viernes, 23 de octubre de 2009

El gran secreto de H.G.Wells Parte II -I-






Autor: Tassilon-Stavros





*************************************************************************************


EL GRAN SECRETO DE H.G.WELLS

PARTE II -I-



*************************************************************************************
LONDRES - FEBRERO DE 1890-
..........................................................

La niebla, atravesada por la débil reverberación de las farolas de gas, se recortaba en espesas láminas frente a las fachadas blancas de Westway Street, en las proximidades de Kesington Gardens, donde la atmósfera helada recogía el rumor confuso, cavernoso, de las arboledas enceradas por la perseverante calígine. El boulevard se hallaba completamente desierto. Aquella noche desaparecería para siempre Herbert George Wells.

Mrs. Higgins, pese a haber sobrepasado ya la edad de las emociones ingenuas, no podía evitar sentirse en todo momento atrapada por aquella especie de fascinación que su señor ejerciera sobre ella. Sus palabras fluían misteriosas y sucedían a sobreexcitados razonamientos incomprensibles; y las consideraciones individuales a abstrusos temas filosóficos. Jamás criticaba ante nadie la habitual inestabilidad temperamental de Mr. Wells. Sabía que a lo largo de aquellos años había sufrido grandes decepciones, lo cual no le impedía dedicar casi todas las noches a sus ingentes estudios. Sus investigaciones le absorbían. No obstante, el mundo seguía sin ensalzar sus más que posibles adelantos en las ciencias. Por ello cuando decidía terminar la noche en su domicilio, Mrs. Higgins sentía gran alivio. Herbert odiaba el horizonte limitado de Londres. Y eso le entristecía. Necesitaba su laboratorio. Noche tras noche, volvía casi extenuado, reafirmado en sus disgustos, confuso a veces, ansioso de soledad. Y entonces la miraba entornando con aire misterioso los pesados párpados, los ojos resplandecientes, las ventanillas de la nariz constantemente dilatadas, y los labios apretados, como si en realidad tuviera miedo de dejar escapar algún secreto. Pero era aquella su mejor imagen: la del combatiente de la obstinación que ha sabido dejar zanjada cualquier cuestión que se le pusiera por delante. Jamás se arrepentía de su inflexibilidad y de su abulia, prueba palpable de que la monotonía de las reuniones a las que asistía le resultaba odiosa.

En Mrs. Higgins se evidenciaban también grandes aptitudes para adaptarse a los extravagantes moldes de la insondable psicología de Mr. Herbert George, que, según la buena mujer, no era más que el palpitante relieve que el exceso de inteligencia crea en el cerebro humano hasta que su latir acaba por desembocar en la locura (quizás su mayor temor, pese a la veneración casi religiosa que sentía por su señor, era que, en muchas ocasiones, no podía evitar pensamientos tan odiosos como los que le asaltaban de continuo: una tortuosa certeza que se agitaba en ella como amenaza de tormenta, y que permanecía ya casi enquistada en su mente, fermentando perniciosa en la convicción de que la presentida locura de Mr. Wells iba en aumento).

Aquella última noche el intercambio de miradas de estupefacción entre ambos no le había resultado a la siempre fiel ama de llaves más fulminante que otras veces. Se hallaba ya habituada a sus espasmos nerviosos, al eco demoledor de sus palabras encolerizadas, a sus exageradas peticiones (que no siempre guardaban la debida compostura) de no desear ser importunado bajo concepto alguno, una vez se hallara en su laboratorio. Y ella respetaba siempre aquel vislumbre proceloso que, en consecuencia, descubría, sin asustarse, en sus ojos turbios. Probablemente todo se debiera a la fatiga constante que detectaba en sus pensamientos. Voraces complacencias que favorecían, o quizás enriquecían (opinión de muchos de sus colegas de la "Debating Society Londinense"), el desorden de su mente.

