miércoles, 10 de junio de 2015

Muerte en el mar -III Parte-





Autor: Tassilon-Stavros








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MUERTE EN EL MAR 

 

 -III PARTE-



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 La verdad sobre la Armada Invencible
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Más allá de los oleajes, nieblas contumaces absorbían los mates grisáceos de los acantilados y praderas inglesas, que destilaban una humedad verdosa y fría sobre sus mantos rozagantes. Después, las tierras llevaban una confusión sobrecogida e infinita de alículas boscosas, bajo las cuales moraban troncos y leños mordidos por el moho; y como inmensos torrentes de palpitaciones moradas y verdeantes, todo semejaba tierno y virginal, acabando los colores originales por ahogarse entre la desnudez descarnada de sus fangales inmensos. 

Superada la crisis, el antagonismo protestante del almirante Howard d'Effingham, por dos veces apóstata del catolicismo, capitanearía la flota de Isabel. Encarnábase en aquel hombre de mar el celo absolutista de su anglicanismo y pasaba decididamente a la contraofensiva filipina inficionado también por el puritanismo de su militante fe. Movidos con toda probabilidad por la perspectiva de un futuro reino filibustero, no supieron tampoco resistirse al espejismo de una posible derrota de la gran armada española los afamados corsarios de la hereje Tudor, Drake, Hawkins y Forbisher, cuyos actos de piratería y asaltos a los pacíficos puertos españoles de Indias infestaban de pillaje y rapiña los mares caribeños. Ostentarían así sus cargos de lugartenientes como utópicos feudatarios de un nuevo reino normando que trataría de hacerse con la imponente herencia de una parte de Europa que no les perdonaba su divorcio de Roma, y que así intentaba ahora de hollar la inmunidad de su isla, pues la cristiana España, violentada por la fiebre de su autoritarismo pontificial, exigía el sometimiento de aquella tierra herética a la que dios alguno legitimaba. Sir Walter Raleigh, Henry Seymour y Thomas Howard, lores ilustres de la corte británica, que entreveían también la posibilidad de una nueva corona a la que no correspondiese tan sólo el título de herética, sino el de una mucho más efectiva autoridad sobre los pueblos protestantes de aquel continente europeo que odiaba a Inglaterra, pero que celebrarían gozosos, dada su muy ruda y envidiosa moralidad, la humillación española y el fin de aquella poética aventura católica, tan religiosa como militar, propuesta al mundo cristiano por el aguijoneado orgullo de Felipe de España, ofreciéronse voluntarios en la lucha contra el ecumenismo campeón del gran artífice de la Contrarreforma.

Medina Sidonia había zarpado por fin de La Coruña el 22 de julio, viernes. La bien provista y poderosa armada española adentrábase acompañada por vientos favorables en el bravío mar del Norte. Y el siguiente lunes, a los tres días de singladura, el duque enderezaría la proa de una rápida galeaza hacia Dunkerque para que, desde allí, partiera el mensaje de su próxima llegada, comunicándole a Alejandro Farnesio el movimiento de la expedición que ya no sufriría más aplazamientos. Dos días más tarde, dejóse sentir una terrible tormenta, y una mar alterada y furibunda dispersó gran parte de la flota. Veíase nuevamente Medina Sidonia sometido a las inflexibles leyes que impone la Naturaleza. Desperdigáronse del grueso de la armada más de 40 navíos. La capitana comandada por Recalde desapareció en la confusión terrorífica de aquellos oleajes fantasmagóricos. Muchas de las naos fueron lanzadas a la cercana costa francesa, sufriendo daños irreparables. En el hondo desamparo de aquel turbulento mar bogó incesantemente la capitana del almirante Pedro Valdés, que logró reunir varios de los navíos dispersados.

Dio principio la incomodidad tempestuosa de tan larga navegación. Con una pequeña parte de sus fuerzas destrozada en aquellas primeras jornadas a causa de los desatados elementos que así impulsaran los bajeles contra los rompientes de la costa gala, el viernes 29 de julio las brumosas costas de Plymouth ofreciéronse a la vista de la un tanto extenuada escuadra filipina, dadas las iniciales tribulaciones vividas aquellos días de pertinaz lluvia y terribles marejadas. La erizada creta ribereña de Albión mostraba ante los españoles sus montículos verdeantes encendidos por lejanas y siniestras hogueras conjuradoras del asedio; luminarias estas con las que los centinelas isleños trataban de anunciar a sus compatriotas la presencia de la armada española frente a sus costas. Las cohortes filipinas, arrodilladas ante los estandartes del Cristo crucificado y de María Santísima, rogaron enfervorizados por la inmediata victoria. En vano aguardó noticias de Farnesio durante dos días Medina Sidonia. Pero lejos de mostrar su indignación por el silencio del de Parma, y aquella primera falta de coordinación entre ambos ejércitos, se dispuso a acordonar la costa de Inglaterra.

