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miércoles, 22 de octubre de 2025

Las Sombras del Tiempo -Miguel Vilar y los Bazán -Capítulo 2º-



 
 
    Autor: Tassilon-Stavros
     -MIGUEL VILAR Y LOS BAZÁN-

   -Capítulo 2º-


       RECORDANDO A GONZALO TORRENTE BALLESTER


Cuando la Segunda República llegó al poder en España, proclamada el  14 de abril de 1931, y en las capitales de provincias y en las grandes ciudades vencieron así los partidos republicanos, lo primero que se impuso fue la salida del monarca Alfonso XIII del país. Desde el extranjero, el rey aconsejó a sus seguidores que aceptaran la nueva situación, reconociendo que era la voluntad del pueblo. La Iglesia recomendó respeto por las autoridades, aunque las relaciones de las dos instituciones serían muy difíciles. Se instauró el Gobierno Provisional y la nueva Constitución de 1931, con el Presidente de la República Niceto Alcalá Zamora, y con el Jefe del Gobierno Manuel Azaña, que ocupó luego el cargo de Presidente desde 1936 hasta 1939, ya en plena Guerra Civil promovida por el infausto golpe de Estado de Francisco Franco. Entre los artículos de la nueva  Constitución  constaba que España era una República democrática de trabajadores de toda clase, que podían organizarse en régimen de Libertad y de Justicia. Con ello, todos los españoles eran iguales ante la ley. Y los poderes de todos sus órganos emanaban del pueblo. El Estado español no tenía religión oficial. Y se legislaba sobre toda propiedad intelectual, industrial y pesca marina en régimen de seguros generales y sociales: defensa sanitaria, filiación, sexo, clase social, riqueza, ideas políticas, y creencias religiosas. Todo los cual no podría ser fundamento de privilegio jurídico alguno. Y toda persona tenía derecho a emitir libremente sus ideas y opiniones, valiéndose de cualquier medio de difusión, sin sujetarse a la previa censura, así como que todo español podría dirigir peticiones, individual y colectivamente, contra los derechos de expropiación de los estamentos privilegiados por distinciones y títulos nobiliarios, añadiendo la incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los necesarios. Y que tras previa justificación, se destinaran a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines menos privativos aunque pertenecieran a una clase social privilegiada. Y sólo se castigarían los hechos declarados punibles por ley anterior a su perpetración. Nadie sería juzgado sino por juez competente y conforme a los trámites legales. Y ningún derecho podría ejercerse por clase alguna de fuerza armada. La Constitución de la Segunda República constaba en total de unos 125 artículos de este tenor.

La flota pesquera de Puentermuros había pasado a manos de doña Julia de Bazán por el primer matrimonio con su dueño legal, el fallecido don Guillermo Vilar; pero dada la desaparición de Miguel Vilar, el hijo nacido de este enlace, la Señora seguía detentando su potestad como beneficiaria legítima de la misma, cuando en realidad por transmisión no debidamente refrendada era únicamente la testaferro, y carente por ello de firma legal que confirmara dicha licitación. La transacción de la citada flota se había llevado a cabo convenientemente a finales del XIX  por medio de un encubierto acuerdo con un abogado de La Coruña. Así la Bazán, como punto curioso de femenina antropología sinuosa y contestataria, sin ser creyente, poseía un furtivo sello de "jesuitismo" al establecer durante unos treinta años su liderazgo con los menos favorecidos habitantes de la villa, que eran los que constituían tanto sus pescadores como sus trabajadores del astillero. Y  así vivía como una soberana instalada y persuadida por su impulso y poder sin que Puentemuros se atreviese a indagar si la tal señorona era buena o mala, o mejor o peor, pero nunca un término medio, temiendo siempre incalculables consecuencias nocivas ante cualquier conato de rebelión contra su liderazgo. Para doña Julia de Bazán una mujer honrada no precisaba de ningún fervor religioso. Y por de contado jamás habría podido aceptar el precepto de recibir bofetadas sin devolverlas, ni de dejarse robar alentando apegos que pudiesen engañarla o mentirle. En el fondo actuaba como una "gens Pomponia romana", noble, rica y poderosa, pero ni casta ni erudita, que desde que enviudó hubiese manumitido con su dominio a los esclavos de Puentemuros; y porque la única honradez  para ella consistía en dar a sus gentes lo que es debido, aunque no fuese realmente demasiado. Su aplomo matriarcal hacía más de diez años que había dejado de buscar una respuesta a la desaparición de su primogénito. Así las viñas de Puentemuros seguirían granando, la buena sardina colmando los copos de los pescadores, y el astillero construyendo y reparando sus barcos, dado que ni las tierras ni las aguas, ni las plantas ni los hombres fundamentaban en ella y su jactancia la idea de que el hijo huido, como el pródigo bíblico, fuese ya ni tan siquiera literatura, sino una clara estadística de convincente volatilización. Así la concluyente ausencia de Miguel Vilar, como intestado primogénito, seguiría delimitada de por vida para averiguar la existencia del testamento (oculto), o una posible escritura de declaración de herederos (si no hubiese otorgamiento sucesorio por su parte paterna).

En muchos de los pueblos dedicados especialmente a la pesca convivían dos modelos pesqueros: el de la pesca artesanal, vinculada al espacio familiar, y lo que podríamos denominar de transición a la pesca industrial o al capitalismo pesquero. Esta intersección de modelos daba lugar a la frecuente fusión de los contornos más empobrecidos de los pescadores. Los pueblos costeros siguieron manteniendo las flotas pesqueras acostumbradas, compuestas mayormente por embarcaciones de vela que eran fundamentales para la economía social y el sustento de sus comunidades a principios del siglo XX. Pero las embarcaciones tradicionales fueron más adelante absorbidas por los vapores y motoras, y también la pesca con los aparejos artesanales (copos) fue sustituida por las capturas masivas de los cercos, los palangres de fondo y el arrastre con el “bou” o en pareja. Y en las nuevas embarcaciones los tripulantes soportaron unas relaciones de producción bien distintas del paternalismo hereditario propio de antiguos regímenes. Mas, con la llegada de la Segunda República un asociacionismo marinero de anteguerra promovió en el litoral gallego actitudes contrarias  al sometimiento frente a la clase jerárquica, recurriendo al apoyo mutuo entre pescadores, al cooperativismo, la ordenación propia de los recursos y el nuevo civismo democrático contrario a la habitual condición clasista y supralocal de los grandes propietarios, para los cuales un marinero a jornal no era más que un operario dependiente en todo de su armador, mal retribuido e imposibilitado para ejercer la profesión de pescador propiamente dicha, asimilando ésta al protagonismo empresarial en la toma de decisiones en los trabajos del mar y a la propiedad especuladora de la patronal en los medios de producción, por lo que aquel obrero/pescador no precisaba -en su opinión- de ningún tipo de asociacionismo propio de las faenas pesqueras. Pero no en vano al nacimiento del sindicato confederal "Fraternidad Marinera" se le conoció durante la IIª República como “o corazón de Moaña”, por la importante labor de reconstrucción de la ciudadanía y la extensión socio/cultural que realizó en casi todas las villas marineras, retroalimentando el desarrollo asociativo. Algunas sociedades pesqueras, en la etapa republicana, pasaron a la acción directa y sostuvieron una marea de huelgas por toda la costa, en puertos importantes como Moaña, Cangas, Vigo, Marín y La Coruña; y en otros en los que eran toda una novedad como Celeiro, Cariño, Celeiro, O Grove y Aldán, debido a la postura cerrada mostrada por sus Patronales, que debían afrontar la erosión del principio de autoridad tras la debilidad de las derechas en la alborada republicana; y al tiempo, el descenso de la tasa de ganancia resultante de la tendencia a la baja de los precios del pescado y del incremento de la presión sindical por unas mejores condiciones socio/laborales. También la Federación de Armadores de Buques de Pesca de España se reestructuró en octubre de 1931 reforzando alianzas y procurando un mayor control de los conflictos locales. La incorporación de las antiguas sociedades marineras a la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) facilitó su progresiva conversión en Sindicatos de Industria Pesquera (SIP) que distribuyeron los diversos oficios en las respectivas Secciones. Y la transformación de la Sección Flota Pesquera del Sindicato General de Trabajadores de Vigo en Sindicato de Industria Pesquera "Mar y Tierra", poco antes del Congreso de 1931, inició las renovaciones organizativas en Galicia: primero en Marín y La Coruña; luego vendría la reforma de las sociedades existentes en Moaña, Cangas, A Guardia y Ribeira, con la creación de Sindicatos de Industria allí donde no existían. Y en Vigo, Marín y La Coruña la Regional Pesquera. En febrero de 1930, la tragedia había arribado al puerto de Bouzas: cuatro vapores parejas con 42 tripulantes, se hundieron en el "Gran Sol". El luto obligó al amarre de la flota y la indignación avivó muchas conciencias adormecidas. Aprovechando el ambiente, José Villaverde (santiagués Sindicalista, Secretario General de la Confederación Regional Galaica de la CNT entre 1931 y 1933),  y Manuel Montes (patrón coruñés de la Federación Nacional de la Industria Pesquera) convocaron una asamblea para reorganizar la Sección Flota Pesquera del Sindicato General de Trabajadores de Vigo. En los pequeños puertos pesqueros como Puentemuros los pescadores debían también mostrar su fuerza frente a los Armadores como la Bazán, y adaptar la estructuración interna de la flota pesquera a la compleja y empobrecida realidad económica y social de la pesca. Pero todo quedó, naturalmente, en suspenso tras el brutal movimiento militar de 1936.

