miércoles, 16 de marzo de 2022

¡Adiós, "Cordera"!

Autor: Leopoldo Alas "Clarin"
 
"La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió al establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo... "¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. "¡Ella será una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela!" Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera. El viernes, al obscurecer, fue la despedida... En el supremo instante, se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella... Caía la noche; por la calleja obscura, que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra a lo lejos. Después no quedó de ella más que el "tintán" pausado de la esquila, desvanecido con la distancia... "¡Adiós, Cordera!", gritaba Rosa deshecha en llanto, "¡Adiós, Cordera de "mío" alma!"... "¡Adiós, Cordera!", repetía Pinín, no más sereno... Al día siguiente, el Somonte sin la Cordera parecía desierto. De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces. "¡Adiós, Cordera!", gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. "¡Adiós, Cordera!", vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo: "La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas..., los indianos."... Mundo enemigo que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones..."  
 
 



Internarse en un itinerario que nos sumerja en una tierna ondulación de sentimientos que parece arrancada d
el arconcillo de nuestra niñez donde una vez guardamos las esencias de cuantos afanes adquirieran para nuestros ojos, o, mejor dicho, para nuestra atmósfera interior, aquella cristalización, hoy casi olvidada, que conllevaran brillos joviales o siniestros, ciertos desamparos de soledades, de silencio, que no siempre se correspondían al concepto prometido que abre el vallado de la vida, es llegarse de nuevo, si no de puntillas, sí por el filo de la vertiente resbaladiza y fragosa por la que se arrastra nuestra memoria, mientras el batir de nuestro corazón se deja rasgar por la punta afilada de una emoción, que allí, en nuestra infancia se quedó encantada, sin la menor conciencia de su categoría lírica. Y que ahora, ya adultos, nos balancea en un nuevo oleaje de sentimientos. Es como si el día nos iluminase por primera vez, y desgajándonos del mundo, nos quedásemos solos en ese mar de iris húmedos. Una soledad sin más concepto de sentimiento que el nuestro. Una navegación hacia ese país desconocido de una reencontrada emoción, que se había quedado esperando en la quietud grande y desnuda de la noche, tan de niños, tan de cuentos. ¡Y no nos queda más remedio que llorar conmocionados!, porque inmersos en la fábula que nos abre los brazos, no podemos contener nuestro enternecimiento; porque su anécdota nos turba, su episodio nos sobresalta; se eleva como unos ojos melancólicos significando que no puede retardar el instante de abrirnos la puerta del desamparo, todo a costa de algún que otro júbilo extraviado (más ajenos que propios en este caso), de perdición y lágrimas que, de despedida en despedida, nos pertenecen por formar parte de este misterio cruel de la existencia. 
 
 


Y a través de esa nueva lírica infantilizada (ahora toda presencia corporal), nada logra mitigar ya tan flamante modelación íntima del sentimiento como el que nos obliga a contagiarnos de la más variada procedencia y condición de un pintoresquismo que nos estremece con el acontecimiento alternativo que, en este caso, utiliza la narración. ¡Cuán blanda y gozosa resignación que nos proyecta hacia
atrás en el tiempo, que es como coincidir con un extraviado ímpetu; aquél que nos cincelara de ternura los años de la infancia! ¡Un estribillo apasionado cuyo uso dramático mitifica con su impacto esa sombra de niños tristes que se sumergen en la brumosa noche del dolor, y que acabará teniendo más vida, a través del recuerdo, que ellos mismos! Creedlo a pies juntillas, porque en este inolvidable escenario fabulado por el genio de uno de los más inconmensurables escritores de la literatura hispana, la cabriola del drama se convierte, por ley de necesidad, en una novedad única de desventura, ¡primitiva pero inspiradora! Su expresión desgarradora desata un apogeo fuertemente individualizado y verista que, al servicio de la poesía de los ambientes populares, de la condición de los humildes, puede convertir en el más sórdido drama ese himno cósmico de los vínculos que nos unen al amor pastoril por el paisaje, a la armonía deliciosa del medio ambiente, al parentesco candoroso con los animales.
 


