-Capítulo 2º-
RECORDANDO A GONZALO TORRENTE BALLESTER
La
flota pesquera de Puentermuros había pasado a manos de doña Julia de Bazán
por el primer matrimonio con su dueño legal, el fallecido don Guillermo Vilar; pero dada la desaparición de Miguel Vilar, el hijo nacido de
este enlace, la Señora seguía detentando su potestad como beneficiaria
legítima de la misma, cuando en realidad por transmisión no debidamente
refrendada era únicamente la testaferro, y carente por ello de firma
legal que confirmara dicha licitación. La transacción de la citada flota
se había llevado a cabo convenientemente a finales del XIX por medio
de un encubierto acuerdo con un abogado de La Coruña. Así la Bazán, como
punto curioso de femenina antropología sinuosa y contestataria, sin ser
creyente, poseía un furtivo sello de "jesuitismo" al establecer durante
unos treinta años su liderazgo con los menos favorecidos habitantes de
la villa, que eran los que constituían tanto sus pescadores como sus
trabajadores del astillero. Y así vivía como una soberana instalada y
persuadida por su impulso y poder sin que Puentemuros se atreviese a
indagar si la tal señorona era buena o mala, o mejor o peor, pero nunca un término medio, temiendo
siempre incalculables consecuencias nocivas ante cualquier conato de
rebelión contra su liderazgo. Para doña Julia de Bazán una mujer honrada no
precisaba de ningún fervor religioso. Y por de contado jamás habría
podido aceptar el precepto de recibir bofetadas sin devolverlas, ni de
dejarse robar alentando apegos que pudiesen engañarla o
mentirle. En el fondo actuaba como una "gens Pomponia romana", noble,
rica y poderosa, pero ni casta ni erudita, que desde que enviudó
hubiese manumitido con su dominio a los esclavos de Puentemuros; y
porque la única honradez para ella consistía en dar a sus gentes lo que
es debido, aunque no fuese realmente demasiado. Su aplomo matriarcal
hacía más de diez años que había dejado de buscar una respuesta a la
desaparición de su primogénito. Así las viñas de Puentemuros seguirían
granando, la buena sardina colmando los copos de los pescadores, y el
astillero construyendo y reparando sus barcos, dado que ni las tierras
ni las aguas, ni las plantas ni los hombres fundamentaban en ella y su
jactancia la idea de que el hijo huido, como el pródigo bíblico, fuese ya
ni tan siquiera literatura, sino una clara estadística de convincente
volatilización. Así la concluyente ausencia de Miguel Vilar, como
intestado primogénito, seguiría delimitada de por vida para averiguar la
existencia del testamento (oculto), o una posible escritura de declaración de herederos (si no hubiese otorgamiento sucesorio por su parte paterna).
En
muchos de los pueblos dedicados especialmente a la pesca convivían dos
modelos pesqueros: el de la pesca artesanal, vinculada al espacio
familiar, y lo que podríamos denominar de transición a la pesca
industrial o al capitalismo pesquero. Esta intersección de modelos daba lugar a la frecuente fusión de los contornos más empobrecidos de los pescadores. Los
pueblos costeros siguieron manteniendo las flotas pesqueras
acostumbradas, compuestas
mayormente por embarcaciones de vela que eran fundamentales para la
economía social y el sustento de sus comunidades a principios del
siglo XX. Pero las embarcaciones tradicionales fueron más adelante absorbidas por los vapores y motoras, y también la pesca
con los aparejos artesanales (copos) fue sustituida por las capturas masivas de
los cercos, los palangres de fondo y el arrastre con el “bou” o
en pareja. Y en las nuevas embarcaciones los tripulantes soportaron unas
relaciones de producción bien distintas del paternalismo hereditario
propio de antiguos regímenes. Mas, con la llegada de la Segunda República un
asociacionismo marinero de anteguerra promovió en el litoral gallego
actitudes contrarias al sometimiento frente a la clase jerárquica,
recurriendo al apoyo mutuo entre pescadores, al cooperativismo, la
ordenación propia de los recursos y el nuevo civismo democrático
contrario a la habitual
condición clasista y supralocal de los grandes propietarios, para los
cuales un marinero a jornal no era más que un operario dependiente en
todo de su armador, mal retribuido e imposibilitado para ejercer la
profesión de pescador propiamente dicha, asimilando ésta al protagonismo empresarial
en la toma de decisiones en los trabajos del mar y a la propiedad especuladora de la patronal en
los medios de producción, por lo que aquel obrero/pescador no precisaba
-en su opinión- de ningún tipo de asociacionismo propio de las faenas
pesqueras. Pero no en vano al nacimiento del sindicato confederal "Fraternidad Marinera" se le conoció durante la IIª República como “o corazón de Moaña”,
por la importante labor de reconstrucción de la ciudadanía y la
extensión
socio/cultural que realizó en casi todas las villas marineras,
retroalimentando el desarrollo asociativo. Algunas sociedades pesqueras,