El día 31 de julio aparecieron a sobreviento de la armada española más de 60 navíos ingleses, y de 10 a 11 de los más rápidos a barlovento. Y aunque fueran numéricamente inferiores, avanzaron con inaudita audacia al encuentro de Medina Sidonia. La artillería de gran alcance de las ligeras naves isabelinas, al mando de Howard, inició un fuego aniquilador e ininterrumpido que paralizó momentáneamente el lento movimiento de los imponentes galeones españoles. Pasaron luego a la ofensiva los bajeles filipinos. Lanzóse la capitana de Medina Sidonia a la vanguardia, sabedor de que la vanagloria inglesa trataba de intimidarlos con tan exigua fracción avanzada de su flota. Y así bojeó la costa, protegido por Recalde con una gran fuerza de retaguardia. Zabras y galeones, con el viento en contra, trataron de penetrar en aquel torrente de fuego. Castillos y puentes quedaron encerrados en la sorprendente brecha organizada por el zumbar sin pausa de la tormentaria inglesa y española. La vanguardia comandada por Leiva cargó con enorme valor bajo la advocación de aquellos dragones de fuego, que vomitaban su furia como erupciones infernales de cientos de volcanes ante un nuevo y esperanzado ataque aniquilador.

Las galeazas, que se deslizaban con gran rapidez gracias a la entrega inagotable de sus tandas de remeros, enfrentándose al empuje del viento con mayor facilidad, formaron una barrera tajante y poderosa que trató también, con su fuego ininterrumpido, de responder y desconcertar así la vanguardia de la flota de Howard, que ya comenzaba a desbandarse, y las turbulencia espantosa de su artillería de mayor alcance. El éxito de aquella primera batalla mantúvose incierto. Temblaron castillos y puentes. Las arboladuras volaban por los aires. Hubo un entrechocar de abatidos remos, al tiempo que las galeazas intentaban cegar aquellas brechas arteras en que viéranse momentáneamente atrapados los enormes galeones y zabras. Huyeron veloces las naves inglesas, sin cesar de escupir su fuego horrísono, envueltas en nubes de humo, e inicialmente sumidas en el coercitivo caos de su retirada. Sintiéronse indefensas, expulsadas de sus propias aguas, perdidas sus enseñas reales. Y en su retroceso precipitado trataron de impugnar la retaguardia mandada por Recalde, alejada ahora del grueso de la escuadra. Pero, auxiliado por los navíos de Diego Pimentel y de Diego Enríquez, enfrentóse con enorme astucia al acobardado enemigo el gran marino, tratando por todos los medios de abordar algunas de sus naves. Inflamando de audacia a sus tercios, y pese a lo agitado y tempestuoso del mar, lanzó sus proas en persecución de aquella vanguardia británica que ahora se hallaba en franca retirada; y tal fue la proximidad conseguida, que un cañonazo perdido destrozó el trinquete de su capitana, al tiempo que los bajeles isabelinos perdíanse por fin entre el oleaje, presos del pánico y del peligro que habría significado cualquier aproximación que pudiera iniciar el combate cuerpo a cuerpo con los afamados tercios españoles. Caía la tarde cuando el grueso de la escuadra filipina, por motivos de carácter estratégico, maniobró para situarse al barlovento de la flota inglesa. Como hijos predilectos del Señor, se propagaba por todos los navíos españoles el entusiasmo victorioso de aquel primer enfrentamiento, casi apocalíptico, con las heréticas tropas de Isabel. Así, la noticia de la huida de Howard aguijonearía el inflexible orgullo de la reina. La épica inglesa se hincaba de rodillas. La noticia se propagaría inmediatamente de ciudad en ciudad. Londres se haría eco del auténtico riesgo que la isla británica corría. No obstante, sus habitantes encajaron con la frialdad que les caracterizaba aquel primer triunfo moral para el catolicismo desdeñado.

