Autor: Tassilon Stavros
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La verdad sobre la Armada Invencible.................................................................
La elección de Isabel, sin ella imaginarlo, fue así saludada por la
nobleza española con aplauso unánime. El Cardenal-Infante Don Alberto,
regente de Portugal, aguardó el desembarco de las tropas inglesas con un
poderoso ejército, mediante el cual las ansias de venganza de la hereje
Isabel serían fácilmente reprimidas. En efecto, fue una descabellada
incursión la que allí, frente a las costas de Lisboa, tuvo lugar. Drake,
desconocedor del poder de los destacamentos que mandaba el regente de Portugal, contaba con un rápido triunfo que sentaría nuevamente en el trono lusitano al prior de Crato, nombrado por Isabel. Seguro de su éxito, se precipitó con ciego ardor contra los tercios españoles y portugueses en las proximidades de Lisboa.
Fue una terrible carnicería. Los ingleses fueron aplastados, pagando así el intolerable tributo a la ambición de su soberana. Las víctimas se contaron por cientos. Presas del caos, no hubo forma humana de restablecer el orden entre el ejército corsario, más avezado a la batalla del mar y al saqueo de sus ciudades costeras. Lisboa, avanzado baluarte contra el imperialismo corsario de Londres, mostróse así reacia al asedio inglés. Los cadáveres de aquellos mercenarios al servicio del trono británico amontonábanse en fosas comunes cercanas al mar. De esta suerte, temeroso de alargar aquel enfrentamiento imposible de sus tropas con aquellas fuerzas espectaculares del Cardenal-Infante, mediante las cuales Felipe rompía, finalmente, las cadenas de su gran descalabro en Calais, y temiéndose ahora un fin trágico y sin gloria, por inmediata inanición de aquella retaguardia aniquilada, así como una posible epidemia de tifus, Drake ordenó a los escasos supervivientes que alzaran sus reales y reeembarcaran rumbo a Inglaterra, vivamente anonadado por la pérdida de sus mejores hombres.

Habíanse enfrentado a un nuevo tiempo. Frente a ellos entronizábase la renovada supremacía del imperialismo español, y esta vez habían sido vencidos por él. A partir de entonces sucediéronse una tras otra las derrotas inglesas frente a las escuadras de Indias, objetivo primordial de los corsarios Drake y Hawkins, y del no menos afamado almirante Howard. En aquel año del Señor de 1591, Howard siguió con sus avances en aguas del Atlántico, exacerbando así los ánimos de los un tanto aislados conciudadanos de Albión, y tratando con ello de alimentar la epopeya patriotera de un pueblo que, en realidad, desconocía el triunfo de sus nacionalismos, pues las lápidas diseminadas por las frías tierras verdeantes de Escocia y Gales reducían la historia de aquella isla, cuando menos desmembrada, en simples símbolos de federaciones temporales, que durante siglos ignoraron el concepto de una auténtica patria inglesa.
Lanzóse Howard, con fuerzas numéricamente inferiores, al acecho del paso de los convoyes provenientes de Indias. Y descubierto por los españoles, fue puesto en fuga a la altura de las Azores. El Revenge, uno de sus mejores buques fue capturado, sirviendo después de modelo a los ingenieros de Felipe para la elaboración de nuevas embarcaciones en los astilleros de la península. En 1594, el fermento conquistador de los corsarios ingleses hallábase nuevamente en auge.
Concentrada la flota de Drake frente a la Gran Canaria, avanzó con sus naves hasta el pie de las murallas de la capital. La ciudad estaba bien defendida. Una vez y otra, con toda energía, fueron rechazados los ataques ingleses por las guarniciones regulares de España y la escuadra guardacosta allí apostada. Muchos de los corsarios que se habían lanzado al asalto, tratando de escalar las murallas, cayeron prisioneros, y a través de los mismos, convenientemente sometidos a tortura, logró averiguarse que el objetivo primordial de Francis Drake y John Hawkins era atacar Panamá. Había sido aquel un secreto militar celosamente guardado por Isabel y sus piratas.
Concentrada la flota de Drake frente a la Gran Canaria, avanzó con sus naves hasta el pie de las murallas de la capital. La ciudad estaba bien defendida. Una vez y otra, con toda energía, fueron rechazados los ataques ingleses por las guarniciones regulares de España y la escuadra guardacosta allí apostada. Muchos de los corsarios que se habían lanzado al asalto, tratando de escalar las murallas, cayeron prisioneros, y a través de los mismos, convenientemente sometidos a tortura, logró averiguarse que el objetivo primordial de Francis Drake y John Hawkins era atacar Panamá. Había sido aquel un secreto militar celosamente guardado por Isabel y sus piratas.