El inquieto espíritu de Mr. Wells poseía también el marco más extravagante del monólogo en el anaquel de las curiosidades que presidiera su existencia. Y con él, se decía para sus adentros Mrs. Higgins, toda incredulidad acababa por afianzarse. Su expresión era insolente. Podía ser el profeta ideal para convertir a los tontos. Y ofrendar conciertos (que provocaran siempre el asombro) sin instrumentos, salvo, claro está, el de su lengua. Se había pasado media vida, se decía su fiel ama de llaves, "por lo menos desde que yo entré a su servicio", desahogando sus resentimientos mientras cenaba:

-¡Todo, ¿me oye?, todo me importa un bledo!... Y por encima de ese todo, ¡Londres! Detesto esta ciudad.

Estos cambios de humor resultaban intermitentes:

-¡Bah, todo puede agitarse, ... y todo pasa!- Exclamaba al cabo de un minuto de reflexión: -¡El sol... inmóvil, pero precipitándose hacia la constelación de Hércules!... Sabios, ¡¡ ja !!... Yo venceré al tiempo... ¡Ya verán entonces estos imbéciles!- Metía la mano en el bolsillo donde tenía la pipa.

-¿Desea fuego, Mr. Wells?- Ofrecía Mrs. Higgins.

Pero su señor se hallaba ya junto a la cristalera, corriendo las blancas cortinas de calicó adornadas con una rimbombante orla roja, y observando, en las noches más brillantes, el alto cielo londinense tachonado de estrellas. Y así hablaba, de pie frente al ventanal, observando los astros:

-Mírelas, Mrs. Higgins, refulgen en grupos, otras van alineadas, y otras, como yo mismo, brillan solas. El polvo luminoso se bifurca sobre nuestras cabezas... Observe como, a veces, están separadas por grandes espacios. ¿No le parece el firmamento un negro mar, con millones de archipiélagos,... islas por descubrir?...

-Es verdad, Mr. Wells, qué cantidad tan inmensa de estrellas- Asentía sin dejarse trastornar por su señor, la embelesada ama de llaves.

-Y no las podemos ver todas... Millones de ellas se ocultan tras la Vía Láctea, copando las nebulosas, y tras esas nebulosas, aún hay más, y más... ¿Sabe usted lo que es un miriámetro, Mrs. Higgins?...

-Pues no, señor, yo...- Permanecía dubitativa y no menos ansiosa de aprender la buena ama de llaves.

-No importa. Suponga usted una yarda... un simple metro, aunque no del todo exacto, en el continente europeo. Trate de imaginar esa yarda multiplicada hasta el infinito. Es una medida que podría producirnos terror... Millones y millones de yardas. Y la más cercana de ellas está separada de nosotros por trescientos millones de esos miriámetros... de esas yardas... ¿Quiere saber cuál será mi verdad?...

-¿Su verdad, señor?

-Mi verdad- Seguía extasiado Herbert- Mi verdad es que yo recorreré esos trescientos millones de miriámetros... Osa Mayor, Osa Menor, estrella Polar, Casiopea, mi centelleante "Y": Shedar, Caph, Cih, Ruchbach, o la fulgurante Vega de Lira... y mi roja Aldebarán, ... esperadme... ¡Y al diablo el resto! ¡Tendría que ser un perfecto idiota si me esclavizara aquí, a este mundo absurdo, a estos sabios mediocres. Lo mío será una emancipación,... casi un desquite. Y cuando yo no esté, ¡ ja!, ¡qué sigan preguntándose! Me volvería loco si no fuera capaz de prolongar la existencia del tiempo y dominarlo...

¡Todas aquellas reflexiones resultaban tan incomprensibles, tan extravagantes!

Asomaba una risa irónica y asqueada en el rostro de Herbert, y alzando el puño, por el que asomaba su apagada pipa, se explayaba de nuevo:

-Londres, tu finalidad son las cavernas. ¡Ahí habrás de permanecer siempre! Yo viajaré hacia la majestad de la Creación, ... y mi éxtasis será infinito.