en la etapa republicana, pasaron a la acción directa y sostuvieron una
marea de huelgas por toda la costa, en puertos importantes como Moaña,
Cangas, Vigo, Marín y La Coruña; y en otros en los que eran toda una novedad como Celeiro, Cariño, Celeiro, O Grove y Aldán, debido
a la postura cerrada mostrada por sus Patronales, que debían afrontar
la erosión del principio de autoridad tras la debilidad de las derechas
en la alborada republicana; y al tiempo, el descenso de la tasa de
ganancia resultante de la tendencia a la baja de los precios del pescado
y del incremento de la presión sindical por unas mejores condiciones
socio/laborales. También la Federación de Armadores de Buques de Pesca de España
se reestructuró en octubre de 1931 reforzando alianzas y procurando un
mayor control de los conflictos locales. La incorporación de las
antiguas sociedades marineras a la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) facilitó su progresiva conversión en Sindicatos de Industria Pesquera (SIP) que distribuyeron los diversos oficios en las respectivas Secciones. Y la transformación de la Sección Flota Pesquera del Sindicato General de Trabajadores de Vigo en Sindicato de Industria Pesquera "Mar y Tierra",
poco antes del Congreso de 1931, inició las renovaciones organizativas
en Galicia: primero en Marín y La Coruña; luego vendría la reforma de
las sociedades existentes en Moaña, Cangas, A Guardia y Ribeira, con la
creación de Sindicatos de Industria allí donde no existían. Y en Vigo, Marín y La Coruña la Regional Pesquera.
En febrero de 1930,
la tragedia había arribado al puerto de Bouzas: cuatro vapores parejas
con 42 tripulantes, se hundieron en el "Gran Sol". El luto obligó
al amarre de la flota y la indignación avivó muchas conciencias
adormecidas. Aprovechando el ambiente, José Villaverde (santiagués Sindicalista, Secretario General de la Confederación Regional Galaica de la CNT entre 1931 y 1933),
y Manuel Montes (patrón coruñés de la Federación Nacional de la Industria Pesquera) convocaron una asamblea para reorganizar la Sección Flota Pesquera del Sindicato General de Trabajadores de Vigo. En los pequeños puertos pesqueros
como Puentemuros los pescadores debían también mostrar su fuerza frente
a los Armadores como la Bazán, y adaptar la estructuración interna de
la flota pesquera a la compleja y empobrecida realidad económica y
social de la pesca. Pero todo quedó, naturalmente, en suspenso tras el brutal movimiento militar de 1936.
En la pasada década de los veinte, un 26 de noviembre, había tenido también lugar en Puentemuros el luctuoso suceso de los pescadores ahogados con cuatro de sus embarcaciones de pesca. Doña Julia de Bazán corrió con los gastos de los funerales, se ofició una misa de rigor, y terminada la misa, la Señora, que no hizo acto presencial durante el oficio, fue indulgente con los familiares de los ahogados, y contribuyó con algunas cantidades de dinero para socorrerlos, como si así continuara asegurando su condición de señorona cabal aunque sancionada con tácticas usurarias. Se contaba que durante la galerna se presentaron en el caserón de los Bazán muchas de las mujeres de los pescadores salidos a la mar esperanzadas en que la viuda considerase la necesidad de que algún buque de los astilleros y de mayor calado zarpase en busca de los pescadores extraviados entre el vasto oleaje y el viento huracanado que se cernía sobre la villa y el mar. Las mujeres aguardaron con impaciencia la respuesta de la Bazán, que mantuvo su presencia de ánimo, aunque había hecho sus averiguaciones por medio de uno de los capataces que mantenían una vigilancia cotidiana. La Señora atendió las peticiones de una manera ambigua, pero estuvo amable, aunque sus duras palabras fueron "La tristeza no sirve para nada" Luego se mantuvo indecisa alegando que era un peligro más, con aquella mar gruesa, enviar un buque de arrastre del astillero con su tripulación de diez o quince hombres en busca de los pescadores. "Me dan lástima, pero fueron advertidos de que no saliesen de pesca con semejante borrasca. No siempre es aconsejable jugar con el peligro para aprovechar la oportunidad de henchir los copos cuando el mar se encrespa" Era el mar por tanto y su inherente crueldad el que se manifestaba en perjuicio de los hombres. "La culpa no es mía" Y esta reflexión inspiró pensamientos graves no únicamente en el capataz sino también en cuantas mujeres, frente al gran enverjado, desearon en tal instante la muerte de la Señora. El temporal amainó hacia medianoche. Las gentes de Puentemuros se habían abandonado ya a la impotencia bajo un cielo todavía ennegrecido, confusas y anhelantes en algunos puntos del muelle mientras las imágenes frías de los restos naufragados chocaron contra el muro empedrado. La herida del alma que no difiere de la del cuerpo se apoderó de los habitantes de la villa ante el doloroso estupor de los cuerpos ahogados que el mar poco después arrastró hacia el atracadero.
