaparecía
de nuestra vista en menos que cantaba un gallo. Era el suyo refugio de casi
nadie conocido, cuya menguada pinta se acogía al amparo de una enorme acacia
que ostentaba el torreón de su exuberancia en la confluencia de dos amplias
calles no muy lejanas de su vivienda: un oscuro quiosquillo pobre y
trabajosamente montado a base de viejas chapas metálicas, que conformaban su
aspecto cuadrangular. Mezquino puestecito sobre el cual se desbordaban los
pletóricos ramajes de tan gigantesca acacia, inundados de nemoroso verdor, y por
ese albo bordado oferente de su florecillas.
Era tal la profusión con que la enramada esparcía, en aquel
su vigoroso renacer primaveral, la gracia de su torrente verdeante sobre el
quiosco, que el mismo, en la luminosidad esplendorosa de la estación, cobraba
matices de templete, ondulando como una visión de pérgola a través de la
colgandera y densa pedrería con que el sol era tamizado y los ramajes
desnudaban la dádiva tentadora de sus festones y recamados.
Rebullía en su interior una dulce anciana, conocida por
"señá" Francisca, arrugadita y desdentada, borrosillo el rostro, que
enfundaba en negro pañolón, fuese verano o invierno. Oscuros ropones vestían su
enjuto cuerpo, que el laminado del puestecillo ocultaba. Asomaban sus ojos,
ribeteados de rojo, entre los tarritos de chucherías: anises, caramelos de
todas clases, castañas pilongas, pipas de girasol, palomitas de maíz, garbanzos
duros, fuentecillas de chufas y altramuces, cajitas de citrato Zara,
chicles,... despidiendo el fosfórico repaso inquiridor de sus miradas desde la
encuadrada trampilla en sombra.
Pues, Señor, en aquella angostura tristona era donde
hallaba refugio y socorro a sus tribulaciones la acongojada y medrosa Ramona. Y
allí, al calor comprensivo de la "señá" Francisca, como araña aplastada
bajo el desamor de sus señores, le soltaba, tras sus cada vez más frecuentes
escapadas, valiéndose de una entrecortada jerga, toda la torva asechanza de lo
que le esperaba al volver a casa, mientras el tono conciliador de la dueña del
quiosco trataba de suavizar la sombría desolación, doliente y aterrada, con que
la vieja asistenta de los Cuevas enarbolaba el retrato de cancerberos en el que
permanecía estampada la honorabilidad entronizada y cruel del matrimonio,
convirtiendo sus días en un cementerio de desamor, incomprensión y exigencias.
La flaca Ramona, ya con mirada de perrito abandonado, toda
ella sin porvenir, pero ilusionada en la confidencia de su ocasional
bienhechora, como convidada a la parada del calvario, parecía una iniciada en
la sacristía de su pequeño templo clandestino.
-¡Anda y entra, mujer!- Exclamaba la "señá"
Francisca atisbando sus revoloteos de mustia tórtola alrededor del quiosco,
abriéndole la trampilla o portezuela que se abría en uno de los lados- Y
acurrúcate ahí como puedas, en la banqueta.
Y allí me las tenían a las dos
ovilladitas en el reducido perímetro interior del chiringuito, aunque la figura
menguadita de Ramona apenas si era visible desde fuera.
Ignoro si los señores Cuevas llegaron a
conocer alguna vez la existencia del tal puestecillo y a la dueña del mismo,
así como los cauces por donde discurriera el nacimiento de amistad tan
singular, capaz de fomentar aquella caritativa inclinación por parte de la
quiosquera hacia tan simplona y ridícula estampa como conformaba la vieja
asistenta del huraño matrimonio. No descarto la posibilidad de que tal apego
entre ambas ancianas tuviera su origen en una marcada inclinación herbolaria a
la que, tanto la una como la otra, eran, al parecer, muy afectas. Y más dándose
la circunstancia de que una parte del negocio que detentase la "señá"
Francisca consistiera en la expendeduría herborista, conocimiento en el que la
buena mujer era ducha como pocas, y cuyo obsesionante y módico consumo (al que
se sumaba, imagino que por medio de su sirvienta, según ligeras referencias, la
señora Mercedes) arrastraron con insistente perseverancia a la desconsolada
Ramona hasta el quiosquillo de su afección.
En efecto, distribuidas (al igual que
las chucherías) en tarritos de cristal y alineadas en dos anaqueles interiores,
ofrendaba la "señá" Francisca todo su muestrario botánico (de cuyo
conocimiento, dicho sea de paso, no anda uno muy sobrado), y entre cuya
atractiva disparidad no dudo que sería fácil hallar, por citar alguna especie, la
emoliente malva, el balsámico eucalipto, la olorosa retama y juncia, el
aromático hinojo, las medicinales camomila, poleo y ruda, y las archiconocidas
tila, valeriana, tomillo, romero, la melisa, el ajenjo, el heliotropo, etc.
etc.