 
  "¡Adiós, "Cordera"!, redescubierta en su lozanía pedagógica; en su, para muchos, banal pequeñez; en su dosis de pirueta casi surrealista, acaba estremeciendo ese caleidoscopio melodramático que guarda eternamente nuestro corazón; el precioso aposento del que mana nuestra próspera fuente de riqueza sentimental, tantas veces maltratada por los verdugos del mundo. ¡No cabe más honestidad si os dejáis arrebatar por las lágrimas, si os anegáis en el llanto que acuchilla la entrañas, al leer esta hermosa fábula! Frente a todo lo que se tiene por sabido y contado en el amplio regazo humano, no es fácil (¡duele, y mucho!) dejarse llevar por este nuevo racimo de nuestras condenaciones, trabajos y adversidades. Cierto que sentiremos el sendero, la mansión primitiva en que nos cobijara la hierba y el follaje, la llosa, nombre genérico (como nos dice el mismo Clarín en "Doña Berta") de las vegas, que parece un verde mar agitado por las brisas, donde también pace, ajena a la crueldad del mundo, la Cordera. Y el roce secular de los pies desnudos de los niños, la cabaña con honores de casa, la servidumbre tirana, y las cicatrices que nos dejan sus patadas. Y el lamento amargo de Rosa y Pinín, frente a la hondonada nocturna por la que se pierde la Cordera para siempre. ¡Una visión del hombre que no duerme, sino que gime con pesadillas! (a través de la más tierna melancolía, del más cruel etiquetado de las lacras y mezquindades que forman parte del catálogo de los quehaceres que convierten esta vida en una expresión patética de las relaciones humanas, siempre agravadas por las consecuencias económicas). Virtud de sobriedad, de simplicidad narrativa, la de esa realidad de la imagen del pobre hombre sin acomodo, que, extraído de la masa anónima, entre la imponente mole de la edificación telúrica que acoge nuestros pasos de seres vivientes, desnudos entre la verdura inmaculada del planeta, no se nos transfigura en un ser social, sino zoológico, porque en la belleza de su retroceso, de su nuevo nacimiento como documento sensible, esclavo de las viejas crónicas rurales, en su trato con la irracionalidad de la Cordera, ¡una pobre vaca matrona!, se adivinan magnificencias de deslumbrante dulzura, y le asusta más pensar en la desventura del animal amado que en el brinco cansado, rutinario e irreversible de su propio infortunio. ¡Si fuera posible aceptar que, como único remedio para el dolor más terebrante, no nos queda otro remedio que poder olvidar que se sufre! Si existiera tanta suntuosidad en el delirio, en la ensoñación, en la conciencia, que el "mártir", fuese hombre, mujer, o animal, se descompusiese sin crispaciones, sin sangre derramada, en un nuevo tiempo de ingenios indoloros, en la inminencia de un flamante verbo que dictara la crueldad y el sufrimiento como se dicta la receta de una dulce confitura, Rosa, Pinín, y Cordera huirían de las nuevas carreteras, de los palos del telégrafo, y de los ferrocarriles, lejos de esa clausura febril, enloquecedora, que imponen las civilizaciones. Y seguirían traspasando los campos con esa sutilidad amorosa y agreste que ofrecen las comarcas de pueblos escondidos, ceñidos a su viejo estilo de vida. Acompañados por el animal que aman, por entre la intimidad de los prados, ruralismo sin carreteras, estallando en una alegría loca; gozando del placer de vivir, de la "vaca abuela", en sus recreos suaves y renovados, seguidos por el viento, entre la salvia y el brezo; empachados de ese enternecimiento que conserva el verde intacto del amado Somonte. Y el bulto de la Cordera, al desvanecerse para siempre en la fría y desabrida noche, entre el "tintán" lacrimoso de la esquila, vetusto escalofrío de la pena que invoca la desolación en los corazones que aprenden a experimentarla, la despedida del mundo como un latigazo, la muerte en manos mercenarias, no haría que se nos cayera a todos el corazón a pedazos.  
 