... El pazo de don Guillermo Vilar, en el camino de Puentemuros, pasando la cimbra ruinosa del arcaico acueducto romano, mostraba ahora su decadencia entre el mutismo indiferente de los lugareños, y dejando en el aire, cuando no llovía, una especie de amargo perfume de afianzadas y profusas humedades entre las inevitables y abundantes telarañas y el vetusto silencio de sus pasados ajetreos familiares. Era así, por aquel entonces, un caserón casi olvidado entre dos amplios y largos recodos boscosos que ostentaban en cada esquina del frondoso bosquecillo mohosos cruceiros de carcomida piedra, y el cual, aunque así permaneciese sumido en el más total abandono, entre lluvias y hiedras trepadoras, también era propiedad de doña Julia de Bazán; y en el que, durante un tiempo casi inmemorial, gozó de una pasada situación de gran privilegio. Y se cuenta que don Guillermo Vilar, aunque siempre martirizado por la artrosis, murió allí de un cólico miserere (peritonitis), aunque algunos de los viejos campesinos que conocieron al sexagenario dueño del pazo, murmuraron durante muchos años en sus corrillos que la causa verdadera de la desgracia que llevó a la tumba a don Guillermo fue la turbia y aojadora ansiedad de latente viudedad que escondía en su corazón la criada, y luego señorona: doña Julia Vilar (Vega de soltera), la leonesa intrusa, de natural taciturno, dominante, viril, y muy alejada de vejatorios servilismos. Así, Julia Vega, la sirvienta con mirada de cruel acero en sus ojos, pero moza nada melindrosa, de carnes copiosas y bello rostro, se aprestó a someterse, sin alegría pero con estudiado anhelo de medro, a las exigencias del amo. Y siendo acogida primero como nueva esposa por la casi senil viudez de don Guillermo, luego, como quien tolera con humildad resignada el castigo de una maquinada aceptación con desprecio y esperanza de enlutada ansiedad, aguantó durante muchas noches la inquieta lujuria tardía de su marido, su peso martirizador de enfermizo prócer gallego, y un posterior embarazo nunca deseado. Una preñez que había determinado fatalmente el destino de don Guillermo Vilar junto a la grave y ambiciosa castellano/leonesa, ahora de rostro congestionado por su abotagado vientre que cargaba como un pesado fardo de vergonzoso ultraje, y que dio a luz un hijo varón, con disposición colérica, mientras su achacoso marido rehuía los gritos trágicos de la parturienta y sus siguientes miradas iracundas cuando el niño fue por fin parido. Luego, siguieron cuatro años de matrimonio seguros y rentables, dadas las pingües finanzas del acaudalado don Guillermo Vilar, y de amor fingido y dominante por la dudosa reputación de la ya nueva rica y señora rural del pazo. Y por lo que se sabe, nunca se conocieron de Julia Vega historias de otros amoríos ni hecho alguno del ayer de su vida. Un pasado impecablemente encubierto entre su hermetismo leonés, desconfiado y adusto, evasivo frente a cualquier pregunta indiscreta cuando algunas de las pocas visitas de Puentemuros menudeaban en el pazo a disgusto de la dueña; y que, aparte de su agria manera de ser, con sus subterfugios hacía suponer a los curiosos lo que en verdad nunca podrían llegar a saber de ella.