Entonces Mrs. Higgins, que jamás dejaba de sentirse encantada ante estas confidencias casi voluptuosas (no todas las sirvientas podrían hacer gala de disfrutar de estos arranques de franqueza tan llenos de esa filosofía que Mr. Wells prodigaba en su presencia con intenciones totalmente caballerosas), le veía optar decididamente por retirarse de la sala (le resultaba gracioso porque casi siempre solía desaparecer antes de los postres; postres que luego devoraba con fruición su sobrino), y deambular errático por el gran caserón, hasta acabar instalándose en su misterioso laboratorio, cuya puerta atrancaba cuidadosamente. La usurpación de semejante santuario habría sido la única causa que podría traerle disgustos con Mr. Wells. Ella sabía que aquella estancia preservaba así a su señor de la "apariencia original" que a otros podría sacar de quicio. Se hallaba bien informada por su sobrino de que todas las críticas que sobre él se volcaban en Londres no eran más que el resultado de la más pura envidia.

Mrs. Higgins que jamás interfería en esas anomalías del comportamiento constantemente observado en Mr. Wells, y que, como se dijo, para ella no eran más que síntomas muy claros de esa, ... no sabía cómo llamarlo, quizás "afección mental" que, al parecer, siempre comportaba la genialidad, se deslizó silenciosamente aquella noche, como una brisa susurrante que recorriera el lustroso pavimentado de la gran mansión, rumbo a sus aposentos: cocina, gabinete y dormitorio, situados en el ala oeste de la casa. Las palabras de su señor, aun siendo secas y estrafalarias, bien que respetuosamente mesuradas, parecían brotar, en especial tras aquel anochecer helado, casi tempestuoso, de la eterna fiebre cogitativa que abrasara por lo general sus pensamientos. Lo único que le aterraba en aquellos momentos era la sensación de total soledad en que se hallaría toda la noche, una vez Mr. Wells se encerrara en su laboratorio. Su sobrino había estado allí aquella tarde, marchándose hacia las ocho. Era un encantador, inteligente e incondicional admirador del gran Herbert George Wells. Joven de dieciocho años que se apodaba a sí mismo graciosamente Mr. Mohorising, y que se acogía, lejos de su Manchester natal, a la protección de su tía y de Mr. Wells. En su entusiasmo desmedido hacia su benefactor, solía asegurar a Mrs. Higgins, casi asustándola, "que la substancia intermediaria entre el mundo y el genial Mr. Herbert acabaría obrando sobre la materia inerte de los asnos (el resto de mortales que habitaban Londres) como una imponderable suerte de electricidad, magnetizándolos más pronto que tarde"

-Es el mayor prestidigitador del genio que hoy habita en esta horrible ciudad, neblinosa, lluviosa, fría, antipática, y donde no hay más fuegos de lucidez que los del cementerio, los fuegos fatuos que se pasean sobre los muertos y les hacen revivir.

-No digas esas cosas, criatura. Tus invenciones me producen escalofríos.- Profería Mrs. Higgins, poniéndose muy seria.

-Que sí, tiíta, que es verdad. Las pruebas de aparecidos son innumerables. Lo dijo un día Mr. Ik Hitchcock. Hasta aseguró, lo oí muy bien una tarde en una de las reuniones de la biblioteca cuando trataba de explicarles a Miss. Dawn, Miss. Mandy y a Miss. Light que cuando somos víctimas del terror, nada importa que lo que creamos ver sea tan sólo una apariencia. La cuestión es ser capaz de producirla.

-A Mr. Ik le gusta mucho ponernos los pelos de punta.- Aseguró Mrs. Higgins- No es que me disguste que pertenezca a Scotland Yard y que todavía ande intentando descubrir a Jack el Destripador,... y hasta estoy por jurar que lo conseguirá. Pero... las historias que cuenta resultan espeluznantes.