En la pasada década de los veinte, un 26 de noviembre, había tenido también lugar en Puentemuros el luctuoso suceso de los pescadores ahogados con cuatro  de sus embarcaciones de pesca. Doña Julia de Bazán corrió con los gastos de los funerales, se ofició una misa de rigor, y terminada la misa, la Señora, que no hizo acto presencial durante el oficio, fue indulgente con los familiares de los ahogados, y contribuyó con algunas cantidades de dinero para socorrerlos, como si así continuara asegurando su condición de señorona cabal aunque sancionada con tácticas usurarias. Se contaba que durante la galerna se presentaron en el caserón de los Bazán muchas de las mujeres de los pescadores salidos a la mar esperanzadas en que la viuda considerase la necesidad de que algún buque de los astilleros y de mayor calado zarpase en busca de los pescadores extraviados entre el vasto oleaje y el viento huracanado que se cernía sobre la villa y el mar. Las mujeres aguardaron con impaciencia la respuesta de la Bazán, que mantuvo su presencia de ánimo, aunque había hecho sus averiguaciones por medio de uno de los capataces que mantenían  una vigilancia cotidiana. La Señora atendió las peticiones de una manera ambigua, pero estuvo amable, aunque sus duras palabras fueron "La tristeza no sirve para nada" Luego se mantuvo indecisa alegando que era un peligro más, con aquella mar gruesa, enviar un buque de arrastre del astillero con su tripulación de diez o quince hombres en busca de los pescadores. "Me dan lástima, pero fueron advertidos de que no saliesen de pesca con semejante borrasca. No siempre es aconsejable jugar con el peligro para aprovechar la oportunidad de henchir los copos cuando el mar se encrespa" Era el mar por tanto y su inherente crueldad el que se manifestaba en perjuicio de los hombres. "La culpa no es mía" Y esta reflexión inspiró pensamientos graves no únicamente en el capataz sino también en cuantas mujeres, frente al gran enverjado, desearon en tal instante la muerte de la Señora. El temporal amainó hacia medianoche. Las gentes de Puentemuros se habían abandonado ya a la impotencia bajo un cielo todavía ennegrecido, confusas y anhelantes en algunos puntos del muelle mientras las imágenes frías de los restos naufragados chocaron contra el muro empedrado. La herida del alma que no difiere de la del cuerpo se apoderó de los habitantes de la villa  ante el doloroso estupor de los cuerpos ahogados que el mar poco después arrastró hacia el atracadero. 

... El pazo de don Guillermo Vilar, en el camino de Puentemuros, pasando la cimbra  ruinosa del arcaico acueducto romano, mostraba ahora su decadencia entre el mutismo indiferente de los lugareños, y dejando en el aire, cuando no llovía,  una especie de amargo perfume de afianzadas y profusas humedades entre las inevitables y abundantes telarañas y el vetusto silencio de sus pasados ajetreos familiares. Era así, por aquel entonces, un caserón casi olvidado entre dos amplios y largos recodos boscosos que ostentaban en cada esquina del frondoso bosquecillo mohosos cruceiros de carcomida piedra, y el cual, aunque así permaneciese sumido en el más total abandono, entre lluvias y hiedras trepadoras, también era propiedad de doña Julia de Bazán; y en el que, durante un tiempo casi inmemorial, gozó de una pasada situación de gran privilegio. Y se cuenta que don Guillermo Vilar, aunque siempre martirizado por la artrosis, murió allí de un cólico miserere (peritonitis), aunque algunos de los viejos campesinos que conocieron al sexagenario dueño del pazo, murmuraron durante muchos años en sus corrillos que la causa verdadera de la desgracia que llevó a la tumba a don Guillermo fue la turbia y aojadora ansiedad de latente viudedad que escondía en su corazón la criada, y luego señorona: doña Julia Vilar (Vega de soltera), la leonesa intrusa, de natural taciturno, dominante, viril, y muy alejada de vejatorios servilismos. Así, Julia Vega, la sirvienta con mirada de cruel acero en sus ojos, pero moza nada melindrosa, de carnes copiosas y bello rostro, se aprestó a someterse, sin alegría pero con estudiado anhelo de medro, a las exigencias del amo. Y siendo acogida primero como nueva esposa por la casi senil viudez de don Guillermo, luego, como quien tolera con humildad resignada el castigo de una maquinada aceptación con desprecio y esperanza de enlutada ansiedad, aguantó durante muchas noches la inquieta lujuria tardía de su marido, su peso martirizador de enfermizo prócer gallego, y un posterior embarazo nunca deseado. Una preñez que había determinado fatalmente el destino de don Guillermo Vilar junto a la grave y ambiciosa castellano/leonesa, ahora de rostro congestionado por su abotagado vientre que cargaba como un pesado fardo de vergonzoso ultraje, y que dio a luz un hijo varón, con disposición colérica, mientras su achacoso marido rehuía los gritos trágicos de la parturienta y sus siguientes miradas iracundas cuando el niño fue por fin parido. Luego, siguieron cuatro años de matrimonio seguros y rentables, dadas las pingües finanzas del acaudalado don Guillermo Vilar, y de amor fingido y dominante por la dudosa reputación de la ya nueva rica y señora rural del pazo. Y por lo que se sabe, nunca se conocieron de Julia Vega historias de otros amoríos ni hecho alguno del ayer de su vida. Un pasado impecablemente encubierto entre su hermetismo leonés, desconfiado y adusto, evasivo frente a cualquier pregunta indiscreta cuando algunas de las pocas visitas de Puentemuros menudeaban en el pazo a disgusto de la dueña; y que, aparte de su agria manera de ser, con sus subterfugios hacía suponer a los curiosos lo que en verdad  nunca podrían llegar a saber de ella.