Un pueblo pequeño como Puentemuros, esclavo de las costumbres, sumerge en ellas cualquier tipo de perplejidad indagadora, y porque para el lugareño el fisgoneo, como una inocencia perfecta, se esparce desde el aire marino del puerto hasta la insalubridad más húmeda de cada rincón de la villa. Le sigue luego una segunda gestación preventiva frente a la cual no hay misterio que se le oponga. Y así se esparce primero entre los corrillos y tenderetes donde se agolpan las mujeres, después en la taberna, en el casino, en el Ayuntamiento y por último llega a los oídos de doña Julia de Bazán, porque es como un vínculo que nunca se cansa de verse arrastrado de una esquina a otra. Y ni el cura urde artimañas para rehuirlo. Y así sucede que cuando el autobús proveniente de La Coruña entra en la plaza de Puentemuros, y se detiene muy cerca del caserón de los Bazán, parece traer consigo una parte de ese aislado tiempo de las distancias que siempre arrebata esa curiosidad apresurada y ávida de los lugareños. Como si el autobús tantas veces empapado por las lluvias galaicas, a través de leguas y leguas de costas marineras, puentes, ermitas, sepulcros y cruceiros olvidados, pazos y sus hórreos, avenidas entre arboledas tantas veces abatidas por los rayos y profundas torrenteras cubiertas por las espesuras, atravesando una villa tras otra, no tuviera más sentido que el de facilitar la memoria de los pueblos más ausentes, y convertir aquel pequeño mundo de sus recorridos en el único símbolo genealógico de existencias que todavía anduvieran perdidas en una oscura nemotecnia sin afinidades ni ubicaciones complementadas. Y mientras tanto las carencias del Gobierno Republicano y sus enunciados se han implicado en contradicciones pocos dignas de la esperanzada fe democrática en la Segunda República, y más afectas a las "Actas de Pilatos", porque la línea férrea comprometida por el Gobierno Regional Galaico todavía se halla en ciernes, por más que muchas de las villas pesqueras sigan reclamando una amplificación ferroviaria como la que ahora une ya a la capital coruñesa con la progresista santiagueña, que, aunque inspiradora de agnósticas mordacidades por el republicanismo, continúa significándose como el “paralipómenos” nunca omitido de sus santificados peregrinajes a pie por gentes de toda Europa, y sigue enfrentada a un eterno desacuerdo centrista en Galicia.
El autobús proveniente de La Coruña, al cabo de horas y horas de marcha, atrapado ahora por una fuerte lluvia de atardecida, había dejado tras de sí un orillante acantilado que dominaba también una gran extensión campestre cubierta de viñas todavía sin madurar. Enfrente, la vegetación era muy abundante y los árboles con sus líneas oscuras ocultaban el caserío de Puentemuros. Finalmente, el autobús aparecía trompeteando en el centro del pueblo, vertiendo agua por los cuatro costados: "Siempre llueve en este maldito país", se quejaba constantemente el conductor. El inacabable chubasco empapaba la techumbre donde se amontonaban también algunos pasajeros que no habían ocupado un sitio en el interior del vehículo. Los encendidos faros del autobús reflejaban con mayor fuerza el aguacero que azotaba la villa y tamborileaba, furioso, en el techo y sobre los viajeros allí situados. La carretera estaba pésimamente pavimentada a intervalos con grava y amplios pedruscos bien incrustados en el terreno como las arcaicas calzadas romanas, y con los continuos chubascos el agua se había escurrido de tal forma entre las piedras, dejándolas mal unidas y cubiertas de fango. El enorme vehículo de pasajeros machacaba dicho empedrado, la gravilla y el barro acumulado hasta que ésta saltaba como oscuras escupiduras incapaces de soportar por más tiempo el peso traqueteante del gran vehículo de viajeros cuyo punto de partida era La Coruña, y circulaba por una gran variedad de villas campesinas y pesqueras. En dicha carretera, ahora humedecida por el incesante chaparrón, cuando no llovía, cosa poco corriente en esa zona costera gallega, la polvareda se alzaba también entre las grietas de la añosa carretera como piruetas semejantes al humo de los fogariles encendidos en los pazos y los caseríos pueblerinos. No había ninguna otra línea de autobuses más que ésta que recorriese la comarca. La parada era breve, se detenía en Puentemuros lo mismo que en otras localidades unos quince minutos; el conductor, nervioso, se dirigía principalmente a los ocupantes de la parte de arriba para que se diesen prisa en descender, y del interior se apeaban algunos pasajeros que abrían sus paraguas con enorme celeridad, y los que habían viajado y aguantado pacientemente el azotador turbión en la techumbre se deslizaban, chorreando, con mucho cuidado. El autobús daba luego la vuelta a la plaza, tomaba una curva, se internaba de nuevo en el accidentado terreno de gravilla, y enfilaba el inmediato tramo hacia las siguientes localidades: Pueblanueva, Cedeira, Muros, Camariñas y Ortigueira.