-Pues a Miss. Mandy también le gusta ese mundo de misterio y muerte, porque escribe relatos sobre brujería, y Miss. Light se llama a sí misma alguna que otra vez "soy una bruja". Por cierto, que Mr. Ik ha publicado esta semana en el Times algo escalofriante: un relato que se llama "Polvo" con tumbas, sangre, gusanos, muertos y calaveras. ¡Es divertidísimo!

-Pues a mí no se te ocurra explicármelo, que luego tengo pesadillas. Prefiero las historias que publica Miss. Dawn. Me divierten tanto sus ocurrencias románticas que siempre acaban con finales tan ingeniosos, como aquel de hacernos creer que una pareja estaba muy enamorada ¡de otros! ¡Qué graciosa!

-Pues quieras o no, tiíta, los muertos se aparecen.- Volvió a las andadas Mr. Mohorising- Aunque, según Mr. Herbert y Mr. Lazar, que es muy irónico también, jeje, antes de llamar a un muerto es necesario el consentimiento de algún que otro diablo. ¿Por qué te crees tú que hay tanto fantasma suelto y tanta mala fe entre los hombres? Pues, por eso, porque hay más muertos que vivos, y para que haya vida han de haber demonios-Trataba el joven de restablecer su histriónica teoría- Y por eso Mr. Herbert, que es un genio, y está por encima de tanto vivo y tanto muerto, se ríe de todos ellos- Aseguraba luego como adolescente bienhechor prematuramente capacitado para revelar ciertas verdades de mundos superiores a todos aquellos que, según él conjeturaba, no rebasaban los límites de la más primitiva naturaleza- Sus principios filosóficos son geniales, tiíta. Lástima que no los entiendas. Y su superior inteligencia le convierte en el más acreditado centinela y ascendente cometa vanguardista de cuantas maravillas habrá de deparar a la ciencia el venidero siglo veinte. Sus "secretos descubrimientos" todavía no desvelados- Insistía entusiasmado el joven (que con toda probabilidad repetía lo que, a no dudarlo, había oído referir alguna vez a Mr. Zenon Riverstown, sofista renombrado por aquella época, gran admirador de Herbert George, asiduo visitante de la casa, y a cuyas conversaciones en la gran biblioteca de Wells asistiera embelesado, siempre que se le permitía, el joven Mr. Mohorising)- van, y esto es un ejemplo para que tú me comprendas, querida tía, desde nuestro ya fenecido cabo de vela, que fue substituido por la lámpara, a la lámpara que tienes ahí en tu mesa de costura, y que será sustituida muy pronto por la corriente eléctrica. Y esa corriente eléctrica que, olvidando el fósforo, nos abrirá la luz en el siglo veinte, será el cerebro de Mr. Herbert,... la gran bóveda bajo la que nos cobijaremos todos junto con sus conocimientos más excelsos. ¡Sus milagros serán innumerables! -La mirada extática del joven turbaba de nuevo a su tía- Mira, tiiita, ¿ves?... Mira la calle... - Dijo señalando la cristalera, tras descorrer sus amplios cortinajes rosáceos.

-¿Ver? ¿Y qué tengo que ver?... Yo no veo nada, criatura- No dudó en contestar Mrs. Higgins sorprendida.

-Pero ¿quieres mirar?- Insistió el joven, agarrándole con fuerza el cuello a su querida tía, para que observara de nuevo más allá del gran ventanal acortinado de su gabinete- Mira, mira, tiíta,... asnos, caballos, bueyes... ¡Londres! ¡Viento! ¡Niebla!... ¡Asesinato y muerte! Acuérdate, jeje, que Mr. Jack el Destripador aún corre por ahí haciendo de las suyas.