 
 
 
 
"... Pasaron m
uchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra Carlista... Y una tarde triste de Octubre, Rosa, en el "prao" Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano... Apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían. Pinín, con medio cuerpo fuera de la ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oir entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano: "¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!"... "Adiós, Pinín!... ¡Pinín de "mío" alma!..." Allá iba, como la otra, como la "vaca abuela". Se lo llevaba el mundo... Carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas... ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí que era un desierto el "prao" Somonte... Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo... El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica... Canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte... Creía oir, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: "¡Adiós, Rosa! ¡Adios, Cordera!..." 
 


¡Qué se me da a mí que vengan y me porfíen que tan brillante ejercicio de estilo conlleva todos los visos de la narrativa más sencilla (pero que sabe a sangre y a lágrimas); que juega con el parpadeo ingenuo de las palabras, que tantas veces desaparecen entre el humo, porque el mundo "sin comprender, no admira, y son tantas las veces que no suele apetecer del juego adivinatorio que explicar pueda su admiración" (frase que, aunque algo distorsionada, aprendí del mismo Clarín)! Que esta breve técnica fragmentada de nuestro genial autor estructura únicamente por entre un rosario crítico superficial, el cortejo fúnebre, que, a través del pánico, llega para oscurecerlo todo, y hacia el que derivan frecuentemente los dramas pueriles (no siempre inverosímiles), simples y poéticos, pese a su certera inmersión en una rigurosa composición plástica de un mundo y su paisaje (y los inmensos dolores que se quedan atrás, las más de las veces sin su dietario revelador de la crueldad que esconde; y al que algún corazón yerto besa en su reposo, mármol o piedra de sepulcro que se revela por medio de algún pomo de flores allí depositado por el temblor frío de una manos anónimas). Y que sus seres, Antón de Chinta, Rosa, Pinín, y hasta la irracional y entrañable Cordera, pasan ante nosotros someramente esbozados, sin tener conciencia plena de la importancia psicológica que puede entrañar la culpa y la rebeldía, ya que el juego dramático de la fábula (que nos absorbe como una aureola apoteósica de candor y dulzura, para acabar, eso sí, teñida de sangre) se limita a componer un patético oratorio narrativo, casi surrealista, de la pureza de corazón, de la simplicidad humana, y del obsesionante tema del dolor, jerarquía suprema del Mal. 
 
 


Con toda probabilidad, coherente con las duras críticas llenas de agresividad e ironía que Leopoldo Alas desplegara en el género periodístico
: "El crítico que dice la verdad no medra, y el poeta aunque sea malo, llega de redondilla en redondilla a jefe de negociado" (escribiría Clarín), y que le granjearon muchos disgustos y bastantes enemigos, el mayor detractor del coloso Leopoldo Alas, Bonafoux, escritor mediocre, escasamente recordado, y el más fiel de sus enemigos, habría convertido "¡Adiós, "Cordera"!", y el resto de sus, ya no magníficas,
sino excelsas en grado sumo, narraciones cortas, en un festín de infantilismo y quincallería narrativa a la hora del "balance histórico". No hay que olvidar que fue capaz de escribir la necrológica más despiadada contra el genio fascinante (Clarín fallecería prematuramente a los 49 años), a todas luces amenazador, dado su inconmensurable sarcasmo crítico (ejercido en el periódico "El Solfeo" a partir de 1874), y el arrollador, personalísimo, y gigantesco talento narrativo de Leopoldo Alas (autor, nada más y nada menos, que de uno de los triunfos más epopéyicos del naturalismo novelístico, "La Regenta") : "Yo he sido el primero en alegrarme de la muerte de Clarín... El silencio que se escuchó en su entierro es el silencio que se escucha en los entierros de los tiranos". 
 