El señor Anselmo Carvajal, el desagradable profesor gotoso y artrítico (afección que también aquejaba a la mayor parte de los lugareños de Puentemuros) respetado y a la vez odiado docente de la única escuela del pueblo, aquella lluviosa tarde de domingo, bajo un enorme paraguas tan negro como alas de corneja, se trasladaba con leves movimientos convulsivos a causa de sus dolores en los pies, probablemente con dirección a la tertulia del ateneo, que se hallaba no muy apartado de la plaza, cuando del autobús, allí detenido, descendían unos diez o doce pasajeros. Varias mujeres con sus cabezas enfundadas en chorreantes tocas que, tras haber compartido algún paraguas, habían tenido que viajar desde cualquier otro pueblo cercano en el techo del ómnibus con precio más abaratado por la incomodidad que eso suponía, y otros siete u ocho pasajeros más que ahora abandonaban también el interior del colectivo amparándose en sus paraguas. El viejo maestro vestía un largo abrigo de paño negro con cuello de piel de conejo que solía alzar hasta las orejas para resguardar del frío su angulosa cara. Además de ser un impenitente curioso, tenía una vista todavía aceptable merced a las graduadas antiparras que usaba, y cuando coincidía con la llegada del autobús, lloviese o no, siempre se detenía unos minutos para lanzar una ojeada a los viajeros, vinieran desde La Coruña o de las aldeas vecinas, aunque sin dirigir palabra alguna a nadie en particular. En la plaza se alzaban cuatro farolas eléctricas que facilitaban con su luz el paso de los escasos lugareños que por allí anduvieran en aquella desapacible tarde lluviosa, amén de los recién llegados y algún que otro familiar que había acudido hasta allí para recibirlos. Un espasmo fugaz convulsionó entonces el estómago de don Anselmo, que pese a ser un auténtico y antipático fisgón, no se fijaba casi nunca con demasiado detenimiento en el rostro de nadie, y mucho menos en el de los pasajeros del ómnibus, vecinos sin importancia en su mayoría. Y no es por tanto que sintiera gran interés en observarlos, era sólo una absurda curiosidad tan vaga como fortuita. Pero esta vez, cuando levantó la vista hacia los viajeros, experimentó una desagradable excitación. En realidad, al detenerse, se quedó perplejo, porque dos jóvenes habían sido los últimos en descender apresuradamente del autobús, muy arrebujados en sus gabanes, bajo sendos paraguas y maletas. Don Anselmo, a dos dedos de sus narices de dichos visitantes, ligeramente iluminados por las farolas, se había quedado con la boca abierta y una expresión de bobalicón asombro en su barbudo, afilado y envejecido rostro. Inesperadamente, uno de los jóvenes le miró un instante, y saludó sonriente:
-Hola, profesor... Va usted a coger un buen catarro con este frío y esta lluvia... No está la tarde dominguera para paseos. Debería usted marcharse antes de que se ponga aquí malo del todo.
Don Anselmo en efecto temblaba ahora de frío, pero no dio ni un paso para alejarse de la
iluminada y solitaria plaza, y por supuesto, sin articular contestación alguna al comentario del joven viajante.
-¿Qué le ocurre? ¿No se encontrará usted mal?... Hágame caso... que la artritis es muy traicionera– aconsejó todavía el muchacho- Vamos – se dirigió luego a su compañero- La taberna no se habrá movido de su sitio durante estos diez años de ausencia.
-¿Después de tanto tiempo, aún te acuerdas del viejo?- preguntó el otro.
-¿Qué si me acuerdo? Cómo para olvidar los palos que me endosó cuando no le satisfacían ni mi comportamiento ni las pocas ganas de aguantar sus insoportables enseñanzas. Fue el típico profesor de los de la vieja usanza instructora. De los que preconizaban que la enseñanza con sangre entra. Un tipo insufrible y maligno... En fin, ya veremos cómo se presentan las cosas...
-¿Por...?
-Por nada... No te preocupes, que acabamos de llegar...
Que uno de los apetitos más voraces de un pueblo, como es el de la curiosidad, sea precisamente uno de su mayores defectos no debe extrañarnos. Sus aptitudes e inclinaciones van desde los pabellones de las orejas hasta la altura de los ojos. Y como órganos de esa subsistencia necesitan ser saciados. Es como una especie de frenología que presenta la protuberancia de la imaginación, sujeta a esa otra energía favorecedora de los mencionados defectos, vulgo comadreos, en este caso. Y es que antes de aleccionar a un pueblo, habría que enterarse primero de cuáles son sus caracteres. Cierto que estos razonamientos ante todo parecen estúpidos y absurdos. Mas hay que favorecer tales lacras, medio perniciosas, porque siempre ofrecen los resultados deseados. Es como si al ladrón le bastase con echar la culpa de sus pillajes a dichas protuberancias Y así es como se sostienen las facultades innatas y no se rechazan sus inclinaciones. En consecuencia, la llegada o la casi resurrección de Miguel Vilar puso en tensión todas esas actitudes a la vez.