Un pueblo pequeño como Puentemuros, esclavo de las costumbres, sumerge en ellas cualquier tipo de perplejidad indagadora, y porque para el lugareño el fisgoneo, como una inocencia perfecta, se esparce desde el aire marino del puerto hasta la insalubridad más húmeda de cada rincón de la villa. Le sigue luego una segunda gestación preventiva frente a la cual no hay misterio que se le oponga. Y así se esparce primero entre los corrillos y tenderetes donde se agolpan las mujeres, después en la taberna, en el casino, en el Ayuntamiento y por último llega a los oídos de doña Julia de Bazán, porque es como un vínculo que nunca se cansa de verse arrastrado de una esquina a otra. Y ni el cura urde artimañas para rehuirlo. Y así sucede que cuando el autobús proveniente de La Coruña entra en la plaza de Puentemuros, y se detiene muy cerca del caserón de los Bazán, parece  traer consigo una parte de ese aislado tiempo de las distancias que siempre arrebata esa curiosidad apresurada y ávida de los lugareños. Como si el autobús tantas veces empapado por las lluvias galaicas, a través de leguas y leguas de costas marineras, puentes, ermitas, sepulcros y cruceiros olvidados, pazos y sus hórreos,  avenidas entre arboledas tantas veces abatidas por los rayos y  profundas torrenteras cubiertas por las espesuras, atravesando una villa tras otra, no tuviera más sentido que el de facilitar la memoria de los pueblos más ausentes, y convertir aquel pequeño mundo de sus recorridos en el único símbolo genealógico de existencias que todavía anduvieran perdidas en una oscura nemotecnia sin afinidades ni ubicaciones complementadas. Y mientras tanto las carencias del Gobierno Republicano y sus enunciados se han implicado en contradicciones pocos dignas de la esperanzada fe democrática en la Segunda República, y más afectas a las "Actas de Pilatos", porque la línea férrea comprometida por el Gobierno Regional Galaico todavía se halla en ciernes, por más que muchas de las villas pesqueras sigan reclamando una amplificación ferroviaria como la que ahora une ya a la capital coruñesa con la  progresista santiagueña, que, aunque inspiradora de agnósticas mordacidades por el republicanismo, continúa significándose como el “paralipómenos” nunca omitido de sus santificados peregrinajes a pie por gentes de toda Europa, y sigue enfrentada a un eterno desacuerdo centrista en Galicia.

El autobús proveniente de La Coruña, al cabo de horas y horas de marcha, atrapado ahora por una fuerte lluvia de atardecida, había dejado tras de sí un orillante acantilado que dominaba también una gran extensión campestre cubierta de viñas todavía sin madurar. Enfrente, la vegetación era muy abundante y los árboles con sus líneas oscuras ocultaban el caserío de Puentemuros. Finalmente, el autobús aparecía trompeteando en el centro del pueblo, vertiendo agua por los cuatro costados: "Siempre llueve en este maldito país", se quejaba constantemente el conductor. El inacabable chubasco empapaba la techumbre donde se amontonaban también algunos pasajeros que no habían ocupado un sitio en el interior del vehículo. Los encendidos faros del autobús reflejaban con mayor fuerza el aguacero que azotaba la villa y tamborileaba, furioso, en el techo y sobre los viajeros allí situados. La carretera estaba pésimamente pavimentada a intervalos con grava y amplios pedruscos bien incrustados en el terreno como las arcaicas calzadas romanas, y con los continuos chubascos el agua se había escurrido de tal forma entre las piedras, dejándolas mal unidas y cubiertas de fango. El enorme vehículo de pasajeros machacaba dicho empedrado, la gravilla y el barro acumulado hasta que ésta saltaba como oscuras escupiduras incapaces de soportar por más tiempo el peso traqueteante del gran vehículo de viajeros cuyo punto de partida era La Coruña, y circulaba por una gran variedad de villas campesinas y pesqueras. En dicha carretera, ahora humedecida por el incesante chaparrón, cuando no llovía, cosa poco corriente en esa zona costera gallega, la polvareda se alzaba también entre las grietas de la añosa carretera como piruetas semejantes al humo de los fogariles encendidos en los pazos y los caseríos  pueblerinos. No había ninguna otra línea de autobuses más que ésta que recorriese la comarca. La parada era breve, se detenía en Puentemuros lo mismo que en otras localidades unos quince minutos; el conductor, nervioso, se dirigía principalmente a los ocupantes de la parte de arriba para que se diesen prisa en descender, y del interior se apeaban algunos pasajeros que abrían sus paraguas con enorme celeridad, y los que habían viajado y aguantado pacientemente el azotador turbión en la techumbre se deslizaban, chorreando, con mucho cuidado. El autobús daba luego la vuelta a la plaza, tomaba una curva, se internaba de nuevo en el accidentado terreno de gravilla, y enfilaba el inmediato tramo hacia las siguientes localidades: Pueblanueva, Cedeira, Muros, Camariñas y Ortigueira.

El señor Anselmo Carvajal, el desagradable profesor gotoso y artrítico (afección que también aquejaba a la mayor parte de los lugareños de Puentemuros) respetado y a la vez odiado docente de la única escuela del pueblo, aquella lluviosa tarde de domingo, bajo un enorme paraguas tan negro como alas de corneja, se trasladaba con leves movimientos convulsivos a causa de sus dolores en los pies, probablemente con dirección a la tertulia del ateneo, que se hallaba no muy apartado de la plaza, cuando del autobús, allí detenido, descendían unos diez o doce pasajeros. Varias mujeres con sus cabezas enfundadas en chorreantes tocas que, tras haber compartido algún paraguas, habían tenido que viajar desde cualquier otro pueblo cercano en el techo del  ómnibus con precio más abaratado por la incomodidad que eso suponía, y otros siete u ocho pasajeros más que ahora abandonaban también el interior del colectivo amparándose en sus paraguas. El viejo maestro vestía un largo abrigo de paño negro con cuello de piel de conejo que solía alzar hasta las orejas para resguardar del frío su angulosa cara. Además de ser un impenitente curioso, tenía una vista todavía aceptable merced a las graduadas antiparras que usaba, y cuando coincidía con la llegada del autobús, lloviese o no, siempre se detenía unos minutos para lanzar una ojeada a los viajeros, vinieran desde La Coruña o de las aldeas vecinas, aunque sin dirigir palabra alguna a nadie en particular. En la plaza se alzaban cuatro farolas eléctricas que facilitaban con su luz el paso de los escasos lugareños que por allí anduvieran en aquella desapacible tarde lluviosa, amén de los recién llegados y algún que otro familiar que había acudido hasta allí para recibirlos. Un espasmo fugaz convulsionó entonces el estómago de don Anselmo, que pese a ser un auténtico y antipático fisgón, no se fijaba casi nunca con demasiado detenimiento en el rostro de nadie, y mucho menos en el de los pasajeros del ómnibus, vecinos sin importancia en su mayoría. Y no es por tanto que sintiera gran interés en observarlos, era sólo una absurda curiosidad tan vaga como fortuita. Pero esta vez, cuando levantó la vista hacia los viajeros, experimentó una desagradable excitación. En realidad, al detenerse, se quedó perplejo, porque dos jóvenes habían sido los últimos en descender apresuradamente del autobús,  muy arrebujados en sus gabanes, bajo sendos paraguas y maletas. Don Anselmo, a dos dedos de sus narices de dichos visitantes, ligeramente iluminados por las farolas, se había quedado con la boca abierta y una expresión de bobalicón asombro en su barbudo, afilado y envejecido rostro. Inesperadamente, uno de los jóvenes le miró un instante, y saludó sonriente:

      -Hola, profesor... Va usted a coger un buen catarro con este frío y esta lluvia... No está la tarde dominguera para paseos. Debería usted marcharse antes de que se ponga aquí malo del todo. 

Don Anselmo en efecto temblaba ahora de frío, pero no dio ni un paso para alejarse de la iluminada y solitaria  plaza, y por supuesto, sin articular contestación alguna al comentario del joven viajante.

      -¿Qué le ocurre? ¿No se encontrará usted mal?... Hágame caso... que la artritis es muy traicionera– aconsejó todavía el muchacho- Vamos – se dirigió luego a su compañero- La taberna no se habrá movido de su sitio durante estos diez años de ausencia.

     -¿Después de tanto tiempo, aún te acuerdas del viejo?- preguntó el otro.

   -¿Qué si me acuerdo? Cómo para olvidar los palos que me endosó cuando no le satisfacían ni mi comportamiento ni las pocas ganas de aguantar sus insoportables enseñanzas. Fue el típico profesor de los de la vieja usanza instructora. De los que preconizaban que la enseñanza con sangre entra. Un tipo insufrible y maligno... En fin, ya veremos cómo se presentan las cosas...

     -¿Por...?

      -Por nada... No te preocupes, que acabamos de llegar...