Fue precisamente una de aquellas
tardes, allí compareciente un servidor, (inscrito cual tenaz consumidor de
chucherías, en el infantil padrón de la golosinería), y mientras el sol se
desvanecía por entre las remotas distancias con que el horizonte ciudadano
encadena sus límites sin fin, y la angostura opresiva del chiringo se iluminaba
ya con la llamita amarillenta de un par de bombillas, cuando descubrí a la
pobre Ramona apretadita en un rinconcillo del quiosco, disfrutando del
encubierto sosiego que el mismo le brindaba.
-Ramona, vete ya, mujer.- Se dejó oír
la voz de la dueña del quiosco, al tiempo que yo enumeraba mentalmente las
posibilidades adquisitivas con que las escasas monedas que apretaba en mi mano
derecha podrían surtirme-... Vete ya, chica, que tus señores te van a armar la de
Dios es Cristo... Anda, mujer, y no te hagas más la remolona.- Rogaba
finalmente.
-Un poquitirrín más, "señá"
Francisca.- Sonó, entrecortada, la cascada voz de Ramona, sumida en la penumbra
del rinconcito.
-Déjate de poquirrininis ni de otras peinetas, Ramona, que
es muy tarde, chica. Y yo tengo que cerrar el quiosco.
Y Ramona, surgiendo como la triste
sombra que era, sumisa al igual que un niño despechado, obedecía a su
benefactora amiga.
-Hasta mañana, "señá"
Francisca.- Se despedía ya con hondo sentimiento, codiciosa de su refugio,
respirando ahogadamente, y acometida de nuevo por el trastorno de sus miedos-
¿Vengo mañana también...?- Rogó aún la menesterosa Ramona.
-¡Huy, no hija! Mañana otra vez, no.-
Exclamó de inmediato la quiosquera- Pero no ves, mujer, que aquí no nos podemos
revolver. Descansa unos días, chica.
Y observando la mirada desolada de la
otra, añadió luego dulcemente:
-Bueno, ya veremos... Anda... anda, que
menudo peine estás hecha, hija... Pero vete ya, chica... ¡"Cuidao"
que eres molondrona!
Y Ramona, apocadita, presa de
aquel desvalimiento medroso, con amarga resignación en sus ojos, emprendía el
regreso al piso de los Cuevas, obediente al ruego de su amiga, mientras sus
andares zancones, cual si hollasen terreno pantanoso, se dejaban atrapar ahora
por un premeditado e inusual ralentí, retrasador de su vuelta a casa.
La torva regañina con que la pobre huida era recibida, por
más que la señora Mercedes tratase de solaparla, era claramente percibida por
el resto de los habitantes del rellano, ya que el vozarrón del señor Rafael y
su falta de contención, clavado ante la puerta, percutía con gran aparato en el
silencioso ámbito de la escalera.
-¡Pasa, pedazo de bruja!... ¡Entra ya
desgraciada!- Masticaba su aversión con sanguinolento centelleo en la mirada.
Y mientras Ramona se deshacía en
lágrimas, surgía asimismo, entre desabrido y convulso aleteo de manos, aunque
más velada, la queja despótica de la señora Mercedes:
-¿Qué vamos a hacer contigo?... ¡Loca,
más que loca! Ya sabes donde acabarás... Irresponsable, que eres una
irresponsable. ¡Hartos nos tienes ya!
-¡A la "casa locos" no, ...!
¡No quiero ir!- Se desgañitaba Ramona, acometida por frío temblor, pegándosele
la piel a los huesos con transparencia de espectro.
-¡Allí es donde acabarás!- Amenazaba el
señor Rafael- Grita, grita cuanto quieras... Porque allí es donde vas a ir a
parar más pronto que tarde, so retrasada.
-¡¡Noooo!!...
Muchos fueron los comentarios que
promoviera entre la vecindad del rellano, y no sé si del resto del inmueble,
aquel declive ciertamente lastimoso en que se diluía, de puertas para adentro,
la existencia de aquellos tres seres; y cuyo encuadre de amarillenta pátina
configuraba sus imágenes, ahora míseras y decadentes, en una perdida nebulosa
de vanidad suntuaria y tiránica, a la que tan patéticamente se aferraban los
Cuevas.
