viernes, 10 de julio de 2009

Arcadia



Autor: Tassilon-Stavros




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ARCADIA


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El huerto poseía esa pueril animación de un paisaje perdido que se entreverase con inmuebles y plantas bajas, campos baldíos entre tapias y altozanos sin nombre, tragados inexorablemente por una vegetación agreste. Frente a la inmediata avenida, resaltaba entre esa chocante conformación que aportan a las grandes ciudades, siempre en vías de expansión, el casorio brusco entre campo y urbanismo. El pequeño vergel, por aquellas fechas, seguía, pues, formando parte de la prole que tan imposibles desposorios engendran. Era el hijo paciente de aquella chusca mutación arquitectónica cuyo sello desfigura entrañablemente el paisaje. Un paisaje de ruralidades primigenias, cuyos circunscritos sembrados y acequias, vivificadas aún junto a centenarios caseríos y nuevas construcciones, desconectadas con toda lógica de un desarrollado entorno urbano, se daba ahora, sin embargo, de bruces con él.

El huerto se hermanaba a los callejones terrosos, a las plazoletas de infantil retozo, a las arboledas aisladas y a los pequeños cerros cada vez más distantes, pero cuyos ensartados de pitas resbalaban todavía, en irremisible condena, desde viejos caminos olvidados, a los que engullía el amasijo de los barzales, hasta las adoquinadas calzadas de nueva factura. Vías flamantes que se abrían por entre grandes descampados, una vez cenizosos y tristones, con sus barrizales inmensos y sus luces amarillentas rebrillando pobremente en la noche, cuando no los presidía oscuridad completa. Hoy arterias de un crecimiento urbanístico que marchaba a pasos agigantados, y que, a través de las barriadas, bostezase aún frente a una única, amplia y bien pavimentada avenida, por la que fluía ya un profuso tráfico de automóviles y autobuses.

Pero el huerto, junto a un destrozado cobertizo de piedra, bajo el cual podían verse todavía tres enormes artesas del mismo material, vestigio ruinoso de caducos lavaderos públicos, aún se resistía a desaparecer frente a aquellas trasnochadas construcciones de planta baja, de arcaicas y obsoletas configuraciones, con sus avejentadas sillerías decimonónicas, sus azoteas descascarilladas, roídas balaustradas sin hechuras ya, y enmohecidos balcones a punto de precipitarse sobre las cabezas de los viandantes.

Coronaba el huerto una pequeña cuestecita frente al polvoriento descampado en que se alzaba el Grupo Escolar Estatal al que yo asistía. Era como una pequeña heredad devorada, que se hubiese quedado muy sola, en un precario recinto, pero que a su rubor de hallarse enfermo y perdido entre la faz del paisaje urbano, sabiendo que había sido hermoso, le surgiera por encima una nueva llama de calentura que conservase ese otro rubor sensitivo de un pasado ya remoto. Era un pasadizo vegetal de olores húmedos y secos con el sol tendido en la desnudez del terrazgo, y que no se afligía de que lo compadecieran. Un carro viejo y encallado que una vez transportara un vaho de comarcas, de tierras anchas y ricas que llegaran desde las campiñas lejanas. Una casa de labor detenida en el tiempo, ya sin gentes, que conservaba un único cansancio; ése que no se nota porque tan sólo reside en el corazón: el de su dueño, anciano corpulento, "Hacedor" de la pequeña siembra. Y cuyo idioma se pronunciaba a pedazos, todavía lleno de salud y dulzura, sobre el terrón apretado y caliente de su huerto: amorosos cultivos de patatas, tomateras, lechugas y coles; macizos de lirios y margaritas; y un par de toscos portillos entre un vallado de cañas y alambres oxidados, siempre revocados por grandes floripondios y el perenne verdor de las trepadoras ipomeas, cuyos bellísimos farolillos azules enriquecían, con la dulce vistosidad de sus galas, el destartalado abandono de la vieja valla. Seguía luego un remoloneante caminito, desbrozado y gozoso, a través de las flores y malezas, que nosotros, los niños, solíamos utilizar cuando el hortelano se hallaba entre los sembrados (o sentado en una sillita de enea, con su boina calada, su cayado entre las manos, y el cigarrillo pegado al belfo, con esa fijeza en la mirada de vigilante catacaldos), y siempre con su permiso: "¿nos deja pasar, señor?", para enfilar el rústico senderito de la escuela.