El autobús ya había abandonado la plaza, que, en efecto, permanecía ahora completamente desierta, a excepción de don Anselmo, que, estremecido y sin haber musitado ni una palabra, mantenía las mandíbulas tan apretadas que la boca y los lívidos labios se convirtieron en una simple línea de alarmada y desazonada aprensión cuando observó a ambos jóvenes alejarse de allí. Estúpidamente plegó el paraguas, aunque no había dejado de llover. No se pudo mover, y los cuatro pelos de la calva le chorrearon la cara mojándole las antiparras, aunque no dejó de seguir contemplando a los dos forasteros meneando de un lado a otro la cabeza para seguir sus evoluciones por la plaza. El viejo profesor jamás olvidaba una cara. Era un buen fisonomista. Y el recién llegado parecía haber disfrutado unos minutos de un triunfal regreso. Luego los dos amigos se detuvieron un instante frente al enverjado del enorme caserón de la Bazán, y como si no tuvieran la menor intención de estropear en tales instantes la sorpresa,  pasaron de largo del mismo. Don Anselmo, en medio ahora de una creciente indignación, volvió a abrir el paraguas, que había plegado sin saber siquiera por qué lo había hecho. Las palabras del joven se repetían en su mente, machaconas y constantes. Le había estado tomando el pelo, y se sintió ridiculizado. Y cuando se dejaba dominar por alguna especie de rencor, tal situación le resultaba insoportable. Se dirigió por fin hacia el casino imaginando lo que diría a los socios cuando apareciera ante ellos. Tenía los nervios de punta y las manos tan heladas, que se metió la izquierda en el bolsillo del abrigo, cerrando el puño con fuerza, como quien se exime de una puñalada o de no haber podido asestar un puñetazo. Cuando llegó al ateneo miró con ansiedad por las ventanas, y chispearon los cristales empapados de sus gafas frente a la luz que provenía del interior. Atravesó el amplio zaguán de puertas acristaladas, matizadas por ilustraciones churriguerescas, y penetró en el enorme salón casi a ciegas porque las dos pomposas lámparas que brillaban como láminas de acero desde el alto techo, barrocamente decorado también, lo encandilaron, y tuvo además que quitarse las lentes que se habían empañado por completo a causa del templado ambiente del casino, bien caldeado por tres o cuatro repartidas estufas de leña. El profesor se quedó a mitad de la sala, junto al paragüero y secó con rapidez las antiparras con un pañuelo. Aparecía ante sus contertulios con los ojos colorados y la afilada nariz tan húmeda que parecía segregar cierto grado de mucosidad. Y en todo momento con el alma todavía pendiente de un hilo, se sonó ruidosamente. Luego, antes de dirigirse con paso vacilante hacia una de las mesas donde los socios jugaban a las cartas y las pestilentes tagarninas humeaban en sus bocas, soltó el paraguas y colgó su abrigo en el atestado perchero que se hallaba junto a la entrada.
 
La envejecida madera del suelo del casino estaba tan encerado que era difícil reforzar el paso sin correr el peligro de darse un buen traspiés. La humedad externa pegada también a la suela de los zapatos parecía criar moho en las mismas reforzando la idea del patinazo. Pero la ansiedad de don Anselmo por hacer partícipe de la noticia de la que era portador a la mayor parte de los asistentes del ateneo que allí entretenían su dominguera ociosidad, animaba con mayor fuerza aquel engreimiento interno de su gran autoestima, por medio de la cual creía poseer todo lo imprescindible para que su reputación (aunque encubiertamente criticada por todos cuanto le conocían) se siguiera manteniendo ante los demás con la enérgica naturaleza que le caracterizaba, al igual que la presumible convicción sobre su ilustrado trato y sólida moral. Pero nada resultó como el conventillero y soberbio profesor esperaba a fin de asombrar a los contertulios. Tan impaciente por conocer sus opiniones anduvo don Anselmo desde la humedecida entrada, que dio un mal paso, y pegó un enorme resbalón cuan esmirriado era su cuerpo. Se produjo entonces entre los presentes un intercambio de estupefactas miradas, y aunque se trató de que la caída del viejo profesor no fuese festejada por las risas (pese a que el hecho, interiormente, moviera a la mayoría a hacerlo),  todos los tertulianos se alzaron a la vez de sus asientos para acudir en su ayuda. Se hizo un coro cuando fue auxiliado por el doctor y el farmacéutico alzándolo con rapidez del suelo. Lo que les dejó pasmados sobre todo fue la salida de tono de don Anselmo que en lugar de agradecer tal respaldo, se desembarazó de ambos contertulios con inusitada fuerza y brusquedad, y con el gesto demudado, perdiendo en tales instantes la requerida consideración de agradecimiento, apostrofó al doctor y al farmacéutico que no eran precisamente santos de su devoción: 
 
          -¡Son ustedes dos pedazos de alcornoques! ¡Qué demonios! ¿Acaso les he pedido yo su ayuda? ¡Váyanse al cuerno! ¡Aún puedo valerme por mi mismo!... Y no estoy dispuesto a permitir...
          
         -Tranquilícese don Anselmo - aconsejó el doctor.

         -Podría usted haberse roto una pierna, compréndalo... - añadió el farmacéutico.
  
        -¡Al cuerno, me oyen,... váyanse al cuerno! ¡Su ayuda me resulta denigrante! -  replicó el profesor- ¡No me he roto nada y nada tengo que comprender! Así que si tienen que meter las narices, háganlo entre sus potingues, y vuelvan a sus librotes y periodicuchos republicanos llenos de mentiras. Yo sé muy bien cuales son mis remedios, y no les necesito a ustedes para nada.
 
         -"Es penoso" - pensaron algunos.
    
         -"Un perfecto imbécil"- murmuraron otros. 

Ciertamente, que el viejo profesor se dejase arrebatar por la ira no les venía de nuevas a ninguno de los afiliados del casino. Más de uno estaba convencido de que si el desaforado anciano acostumbraba por lo general a soltar el fuelle de su mal genio por cualquier minucia era porque en realidad estaba chaveta perdido. Así que el procedimiento a seguir se decidió con rapidez en las tertulias: guardar silencio y volver unos al juego y otros, como el doctor y el farmacéutico, a sus periódicos. Por lo pronto, el espíritu de imitación tampoco arrastró al encorajinado don Anselmo a unirse con los miembros del ateneo, en especial porque, además de la ridícula caída, la noticia de que era portador también se le había ido al traste con el trompicón que se había pegado.

       -Desea que le sirva algo- se ofreció el camarero al otro lado del mostrador.
 
   Don Anselmo golpeó la barra.
 
      -¡Nada! ¡No necesito nada!
 
     -Como usted diga...

El aplomo provocador del docente seguía por tanto, y como de costumbre, irritando calladamente a muchos de los allí presentes. A los falsos porque siempre se hallaban necesitados de la connivencia tertuliar, y a los sinceros porque les tenía sin cuidado. Después, tras evitar esta vez cualquier asomo de hilaridad, volvían los silencios en los que cada contertulio, además de seguir jugando a las cartas, también parecía sumido en la búsqueda de algún intríngulis (quizá con referencia al juego o a su vida pública), o de alguna velada y ambicionada prerrogativa. ¿Y qué sería de los hechos de un pueblo cerril como Puentemuros sin las fullerías maliciosas de un don Anselmo, escupiendo odios y frías conductas sin arrepentimientos? Cierto que su difusión excesiva podía llegar a inspirar afanes funestos en sus gentes. Y por ello mismo, Puentemuros, como también cualquier otra pueblo circundante, con la llegada de la Segunda República, ni por asomo se sentía ahora más afortunado ni menos inmerso en el exhaustivo y prolijo desaliento social anterior. Los viejos tiempos en que  los grandes señores y los obispos no se molestaban tampoco en moderar los despechados resentimientos del pueblo, ni durante ni después del ominoso golpe de Estado del capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera y la autocracia de su aciaga dictadura refrendada por el borbónico Alfonso XIII y con posterioridad desterrado monarca. Y si los industriales y mandamases, falazmente, alababan ahora con el reinstaurado Gobierno Republicano cierto grado de progreso, seguían con sus displicentes politiqueos y abusos. Y las explotaciones sin decaer ni un ápice.
 
Había sucedido algo irrevocable en el ánimo de don Anselmo al verse obligado a recapitular sus ansias gacetilleras: el no decidirse a conciliar su presencia aquella tarde con el resto de los miembros de las tertulias. Se limitó pues a caer sobre una silla, extenuado, y sumido en un profundo desaliento junto a una apartada mesa desierta. Y qué a gusto se habría sentido como portador de la sorpresa vivida en la plaza de la villa con la llegada del autobús de La Coruña, porque, para acabar de fastidiarle el ansiado chismorreo, en aquellos momentos, se produjo un intercambio de miradas de estupefacción entre los corrillos del casino cuando los dos jóvenes visitantes recién llegados en dicho autobús hicieron acto de presencia en el establecimiento, soltando allí sus maletas, prueba inequívoca de que todavía no habían hallado alojamiento en Puentemuros. En un principio, aquella sorprendente aparición tampoco fue festejada en exceso, en especial cuando uno de ellos, al que sin duda todo el mundo conocía, preguntó con aire pícaro
 
      -Les pido mil disculpas, señores, y a usted especialmente don Anselmo -se volvió hacía el abochornado y silencioso profesor- si les estamos importunando. Cierto que cuando uno desaparece durante más de diez años, qué diablos, está obligado a guardar cierta compostura con tan respetados ciudadanos.
 
     -¡De ningún modo! - exclamó entonces el doctor, soltando encantado el periódico que leía y alzándose de su asiento para abrazarle.
 
    -Una verdadera sorpresa, desde luego, muchacho- se alzó alborozado también el farmacéutico para obsequiarle con otro efusivo abrazo- ¡Y nada de recatos ni de excusas, qué maldita la falta que hacen! Querido Miguel Vilar, nunca hubo nada de reprochable en tu marcha.
 
Escuchando al doctor y al farmacéutico, el resto de los contertulios se impacientaron abriendo grandes ojos.
 
    -Pero continúen con su tertulia, señores- dijo el joven visitante, cuando por fin algunos de los socios se levantaron a un tiempo de sus asientos como para disculparse por no ofrendar sus parabienes nada más y nada menos que al hijo del difunto don Guillermo Vilar y primogénito desaparecido hasta ese momento de la Señora.
    
    -Vaya con el pollo. No nos negará usted, joven, que hasta hoy su ausencia ha sido un verdadero misterio para todo el pueblo.

    -¡Menudo pillastre, nuestro joven don Miguel! Mucho habrá de ser lo que tenga que contarnos.
 
    -¡Sus buenas aventuras y jaranas se habrá usted corrido por esos mundos de Dios!
 
    -¡Hombre! Nuestro estimado notario don Luis Castaño. ¿Me equivoco?- preguntó el joven Vilar, indiferente al resto de las miradas de morbosa curiosidad que su presencia seguía despertando.
  
    -No se equivoca, no, mi respetado y joven don Miguel Vilar- sonrió el prócer satisfactoriamente.

   -Por favor, apéeme de ese renqueante y ocasional "don" que a mi únicamente me suena como una pequeña perversión de viejas arrogancias soterradas.
 
   -Pues nada, muchacho,... ¡Hecho! Y bienvenida sea por tanto tu vuelta.
 
Miguel Vilar quebraba los prejuicios que hasta  entonces lo habían arropado familiarmente, que era como poner patas arriba el orden de un tiempo anterior, y como si hubiese nacido ese mismo día en que había vuelto a poner los pies en Puentemuros.

    -Dejémoslo como una vieja y respetuosa ilustración tan sólo debida a mi difunto padre.

    -Cierto, muy cierto- admitió con ojos vivaces y satisfechos el notario.

    -Si... como muy ciertas, o muy eficientes, son las referencias notariales de las que usted goza en uno de los más importantes despachos de abogacía de La Coruña. No le miento si le digo que mi amigo y yo hasta llegamos a sentirnos abrumados por "tantos descubrimientos"- recalcó irónicamente el joven Vilar, simulando tal admiración por el notario.
 
    -Bueno, ejem..., mi querido muchacho, no sé si sabrá usted que ni en los doscientos kilómetros que nos separan de la capital puede uno contar con un abogado que pueda asesorarnos  y gestionar...
 
    -...con la especial protección que usted siempre ha dispensado a las negociaciones laborales y transacciones privadamente testamentarias de doña Julia de Bazán. Corríjame si me equivoco.
 
   -Su señora madre, joven, no lo olvide... Su muy respetada Señora madre... - aclaró con tono firme y dogmático don Luis Castaños, mientras Miguel aparentaba de nuevo escucharlo, comprensivo y atento.

   -Sí, naturalmente, mi señora madre, a la cual, según tengo entendido, se le sigue dispensando en este pueblo un escasamente comunicativo respeto dada su sólida confianza en la suerte que Puentemuros le ha deparado y sus inequívocamente adquiridos poderes por medio de su doble viudez. De todas formas, señores, opino que ya va siendo hora de que las beneméritas reverencias hacia nostálgicas estirpes, viejas tradiciones blasonadas o cierto tipo de sometimientos a las arbitrariedades acaudaladas como las de mi,... imagino, todavía enlutada madre, muy respetada viuda de Vilar y Bazán, cumplan cuanto antes sus, ¿por qué no llamarlas?, "últimas voluntades" ¿No están de acuerdo conmigo, señores? 
 
El acento del joven Vilar era firme y casi severo en tales instantes. Y don Luis Castaño, de mala gana, volvió a su asiento, tomo la baraja, y exclamó:

   -Bien señores, la partida no había terminado. Habrá que seguir jugando.
 
En realidad, el petulante notario hubiese deseado añadir que Miguel Vilar se estaba conduciendo de manera un tanto insólita. Y aspiraba a que la connivencia del resto de los afiliados prevalecíera en los círculos.

   -¡Ah, respetados señores! Observo que la actitud del don Luis volviendo a su tertulia ha sido conveniente para demostrarme que no sólo soy un inoportuno huésped de este casino- afirmó súbitamente Miguel- sino un descortés despistado ya que no les he presentado a mi acompañante...- Los socios siguieron mostrándose ligeramente escépticos- Y es mi deber como hijo de esta villa, tras mi larga ausencia, mostrarme educadamente con tan respetable velada ¿ateneista?, creo que es éste el justo calificativo.
 
   -Bien Miguel, no lo creo necesario- asintió sosegadamente el doctor- No tardaremos mucho en compatibilizar con ambos.
 
   -Naturalmente- coincidió el farmacéutico.
 
   Miguel exclamó
 
   -Si, sí, por supuesto. Pero no habrá mejor momento que éste...  Así que, respetados próceres de Puentemuros les presento a mi amigo Enrique Salas, natural de Madrid, que visita por primera vez los innegables atributos sociales de nuestras gentes y tierras galaicas, Sindicalista, y por expresa designación de nuestro Gobierno Republicano en Madrid, ameritado Representante de la Confederación Regional Galaica de la CNT, y "camarada" del no menos renombrado sindicalista José Villaverde, y cuyas actuaciones y supervisiones sociales se circunscribirán a todas y cada una de nuestras villas gallegas. Por ello, coincidirán ustedes conmigo, caballeros, que nuestro conciudadano Salas no dudará en emprender concienzudamente esta labor casi mesiánica diría yo, y permítanme que añada "libertadora", para la que ha sido designado, y a la que yo también me he unido humildemente.

Ningún socio más, aparte del doctor y el farmacéutico, encaró a Miguel Vilar tras dicho anuncio, aceptado sin duda alguna con encubierto asombro y simulado desdén por los demás.
 
El doctor preguntó:
 
   -¿Necesitaréis dónde alojaros?
   
   -¡Así es - aclaró Miguel- Había pensado en el pazo Vilar... El viejo caserón paterno.

   -¡Por Dios! - exclamó el doctor, perplejo- El pazo de tu padre es en la actualidad una auténtica ruina.
 
   -Una reliquia entre el moho y las telarañas...- añadió el farmacéutico.

   -Ni las ratas podrían subsistir en el antiguo pazo. Lo único que podría acogeros entre la consolidada vejez y humedad de sus paredes y sus heladas estancias sería una irremediable pulmonía. Vendréis a mi casa- no le vaciló la voz al doctor- Como no podías saberlo, desgraciadamente enviudé hace cuatro años. Y creo que me gustará volver a oír el sonido de unos pasos juveniles en mi domicilio, ahora que los únicos que se pueden oír son los aburridos y cansados pasos de  este viejo solitario. 
 
   -Debéis aceptar el ofrecimiento de don Agustín... En este pueblo, perdido de la mano de Dios, y sin una miserable pensión tan siquiera, no encontraréis mejor opción que ésta - insistió el buen farmacéutico.