 

Desde la caricia de la inocencia a la claridad interior que presantifica la infancia. Desde el mundo redimido que alcanza su esplendor por los caminos de la humildad hasta el postigo cerrado que nos ultraja. Desde los mantos verdeantes del "prao", ruralismo ingenuo, desasido, donde racio
nales e irracionales ofrendar pueden la virtud más olímpica de la insignificancia, hasta la renunciación de todos los afectos que nos convierten en discípulos afligidos, entre las anchas campanadas del llanto, de esa liturgia desdeñosa con que el dolor, oficio tributario de la tiniebla en que se reclinan nuestras emociones, precipita los latidos de nuestro corazón en la más torva de las congojas, ¡dejad que suenen los recónditos idiomas críticos de los infieles a Clarín! Que pasen de largo los desafíos académicos de quienes no aprendieron a "destocarse", séase "descubrirse la cabeza", ante la emoción de unos ojos irracionales, ni ante el secreteo de los idiomas recónditos que las criaturas humanas y las bestias se van pasando entre sí, como inentiligibles melindres de enamorados, de encuentro en encuentro, ¡ay!, (ya lo dije), y de despedida en despedida. Que nacen entre las soledades talladas de los valles, de los senderos, de los pueblos olvidados, y se pierden y retozan entre las brisas que mecen aisladamente los verdes follajes, o se columpian entre los ramajes de las arboledas. ¡Qué solitos nos vamos quedando! ¡Pero yo he de morir llorando por los cuentos de Clarín! Y para mis culpas peores, que no he de dejar en este mundo, pues con él quiero reconciliarme, no busco más confesión, a fin de no ponerle cancela a la inteligencia del corazón, que la de ungirme con ese coro de dulzura, cálido, apasionado y lloroso con que me colman las vocecitas de Rosa y Pinín, aunque me desgarre las entrañas el "tintán" sangrante de la esquila de la Cordera, que transfiere el horizonte irracional de su existencia al negror moribundo de la noche (¡cuánto dolor, cuánto sollozo incontenible en esa viólacea desaparición del animal que, inocente, ignora su suerte! ¡Ay, tierna pastora espiritual del Somonte!) : "¡Adiós, Cordera de "mío" alma!... ¡Adiós, Cordera!"... 
 

 

 
Leopoldo Alas nació el 25 de abril de 1852 en Zamora. Pero su familia era originaria de Oviedo (Asturias). Su padre, Jenaro García Alas, había sido nombrado gobernador de la ciudad castellano-leonesa. Una vez trasladados, nacería Leopoldo, tercer hijo del matrimonio. Una honda nostalgia por el terruño asturiano, por los relatos que de él le contaba su madre, y por la belleza de la provincia que habían dejado tras de sí, acabarían por influir notablemente en el espíritu del pequeño Leopoldo. A la edad de 7 años, iniciaría sus estudios en León con los Jesuitas, cuyo colegio se ubicaba en el impresionante edificio de San Marcos. El mote de "el Gobernador", alusión a la profesión paterna, presidió gran parte de la etapa estudiantil del futuro gran escritor. Alumno modelo, prometedora figura de narrador ya en su primer año escolar, recibió, como premio y trofeo literario una banda azul, que conservó durante toda su vida. El primer itinerario de su honda sensibilidad se afianza en la geografía asturiana al regresar la familia a las tierras de Guimarán, propiedad de su padre, en el verano de 1859. En la vieja biblioteca familiar descubre a sus dos primeros autores y maestros: Cervantes y Fray Luis de León. El 4 de octubre de 1863, con 11 años, empieza lo que por entonces se conocía como "estudios preparatorios" en la Universidad de Oviedo. Estudiante con sobresalientes en todas las materias: Latín, Aritmética, etc. Estudios de Bachillerato entre 1864 y 1869. Se licenciaría en Derecho en tan sólo 2 años. Nacen sus primeras aficiones periodísticas. Se traslada a Madrid. Y en la cátedra de Nicolás salmerón, Leopoldo acaba por empaparse de las teorías de Karl Krause ("Krausismo"), movimiento ideológico intelectual que culminaría (pese a la férrea oposición del gobierno de Isabel II) con la creación de la Institución Libre de enseñanza. 
 