-¡Niño, que me vas a ahogar!- La obstinación de su sobrino causaba ya en Mrs. Higgins una especie de jocoso espanto- Y ya te he repetido miles de veces que no me gusta que me metas el miedo en el cuerpo. ¡No seré yo quien salga por la noche! ¡Bueno está Londres con ese monstruo suelto por ahí!... Entonces ¿qué es lo que quieres que vea? Si lo único que se ve es eso, ¡qué horror!, niebla y nada más que niebla. ¿Dónde ves tú los burros y los bueyes? Quizás, esforzándote mucho, alcances a ver algún caballo.

-¡Los veo, querida tía, los veo!- Se rió Mr. Mohorising- Pero veo más burros y bueyes que caballos. Y veo,... y el mundo entero tendrá que verlo también,... veo a Mr. Herbert, un ídolo que resplandecerá como visitante de una lejana mitología y cuyos ojos, ojos de un dios, se iluminarán con luz eléctrica.

Mrs. Higgins, espeluznada también por aquella tremenda imaginación de la que hacía constante gala su sobrino, se convertía ahora, aterrorizada, en receptora de aquella herencia de "sustancia mítica y casi demencial" que provocaban tales fermentos "filosóficos" (juzgaba ella) en su mente: las enseñanzas enfebrecedoras de Mr. Wells.

-Y ahora, tiíta querida, déjame dos o tres libras, que estoy sin blanca... y me tengo que ir "ipso facto" porque tengo una cita ineludible.

-¡Bueno!, es que no doy crédito!- Se escandalizó Mrs. Higgins descubriendo el juego burlón de su sobrino- Mr. Wells podrá convencerte a ti de todo lo que quiera, pero tú a mí ¡no!...

-¡Venga ya, t...!

-¡Que no!

-¡Ah, tú eres grande!, hermana mayor de mi madre y yo...- Le estampó el joven un sonoro beso- os quiero tanto, Madame.

-Confórmate con dos libras y se acabó- Le dio el dinero por fin su tía con expresión resignada y complaciente en el fondo.

-Lo que he dicho, Madame, sois grande, digna joya de esta gran mansión del saber.

Tomó Mr. Mohorising las dos libras, hizo un glorioso saludo y desapareció.

-¡Granuja!- Exclamó divertida Mrs. Higgins.

Sumida ya en el silencio de su gabinete, tras entregarse a sus incansables trabajos de bordado, se quedó traspuesta. El fuego de la chimenea concedía una ardiente pesadez al aire de la estancia. Emanaba de la misma el tibio perfume que despedía el crepitar de la leña y que calentaba sus mofletudas mejillas, exigiéndole una especie de acrecentamiento a su molicie (cuando Mr. Wells no requería sus servicios) Y, en consecuencia, por costumbre, acababa abandonándose todas las noches, tras la costura, a la hipnotizadora y desordenada florescencia de las llamas. La habitación giraba y giraba de inmediato, y ella, como sorprendida por una fiebre languideciente, se quedaba profundamente dormida. El ventanal daba a una avenida trasera al caserón cubierta de frondosos olmos, cuyas copas, perfectamente adaptadas a la humedad de la vida londinense, se balanceaban todavía entre la niebla, violentamente impelidos por el viento.

El amplio butacón de Mrs. Higgins, situado frente a la parte trasera del boulevard de Westway, gozaba, como se indicó, de la alameda de olmos que ahora se perfilaban tan sólo como una gran mancha negra aterciopelada por aquella especie de cielo bajo o humo albo de la niebla por entre cuya superficie sobresalían. Todas las estancias, incluida su gabinete, se hallaban completamente cerradas. Tanto ella misma como su señor sentían verdadero terror hacia las corrientes de aire. Aquella mañana había encerado, además del gabinete, gran parte de la enorme casa. Y ahora el viento jadeaba sobre la inmensa pizarra del tejado, removiendo la inacabable hojarasca que, proveniente de Kesington Gardens, se amontonaba en las calles enverjadas, y una capa de polvo imposible de combatir, pese a la humedad exterior, y para disgusto de Mrs. Higgins, filtrándose por los más inaccesibles recovecos de la mansión, se había instalado de nuevo en cómodas, butacas, mesas, daguerrotipos, cortinajes, etc.