Así, cuando doña Julia de Bazán, aquella tarde de lluvioso domingo, más o menos una hora después, se enteró de la llegada de su hijo mayor (mientras todo Puentemuros también estaba ya al quite de sus comadreos), lo hizo sin asomo alguno de nostalgia. Su idiosincrasia de pasada y sórdida "media-media clase", no era ni menos desencantada que años atrás ni, como ya era sabido, menos impasible en la personificación de sus pretenciosas virtudes indolentes. Aquella juventud irrecuperable que la convirtió por medio de sus dos matrimonios en Señora Vilar y de Bazán en Puentemuros, la consideró siempre como a la de los oprimidos que en verdad suelen ser la de los explotados, porque tuvo que parir tres hijos al tiempo que despreciaba a aquellos dos longevos compañeros de cama con quienes convivió largos años. Y Miguel Vilar reaparecía únicamente para recordarle una gran parte de sus juveniles años truncados. Y por ello también aceptó la noticia con el mismo tono despectivo que usaba con sus otros dos hijos, con los pescadores de su flota y con los trabajadores de sus astilleros. Lo que Julia de Bazán sentía por Miguel era una repulsión instintiva que siempre mantuvo con su primogénito y que nunca la movió a explicarse el motivo que le había impulsado a fugarse de casa y perderse por esos mundos de Dios lejos de las comodidades que ofrecía el patrimonio de los Bazán. Y conciliar ahora los ánimos con aquel hijo ausente sería tan nefasto como violento. Miguel era como un fantasma reprobador de la memoria de un tiempo brumoso; una sombra que nunca había colmado la menor ansia de maternidad, y por ello mismo una amenaza para sus errores de antaño.
Al declinar la tarde, la Señora había comenzado a pasease lentamente, inquieta, entre un largo pasillo que conducía hacia la gran puerta de entrada a la casona, casi en penumbra, alejado del espléndido salón principal que absorbía por completo el brillo luminoso y amarillento de las dos enormes lámparas eléctricas que lo alumbraban. Julia de Bazán se movía como una de esas sombras que la apartada luz produce. La negatividad de sus pensamientos no le aportaban utilidad alguna. Pero el hecho trascendental de lo sucedido no dejaba de inspirar su endiosamiento, y se mostraba dispuesta a seguir exhibiéndolo. No obstante, deliberaba sobre las motivaciones que pudieran haber provocado el regreso de Miguel, vuelto su rostro hacia el lujoso portalón por el que no tardaría en aparecer, huyendo de la lluvia, la Barallocas, su fiel sirvienta de desperdiciadas redondeces, todavía rolliza como una potranca, y así apodada por lo habladora, con la esperanza de que sus perturbadores razonamientos se iniciasen ahora sobre una base más sólida que la que le había ofrendado el capataz del astillero. Pero su ansiedad era una especie de expiación, una penitencia furiosa. Y la lluvia pertinaz y la tristeza del anochecer acentuaban la severidad de sus pensamientos. Ahora, una vez abierto el lujoso portalón, esperó la falaz palabrería de la Baralloca, mandada a alcahuetear sobre la llegada de Miguel entre las tertulias femeninas del dominical atardecer. La sirvienta entró en la casa resoplando bajo la humedad de su paraguas, y entre muecas espantables exclamó:
-¡Malo, ... moi malo, miña señora!
... Uhna verdade... e os que doen, miña señora...!
No era esa la respuesta que la Bazán buscaba, pero no le chocó que la criada no atrajera la menor limadura a sus exclamaciones galaicas.
-E mire, miña
señora, que ese rapaz, ¡que o demo o leve!- apostrofó la
sirvienta- Mellor non deixemos que se enfade con nós,... O can marchou e o can
volveu, pero agora chega guapo... e...
-¿Cuántas veces voy a tener
que repetirte que no me hables en ese galimatías montañés y pueblerino que no entiendo?- replicó
doña Julia- ¡A mí háblame en castellano!
La Barallocas se santiguó:
-¡Meu Deus!... ¡Meu Deus!... ¡E que o demo o leve ao rapaz Miguel!