¡Aquella senda irremplazable y privada del huerto!, que, a falta de otro pastoril alimento, ofrecía mimoso ralentí a la pachorra cansina con que yo emprendía el escolar paseíto de cada mañana. Atravesar aquel caminillo agreste y pelón, el único del que podía echar mano, frente al ámbito domiciliar, era todo un lujo que se inscribía en la farándula espectacular de mis ensueños y desvaríos de infancia, fertilizando la eternamente vivificada y consentida ilusión de mi pobre Arcadia fantasiosa, por más que nunca saboreada en verdad. ¡Mi pobre senderito esmirriado!, de menguada extensión desbrozada y cien veces recorrida, apenas trazado entre los macizos florales que componían los estramonios, las margaritas, y el festivo ornamento, siempre tupido, vistoso y casi infinito de las ipomeas, sobre vallados de cañas; túnicas de indescriptible verdor salpicadas por el múltiple brocado, unas veces azulado, otras violáceo, de sus alegres campanillas. Y aquellos pequeños sembrados que la ya un tanto encorvada pinta, agotada y entrañable del horticultor presidía risueño. Dulce abuelo bonachón y complaciente, enamorado de sus humildes plantíos; parvo joyel entre acequias cristalinas y zumbonas, y de sus cuatro tomateritas bien protegidas por sus empalizadas de cañas, que, en su prismática conformación, recordaban a los "tipis" de los pieles rojas norteamericanos.

Y así, la traza de mis inocentes delirios, libre ya de sus riendas, ante el beneplácito afable con que el dueño del huerto acogía mi presencia, atravesaba el idílico remanso de su amado regadío, cartera en mano, el campante paso hundiéndose en la blanda calma de mi fantasía, ese inicial mecanismo que pone en funcionamiento la máquina del pensamiento. Se narcotizaba entonces mi mente en una festividad perfumada de dulces labrantíos, en una exuberancia floral convenientemente aumentada a través de aquella alborada luminosa de mis embelesamientos boscosos, primaveral ilusión de colores. E inmediatamente, todo el éxtasis que conllevaba aquel breve paseíto, se perdía entre viejos caminos de ensueños, tan improbables como lejanos, que arribaban hasta mi imaginación desde el estimulado aparato de mis lecturas, perpetuamente embellecidos por rústicos vallados de troncos, a través de la magia policroma de sus lindes en flor...

En éstas andaba cuando, de repente, la superchería amada de tan fugaz inventiva con que yo alimentaba la diaria mudanza de mis fantasías, hacía la del humo; y el bullicioso trajín escolar, por más que mi subjetivista caletre tratase de reavivar el fatuo fuego de sus ficciones, imposibles ya entre el ámbito penal de nuestra escuela, abría ante mí el duro portalón de su pasmosa e insalvable precisión.

... El bonachón hortelano murió en una calurosa noche de julio de aquel hermoso verano de mil novecientos y pico. Una luna harinosa y pletórica, en descompuesta irisación plateada, engalanaba el huerto de sus desvelos con un claror de amanecida, perfilando el ensartado de las cañas y hundiéndose en la plenitud verdeante de los sembrados, cuyo aroma de madurez empapaba el cromático salpicado de los macizos en flor. Bajaban luego los haces nacarinos alfombrando la cáscara pelona de tan exiguo caminito, vereda de mis hipos silvestres, y, al igual que palomas esplendorosas, sus antorchas argentadas acababan perdiéndose por entre la enrejada maraña reptante de las madreselvas, y a través del furtivo azulado de los farolillos, o entre los albos rutilantes de los floripondios perfumados.

Una embolia se lo llevó tranquilo y sudoroso en la humedad pegajosa de la noche de estío, grumosa de luna, adormecido por aquel ronroneo cansino del paseo, que se filtraba a través del balconcillo de su vivienda, abierto de par en par; entre el chachareo mosconeante de la vecindad que se sentaba al fresco, junto a los soportales de la avenida y callejones lindantes, presa de sofocantes insomnios.

... Se fue a la chita callando, como había vivido en sus últimos años, dejándonos con un adiós invisible, de vieja imagen soñada en un ámbito de silencio. Quedó yermo el huerto, ausente ya la savia de su auge; se secó la riente acequia como el lagrimal tras el llanto; se pudrieron la sillita de enea y su cayado; y la amada vereda en flor, desvalida entre planteles desollados, sufrió el desfiguramiento violentador e inmisericorde, de torva pulverización y tristeza postrera, en que se deleita el olvido...