-"¡Qué situación abominable!"- Pensó Mrs. Higgins, utilizando el término que para ella mejor dibujaba y agrandaba las dificultades con que se significaba la siempre inacabable y fastidiosa limpieza de la casa- "Estas ventoleras londinenses son (redundó en su expresión) una verdadera abominación... Mañana habrá que empezar de nuevo..."

Pero el sueño ya la había vencido. Era medianoche. Londres dormía. Y por ello fue todo una sorpresa, pues, entre el infinito silencio que cómodamente se instalara a lo largo y a lo ancho de Westway Street, torciendo hacia la puerta principal de la fachada, brillaron dos faroles en la niebla, y un negro cabriolé se detuvo frente a ella. Del coche descendieron, como repentina aparición vespertina, Miss. Miranda Dawn, la conspicua abogada de Mr. Herbert George Wells, en cuyo rostro jovial y atractivo corrían pareja la siempre agradecible compostura que recupera los derechos más inalienables de la inteligencia cuando ésta viene expresada a través de la cordura y de la reflexión; y como antídoto a esta idea preconcebida del respeto, tan presente en el ejercicio de la abogacía, y que todo servidor de la ley y el orden "debe a la mundanal ignorancia", Miss. Dawn se concedía también uno de los giros más nobles que aportar se puede a estos principios: el más encantador de los fanatismos propendentes a la alegría sin cortapisas. Iba elegantemente enguantada, luciendo un desbordado vestido de los llamados mozambiques y una capa de abrigo de medio cuerpo, bajo la cual sobresalían algunos discretos encajes, punto Alençon, puestos de moda por Valenciennes. La acompañaba Mr. Zenon Riverstown, sofista famoso en Londres, como ya se indicó, de aristocrático porte, enfundado en un distinguido paletó o gabán de negro paño, y cuya reputación se reafirmaba, además de en sus caballerosos modales, en el respeto que a todos cuantos le conocían inspiraban sus amplísimos conocimientos en economía social, política, filosofía, bellas artes, literatura, historia, doctrinas científicas (a cuyo progreso había dedicado, junto a su muy admirado Herbert George Wells, un tiempo inmemorial de interesantes estudios), y aunque siempre insistía en que la educación debe ser la eterna escuela del respeto, no le importaba, como buen conocedor (aunque no excesivamente entusiasta) del mundo social londinense (a despecho de tanto diletante empingorotado por el que allí pululaba, siempre envidioso de su prestigio), hacer gala también de su escepticismo frente a los abusos de la realeza; mostrándose mucho más respetuoso y devoto con los "sortilegios miríficos" (así los llamaba él) que a Occidente había aportado el genial clasicismo griego, afirmando convincentemente que todas las lenguas civilizadas derivaban del mundo helénico. Le encantaba así hablar de sus dioses, hacía bromas sobre los ídolos contemporáneos que inspiraban las ambiciones funestas de la gran Inglaterra, y se permitía reírse de la absurda invención del pecado, pregonando de continuo, y haciendo con ello las delicias de sus más conspicuos compañeros de tertulias privadas: "¡Pecado, ante mí y mis amigos, habrás de detenerte, pues mis dioses jamás te conocieron!"... Penetraron ambos en el jardín del caserón, que debido a la tempestuosa noche, se hallaba en un estado lamentable. Los últimos perfumes hibernales flotaban en el aire húmedo. Mr. Zenon jugueteó un momento con la larga cadena del reloj, y Miss. Dawn, muy agitada, hizo sonar repetidamente la campanilla, cuyo sonido insistente recorrió vestíbulo y salones, como si husmeara más allá de los muros internos ese misterio que encubre el silencio, siempre en busca de las cosas o de los seres ausentes.