   -Cuente, pues, con ello- aceptó Miguel- Y ahora Enrique permíteme que te presente a nuestro generoso anfitrión y respetable doctor de esta villa,  don Agustín Arzúa, y nuestro no menos amigable y meritorio farmacéutico don Ángel Díaz, que nos podrá proveer de algún que otro Okal para aliviar los dolores de cabeza que sin duda nos esperan.
    
Enrique Salas sonrió y estrechó ambas manos:
 
   -Encantado...

Todos los allí presentes que habían observado con cierto cinismo e indiferencia el ofrecimiento de don Agustín, continuaron con sus corrillos.

 Miguel Vilar aún saludó:
 
     -Señores...
 
Seguía lloviendo a cántaros, por lo que don Agustín y don Ángel se aprovisionaron de sus paraguas mientras ambos jóvenes tomaban los suyos y ambas maletas situadas cerca del mostrador del establecimiento. Se disponían a salir con buen paso, cuando Miguel se detuvo un instante frente a silencioso Don Anselmo, que ahora ofrendaba una imagen melancólica, cansada, como si no experimentase en aquellos momentos interés alguno por lo acontecido en el casino poco después de su inesperado patinazo.
 
   -Ha hecho usted muy bien, don Anselmo, acogiéndose al calor del casino después de nuestro encuentro en la plaza, y no exponiéndose al aguacero y al frío de la tarde. Con este clima galaico las pulmonías van que vuelan... Muy buenas noches tenga usted.
 
El arisco profesor no respondió a su antiguo alumno. Se sentía terriblemente disgustado consigo mismo y con lo que le había sucedido. Seguía en su silla, solo, cerca del mostrador. El consejo del joven Vilar le sentó como un tiro.  Ahora todos los socios le miraron al oír que ya había coincidido con Miguel Vilar en la plaza. Se volvió hacia ellos con rabia, pero dominó aún el impulso de levantarse de su asiento y abandonar el ateneo. Habría significado un nuevo acto tan estúpido como bochornoso por su parte salir del casino "con el rabo entre las piernas", y pidió al camarero un café con leche: "¡muy caliente, hágame el puñetero favor!", y un periódico cuyos desdeñados anuncios y artículos gubernamentales de la República, por supuesto, no estaba dispuesto a hojear.
 
Miguel Vilar y Enrique Salas lo primero que hicieron fue aparecer por la taberna del puerto. Como visitantes de Puentemuros eran, por lo pronto, unos perfectos desconocidos, y ningún lugareño comprendía del todo a qué se debía la presencia de ambos jóvenes en el pueblo. Semejaban tan sólo dos peculiares sujetos que pasaran casualmente por allí. Los asiduos al local les observaron con rara intensidad. Y únicamente un par de los más viejos frecuentadores del bodegón creyeron por un instante recordar a Miguel Vilar como al olvidado ausente a quien se había dado por muerto.
 
Ambos jóvenes saludaron:
    
-¡Buenas noches, amigos!
 
Aquel saludo se oyó casi sin interés alguno. Las expresiones de aquellos rostros curtidos por el mar eran duras, confusas, y por ello mismo más resueltas a corresponder con cierta frialdad. Los pescadores no perdían fácilmente sus recelosas inhibiciones ante cualquier extranjero que por allí apareciera. Y por eso, Miguel Vilar echó mano ahora de cierta espontaneidad pese a que no siempre resulte sencillo airear al exterior lo que interiormente se es.

    -Esta tierra galaica nuestra, siempre tan pródiga en aguaceros- comentó.
 
Era una especie de formalismo abierto y franco que había aparecido en el ambiente caldeado de la bodega momentáneamente, y por medio del cual el joven Vilar trataba de abrir paso a una amigable iniciativa con aquellos hombres. La lluvia arreciaba todavía con furia sobre la techumbre de la taberna como un vasto y duro escobón que lo barriese a fondo, y casi semejante al oleaje que levanta una tormenta y arrambla con  las embarcaciones pesqueras.  Hubo entonces una réplica breve, que partió desde una de las mesas, casi sin mirar a la cara a los dos extraños:

    -Tierra de mucha agua es. Hemos tenido una larga semana de cielos muy rojos al amanecer. Si fuera usted hijo de estas tierras, sabría muy bien que para un marinero no hay mejor barómetro, porque "cielo rojo...

    -... al amanecer" - Miguel, apoyado ahora en el mostrador, terminó con el refranillo, como describiéndolo con un inesperado aire de cotidianidad y tan ritualista y puntualizado como haría un verdadero hijo del mar- el marino se pone en guardia...  lluvia segura. Y cielo rojo cuando anochece, al marino se le alegran las pajarillas"
 
Aquel joven forastero, tan seguro de sí observaba ahora a todos los concurrentes de la taberna con ojos penetrantes y enérgicos. Pidió un par de vasos de vino, y lo bebió satisfecho acompañado por Enrique. Y por un momento, las expresiones de los marineros se atenuaron. El establecimiento estaba poco iluminado, mortecino  bajo el brillo alto de las dos bombillas que colgaban desde el techo, y a todo lo ancho de la taberna planeaba el humo de los cigarrillos, como una nube apelmazada sobre las cabezas de aquella estridente piña del bodegón pesquero.

Dos o tres de los contertulios recordaron las cábalas confusas sobre el Vilar misterioso, primer hijo varón del difunto don Guillermo y de su viuda, ahora Señora de Bazán, desaparecido de Puentemuros hacía ya más de diez años. Aunque ningún dato satisfacía ya la curiosidad que había despertado durante tantos años su ausencia,  que  todavía permanecía sumida en el más absoluto misterio. Bastó, no obstante, a uno de los capataces del astillero, que frecuentaba los corrillos de la taberna para jugar a las cartas, la coherencia galaica, el específico arrebato tradicionalista desgranado por el joven, para que todo aquel hálito de misterio sobre él desapareciera al instante, sin dejar de pensar que su madre y hermanastros se mantenían en un mutismo de indiferente animadversión en todo cuanto se pudiera referir a la desaparición de Miguel Vilar, y de la cual tampoco se había desechado la posible idea de su muerte. Doña Julia de Bazán seguía, pues, velando su rostro, de hostiles y negros ojos de loba, alejada de la chusma cuchicheante y enrarecida  de Puentemuros. Y ahora Miguel Vilar, el vástago descarriado y que acaso había vivido ajeno a la familiar presunción de su posible fallecimiento lejos de allí,  regresaba poniendo fin a aquella rancia intriga pueblerina.  

Que uno de los apetitos más voraces de un pueblo, como es el de la curiosidad, sea precisamente uno de su mayores defectos no debe extrañarnos. Sus aptitudes e inclinaciones van desde los pabellones de las orejas hasta la altura de los ojos. Y como órganos de esa subsistencia necesitan ser saciados. Es como una especie de frenología que presenta la protuberancia de la imaginación, sujeta a esa otra energía favorecedora de los mencionados defectos, vulgo comadreos, en este caso. Y es que antes de aleccionar a un pueblo, habría que enterarse primero de cuáles son sus caracteres. Cierto que estos razonamientos ante todo parecen estúpidos y absurdos. Mas hay que favorecer tales lacras, medio perniciosas, porque siempre ofrecen los resultados deseados. Es como si al  ladrón le bastase con echar la culpa de sus pillajes a dichas protuberancias Y así es como se sostienen las facultades innatas y no se rechazan sus inclinaciones. En consecuencia, la llegada o la casi resurrección de Miguel Vilar puso en tensión todas esas actitudes a la vez.