-Blasfema lo que quieras, pero deja de santiguarte en mi presencia. ¿Cuántas veces habré de prohibírtelo también?
-Si, miña señora....
-Y vete a la cocina, ¿o es que no vamos a cenar
esta noche? Y que el mastuerzo de tu Jerónimo encienda el fogaril del salón. Esta maldita humedad me sigue calando hasta los huesos.
La Barallocas era hija de dos lugareños montaraces que, dada la terquedad exaltada de su mocedad, intentaron, sin conseguirlo, apartarla de un mozo zafio y siniestro que la rondaba por aquellos parajes montañeses. Sin embargo, la muchacha se dejó arrastrar por las veleidades románticas de su ánimo no menos cerril e inquieto. Y en los desvaríos de su mente rústica, creyéndose machorra, (aunque no se abstuvo de acudir a las predicciones de una reconocida meiga de la montaña que, según se aseguraba, además de curar maleficios y aojamientos, y de espantar los diablos a las posesas, también invocaba sombras inconcretas y favorables que hablaban en gallego y con las que la bruja mantenía fuertes lazos de invisible complicidad que le indicaban como repartir entre las campesinas y aldeanas infecundas que acudían a ella entre ahogados suspiros de esperanza, artilugios y bebedizos que propiciasen la ansiada preñez), la Barallocas -Elvira de nombre-, convencida de que nunca acabaría preñada, se entregó a su loco idilio con el montañés, el cual la embobaba con lascivas mentiras y las tropelías de la sensualidad. Dos años después, la Elviriña quedó finalmente encinta, y aunque le fue dada palabra de casamiento, el fogoso autor de su gestación la abandonó antes de que naciera el hijo. Los padres de Elvira, entre una mezcla de piedad y asco, escondiendo su gravidez, la apartaron del murmurador entorno montaraz a raíz del nacimiento de un niño. Pero Elvira, que también deseaba escapar de la tiranía de unos padres amargados y resentidos, fue internada primero, para servir, en un convento de religiosas Agustinas Recoletas, mientras su hijo, hasta los doce años, aguantó entre sus abuelos la amarga crianza de la galaica barbarie montañera. Mas, Elviriña, contumaz y segura de sí, tras negarse a probar alimento, desgreñada y rechazando también empecinadamente todo tipo de abluciones, fue expulsada de su servil internado en el que las defensoras religiosas de la castidad, con sus amenazadores Dies Irae, la obligaban con la maligna mordacidad de su férreo credo a retractarse entre rezos de su pecado contra el mandato primordial que exigía la pureza. Elvira volvió a su terruño montañés donde sus padres murieron poco después de una epidemia gripal. Cargada con su hijo de trece años, un lugareño engatusador que encontró su mocedad todavía tan apetecible como agraciada, y quiso que se descuidase entre sus brazos con nuevos juegos prohibidos, la condujo en su carromato hasta Puentemuros.
La fama de la Señora, según le contó el sensual rústico, se extendía por las villas limítrofes. Y se decía de ella que no le importaba acoger para su servicio mozas compungidas por mal de amores, y que, quizá por su alergia religiosa, hubiesen sido capaces de huir de la hosca censura mongil de algún convento. Elvira, apodada luego la Barallocas, todavía en la flor de una sana madurez, sin conocer una palabra de castellano, se vio perseguida por la ya casi caduca fogosidad del amo don Santiago Bazán, aprisionando sus apetecibles redondeces por los tenebrosos corredores de la inmensa casona donde reinaba doña Julia. Las intenciones del sexagenario satisficieron plenamente a la frígida cónyuge, que era hembra poco nacida para los ardores de la cama. Y con la tórtola Elviriña enjaulada, consintiendo sus devaneos apenas disimulados, consiguió su más pertinaz ambición: la de verse apartada de sus noches de alcoba compartidas con los desvelos sensuales y fatídicos del insoportable marido. Don Santiago bajó a la tumba por fallo cardíaco sin honra postrera, pero sin maldecir el malicioso e indiferente contento que reflejaba el rostro de la felizmente reprimida consorte y forzada madre de sus dos hijos. Pero Elvira despidió aquella muerte como paloma asustada y se santiguó repetidamente sacudida por el miedo de que la viuda de Bazán (que lo único que le prohibió terminantemente fue aquel acicate, con aires y costumbres mongiles del convento en que estuvo internada, que la movían como una detestable y reverente bufonada a persignarse por cualquier banalidad), santificada ahora con todos sus derechos de pudiente señorona, gobernase a su completo antojo el caserón, y se apresurase a echar a patadas de allí a la galleguiña que aceptó como sirvienta, hallándose todavía plena de encantos, y en cuyo agasajo voluptuoso se dejó atrapar la postrer golosura erótica de don Santiago Bazán durante los dos últimos años de su vida. Pero la galaica montañesa y parlanchina Barallocas, a la que el castellano tanto se le resistía, no fue excluida por doña Julia de Bazán de los rudos trabajos de criada, que, además de su eficaz lozanía, junto con su hijo Jerónimo, cumplidos ya los diecisiete años, sobrellevaba compensadamente una dictatorial devoción hacia la Señora, encargados los dos de los diarios fregoteos, del avituallamiento cuando la pesca arribaba al muelle, de las encomiendas alimenticias en los dos ultramarinos de Puentemurtos, y del resto de quehaceres necesarios en el caserón.