Las huidas de la cuitada Ramona se
producían con mayor regularidad. Ante el desconcierto del viejo matrimonio,
desaparecía durante tardes enteras. Luego, a su vuelta a casa, todo aquel
rosario de imprecaciones y recibimientos descompasados, ya auténtico sainete de
un imposible disimulo, y por mucho que dichos cónyuges tratasen de recatar el
adobo ácido de agonía semejante, arremetió contra ellos, entre la mofa
constante de gran parte del rellano y resto de la escalera. La señora Mercedes,
siempre tan despectiva y circunspecta en su trato (más bien inexistente) con la
vecindad, ruedo de sus suplicios, perdiendo la compostura en más de una
ocasión, acabaría por lanzar a sus convecinos el típico y cochambroso agravio
con que su altanero porte, caduco y venido a menos, y, por supuesto, secundada
por el señor Rafael, etiquetara los coleantes ringorrangos del resto de los
habitantes del inmueble:
-¡Gentuza!- Exclamaba la muy
descompuesta, arqueándose huesuda y angulosa desde sus carcañales- ¡Muertos de
hambre!
... Inopinadamente, durante una de
aquellas semanas, las trapatiestas y tronantes iras, por no decir cabreos, a
que dieran lugar las escapadas frecuentes de la vieja Ramona, brillaron por su
ausencia. El mutismo, ya habitual, en que se fundía la existencia del
matrimonio Cuevas, una vez la anciana asistenta se las guillaba, se acentuó a
la sazón de forma misteriosa. El vozarrón bronco y escarnecedor del señor
Rafael, así como la constante queja, arrogante y amenazadora, de la señora
Mercedes, se hundieron en la penumbra inquietante de un incierto mutismo.
Día llegó en que la imagen
empequeñecida de la pobre Ramona mantuvo el más embozado de los sosiegos,
recorriendo el departamento como una sombra, y dejando tras de sí un rastro de
silencio impenetrable, sin que el gran portón volviera a abrirse para ofrecer
aquel tranco huidizo que caracterizara el menesteroso anhelo de sus escapadas
hacia el puestecito de chucherías regentado por la bonachona "señá"
Francisca.
... El sobrecogido vecindario, entre el
desgarro apagado y convulso de sus murmullos, rebotaba de escalón en escalón,
arremolinándose, con acometidas de auténtico tumulto, en el cuadrilátero
angosto que formaba el rellano. El porte imponente de varios policías, a través
de aquel enjambre pegajoso y ávido que se agolpara en las escaleras, destacaba
penosamente entre la rebujiña embotellada que conmovía la tarde en el interior
del gran inmueble. Arremetiendo contra el gentío, y entre la opresión
sobresaltada que se desprendía de aquella cuña asfixiante, trataron de
organizar un pasadizo que los condujese hasta el descansillo. Se ribeteaban las
cabezas en la umbría enorme de los rellanos, aplastándose unas contra otras.
El portón que atrancaba el acceso a la
vivienda del matrimonio Cuevas sufría ya el aporreo inmisericorde en que se
enzarzase el cuerpo policial. Tras él resonaría luego el triunfo medroso y
hondo del más completo sigilo. Fue requerido el concurso de un cerrajero para que
el portón cediera al apercibimiento de la autoridad. Un hedor súbito,
nauseabundo, y ya barruntado en las jornadas precedentes, conmovió la gritería
vecinal.
Tan sólo una sombra, cautelosa y muda,
se retorció en el apagado ángulo del comedor. Un enorme cortinaje encubría el
amplio ventanal, sumiendo la estancia en una especie de tenebrosa y expiatoria
oquedad. El matrimonio Cuevas, en pertinente proceso de descomposición, yacía a
corta distancia el uno del otro, ovillada ella sobre un amplio butacón, que
rememorara lujos efímeros; encogido él sobre una gran cama de churrigueresco
antepecho metálico frente al cabezal; ambos a dos ofrendando chocante imagen
contorsionada; ya lamentables difuntos perpetuamente retratados por un
tremebundo rictus de dolor.
En un rincón, descolorida y
estrujadita, perdida en la noche de sus miedos, se acurrucaba la desdichada
Ramona.
Cerrándose el vecindario en pos del
cuerpo policial, rechazado una y otra vez por el mismo, y entre aquel hervor
condenatorio y asfixiante, se percibió claramente un grito lastimero, como el
ulular de una loba, que atravesó el apartamento y brincó sobre la voraz masa
vecinal
Y tras el prodigio silencioso de un
segundo anhelante, viscoso de muecas, prorrumpiría desgarrada aquella conocida
salmodia de la vieja Ramona:
-¡¡A la "casa locos" no!!
¡¡No quiero ir!!...¡¡A la "casa locos" noooo!!...