Así, cuando doña Julia de Bazán, aquella tarde de lluvioso domingo, más o menos una hora después, se enteró de la llegada de su hijo mayor (mientras todo Puentemuros también estaba ya al quite de sus comadreos),  lo hizo sin asomo alguno de nostalgia. Su idiosincrasia de pasada y sórdida "media-media clase", no era ni menos desencantada que años atrás ni, como ya era sabido, menos impasible en la personificación de sus pretenciosas virtudes indolentes. Aquella juventud irrecuperable que la convirtió por medio de sus dos matrimonios en Señora Vilar y de Bazán en Puentemuros, la consideró siempre como a la de los oprimidos que en verdad suelen ser la de los explotados, porque tuvo que parir tres hijos al tiempo que despreciaba a aquellos dos longevos compañeros de cama con quienes convivió largos años. Y Miguel Vilar reaparecía únicamente para recordarle una gran parte de sus juveniles años truncados. Y por ello también aceptó la noticia con el mismo tono despectivo que usaba con sus otros dos hijos, con los pescadores de su flota y con los trabajadores de sus astilleros. Lo que Julia de Bazán sentía por Miguel era una repulsión instintiva que siempre mantuvo con su primogénito y que nunca la movió a explicarse el motivo que le había impulsado a fugarse de casa y perderse por esos mundos de Dios lejos de las comodidades que ofrecía el patrimonio de los Bazán. Y conciliar ahora los ánimos con aquel hijo ausente sería tan nefasto como violento. Miguel era como un fantasma  reprobador de la memoria de un tiempo brumoso; una sombra que nunca había colmado la menor ansia de maternidad, y por ello mismo una amenaza para sus errores de antaño.

Al declinar la tarde, la Señora había comenzado a pasease lentamente, inquieta, entre un largo pasillo que conducía hacia la gran puerta de entrada a la casona, casi en penumbra, alejado del espléndido salón principal que absorbía por completo el brillo luminoso y amarillento de las dos enormes lámparas eléctricas que lo alumbraban. Julia de Bazán se movía como una de esas sombras que la apartada luz produce. La negatividad de sus pensamientos no le aportaban utilidad alguna. Pero el hecho trascendental de lo sucedido no dejaba de inspirar su endiosamiento, y se mostraba dispuesta a seguir exhibiéndolo. No obstante, deliberaba sobre las motivaciones que pudieran haber provocado el regreso de Miguel, vuelto su rostro hacia el  lujoso portalón por el que no tardaría en aparecer, huyendo de la lluvia, la Barallocas, su fiel sirvienta de desperdiciadas redondeces, todavía rolliza como una potranca, y así apodada por lo habladora, con la esperanza de que sus perturbadores razonamientos se iniciasen ahora sobre una base más sólida que la que le había ofrendado el capataz del astillero. Pero su ansiedad era una especie de expiación, una penitencia furiosa. Y la lluvia pertinaz y la tristeza del anochecer acentuaban la severidad de sus pensamientos. Ahora, una vez abierto el lujoso portalón, esperó la falaz palabrería de la Baralloca, mandada a alcahuetear sobre la llegada de Miguel entre las tertulias femeninas del dominical atardecer. La sirvienta entró en la casa resoplando bajo la humedad de su paraguas, y entre muecas espantables exclamó: 

     -¡Malo,  ... moi malo, miña señora! ... Uhna verdade... e os que doen, miña señora...! 

No era esa la respuesta que la Bazán buscaba, pero no le chocó  que la criada no atrajera la menor limadura a sus exclamaciones galaicas.  

    -E mire, miña señora,  que ese  rapaz, ¡que o demo o leve!- apostrofó la sirvienta- Mellor non deixemos que se enfade con nós,... O can marchou e o can volveu, pero agora chega guapo... e... 

    -¿Cuántas veces voy a tener que repetirte que no me hables en ese galimatías montañés y pueblerino que no entiendo?- replicó doña Julia- ¡A mí háblame en castellano! 

La Barallocas se santiguó: 

     -¡Meu Deus!... ¡Meu Deus!... ¡E que o demo o leve ao rapaz Miguel!

    -Blasfema lo que quieras, pero deja de santiguarte en mi presencia. ¿Cuántas veces habré de prohibírtelo también?

    -Si, miña señora....

   -Y vete a la cocina, ¿o es que no vamos a cenar esta noche? Y que el mastuerzo de tu Jerónimo encienda el fogaril del salón. Esta maldita humedad me sigue calando hasta los huesos.

La Barallocas era hija de dos lugareños montaraces que, dada  la terquedad exaltada de su mocedad, intentaron, sin conseguirlo, apartarla de un mozo zafio y siniestro que la rondaba por aquellos parajes montañeses. Sin embargo, la muchacha se dejó arrastrar por las veleidades románticas de su ánimo no menos cerril e inquieto. Y en los desvaríos de su mente rústica, creyéndose machorra, (aunque no se abstuvo de acudir a las predicciones de una reconocida meiga de la montaña que, según se aseguraba, además de curar maleficios y aojamientos, y de espantar los diablos a las posesas, también  invocaba sombras inconcretas y favorables que hablaban en gallego y con las que la bruja mantenía fuertes lazos de invisible complicidad que le indicaban como repartir entre las campesinas y aldeanas infecundas que acudían a ella entre ahogados suspiros de esperanza, artilugios y bebedizos que propiciasen la ansiada preñez), la Barallocas -Elvira de nombre-, convencida de que nunca acabaría preñada,  se entregó a su loco idilio con el montañés, el cual la embobaba con lascivas mentiras y las tropelías de la sensualidad. Dos años después, la Elviriña quedó finalmente encinta, y aunque le fue dada palabra de casamiento, el fogoso autor de su gestación la abandonó antes de que naciera el hijo. Los padres de Elvira, entre una mezcla de piedad y asco, escondiendo su gravidez, la apartaron del murmurador entorno montaraz a raíz del nacimiento de un niño. Pero Elvira, que también deseaba escapar de la tiranía de unos padres amargados y resentidos, fue internada primero, para servir, en un convento de religiosas Agustinas Recoletas, mientras su hijo, hasta los doce años, aguantó entre sus abuelos la amarga crianza de la galaica barbarie montañera. Mas, Elviriña, contumaz y segura de sí, tras negarse a probar alimento, desgreñada y rechazando también empecinadamente todo tipo de abluciones, fue expulsada de su servil internado en el que las defensoras religiosas de la castidad, con sus amenazadores Dies Irae, la obligaban con la maligna mordacidad de su férreo credo a retractarse entre rezos de su pecado contra el mandato primordial que exigía la pureza. Elvira volvió a su terruño montañés donde sus padres murieron poco después de una epidemia gripal. Cargada con su hijo de trece años, un lugareño engatusador que encontró su mocedad todavía tan apetecible como agraciada, y quiso que se descuidase entre sus brazos con nuevos juegos prohibidos, la condujo en su carromato hasta Puentemuros. 

La fama de la Señora, según le contó el sensual rústico, se extendía por las villas limítrofes. Y se decía de ella que no le importaba acoger para su servicio mozas compungidas por mal de amores, y que, quizá por su alergia religiosa, hubiesen sido capaces de huir de la hosca censura mongil de algún convento. Elvira, apodada luego la Barallocas, todavía en la flor de una sana madurez, sin conocer una palabra de castellano, se vio perseguida por la ya casi caduca fogosidad del amo don Santiago Bazán, aprisionando sus apetecibles redondeces por los tenebrosos corredores de la inmensa casona donde reinaba doña Julia. Las intenciones del sexagenario satisficieron plenamente a la frígida cónyuge, que era hembra poco nacida para los ardores de la cama. Y con la tórtola Elviriña enjaulada, consintiendo sus devaneos apenas disimulados, consiguió su más pertinaz ambición: la de verse apartada de sus noches de alcoba compartidas con  los desvelos sensuales y fatídicos del insoportable marido. Don Santiago bajó a la tumba por fallo cardíaco sin honra postrera, pero sin maldecir el malicioso e indiferente contento que reflejaba el rostro de la felizmente reprimida consorte y forzada madre de sus dos hijos. Pero Elvira despidió aquella muerte como paloma asustada y se santiguó repetidamente sacudida por el miedo de que la viuda de Bazán (que lo único que le prohibió terminantemente fue aquel acicate, con aires y costumbres mongiles del convento en que estuvo internada, que la movían como una detestable y reverente bufonada a persignarse por cualquier banalidad), santificada ahora con todos sus derechos de pudiente señorona, gobernase a su completo antojo el caserón, y se apresurase a echar a patadas de allí a la galleguiña que aceptó como sirvienta, hallándose todavía plena de encantos, y en cuyo agasajo voluptuoso se dejó atrapar la postrer golosura erótica de don Santiago Bazán durante los dos últimos años de su vida. Pero la galaica montañesa y parlanchina Barallocas, a la que el castellano tanto se le resistía, no fue excluida por doña Julia de Bazán de los rudos trabajos de criada, que, además de su eficaz lozanía, junto con su hijo Jerónimo, cumplidos ya los diecisiete años, sobrellevaba compensadamente una dictatorial devoción hacia la Señora, encargados los dos de los diarios fregoteos, del avituallamiento cuando la pesca arribaba al muelle, de las encomiendas alimenticias en los dos ultramarinos de Puentemurtos, y del resto de quehaceres necesarios en el caserón.  