La Bazán, por lo mucho que zascandileó aquella tarde la Barallocas, no cejó en sus esfuerzos por imaginarse a su primogénito desmejorado y mendicante, como si durante aquellos diez años de ausencia se hubiese visto sumido en una vida de frustraciones, pobreza y desengaños. No obstante, volvían a su memoria la innata mordacidad y aquel ingenio y fina agudeza que ya desde su niñez y adolescencia, con sus constantes actos de rebeldía, marcaron su educación con el más patente de los descaros y popularidad entre sus compañeros de escuela, sin dejar por ello de completar con sorprendente inteligencia su educación hasta los dieciocho años, aunque despertando a la vez el rencor de don Anselmo, su odiado profesor. Y no menos célebre en las tertulias de la taberna con los pescadores de la flota de su padre, cuando les aseguraba que algún día, cuando le perteneciese, la pondría en manos de aquellos esforzados luchadores del mar, rescatándoles de su esclavitud patronal. Y también triunfante y descarado ante la autoridad materna, y jamás apocado ante la potestad intolerable que su padrastro Santiago Bazán trató de desempeñar en aquellos primeros largos años junto a sus dos hermanastros. Cierto que en tales casos tampoco la viuda se erigió en madre atribulada, ni lloró por ello la pérdida del primogénito huido. Y ahora la disconforme cohorte pueblerina de doña Julia de Bazán, la vecindad de hombres y mujeres que enrojecían al aire frío y lluvioso de las madrugadas, luchadores asalariados ellos, conventilleras y deslenguadas ellas, serían los ojos más atentos, las voces más dispersas entre los grupos y corrillos que, comentando aquella presencia apresurada y repentina del recién llegado, seguirían agasajando la noche como un graznido de cornejas cuando las tinieblas cubriesen Puentemuros.
La Señora pasó al gran salón cuando Jerónimo prendió el fuego de la chimenea. Los péndulos del gran reloj mural oscilaron y comenzaron los ocho sones de sus campanas. La cena, servida por la Barallocas, compuesta por su inicial y nutritivo caldo de recocida pucherada de grelos y repollos presidió la mesa. Entonces aparecieron los jóvenes Bazán: Santiago, el hijo disciplinado y apático, y la racional, expeditiva e inquieta Virginia. que, enterada de todo el silenciado acontecimiento ocasionado por la llegada de su hermanastro Miguel, hizo surgir entre ellos una morbosa y no menos callada curiosidad, que ahora parecía mantener más unidos a madre e hijos. No obstante, aquella complacencia en simular una frialdad cortés hacia la llegada del fugitivo Miguel Vilar, llenó de maligno goce el corazón de Virginia, siempre reprendida por el tono despectivo que usaba para con su madre.
-La vieja historia de nuestro desaparecido hermanito, ¿qué opinión te merece a ti, Santiaguiño, que tan dado eres al aburrimiento y al desapego familiar? ¿Seguirá siendo nuestro casi olvidado Miguel una vieja y oscura leyenda galaica -rió la joven- "por falta de legajos" y del descuido de tantas fechas que no constan en nuestro almanaque familiar, o pasaremos por fin del desdén por los hechos que nos lo han devuelto?... Y hay algo que me intriga mucho más. ¿Qué va a pasar ahora?
-¡No me interesan tus acostumbradas sartas de pamplinas! -exclamó Santiago- No quiero saber nada más.... Y como no tengo hambre... - abandonó la mesa con dirección a su cuarto..
-¡Oh sí, vete!- replicó Virginia- ¡Qué abominable es la curiosidad, hermanito! ¡Pero, claro, no hay que atormentar a nuestro Santiaguiño!
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