Por su parte, Francis Drake trató por todos los medios de ir descargando su ira ya incontenible sobre pequeñas poblaciones españolas caribeñas a las que consideraba desprovistas de toda protección. En efecto, muchas de ellas se hallaban indefensas y sus pobladores no dudaron en evacuarlas previamente al conocer su presencia. Pero, al mismo tiempo, sus escasos defensores reafirmáronse en muchos ataques de guerrillas, arte en el que los españoles eran duchos como pocos, contra los ingleses. Ataques bien milimetrados que en aquellos territorios selváticos, clima a los que los corsarios de Isabel hallábanse poco avezados, iban sumando bajas a las producidas por enfermedades tropicales.
Drake planeó atacar Cartagena de Indias, pero el gobernador Pedro de Acuña, conocedor de los planes, había preparado cuidadosamente las defensas que ahuyentaron a Drake tras ver su disposición, continuando su camino hacia Panamá. Francis Drake trató de seguir con el exiguo resto de sus naves supervivientes hasta Panamá en un necio intento por saldar cuentas por la derrota sufrida con la rica ciudad centroamericana. Allí le aguardaba Diego Suárez con su magnífica y descansada guarnición, que embistió contra los ingleses con aquella dinámica espléndida, de gran fervor y disciplina, que caracterizase a los tercios españoles.
El 6 de enero de 1596, llegó frente a Nombre de Dios, encontrando la ciudad desierta. El capitán general de la zona, Alonso de Sotomayor, supuso que Drake atacaría subiendo por el río Chagres, por lo que concentró un gran porcentaje de su escaso ejército en la fortaleza del Chagres, pero pensando también en un ataque por tierra, construyó sobre una loma en el camino que llegaba de Nombre de Dios el fuerte de San Pablo, con 70 soldados al mando del capitán Juan Enríquez. Drake propuso que Baskerville avanzara con 1.000 hombres por el camino, mientras él lo haría con una flota de barcazas por el río. Al final Drake no hizo nada y Baskerville, tras dura marcha fue rechazado por los disciplinados hombres del capitán Enríquez. Cuando preparaba un segundo ataque llegaron por la espalda 50 infantes de refuerzo al mando del capitán Lierno Agüero, quién tuvo la brillante idea de hacer sonar todas las trompetas y tambores, como si fuera un gran ejército, lo que provocó la desbandada de los ingleses. Atacados por españoles y panameños, contaron cuatrocientas bajas entre muertos, heridos y desaparecidos durante los tres días que tardaron en reunirse con Drake en la costa.

Su cadáver fue arrojado al mar en un ataúd lastrado, en las proximidades de la costa panameña, en un desolado islote que los españoles llamaron “Mogote”, después “islote de Drake”. De aquellas también invencibles 30 naves salidas de Plymouth, tan sólo cinco, escasas de tropa, y con sus únicos supervivientes exhaustos y sin víveres, como un nuevo trofeo a los errores humanos, no sometidos esta vez a las inflexibles leyes de la Naturaleza, lograron regresar a las costas de Inglaterra.
La última batalla contra Felipe de España: El saqueo de Cádiz
Dos años después de la muerte de Drake, el 29 de junio de 1596, los habitantes de Cádiz, que habíanse aventurado a salir con gran sorpresa de las murallas que bordeaban la ciudad, observaron con estupor la proximidad de una flota de naves anglo-holandesas que, comandadas por Robert Devereux, Duque de Essex y favorita de Isabel, Sir Walter Raleigh, y el almirante Charles Howard, aprestábanse a lanzarse contra la blanca villa andaluza, llevados probablemente a tal extremo límite por la indócil voluntad y el hegemónico despotismo de su siempre insaciable soberana.

Cádiz cayó aquella misma tarde, incapaz de defenserse de los invasores y pese a haber recibido refuerzos de Jerez de la Frontera y de Chiclana. El resto de apoyos militares españoles llegaron tarde. Las fuerzas defensoras gaditanas y cerca de los diez mil habitantes de la ciudad se habían refugiado en el castillo. Pero ante la rapidez de la huida el acarreamiento de víveres había resultado escaso para tan ingente concentración de hombres, mujeres y niños a los que los ingleses amenazaban con pasar a cuchillo si no negociaban una rendición inmediata. Hiciéronlo así las autoridades gaditanas, pactando con el duque de Essex una entrega de ciento veinte mil ducados a cambio de que Cádiz fuese definitivamente ocupada sin efusión de sangre. Essex, Raleigh y el corsario Howard dudaban de que el pago de dicha suma pudiese salir de las arcas gaditanas, por lo que exigieron, para respaldar la entrega del dinero, llevarse a Londres como rehenes a cuarenta de los más influeyentes nobles de la ciudad. Tras dos semanas de constate saqueo e incendios (más de 290 casas, entre las que se contaban iglesias y hospitales) que redujeron la blanca villa casi a cenizas, el ejército anglo-holandes abandonaba Cádiz con sus rehenes y un botín valorado en unos veinte millones de ducados. Devereux, Raleigh y Howard sabian que, antes o después, caería sobre ellos la supremacía militar con que Felipe se comprometería a liberar la capital gaditana.
Más allá de este sueño de agotamiento completo, Inglaterra, como cualquier otra nación, seguiría latiendo con ese ritmo del destino, tan corrosivo, tan inconquistable, tan monótono, con sus crisis y sus linfas restauradoras, tan sometido al cabo a las fuerzas vivientes por venir, como suspendido así en la eternidad.