La Bazán, por lo mucho que zascandileó aquella tarde la Barallocas, no cejó en sus esfuerzos por imaginarse a su primogénito desmejorado  y  mendicante, como si durante aquellos diez años de ausencia se hubiese visto sumido en una vida de frustraciones, pobreza y desengaños. No obstante, volvían a su memoria la innata mordacidad y aquel ingenio y fina agudeza que ya desde su niñez y adolescencia, con sus constantes actos de rebeldía,  marcaron su educación con el más patente de los descaros y popularidad entre sus compañeros de escuela, sin dejar por ello de completar con sorprendente inteligencia su educación hasta los dieciocho años, aunque despertando a la vez el rencor de don Anselmo, su odiado profesor. Y no menos célebre en las tertulias de la taberna con los pescadores de la flota de su padre, cuando les aseguraba que algún día, cuando le perteneciese, la pondría en manos de aquellos esforzados luchadores del mar, rescatándoles de su esclavitud patronal. Y también triunfante y descarado ante la autoridad materna, y jamás apocado ante la potestad intolerable que su padrastro Santiago Bazán trató de desempeñar en aquellos primeros largos años junto a sus dos hermanastros. Cierto que en tales casos tampoco la viuda se erigió en madre atribulada, ni lloró por ello la pérdida del primogénito huido. Y ahora la disconforme cohorte pueblerina de doña Julia de Bazán, la vecindad de hombres y mujeres que enrojecían al aire frío y lluvioso de las madrugadas, luchadores asalariados ellos, conventilleras y deslenguadas ellas, serían  los ojos más atentos, las voces más dispersas entre los grupos y corrillos que, comentando aquella presencia apresurada y repentina del recién llegado, seguirían agasajando la noche como un graznido de cornejas cuando las tinieblas cubriesen Puentemuros.

La Señora pasó al gran salón cuando Jerónimo prendió el fuego de la chimenea. Los péndulos del gran reloj mural oscilaron y comenzaron los ocho sones de sus campanas. La cena, servida por la Barallocas, compuesta por su inicial y nutritivo caldo de recocida pucherada de grelos y repollos presidió la mesa. Entonces aparecieron los jóvenes Bazán: Santiago, el  hijo disciplinado y apático, y la racional, expeditiva e inquieta Virginia. que, enterada de todo el silenciado acontecimiento ocasionado por la llegada de su hermanastro Miguel, hizo surgir entre ellos una morbosa y no menos callada curiosidad, que ahora parecía mantener más unidos  a madre e hijos.  No obstante, aquella complacencia en simular una frialdad cortés hacia la llegada del fugitivo Miguel Vilar, llenó de maligno goce el corazón de Virginia, siempre reprendida por el tono despectivo que usaba para con su madre. 

    -La vieja historia de nuestro desaparecido hermanito, ¿qué opinión te merece a ti, Santiaguiño, que tan dado eres al aburrimiento y al desapego familiar? ¿Seguirá siendo nuestro casi olvidado Miguel una vieja y oscura leyenda galaica -rió la joven- "por falta de legajos" y del descuido de tantas fechas que no constan en nuestro almanaque  familiar, o pasaremos por fin del desdén por los hechos que nos lo han devuelto?... Y hay algo que me intriga mucho más. ¿Qué va a pasar ahora?

    -¡No me interesan tus acostumbradas sartas de pamplinas! -exclamó Santiago- No quiero saber nada más.... Y como no tengo hambre... - abandonó la mesa con dirección a su cuarto..

    -¡Oh sí, vete!- replicó Virginia- ¡Qué abominable es la curiosidad, hermanito! ¡Pero, claro, no hay que atormentar a nuestro Santiaguiño!
 
    -¡Me estás insultando!
 
    -¡No, pero te canso, confiésalo! Así que... tranquilízate, porque estoy convencida de que nuestra previsora madre ya ha hecho testamento, y tu primogenitura está a salvo, mientras que nuestro renacido hijo de Vilar, por darse a la aventura y no haber dado señales de vida hasta hoy, se va a quedar con una mano delante y otra detrás.
     
     -¡Basta!- exclamó doña Julia- ¡No quiero seguir escuchándoos!

   -Me callo... y con sumo gusto- ironizó Virginia.

   -Siempre he pensado que lavarte esa lengua con jabón sería muy conveniente...
 
  -No se atormente tampoco usted, madre. Si tiene que lavar alguna lengua, lávesela a su Barallocas. Qué autoridad más absurda la suya, ¡y qué cobarde! Y es que para usted, como siempre, aunque quiera profundizarlo todo, a todo le teme... como si se metiera en una corriente peligrosa.

   -¡Y tú me acompañarías!

   -No tendría que esforzarse mucho en convencerme. La circunstancia con la llegada de mi hermano...

   -¡Hermanastro!
 
  -Sí, hermanastro, como usted quiera... pero insisto, la circunstancia lo exige... 

  -Te prohibo que hables con él... - repuso autoritariamente doña Julia- Y puedo asegurarte que no pondrá un pie en esta casa... Así que ten cuidado...

   -¿Cuidado de qué? - ironizó con aspereza Virginia- ¡Hace tiempo que usted no me asusta!

   -¡Tú a mí, sí! - replicó agriamente doña Julia- Soy tu madre, y tengo todo el derecho...

   -Da igual... Siga usted con semejantes ideas... Pero esta vez no llegará muy lejos. Así que la que tiene que tener cuidado es usted. Y ándese con ojo, porque Miguel no es como nuestro Santiaguiño. Sus razones tendrá para haber vuelto a este maldito pueblo tan repentinamente. Y por lo visto acompañado de un experimentado sindicalista de Madrid. Por muy laica que sea usted, siga de madre priora de este conventículo que es Puentemuros, aunque a lo mejor acaba como Recolectora Mendicante.
 
   -¡Insolente!... ¡Y maldita la falta que nos hacía la vuelta de ese...!- respondió la viuda con fiereza titubeante.
 
  -Ni a decir su nombre se atreve usted- sonrió la joven- Yo de usted no tentaría a la suerte.
 
  -Ya veo que has estado zascandileando entre los corrillos... ¿del puerto, quizá?, que es por donde más se te ve... -Virginia lanzó una carcajada- Bien informada estoy de tus correrías,... si hasta en la playa te han visto este verano bañarte casi desnuda, como una descastada.  Y por ahí andas, enviciada como una pueblerina metomentodo.
 
  -Soy una pueblerina... y, sí, muy refitolera.... Y no alardee tanto, que también lo es usted,... una fisgona que echa mano de esa otra metiche de su criada, o de sus dos capataces del astillero, porque si no lo hacen, ¡aquí está usted!, con su dichoso mando, dispuesta siempre siempre a leerles la cartilla.
 
  -Y ahora,... esta tarde, ¿que has hecho? Seguir por ahí, enterándote de todo lo que no nos importa...  Aún así, se hará mi voluntad. Tengo la suficiente autoridad... y ... -volvió a soslayar el nombre de su primogénito- tendrá que resignarse... ¡Barallocas! Esta sopa está endemoniadamente fría...- se indignó de nuevo doña Julia, dándole la vuelta a la tortilla de la plática con su descarada hija.
 
Y cuando la criada apareció,  amenazó:
 
 -¡Y no se te ocurra santiguarte!
 
A la Señora todo lo allí hablado acabó por dolerle. Y todavía le chocó más la impasibilidad callada de la Barallocas cuando se llevó la sopera a la cocina.

 

 
                                                                             Autor: Tassilon-Stavros
                                                                  -SINDICALISMO EN PUENTEMUROS-

                                                                                     -Capítulo 3º-








 

 

 

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