Temía Isabel que una gran parte de su población, fiel al rey Jacobo de Escocia, y deseosa de vengar la muerte de su madre, María Estuardo, pudiera ponerse de parte de los invasores españoles movidos por su rivalidad con la iglesia anglicana y por su fraternal conciencia católica. Núcleos aquellos que formaban aún dos de las terceras partes de los habitantes de la isla. Invitóles la reina astutamente a olvidar los mezquinos intereses que engendraban las venganzas. Y en aquel llamamiento esperanzado de Isabel, puestos ante esta alternativa de elección legislativa, demostraron los ciudadanos ingleses, sin la menor contrición, y para satisfacción de su soberana, que su fe católica no se oponía en absoluto a su patriotismo y al horror que para ellos significaría el triunfo de Felipe de España y su oscurantismo intolerante. Anglicanos y católicos ingleses convertiríanse así en protagonistas de excepción frente a aquel rechazo de la política expansionista pretendida por la contumaz y constrictiva monarquía española.

... Conmovíase la tarde, que ya caía, con rumores de fiesta. Hubo un derroche de carnes y pescados, de frutas y vinos en las naos filipinas, que recordaba las grandes solemnidades palaciegas. Reverberaban las luces sobre las inquietas aguas, recorridas por aquellas siluetas gigantescas, de exquisita factura, que formaban los galeones, las zafras, las carracas y galeazas, monopolizadoras de un infinito océano gobernado, bajo la advocación del auténtico Dios, por el más próspero y rico imperio, comercial y guerrero, de Europa; y, tal vez, del mundo entero. El grueso de la escuadra filipina se hallaba ya a barlovento de la flota inglesa. Desde lejos, de nave en nave, adivinaban los hombres el afán festivo patrocinado por Medina Sidonia. Les interrumpió el estrépito de una explosión, que produjo una terrorífica llamarada de hierro y púrpura. La nao mandada por Oquendo incendióse repentinamente tras prenderse, por descuido o traición de un artillero, (jamás se supo), un barril de pólvora. Medina Sidonia acudió en su auxilio con gran parte de sus navíos. El fuego pudo ser contenido, mientras el resto de la flota se mantenía ojo avizor ante una próxima embestida de los bajeles ingleses. Más tarde, ya muy entrada la anochecida, el magnífico galeón, llamado de San Francisco y capitaneado por Pedro Valdés, abordó accidentalmente con otra de las naos españolas. Destrozáronse los palos del velamen, y el averiado galeón vióse atrapado por la oscuridad de la noche y el tremendo oleaje de un mar nuevamente crecido. Resultó imposible socorrerlo, y al amanecer, perdido así del resto de la flota y sin gobierno, fue capturado por los ingleses, y Pedro Valdés hecho prisionero con toda su tripulación, siendo de inmediato conducidos a la siniestra Torre de Londres a la espera de un inminente ajusticiamiento.


Tras la desventura de aquellos inesperados reveses, avanzaba lentamente Medina Sidonia por el Canal de la Mancha. Había amanecido el lunes 1 de agosto, y Farnesio no daba muestras de connivencia con la flota. Para avanzar más libremente, ordenó el duque la armada en dos escuadrones. El formado por 40 navíos de los más potentes se mantuvo en la retaguardia al mando de Juan Martínez de Recalde, que forzado a reparar su capitana, puso al frente del mismo a Alonso de Leiva. Dicho escuadrón debería enfrentarse a la flota inglesa, dejando vía libre al resto de la escuadra en su marcha por el Canal. Una de las naves menores, conocidas por "patache", al frente de la cual hallábase el alférez Juan Gil, navegaría con reiteradas misivas de llamamiento al encuentro de Farnesio. El 2 de agosto la vanguardia de Medina Sidonia cargó contra los ingleses, cerrándose sobre la capitana de Howard. La invitación a la refriega de los héroes abríase de nuevo con toda dureza. Nada importaba ya el detonante de la artillería. Resultaba imposible frenar la marea de entusiasmo por parte de los tercios filipinos. Y así trataron por todos los medios de abordarles los españoles. Pero la capitana inglesa viró con inusitada rapidez, custodiada por sus secuaces que sufrieron en sus carnes la hostilización de aquel fuego recíproco e ininterrumpido. Pudo Howard huir así hacia la costa de su patria. Varias de las naos españolas, favorecidas esta vez por las buenas corrientes, llegaron muy cerca de tierra inglesa para tratar de cerrar la huida a gran parte de su flota, y lanzarse por fin cuerpo a cuerpo contra los corsarios de Isabel.



Brillaban con fiereza los ojos de los tercios españoles, ansiosos por acosarles en lucha abierta, enérgicos y decididos a deslizarse, incansables, por las arboladuras. Pero todo fue en vano. La tormentaria inglesa atacaba incesantemente por la popa, y lograba rehuir todo conato de encuentro. La nave almirante de Medina Sidonia fue cañoneada el día 3 de agosto frente a las islas de Wight. Acudieron las rápidas galeazas de la retaguardia, y tras incesante ataque hicieron retroceder a los ingleses, logrando desarbolar la almiranta de Howard. Se produjo una nueva desbandada general de los bajeles isabelinos, que Drake y Hawkins trataron tan desesperada como inútilmente de impedir. La arenga corsaria se perdía en aquella tempestuosa y atribulada navegación que, fatídica y sin notoriedad, diezmaba el exiguo ejército de la soberana Tudor. Siguió el avance español. Hubo un manifiesto desafío por parte de la urca Santa Ana y de un gran galeón portugués que en lo más arduo de la pelea entablada el 4 de agosto, atravesaron la línea de fuego, cañoneando a dos de los bajeles corsarios de Forbisher, los cuales se dieron a la fuga presas del pánico y prácticamente desechos. Reaparecieron las veloces naves de Howard, que iniciaron una larga persecución de la Santa Ana y del galeón portugués. A duras penas consiguieron ponerse a salvo merced al oportuno fuego opositor lanzado por los navíos de Leiva y Téllez Enriquez. Impartiéronse nuevas órdenes. Rehízose el espíritu violento de los tercios de España en nombre de los sagrados designios impuestos por su soberano. Pero no era el enemigo inglés el más duro. Lo eran la tormenta y el viento,... lo era la conmoción turbulenta de aquellas aguas amenazadoras y cruentas de los mares del Norte.

Pero la tropa filipina, así como la inglesa, no mostraron el menor desaliento. La vanguardia española trabó enconada pelea. Creóse un revoltijo dantesco, como si ambos bandos halláranse embriagados por el vino del triunfo. Medina Sidonia trató una vez más de honrar su título. Atacáronse las capitanas enemigas. La española acabó con la trinca del árbol mayor cortada. La inglesa casi destrozada, tuvo que ser remolcada hasta la costa por 11 de sus esquifes. El viento, terrible, reviró en favor de los navíos isabelinos, que pudieron así huir, salvándose del acoso a que los habían sometido las naves de Agustín Mejía, Recalde, Oquendo y Diego Enriquez, enzarzados ya en batalla cerrada. Alejados de las islas de Wight, frente al acecho inglés, embocó la armada española el Canal con dirección a Calais. De inmediato fue remitido con el capitán Pedro de León un nuevo mensaje urgente al de Parma para que iniciase el embarque de sus lanchones de menos tonelaje, o filipotes de refresco, en número de 40, que aguardaban en las costas de Flandes para enfrentarse a los veloces navíos ingleses, cuyo gran poder de maniobra en aquellos mares estrechos había posibilitado su capacidad para rehuir una vez y otra todo encuentro cuerpo a cuerpo con los grandes galeones y zafras filipinos. Igualmente, en el mensaje se hacía eco del gasto de munición que había sufrido a lo largo de aquellas primeras y heroicas escaramuzas, y solicitábale el mayor alijo posible de balas de cañón.

Al anochecer del 5 de agosto, con todo su velamen desplegado, avistó la flota española la costa francesa a la altura de Boulogne. Siguió avanzando hacia Calais. Muchos de los capitanes de Medina Sidonia opinaban que, según el primer plan previsto, habría resultado mucho más eficaz dar fondo en la costa inglesa próxima a Ramsgate, pues resguardarse del empuje de Howard en Calais podría significar un gran error. Temían y con razón que los rápidos navíos ingleses formasen un semicírculo que se iría estrechando a su alrededor lentamente, hasta convertir aquel hondo puerto francés en una gran ratonera para la armada de Felipe. Con todo y ello, y a la espera de que la situación cambiara con la esperanzadora intervención en la contienda de Alejandro Farnesio y sus filipotes, así como que el tiempo hiciérase más favorable para la lucha, el 6 de agosto Medina Sidonia anclaba frente a Calais, a un trecho de siete leguas de Dunkerque, cuyas poderosas corrientes suponían una fuerte amenaza para todo navío que se aventurase a menor distancia. De esa misma manera, los inmensos arenales de la costa constituían una trampa segura. Mientras tanto, Farnesio, sabedor de que la poderosa oleada de fuego de la veloz flota isabelina, muy lejos de haber sido inmovilizada por los españoles, acabaría por estrechar más y más su cerco frente al inseguro refugio de Calais, negóse, por lo pronto, a abandonar la costa flamenca y acudir en socorro de Medina Sidonia. Temía la proximidad de la escuadra de Seymour que trataría por todos los medios de impedir el movimiento marítimo de sus filipotes.