En 1875 entra en la redacción del periódico madrileño "El Solfeo". Su director exigiría a sus colaboradores que tomasen para sus artículos, como seudónimo, el nombre de algún instrumento musical. Leopoldo Alas eligió "Clarín", que a partir de entonces sería el alias con el que firmaría todos sus trabajos.
Hacia 1876, ansioso por cultivar otros géneros literarios, ven la luz sus primeros cuentos y algunas poesías. En 1878 recibe el título de Derecho Civil y Canónico. Regentó la Cátedra de Derecho Natural. Sugería a sus discípulos el hábito de la reflexión. Sus lecciones solían empezar con un precepto de Justiniano. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


Citaba a Cervantes, a Santa Teresa, y acababa con Tolstoi o San Francisco de Asís. Incomprendido por sus alumnos, incapaces de entender el espíritu de deliberación que promovían sus enseñanzas, fue el clásico profesor con fama de suspender, dado su caracter estricto y exigente. Equitativo en sus calificaciones, Don Leopoldo ,"el hueso", jamás aceptó sobornos ni recomendaciones. Muchos biógrafos de Clarín apuntan hacia su caciquismo literario, algo tiránico. Muy temido (y respetado) en Madrid, pese a residir en Oviedo, este hombrecillo nervioso y miope, fue un provinciano universal, incomprendido en Oviedo; conocido en toda Europa y América. Su letra ininteligible se convirtió en una de las peores pesadillas de sus contemporáneos. Galdós dijo de él: "Cuán hermoso es recibir un papel lleno de garabatos de Clarín y prepararse a los goces puros de la adivinación". Y Doña Emilia Pardo Bazán enriquecía la ternura que sentía por los escritos del gran Leopoldo Alas, exclamando: "Ya tenía ganas de ver sus deliciosos garabatitos".
 
 
 
A los 31 años escribe Clarín su obra maestra: "La Regenta". Personajes inolvidables, en cuyas interioridades penetramos, a través de la profundidad psicológica de los mismos, plasmada en ricos monólogos íntimos (técnicas recogidas más tarde por Joyce y Dostoievsky). Seguirá el rico fluir de los recuerdos, la "caída" de la gran señora frente al estrafalario y engreído seductor, galán encumbrado de la ciudad provinciana, y el pretendido y sombrío regenerador de la moral, el canónigo de Vetusta, pieza clave del libro. Sórdido "enamorado" que encuentra su máxima aspiración, sensualmente tentadora, en la ambigua amistad que profesa a "La Regenta", y a la que acabará rechazando despechado, tras conocer el triunfo de su Tenorio. Tan genial y minucioso estudio de personajes entre la pacata, hipócrita e intolerante sociedad en la que viven, sufre, como era de prever, la gran influencia del naturalismo de Émile Zola y del "krausismo" (aquella corriente filosófica que perseguía, sin conseguirlo, la regeneración cultural y moral de España) En 1886, bajo el título de "Pipá" se edita su primer libro de cuentos. 
 
En 1889 termina un famoso ensayo sobre Galdós. Y a finales de junio de 1891 se edita su segunda y postrer novela larga: "Su único hijo".
En León, donde había pasado horas de gran felicidad, fue agasajado en 1901. Arrastrando los primeros síntomas de su enfermedad, una tuberculosis intestinal en último grado (incurable a principios del siglo XX), moriría el 13 de junio de 1901. Velado el féretro en el claustro de la Universidad de Oviedo, sería enterrado en el cementerio de El Salvador.
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario