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miércoles, 3 de septiembre de 2025

Las Sombras del Tiempo - Puentemuros -capítulo 1º-

 

                                                                          Autor: Tassilon-Stavros

                                                                                   -PUENTEMUROS-

                                                                                      -Capítulo 1º-

       RECORDANDO A GONZALO TORRENTE BALLESTER

 

En Puentemuros (pueblo pesquero así denominado por poseer en sus inmediaciones rurales un arcaico resto de acueducto romano, que sus habitantes han confundido desde siempre con un puente, y cuyos deteriorados bloques de antiquísima y corroída piedra parecen formar también un extraño muro feudal que protege la villa), aunque resulte gracioso, se dice que la gente por lo general únicamente puede equivocarse en cosas tan simples como ésta,  a excepción de todo cuanto respecta al tiempo. Y es que, ya sea primavera o verano, sus cielos anubarrados se perpetúan a lo largo de dichas estaciones, que por fuerza han de ser las más benignas, y siguen precipitándose en lluvias constantes sobre el resbaladizo adoquinado de sus callejas, los verdes campos, sus sembrados, viñedos y arboledas, los viejos pazos, los barcos de pesca en el largo muelle y los astilleros en los que faenan una parte de la población masculina. Puentemuros se ve siempre así, azotada por aguaceros que parecen no tener fin y que saltan sobre la villa según el dicho común como chuzos de punta, arremolinándose furiosamente fustigados por un viento, frío, muy frío si es en otoño o invierno, y sobre todo borrascoso, y contra el que hay que bregar a cada paso. Y el agua ni respeta paraguas ni zuecos porque tiembla enturbiada por ráfagas, como el  mismo viento. No es por tanto difícil predecir las constantes lluvias en cualquiera que sea la época del año. Y para las gentes de Puentemuros las inclementes borrascas, salga o no el sol más tarde, no hay excusa inexacta en lo que al tiempo respecta, ¡vamos que tienen total derecho a no errar en eso, y lo saben! El negro paraguas se agarra también casi con fervor a esta idea en cada casa del pueblo, y, como sus dueños, se diría que confía siempre en la seguridad de que tanta lluvia, venga acompañada o no de violentas rachas, tampoco hace daño ni a la campiña ni a la villa, salvo cuando se encona atravesándola en forma de galerna, y acaba encabritando el mar, para levantarlo entre enormes oleajes que parecen galopantes fantasmas marinos que no se detienen ni en las planchas metálicas y aguachinados maderajes amontonados en los astilleros ni en el extenso embarcadero, como ansiosos por devorar la pequeña flota pesquera allí afianzada. Y así pasan ante los ojos de los pescadores como exhalaciones maléficas impidiéndoles hacerse a la mar. Ya han transcurrido unos ocho años desde que uno de estos tremendos turbiones acabó tragándose cuatro embarcaciones de pesca y a sus tripulantes que, decididos a enfrentarse con la borrasca, acabaron perdidos entre las olas de tan gruesa mar, y lo único que logró llegar hasta la dársena y la playa próxima fueron los restos de sus destrozadas gabarras. Pero otras veces, en primavera o ya muy entrado el verano, el sol parece escurrirse fuera de su habitual lecho anubarrado, rompe las pasadas mañanas grises, y es entonces cuando los campos deteriorados por el invierno cobran su tono más brillante con una resplandeciente luz de infinitos verdores, las arboledas parecen teñirse de un tono cobrizo, plateado y oscuro aceitunado a lo lejos, y el polvo se sacude de la tierra como guedejas que velan los ojos de las gentes encaramándose desde el suelo entre remolinos juguetones que alzan las aldas de sus mujeres y hacen volar las gorras de sus hombres. Y es entonces cuando Puentemuros abre con más ahínco al aire palpitante de la villa los tenderetes de productos locales y los puestecillos de frutas y verduras de los campos, se vende en el muelle la pesca arrancada al mar tras atiborrar los copos de los pescadores si ha habido suerte, y los astilleros refuerzan también sus diarias labores constructoras. Pero las lluvias siempre vuelven, como dispuestas a no permitir que tanta bonanza aguante.

En todas las localidades españolas, sean de la región que sean, los hombres más acomodados suelen agruparse en un casino del que son socios y donde se satisfacen los localismos propios de las tertulias masculinas. Y es en esta especie de ateneo donde más se habla y se murmura, como si se tratase de una autoridad conferida por la cuna. El casino se convierte también en un símbolo viviente de la unidad que forma la tierra con sus hombres más sobresalientes (aunque no todos lo sean), pero prohibiéndosele terminantemente la entrada a las mujeres. Sus socios, tresillistas, charlatanes y lectores empedernidos de cuantos periódicos llegan a sus manos, se agrupan de cuatro en cuatro alrededor de las mesas del establecimiento donde forman sus corrillos para jugar a las cartas, hacen sus trampas, fuman sin cesar, no cumplen casi nunca con la palabra dada por honor, se engañan entre si, mienten descaradamente, despellejan al ausente sin disculparlo ni compadecerse de él y de los motivos que puedan haber causado el hecho de no aparecer por el respetable ateneo durante un día o más, y lo tratan fraternalmente cuando por fin vuelve a presentarse después de haberlo despellejado lo suficiente, sin condolerse en su interior de que su salud haya sido buena o mala para obligarle a ausentarse de las tertulias. Es un método para desempeñar el papel que mejor se amolda a las sutiles contradicciones de sus disimulos. Y así sus halagos pueden ser tan falsos como abominables sus camufladas reprobaciones. 

Y es en el casino donde estos prohombres se acomodan en el absurdo predominio de sus prepotentes autoridades mucho más eficaces que las tenaces órdenes que sus propios padres les daban, y que ahora lo hacen también hasta sus hogareñas esposas cuando por fin regresan a casa. Por ello mismo no se suele hablar de mujeres dado que se halla de por medio el temor a que la honra de todas ellas pudiera acabar en entredicho. Y porque Puentemuros carece de hembras cuya envoltura carnal pueda ser capaz de retener alientos de excitación en los hombres, endurecer sus entrepiernas, y afectarles con la intensidad de la lujuria. Por eso nunca se embriagan del todo ni con la moral ni con el morapio que trasiegan mientras juegan a las cartas y el chico del bar les escancia sus vasos de vino y hasta de coñac. Hablan y critican todo lo que para ellos resulte honorablemente criticable. Pero lo cierto es que conviven sin confiar ni en uno ni en otro de sus compañeros de tertulia, porque en realidad tienen poco que decirse de sus intimidades cuando se hallan reunidos. Son como zorros que, a diferencia de la caza, únicamente se dirigen al escondrijo de otra presa protegiendo la suya. Y como al zorro viejo, su instintos les impiden ser sentimentales y tolerantes. Saben encontrar el punto débil de quien no les escucha y aprovechar tal circunstancia para reprenderlo. Es como si en realidad despreciaran casi siempre todo lo que los hombres puedan pensar y hacer. Son cobardes en sus acuerdos, y en dichas reuniones las formalidades siempre andan como extraviadas, mientras los politiqueos más sarcásticos y mezquinos los mantiene limpios a su manera, y hasta los alimenta y arropa, pese a que, en el fondo, lo único que hacen es amedrentarlos. 

Los más asiduos, como quizá no podría ser de otra manera, son tres concejales del Ayuntamiento en cuyas expresiones de sus barbudos rostros se dibujan inquietantes sonrisas de tenaz sarcasmo, seguidos de una machacona insistencia por temas que puedan despertar el interés de los tertuliantes hacia críticas sobre la política actual  (y son por ello disimuladamente enjuiciados y temidos por tratarse de un trío de auténticos farsantes, muy atentos en consecuencia a cuantos juicios o reproches sobre el Gobierno abran lenguaraces canales nihilistas entre la concurrencia que, hipócritamente, los acoge, temerosos de que la fermentación indagadora de los mismos pueda encauzar su acidez hasta la gran sala del cabildo y su Regidor). Otros naturales y vecinos de Puentemuros que participan de las tertulias en el casino son el notario y un par de sus empleados de bufete; el médico que es quien habla menos, y que, periódico en mano, se sienta casi siempre al lado de su farmacéutico, y, cuando deja la lectura, suele mesarse su recortada barba con miradas pensativas y abstraídas; y el viejo profesor de escuela, muy católico, impertinente, y obseso antirepublicano (que, como algún otro que evita en lo posible cualquier repulsión invencible por el "advenedizo" -así considerado en silencio- gobierno republicano, ha aceptado dicha instauración de la Segunda República a regañadientes), y que aunque se halla próximo a jubilarse, se niega rotundamente a hacerlo, y no está dispuesto a consentir que el pueblo tenga que buscar algún otro profesor que venga de fuera para reemplazarle. Este simple hecho, necesario más pronto que tarde, basta para sacarle de sus casillas y que se ponga como un basilisco ante sus compañeros de mesa. Es un viejo gotoso, atacado por la artritis, malcarado, soberbio y cruel con sus alumnos, que le temen y le odian. Oculta un labio leporino mal cosido tras su gran bigote blanco, y como es de los que más gritan en el casino y nunca pide disculpas, bajo ese belfo turbio, que es como una mueca encogida entre el pelo, deja ver los incisivos que se le clavan como alfileres en el labio bajo, tras una lacia barba canosa, y un resto de su escasa dentadura, débil y amarillenta por lo mucho que fuma. Y así suele enconarse como si viviera en una constante pesadilla de inaceptable rebeldía, mientras la saliva corre por el resto de su amplia barba, al igual que si baboseara como un lactante. A su lado suelen sentarse los contertulios más pacientes del local, aunque calladamente abominen de su compañía tanto como los inocentes escolares a los que trata de educar a base de palos. Y dos de las ausencias más notables en el ateneo, de las que nunca se habla ni se permiten las menores insinuaciones con respecto a las mismas de cuantos "inútiles" lo frecuentan, son por derecho gubernamental las de los dos próceres que ocupan los cargos administrativos más importantes de Puentemuros: uno es el Gobernador Civil  y el otro el Alcalde del Ayuntamiento, ambos republicanos acérrimos A todo esto les siguen otros personajes que no vale la pena resaltar, pero en cuyos corrillos suenan y se aguantan sus voces y risotadas, como si se entablaran absurdas luchas de erudición, intensificadas por los tópicos masculinos del tipo de "... Nosotros si que nos entendemos bien, ¿somos o no somos caballeros?". "...O lo que dice usted no es del todo cierto". Y algún prócer más atrevido, cuando cree hallarse más seguro de que su perorata no pueda ser objeto de sondeo por parte de alguno de los concejales ausentes en ese momento, con el beneplácito del políticamente disconforme e inquisitorial profesor de escuela, es capaz de exclamar "... Les aseguro, mis queridos amigos, que más pronto que tarde... (sin que nadie se atreva a alzar su voz sabiendo muy bien a quién se está refiriendo), será él quien de nuevo nos devolverá el reino a España. No fue ovacionado en balde por el pueblo francés cuando llegó a París... Y lo volverá a ser cuando sea nuevamente recibido en Madrid... Ustedes habrán de verlo, señores míos... Al tiempo..." Y el prócer deja escapar unos suspiros esperanzados con el sentimiento de un viejo militar que canturrease un himno patrio, mientras la concurrencia se mantiene en silencio, porque tal devoción, en esos momentos, resulta tan fuera de lugar como tremendamente fastidiosa. Pero al mismo tiempo, algún otro tertuliano más decidido protesta con aire cándido "... Y si usted cree en eso, yo sé por qué lo dice... por cobardía" Y luego, tras algunas vacilaciones, el ofendido, nostálgico y abochornado monárquico, aplaudido tan sólo por el achacoso y agriado docente, abandona el casino seguido interrogativamente por el resto de miradas y comentarios que no se desatan en antagonismo alguno, sino que bajan el tono de la voz como hacen el buen farmacéutico y el silencioso médico que parecen avergonzarse de tanto rancio servilismo, o como si entre los dos hubiesen descubierto una nueva enfermedad secreta o un ya superado virus gripal. Por suerte, el ateneo no tarda en colmarse de aspiraciones menos desordenadas frente a tales apreciaciones contradictorias referentes a la depuesta monarquía española, porque, en realidad, les parece la morriña delirante de un imbécil o hasta de un masón decepcionado como dicen otros. Y todos se desquitan con un buen vaso de coñac, indispensable como un régimen preparatorio para reprobar el aire enfático del tertuliante escéptico, despotricador del nuevo gobierno, que abandona el casino como un borrego que se ha disfrazado de lobo; y alguna lengua se desata contra tal vaticinio del ausentado monárquico y mantiene enhiesta la caballerosidad de los que allí permanecen todavía, exclamando: "¡Pero caramba, no hay que hacer demasiado caso... Bebamos, señores míos, y acabemos con esto!... ¡Bah, por fortuna, todos los caballeros no son así". O cuando otro de los cuatro tresillistas se siente orgulloso de su jugada, suelta un taco ante el juego grosero de las barajas, da un puñetazo en la mesa, y exclama entre risas: "¡Alguna vez mataré a más de uno de ustedes, señores míos, con estas cartas!" 

De tarde en tarde, también asoma por el casino de Puentemuros su párroco, hombre pletórico próximo a la sesentena, de cabeza siempre erguida y cuello rígido, que aparece de pronto como una sombra, y su amplia sotana parece flotar separada del cuerpo entre el humo de los cigarrillos o los apestosos vegueros que no provienen de Cuba precisamente. La boca del cura, mientras saluda a algunos de sus feligreses (el insoportable profesor aún lo es), o de los que no suelen ya acudir a misa, (siempre con cierta reprobación y apuro), se contrae de vez en cuando con una mueca nerviosa. Tiene la nariz bastante afilada y huesuda, y el mentón bien afeitado y encorvado como el pico de un loro. De todas formas, no es una visita grata para los tertulianos que lo reciben con miradas furtivas, como si en sus ojos brillase siempre una pequeña llama de temor y reproche, en especial entre los más simpatizantes de la recién restaurada República, porque ninguno de ellos cree ya ni en las penas del infierno ni en las glorias celestiales con que el sacerdote orada en sus prédicas las sendas libertarias del nuevo Gobierno democrático. Al antipático cura se le observa así como a un molesto individuo torturado entre los sueños sombríos de sus ahora holladas creencias y de su maltratado misticismo a causa de la Segunda República. Aunque las beatas esposas de todos ellos y la mayor parte de las aldeanas de Puentemuros permanezcan fieles aún a la esperanza de la religión y crean que con sus rezos, sus rosarios, sus novenas y sus misas dominicales, una ciudad dormida como Puentemuros y la nueva España Republicana  podrá ascender todavía a la promesa celestial que anuncia el párroco, o hasta la única Verdad que preconiza el casi residual cristianismo. Luego, pese a las invitaciones que puedan ofrecerle algunos de los tertuliantes, y como si el cura urdiese artimañas comprensibles para los descreídos y así poder rechazarlos, su salida del casino resulta tan inevitable como incomprensible en cuanto a la intención que lo lleva hasta allí, sabiendo que los insulsos prohombres del ateneo no tienen ya por causa común su contacto con la Eucaristía desde que la República gobierna España.

Pero donde más se perciben los sentimientos del lugareño pescador o del trabajador de las atarazanas es en la gran taberna que se abre en las inmediaciones del muelle donde atracan los barcos de pesca, y a un kilómetro más o menos del mismo se hallan los astilleros. Allí hablan las sensibilidades de los hombres del mar que no siempre se logran definir con claridad, o maneras de pensar que no encajan del todo con su duras experiencias, porque siempre hay cierta amargura en sus acentos. Pero en la taberna se vive, se bebe, incluso se come y se cena, y, por supuesto, se habla con más comodidad y franqueza. Y, además de hablar, se puede vocear y preguntar cuanto quieras sobre lo que sea, aunque los ánimos puedan llegar a alguna que otra momentánea excitación, y hasta acabar, algunas veces, fuera de si mismos, porque las palabras también flotan en el recinto como impulsadas por un poder que no se puede dominar. Es como si el pueblo bajo de Puentemuros bebiera con sus compañeros para robar una partícula de vida a la muerte; una vida que es como un amuleto que les une y sacraliza los pensamientos, aunque no los desliga del hecho de que al día siguiente, entre la dársena donde se construyen los barcos o los pesqueros que se hacen a la mar, sea allí, por medio de las actividades que llevan el pan a las bocas familiares, donde todo se disuelva en una sola idea entre lo bueno y lo malo, y formando también una parte indisoluble y acechante del peligro y el infortunio en todos ellos.

Lejos de allí, en el ateneo, persiste la insociabilidad  hipócrita y soberbia de los  próceres de Puentemuros, no únicamente con el eclesiástico sino con los lugareños pescadores y trabajadores del astillero, que como ha ocurrido siempre con las capas sociales que se camuflan de superioridad,  se mantiene como una afirmación denigrante de cierto alivio diversificador en la convivencia de los pueblos, y porque lo que seguirá siendo sistema perfecto para unos, sólo es para otros una simple capa de rencores que nunca resultan estériles por completo, aunque estén condenados a caminar juntos, sea en silencio o no. Y ni la llegada de la celebrada Segunda República ha conseguido evitar que estos choques discriminatorios se sigan produciendo, ni a obstaculizar que estas diferenciaciones sociales lleguen a ser ilegítimas del todo. Ciertamente, en Puentemuros, cuando la luz de la libertad democrática, un par de años atrás, aún se remontaba entre tinieblas, en sus calles resonaban todavía con tono altanero y amenazador exclamaciones opuestas de los enemigos de la República: "¡Sois todos unos revolucionarios!" "¡Aquí sólo hablará el ejército o la Guardia Civil!"... Y todos estos prohombres, aunque malavenidos, acabaron más tarde pasmadísimos y disimulando sus decepciones, como si quisieran asegurarse de que no habían actuado como monos de feria sino que seguían siendo otra clase de homínidos mucho más privilegiados cuando por fin la República exclamó "¡Basta!" ante ellos, y estallaron los "¡Vivas a la libertad!", entre llantos y risas de felicidad en el pueblo, y que un grado muy superior del movimiento socio-político llevara ahora una nueva vida mucho más libre a todas las pequeñas localidades y grandes ciudades españolas.

Pero los señores de Puentemuros son como analistas que juegan a negar la extensión, el tiempo y su espacio, y la cambiante sustancia de que está hecha la vida, porque todavía andan demasiado sumidos en la materialización del Poder, en sus afanes por el dinero, en las intrigas, y en la fiebre permanente de sus sobresalientes cualidades; y, a excepción del médico y del farmacéutico, siguen dispuestos a no favorecer en una u otra medida al pueblo llano. Sería para ellos como deliberar sobre el género de una muerte cada vez más próxima. Y si un nuevo poder les agravia, o una baja insolencia pueblerina pretende burlarlos, el veneno de su odio continúa siendo todavía más punzante y doloroso, y no aceptarán nunca que se les pueda asfixiar con pretensiones inaceptables, seguros de que la asfixia muchas veces también fracasa. 

En Puentemueros sólo se alzaba ahora un latido inquietante, una sombra arrebujada en un velo negro, una distancia capaz de prolongar el tiempo de sus gentes más necesitadas, como hacen las pausas entre las palabras y el lapso entre un paso y otro, y como si tras todo ello brillara una extraña y excluyente malignidad de insensibilidad mas opresiva que las continuas jornadas lluviosas.Y esto sucedía por obra y gracia de la Señora, la  adinerada dueña de la flota pesquera y de los astilleros, un reflejo antagonista de la esperanza frente a la rebelión y, ¿por qué no?, al dolor de las gentes. Sean próceres, pescadores y trabajadores de las atarazanas, pocos de ellos son capaces de acercarse a sus puertas y han aprendido a interpretar malévolamente sus silencios. La Señora es una distinguida sexagenaria (otros aseguran que setentona, aunque su edad sigue siendo una incógnita), y pertinaz gobernanta  frente a la cual sólo existe un intercambio de miradas despectivas por el mundo que se abre al otro lado de su caserón, el más suntuoso y el más "sobrecogedor" de Puentemuros. Para la gente: un gran peñasco, una montaña o un gran mausoleo que se extiende transversalmente ante la única plaza que posee la villa, sin que casucha aldeana ni árbol alguno fulmine la prestancia que recorre su enorme glorieta ajardinada y sellada por un enverjado amenazador e inexpugnable. De la Señora no emanan tampoco ni ternuras ni sentimentalismos. Es una mujer fría, pálida de rostro debido a la falta de sol y las constantes lluvias, y siempre muy apropiadamente repeinada; y que, por una doble viudez, no se ha despojado jamás de sus ropajes negros, enfundada de por vida en un luto inexorable, pese a que su existencia se abstiene del menor dengue espiritual. De cuerpo delgado y reseco, sus ojos parecen mirar desde una lejanía de siglos, o de los muchos años que lleva viviendo en Puentemuros, pese a no haber nacido ni haberse criado en la villa pesquera. Se asegura que sus orígenes familiares provienen de la castellanía leonesa, y que fue adoptada por Puentemuros a través de sus dos matrimonios con enriquecidos magnates a los cuales había servido antes y después de la viudez de ambos (y se dice que mantuvo previamente pecaminosos amores prohibidos con ellos porque fue moza de buena planta, vivaz y de bello rostro, y por ello doncella muy grata a los ojos de sus señores), y de cuyas descendencias, que las hubo con las remilgadas y así engañadas esposas de los amos, se sabe muy poco. Los ciudadanos más provectos comentan que, además de burladas, fueron también enfermizas cónyuges de los dos ricachones, y que fallecieron unos quince años antes de que estallase la Primera Guerra Mundial. Y que los hijos de ambos matrimonios, alcanzada la edad estudiantil, fueron luego enviados a importantes centros educativos de Francia e Inglaterra, o que tras regresar a España secretamente, después del Armisticio europeo, la posterior y terrible pandemia de gripe del 18 se los llevó por delante. Y aunque se siga fantaseando con cierta obsesión morbosa por parte de  los lugareños de Puentemuros sobre toda esta egregia cronología familiar, la Señora sigue enlutada en esa especie de sopor solemne, recatado y exasperante de un más que probable aunque lujoso tedio y cotidiana rutina ricachona.

Dos son los capataces a los que tan sólo el ama recibe en su señorial despacho si se da el caso, de ciento en viento, que surja algún problema con los pescadores tras alguna larga noche marina o en las construcciones del astillero; y que, veladamente, comentan que la Señora tiene los ojos congestionados de tanto repasar las cuentas que siempre examina, junto a un lánguido, discreto y longevo interventor (que tampoco frecuenta nunca al casino), entre las facturas y pingües ganancias que se acumulan sobre su escritorio, o incluso de tanto leer libros (aunque esto último no sea cierto, porque los muchos libros que posee ocultan su vida bajo alguna que otra capa de polvo antes de que una de las cuatro sirvientas se vea obligada a liberarlos de semejante carga amenazadas por el autoritarismo punible del ama). También pasa, como ya se ha señalado, por mujerona impía, y eso es cierto, porque jamás pisa la iglesia de la villa ni el sacerdote cruza el umbral de su casa. De modo que el dinero y su ley de Poder justifican esa especie de decreto inalienable de su riguroso proceder, como prejuicios y sinrazones que la han arropado desde siempre, y con los que muestra su feroz individualismo de preeminencia frente a todo cuanto bulle a su alrededor, como si en realidad Puentemuros no existiese para ella, salvo en lo concerniente a la flota pesquera y los astilleros. Y naturalmente se halla así mitificada como una fría imagen casi luciferina a la que sería un dislate tratar de comprender y mucho menos ensalzar. Nadie le ha preguntado jamás ni cómo se llama, aunque su nombre es Doña Julia de Bazán apellido del que se lucra tras la muerte de su segundo marido; y como si hubiese olvidado el tiempo anterior, siempre ha mantenido una actitud de total reserva frente a su primer matrimonio y a la existencia del hijo varón nacido del mismo. Un amorío con aire de misterio, y hasta algo morboso e inquietante, que hubiese sido un obstáculo para que sus sueños como señora de Bazán se cumpliesen, y para mejor vivir sin inquietud, absolutamente desmemoriada y apaciguando con este talante su maníaca severidad. Así a los lugareños de Puentemuros les basta con que sea tan sólo la Señora. Sin embargo, los comentarios, maliciosos la mayoría, no han dejado nunca de recriminarla y de disfrutar despellejándola como si en realidad  no se tratase más que de una gran pecadora que goza condenándose a sí misma entre las lúgubres paredes de su impenetrable caserón. (quizás por el pasado pecaminoso que se le atribuye y pueda angustiarla todavía). Y hasta el pobre y desdeñado párroco asegura que carece del alma que contiene el ser, ni junto al querer ni a la misericordia. Ése es el gran misterio de la Señora. 

Sin embargo, no es ama ajena a ciertas obras de caridad cuando el mar grueso ennegrece y ruge, y alguna de las embarcaciones con sus hombres corren peligro y pueden llegar a ser sorprendidos por la muerte como ya ocurriera años atrás. Y cuando el capataz la hace partícipe tímidamente de alguna calamidad entre los pescadores, de sus desdichas familiares, y de su falta de medios para subsistir, la Señora parece disculpar la injerencia de una más que posible mortandad, y ni siquiera absuelve a sus probables víctimas, como si no le pareciese un desbarajuste de la existencia el hecho de que un pescador pueda ahogarse o un trabajador del astillero acabe descalabrándose, lo mismo que se puede nacer ciego, idiota o criminal. Y así se comporta, como si fuese una endiosada cómplice de la Naturaleza que siempre obra sobre las gentes con un fin insondable. Pero luego, como si tampoco respetara por completo dichas triquiñuelas de la Naturaleza, acaba socorriendo a escondidas de Puentemuros a cualquier familia de esos desdichados, sin que el menor tono paternal parta de su boca. En cuanto a todo esto, exige de sus capataces que cualquier testimonio de su conmiseración permanezca sumido en el mismo fondo marino en que puedan llegar a ahogarse cualquiera de sus pescadores, que también acompaña con tonos amenazadores si dicha misericordia se exhibiera como uno de esos febriles indicios de habladurías al que se encadenan como cautivos de la malsana curiosidad las lenguas lugareñas.

La Señora, como se ha indicado, enviudó dos veces, aunque las fechas no se saben a ciencia cierta. Pudo ser muchos años antes de la iniciación de la Contienda Bélica del 14 ante la cual España se mantuvo neutral. La Bazán es en realidad mandataria o testaférrea de la flota pesquera que perteneció a su primer marido, e igualmente de los astilleros cuyo dueño fue su segundo y más acaudalado cónyuge. Tuvo con ellos tres hijos: un varón del primero, y otro varón y una hembra del segundo. Sus edades frisan entre los treinta años el muchacho y veintisiete o veintiocho la joven, y los dos siguen viviendo con la madre. No suelen frecuentar los ambientes tristes y borrosos de Puentemuros. Raramente se les ve fuera de casa. Pero las malas lenguas, en especial  las de alguna lacrimosa sirvienta despedida de la casona, aseguran que ambos jóvenes malviven junto a la Señora, odiando su despiadada autoridad, y que sus pupilas ardientes parecen de lobos espantados, y están tan llenas de displicencia como las de su madre. Pero que son muy agraciados, aunque casi nunca sonríen. Maléfico, descuidado, indolente y muy holgazán el mayor. Guapa, enérgica y hasta muy contestataria la muchacha (de la que se comenta que muchas noches huye de la casona familiar y pasea embozada por el muelle pesquero observando la vida de los lugareños o se llega durante los atardeceres veraniegos hasta la playa cercana del atracadero para bañarse a escondidas en un rincón muy apartado de la misma) Del primogénito (probable heredero de la flota pesquera que perteneció a su padre, como de los hijos desaparecidos de los dos antiguos matrimonios) se sabe poco. El muchacho debe andar también por los treinta y pico, y parece ser que, díscolo como se conjetura que es su hermanastra, decidió abandonar Puentemuros durante la monarquía Alfonsina, aunque los razonamientos de su desaparición sigan siendo vagos y oscuros entre las murmuraciones de las gentes del pueblo llano y muy especialmente entre las aburridas y no menos complacientes reacciones chismosas de los mundanos socios del casino, que así sacuden también el aburrimiento y la monotonía cotidiana presentes en semejante villorrio de cielos plomizos y lluvias sin cuento. 

En consecuencia, durante más de diez años el misterio de la marcha de Puentemuros del primogénito de la Señora sigue gozando del ávido interés de los lugareños. No obstante, siendo como es sin lugar a dudas el heredero indiscutible, por rama paterna, de los bienes dejados a buen recaudo de la Bazán por su primer marido, ese acto de imprudente insumisión y huida por su parte también es considerado poco reflexivo al tiempo que escasamente racional, porque con dicha terquedad se excluye a sí mismo de su privilegio sucesorio, y su madre se sigue erigiendo en triunfante y justamente merecedora usufructuaria de los patrimonios que le confieren sus dos casamientos. Pese a todo, los cuchicheos pueblerinos mantienen al mismo tiempo el dicharachero compás de esa frívola desenvoltura que siempre conlleva la curiosidad, aunque ofrendando también su complicidad, más razonable que maliciosa, a aquella ausencia, porque no dudan en atribuirla a cuantas íntimas inquietudes debieron agobiar al mundanamente osado primogénito durante sus casi  primeros diecinueve o veinte años, enjaulado como ave migratoria en el gran caserón, al igual que sus hermanastros,  entre la tiranía insensible, desabrida y asfixiante de su madre. Y es que las preferencias hereditarias no siempre pueden inspirar sentimientos de amor paternal, ni materno o filial, ni evitar que un autoritario matriarcado en vano aguarde la añoranza de un paraíso perdido mientras un cauce de sangre maldita siga corriendo por el mismo. Mas, poco a poco, las comidillas de Puentemuros, pese a permanecer inalterables y tan apocadas y medrosas ante la autoridad de escasa beatería, ladina y solemne de la Señora, han ido vendándose con cierto entusiasmo hacia el joven fugitivo, como se cubre una herida para evitar su infección. Así, la villa elogia ahora el recordado rostro viril del mismo y su gallarda apostura, ensalzando con el pensamiento el súbito anhelo que lo alejó audazmente de la opresiva e implacable tiranía de aquella madre cuya imagen aún parece cincelada en el cuarzo renegrido de un camafeo. Y el primogénito de la Bazán puede seguir todavía como una misteriosa figura que se haya perdido en una inextricable lejanía, soslayando con un silencio de contumaz resentimiento la  allegada insania que preside la casona matriarcal, pero no dejar por ello de alzar aún los murmullos expectantes de los pescadores, del resto de aldeanos, y, por supuesto, de los socios tertulianos del ateneo. Lo más racional y consecuente es que, desde el mismo instante en que el joven huyó de Puentemuros, se haya dedicado, de una manera o de otra, a recorrer mundo, quizá por algunas ciudades españolas o del resto de Europa, y como es natural, sin que se conozca a ciencia cierta en cual de ellas ha residido o puede residir en la actualidad. 

 
                                                                             Autor: Tassilon-Stavros
                                                                         -LOS BAZÁN Y MIGUEL VILAR-

                                                                                     -Capítulo 2º-









domingo, 17 de agosto de 2025

La Torre Vigía


 


 

 

 

 

 

Autor: Tassilon-Stavros

 

 

 

 

 

 

 

 

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 Una novela de ANA MARÍA MATUTE

 

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"Cuando el viento cesó, la última arena bajó en seca llovizna. Desaparecieron enemigos y glorias, tal y como desaparece en el polvo toda huella de pasos. Frenando su montura, Krim-Guerrero y yo a su grupa avanzamos en un blando trote, estremecidos de silencio y soledad absolutos. La estepa se ofrecía a mis ojos y a mi oído como un sordo retumbar de cuero golpeado: las chatas muelas de pìedra que alzábanse aquí y allá entre matorrales se me antojaban redobles visibles de algún acechante timbal de guerra. O acaso el remedo de antiguos galopes. A despecho de la desaparición de los guerreros celestes, creí seguir oyéndolos: aunque los sabía arrebatados al vacío de una inmensa derrota, tan inútil ya como la gloria"


Contar uno de los periodos más difíciles de la humanidad, especialmente en aquella arcaica Europa que dejaba ya tras de sí las grandes y terribles gestas imperialistas, tan cívicas como bárbaras, de la romanización, para caer casi durante casi setecientos años en la más completa de las decadencias como la que supuso el siguiente transcurso de acontecimientos históricamente auténticos y que todos conocemos  como Edad Media,  es tratar de adentrarse en un nuevo y demencial torrente de la existencia humana y de sus consecutivos traumas por una supervivencia casi imposible. En consecuencia, si nos atenemos a la historia, no podemos pasar de largo de la desaparición del Imperio Romano, de los siguientes aluviones devastadores de las invasiones bárbaras,  de las terribles epidemias y enfermedades de todo tipo que asolaron la única Tierra conocida como fue por aquel tiempo nuestro continente, hasta llegar al nacimiento de flamantes naciones que conocieron también un consecutivo e infinito ciclo de guerras, terror e ignorancia, obligando con ello a Europa a recurrir con desesperada  frecuencia a aceptar las falsedades y pesadillas más absurdas que se mantuvieron a través de un recurrente torbellino de irracionalidad y creencias capaces de marcar tiempo y espacio durante tan oscuro y tenebroso Medioevo europeo.
 

 


Dicho Medioevo, durante sus seis o casi siete siglos, acabó así convirtiéndose en un enmarañado universo  de anhelos y heroicidades físicas que abarcaron la más siniestra y dura inmensidad de desolación emocional de los hombres y mujeres que lo habitaron y sufrieron. Y nunca acabaríamos de desenredar la informe madeja de sus acontecimientos, unas veces reconstruidos entre las situaciones reales en que se vivía, y  otras creados por inacabables cadenas de creencias cimentadas entre los sentimientos terroríficos de las religiones más intolerantes, las violencias guerreras, y las supersticiones más irracionales con sus elementos de fantasías más temidas no sólo por el pueblo llano, siempre afligido por el hambre y las pandemias, sino también por reyes y caballeros atrincherados en sus feudos protectores y sus castillos defensivos. Y por ello, para cualquiera que trate de introducirse en la profundidad de esa demasiado amplia casi anti-civilización que significó la Edad Media europea, se necesita naturalmente conocer muy bien la Historia, y verla en su gigantesca proporción de la forma más fácil y clara posible;  o, como se ha venido haciendo durante muchos siglos posteriores, contarla como si de un cuento para soñadores se tratase, hasta convertirla casi en una especie de infanticidio histórico. Resulta igualmente preciso que para tirar de ese pesado carro medieval y de sus no menos ilimitadas e irrefutables verdades, sea necesario retrotraerse también a las civilizaciones griegas y romanas impregnadas por las mitologías de sus dioses y héroes inexistentes. Iluminar, por tanto, a los ojos de los amantes de la historia lo que durante siglos se pudo mantener en la más completa oscuridad, es también realizar uno de los más inmensos servicios a esa cultura (a veces tratada como “media”) y que en infinidad de ocasiones, casi culpablemente, fue abandonada para acabar aceptando únicamente los puntos de vista novelísticos que pudieran alejarnos de esa perfecta identidad que definió el Medioevo.    


"... Según vi de inmediato, dos mujeres, madre e hija, que habitaban en la linde de los bosques, no dependían de señor alguno, por lo que su existencia de villanas libres era mucho más dura que la del último siervo. Sólo poseían una cabra, de cuya leche y quesos se alimentaban, y solían dedicarse a cortar y vender leña, por cuyo beneficio debían pagar tributo a mi padre. En tiempo de revueltas y tropelías, o en el curso de ataques a las villas por las bandas de forajidos que infestaban nuestros bosques, no tenían quien las cobijase tras la muralla del castillo o mansión. Sólo el Abad las acogía en los recintos del Monasterio. A pesar de tan calamitosa existencia, no movían a las gentes a compasión alguna, sino todo lo contrario. Y no había robo de gallina u otro animal cualquiera del que no se las culpara. Puede asegurarse que de tales  acusaciones y juicios salían maltrechas y apaleadas y aún recuerdo cómo, en cierta ocasión, dos labriegos enfurecidos por la muerte de una cabra cortaron a la más vieja de las mujeres tres dedos de la mano derecha.
 
En aquella ocasión acusábanlas de brujería, mal de ojo y pactos inconfesables con el Señor de Los Abismos, pues de un tiempo a aquella parte venían acumulándose en nuestro lugar muchas desgracias: una desconocida epidemia diezmó los rebaños de cabras, cierta lluvia seca y amarilla -Rocío de Satanás- cubría gran parte de los racimos de las viñas y para colmo, en el intervalo de pocos días, se produjeron varias muertes de niños, totalmente inesperadas. Niños que aún no habían abandonado las cunas donde les sorprendiera semejante fulminación. Los ánimos rebullían muy exasperados. Una oscura sangre de cuya existencia jamás dudé fluía soterradamente bajo los viñedos, amenazaba saltar y verterse sobre la tierra en cualquier instante. Quién sabe bajo que astutas persuasiones se logró arrancar a ambas mujeres la confesión y reconocimientos de culpa de tamaños desmanes: lo cierto es que así fue. Y acto seguido, una sensual ferocidad agitó el apretado bosque de conciencias, y creí percibir un aleteo, innumerable y ronco, sobre la fiesta de las uvas. Cien, doscientos dedos, rugosos y oscuros como sarmientos señalaron a las dos mujeres. Y la sentencia no se hizo esperar... Ya estaban apilados la estopa, la paja y los sarmientos bajo los pies de las dos brujas y el herrero suplicaba le fuese permitido acercar a la hoguera la primera llama, la que empezara y acabase con tanta superchería... Un fuerte olor a tierra y uvas se mezcló al doblar la campana que en la capilla de mi padre zarandeaba el fraile. Ascendió a todo mi ser  un olor a sarmientos quemados, a cielo mojado por la lluvia, a vino. Se introdujo por todo mi cuerpo y mi ánimo. Y ése será para mí, por siempre y siempre, el olor y el sabor del día en que nací"

 

Pero existe toda una tradición novelística que ha conjugado con éxito, de mil modos y maneras, la literatura más popular situándola en la Edad Media. Se llegó así a dar forma, a través de ese oscuro período de la vida en Europa y su constante y enriquecida temática, una bien probada eficacia indagadora de personajes heroicos siempre entregados a la protección de los desvalidos y lograr con ello que imperase la justicia. Caben, naturalmente, miles de variaciones sobre el tema de la heroicidad o la maldad de caballeros y villanos, del amor y de la aventura en ese período siempre nebuloso de nuestro Medioevo europeo. Estos esquemas perturbadores de la existencia  son sin duda alguna tan viejos como el mundo. Ya aparecieron en la antigua Grecia con Homero, y en la hoy ya más conocida literatura oriental. La razón de esta constancia hay que buscarla siempre en las capas más profundas del subsconciente humano, porque el esquema planteado es también, en toda su elementalidad, el eterno combate entre  las fuerzas puras del bien y del mal. Y fácilmente posicionarlo entre las antiquísimas mitologías que nos han deparado las no menos primitivas fantasías como fueron los duelos de Ormuz y Ahriman (Ahura Mazda y Angra Mainyu, el espíritu bueno y el espíritu malo), como  figuras mitológicas centrales de la religión zoroástrica de Mesopotamia, Osiris y Set en Egipto, Caín y Abel en la Biblia Hebrea, o Balder y Loki en la mitología escandinava. Estas luchas sublimaron y condensaron durante cientos de años las apetencias  más irracionales y secretas del hombre, y con ello las citadas imágenes del "héroe" y del "villano" que eternamente se fusionaron y trastocaron todo tipo de valores éticos y turbios presentes en esas viejas mitologías ya citadas, y cuyos matices y aristas postularon de forma inequívoca durante la Edad Media hasta las últimas guerras mundiales del siglo XX todos los males que asolan a la humanidad, y con ello, la felicidad o infelicidad de hombres y mujeres.

 



En toda novela medieval aparecerá sin duda un Georgius, también Giwargis, o un Jorge de Capadocia,  caballeresco y heroico, en lucha contra el dragón mitológico, mientras una aterrorizada y delicada doncella aguarda expectante el resultado del combate, como asistiendo de nuevo también a los arcaicos mitos griegos de Teseo contra el Minotauro (del que derivó la leyenda medieval de Georgius y el dragón) como si abriesen una válvula de escape a las angustias cotidianas de cuantos ávidos lectores recorrieran páginas y páginas de reiteradas ensoñaciones imposibles pero estables de estas literaturas medievales. España contó con casi 1.000 años de historia medieval, desde el siglo XIII y durante la misma Edad Media:  "El Mester de Clerecía" y las "Cantigas" que se desarrollaron hasta el siglo XV, y conocieron su fin con la obra de Fernando de Rojas: "La Celestina". Un amplio repertorio que conoció su gloria desde el anonimato con "El cantar del Mio Cid", copiado por Per Abbat y que fue escrito alrededor de 1207. "Las Cantigas de Santa María" de Alfonso X el Sabio, rey de Castilla (1221-1284). "Libro del Buen Amor" de Juan Ruiz, conocido mayormente como el Arcipreste de Hita (1283-1350), basado en una supuesta autobiografía donde el protagonista llamado Don Melón de la Huerta representa a todas las capas de la sociedad bajomedieval española, y de una forma muy particular: a través de sus amantes. Pedro López de Ayala, (1332-1407) famoso por su obra satírica y didáctica, que describió con ironía la sociedad de su época y fue cronista de excepción de los reyes: Pedro I de Castilla, Enrique de Trastámara y Juan I de Castilla, y del rigor a la hora de describir a los personajes y el entorno que les rodeó. Alfonso Martínez de Toledo-Arcipreste de Talavera (1398-1468), autor entre otras obras de una recopilación histórica que recogía la época desde los Reyes Godos hasta Enrique III de Castilla y el tratado moral titulado "El Corbacho" o "Reprobación del amor mundano" escrito en 1438 y que tuvo por objeto explicar con detalle los perniciosos efectos del amor mundano y la lujuria. Juan de Mena (1411-1456), cuya obra "La Coronación del marqués de Santillana" publicado en 1499, con alusiones a todo lo divino y humano, fue ampliamente divulgado en su época, y su "Laberinto de Fortuna o "Las Trescientas", un poema dedicado al Rey Juan II e inspirado en el "Paraíso" de Dante Alighieri Fernando de Rojas (1470-1541), autor de "La Celestina", comedia humanística que  fue escrita durante el reinado de los Reyes Católicos y prohibida en 1792 por inmoral.

Los velos mixtificadores de la Edad Media apuntaron siempre hacia una especie de valor catártico de las tragedias cotidianas de tan dura época, y cientos de autores europeos se aprestaron por tanto a llenar  páginas y más páginas con los enfrentamientos de dos de las actitudes  humanas más características: el conformismo con su aceptación de una realidad tal cual pudo llegar a ser, y las exigencias de una evolución histórica y social siempre estimulada por la lucha y el deseo de hallar la rectitud probablemente inherente en el hombre frente a sus injusticias e imperfecciones, valiéndose de la rebeldía y la audacia aventurera para tratar de superarlas. Sobresalen entre cientos de obras, a través de la tradición anglo-germánica el "Beowulf" o "El Cantar de los Nibelungos", "El Cantar de Roldán" o el "Digenis Acritas" sobre la llamada Materia de Francia, y las canciones acríticas respectivamente, y los amoríos corteses que tratan sobre la Materia de Bretaña y la Materia de Roma, no únicamente como  cantares de gesta por los temas tratados, sino también por su énfasis en el amor y en el código de honor de la caballería, en lugar de centrarse en acciones de guerra. 
 

Pero para conceder agilidad a cuanto legado nos llegó de los oscuros siglos medievales, repletos de reminiscencias  y las sombras amenazadoras de la fantasías y las leyendas, la cúspide de títulos famosos se halló servida por un impresionante despliegue de obras como el anónimo "Amadís de Gaula", "La Alexiada" de Anna Comnena, el "David de Sassoun", de un autor anónimo de Armenia, "El libro del hombre civilizado", de Daniel de Beccles, "El libro de Margery Kempe", propio de dicha autora, "Los Cuentos de Canterbury,  de Geoffrey Chaucer, "El Decameron" de Giovanni Bocaccio, "La Divina Comedia" de Dante Alighieri, "Sir Gawain y el Caballero Verde" de autor inglés anónimo, "El caballero en la piel del tigre", de Shotá Rustaveli, "The Letters of Abelard and Helloise", "La Morte d'Arthur" de Thomas Malory, "Saga de Njál", de autor islandes anónimo, "Parzival" de Wolfram von Eschenbach, "Pedro el labrador" de William Langlan, "Proslogium" de Anselmo de Canterbury, "Roman de la Rose", de Guillaume de Lorris y Jean de Meun, "Sic et Non", de Pedro Abelardo, "Cantar de las huestes de Ígor", anónimo eslavo, "Tirant lo Blanc" de Joanot Martorell, "Los viajes de Marco Polo", del propio autor, e "Yvain, el caballero del León", de Chrétien de Troyes


La irrupción novelística emplazada en una Edad Media caballeresca, heroica y sensual reaparece con  "Ivanhoe" del escritor escocés Walter Scott [nacido en Edimburgo, Escocia, el 15 de agosto de 1771-F. en Abbotsford House, 21 de septiembre de 1832] creador del Romanticismo de Acción, que dio vida a una de las primeras y más aclamadas obras del género medieval. Escrita en 1819 y ambientada en la Inglaterra del siglo  XII, el protagonista de la acción es Wilfredo de Ivanhoe, un joven y valeroso caballero sajón. Historia de una de las familias nobles sajonas  en un momento en que la nobleza en Inglaterra era abrumadoramente normanda, tras la derrota sajona en la batalla de Hastings, de 1066.  Sir Wilfred de Ivanhoe, que ha caído en desgracia con su padre por su lealtad al rey normando Ricardo Corazón de León, que en su viaje de regreso a Inglaterra tras la fallida Tercera Cruzada, cae prisionero de Leopoldo de Austria. El legendario Robin Hood  inicialmente bajo el nombre de Locksley, es también un personaje de la historia. Otros personajes importantes incluyen al intratable padre de Ivanhoe, Cedric, uno de los pocos señores sajones que quedaban; varios Caballeros Templarios, entre los cuales destaca Brian de Bois-Guilbert, principal rival de Ivanhoe; un buen número de clérigos; forajidos y un juicio a brujas. Los siervos leales: Gurth, el porquerizo y el bufón Wamba, así como el prestamista judío  Isaac de York y su hermosa hija, Rebecca. Además de Lady Rowena noble sajona, de cautivadora belleza, adoptada por Cedric y prometida de Ivanhoe.Y por supuesto el usurpador del trono de su hermano Ricardo, Juan Sin Tierra. El libro fue escrito y publicado durante un período de creciente lucha por la emancipación de los judíos en Inglaterra y a las frecuentes injusticias cometidas contra ellos. Fue publicada en tres volúmenes, con una extensión de 401 páginas.


Y llevada a la pantalla cinematográfica en 1952, por MGM y dirigida por Richard Thorpe, con Robert Taylor, Elizabeth Taylor, Joan Fontaine, Finlay Currie, George Sanders, Emlym Williams, Felix Aylmer y Robert Douglas. La película fue un grandioso éxito comercial. También fue el segundo filme más taquillero de Estados Unidos en 1952.


                                        RENACIMIENTO

"Ivanhoe"
y sus páginas renacieron así como una flamante y purísima emoción  desprendída de este simple relato de audacias medievales, y contribuyó a revalorizar la inventiva casi visual que desencadenaba el libro al girar  también en torno a personalidades históricamente tan decisivas como Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra que pivotaban entre sus páginas como un espléndido retablo sobre los acontecimientos históricos en la Inglaterra secularmente enfrentada entre sajones y normandos. A partir de ahí, la ejemplar sobriedad de esta nueva odisea medieval creada por Walter Scott, con sus pinceladas individuales aptas para humanizar a sus personajes ficticios, se crearía un nuevo movimiento determinado en la evolución histórica de la novela de aventuras enclavadas en la Edad Media europea. Sin poderse considerar como un jalón decisivo en la evolución histórica y dramática de sus casi setecientos años de duración, un Medioevo que todavía parecía conservar una especie de fase adolescente de implacables formas de vida y exigencias veristas basadas en guerras continuas que hacían tambalear seriamente la supervivencia del hombre frente a los exponentes más característicos de la crueldad y la ignorancia, fue inminentemente sacudida por el movimiento renacentista [
Rinascimento] italiano que inició un período de grandes logros y cambios culturales que se extendieron desde Italia hacia finales del siglo XIV hasta alrededor de 1600, constituyendo la importantísima transición entre el Medioevo y la Europa Moderna. El Renacimiento iba a ofrendar a nuestro continente  europeo sumido todavía en las tinieblas de la barbarie lo que 300 años después expresaría el gran escritor ruso Lev Nikoláievich Tolstói​ (León Tolstoi): "La verdad  de la cultura contra la ignorancia, y de la manera más exactas en todas sus formas" El renacimiento italiano fue por tanto bien conocido por sus logros culturales, incluendo en su extraordinaria evolución a escritores como Francesco Petrarca (1304-1374), Baldesar Castiglione [Baltasar  Castiglione] (1478-1529) y Niccolò di Bernardo dei Machiavelli [Nicolás Maquiavelo] (1469-1527), obras de arte de Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni [Miguel Ángel] (1475-1564) y Leonardo di ser Piero da Vinci [Leonardo de Vinci] (1452-1519), y grandes obras de arquitectura, como la iglesia de Santa María del Fiore en Florencia y la Basílica de San Pedro en Roma. Las ideas e ideales del Rinascimento se difundieron con gran éxito y reformas en la vida cultural de las nuevas naciones europeas, posibilitando y facilitando el Renacimiento Español, el Renacimiento Francés,  el Renacimiento Inglés y el Renacimiento Nórdico.

Pero
la Edad Media en Europa se vio otra vez destinada a convertirse por bastantes años en un consecutivo movimiento literario acelerado que iban a presidir nuevos escritores que, impregnados por la gran tradición  de las pasadas gestas reales y ficticias atribuidas al extenso periodo medieval, pondrían  nuevamente en marcha los resortes más atractivos de la invención frente a aquella sociedad maltratada por innumerables fantasías, leyendas, intolerancias y terrores sin cuento, hasta lograr revitalizar un mundo que creyó vivir durante seis o siete siglos entre "un orden establecido" por el Poder y la Fuerza. Autores apasionados por la historia que no dudaron en transmitir a través de sus escritos lo que hoy podría denominarse como la mejor "vía simbólica" o la "mejor eficacia crítica" de una época  socialmente desestabilizada como fue aquella Edad Media, sin lugar a dudas débil y vulnerable, pero que se convertía de nuevo en el gran sujeto dramático de la flamante literatura que viera la luz a partir de los siglos XIX y XX.  
 

El gran autor francés Victor Hugo [Victor Marie Hugo, Besanzón, 26 de febrero de 1802 ‑ París, 22 de mayo de 1885] con su genial "Nuestra Señora de París" ("Nôtre-Dame de Paris"), de 1831, rompió las últimas ligaduras caballerescas que ataron a Walter Scott y a su "Ivanhoe", y recorriendo la senda de un nuevo realismo social-histórico-medieval, hizo transitar al lector por un París gótico del año 1450. Un París todavía sumido en pleno Medioevo de inmensa rusticidad e intolerancia que abarcaba las más escalofriantes emociones de la vida de sus habitantes, convirtiéndola en una ciudad que, aunque destinada a lucrarse de un gran destino, también se erigía en un tortuoso camino de resentimientos y venganzas. En un cauce inhóspito que inoculaba en el aire viciado de sus callejuelas volutas gigantescas de cinismo y crueldad. Y cuya idea de Dios se mezclaba en un juego maligno de prestidigitación lujuriosa y nigromántica. Pero también en un castigo a la caridad. Como si la misma catedral de Nôtre Dame se constituyera en un obsesión mental destinada a la fatalidad, o en un ojo deletéreo del más bárbaro feudalismo medieval.
 
 
 
 

También la eximia autora belga Marguerite Yourcenar [Marguerite Cleenewerck de Crayencour, Bruselas, 1903-Maine, 1987] con su novela "Opus nigrum" (en el original francés, "L'oeuvre au noir") llevó a cabo una descripción de la vida ficticia de un médico y alquimista del siglo XVI llamado Zenón, exhaustiva, nebulosa,  mitificadora de los horrores inquisitoriales y con la inclusión de una terrible epidemia de peste en todo el continente te europeo, recreando así una Europa con características que oscilaban de forma extraordinaria entre la Edad Media y el Renacimiento. Comenzada en 1921, conoció múltiples reelaboraciones hasta su publicación en 1968. Ese mismo año recibió en Francia el premio Fémina, y fue considerada, junto con "Mémoires d'Hadrien" ("Memorias de Adriano"), también de Yourcenar, una de las grandes novelas del siglo XX
 


 


Y en pleno siglo XX, el gran Umberto Eco [Alessandria, 5 de enero de 1932 - Milán, 19 de febrero de 2016] semiólogo, filósofo y escritor italiano, para goce de sus ávidos lectores, con su novela de 1980 "Il nome della Rosa" ("El nombre de la Rosa"),  desangró el temporal concepto de tan terrorífico y siniestro ciclo europeo, convirtiéndolo en un Medioevo tan filosófico como histórico y policíaco. Tras Eco nos quedaron, ya para siempre, dos Medioevos: el de antes de su "Nombre de la Rosa", y el de después de ella. El primero ya no pareció a partir de ese momento interesar demasiado; y fue el segundo el que siguió sangrándonos a todos con sus espinas. ¿Sería posible, por tanto, que el único Medioevo creíble nos siga pareciendo, en el hoy por hoy, el de el gran Umberto Eco? En cuanto a la época en que se desarrollan los acontecimientos descritos por Eco, y que el escritor pone en boca de un autor ficticio que explica  haber sido novicio en un terrorífico monasterio de 1327, y que cuando redacta sus memorias, afirma que no tardará en morir, podemos conjeturar que el manuscrito que da lugar a la obra literaria parece compuesto hacia los últimos diez o veinte años del siglo XIV, cuando el Renacimiento italiano ya estaba abriendo sus puertas a la nueva sociedad europea.
 


"... Vi tres rostros crispados sobre el mío, y noté en mi garganta el filo cortante, de forma que relajé los músculos y aguanté, jadeando como perro. Sentí entonces una gran amargura y esa amargura me avisaba de algo que había en el mundo, o en los hombres, que manaba veneno suficiente para corroer los más inocentes hechos,o, incluso los más hermosos: tal como podía serlo, acaso, el amor entre hermanos. "Óyeme bien, engendro de senil lujuria- mi hermano arrastraba  sus palabras de odio tan maduro que adivinábase largamente acariciado- No vuelvas a interponerte en nuestro paso; deja el castillo y abandona al Barón antes de que te degollemos como a un cerdo. Ten por seguro que, si no lo haces, la muerte que te daremos será peor que la de tu antecesor, pues música de arpas celestes parecerá la de aquel desdichado, al lado de la que te propine nuestra mano"

"... Entonces oí los gritos de los primeros tordos, el suave rastrear de la culebra en las ortigas,; varias salamandras me contemplaban, con sus ojos de oro: ínfimos dragones, desprovistos de todo poderío. De alguna forma, me vi inclinado sobre el agua, que se tiñó de rojo. En el centro de aquella sangre vi, flotando, mi cabeza degollada.... Después, tropezaron mis manos con el pomo de mi espada, y acto seguido la oí, golpeando contra los escalones de la torre vigía. Porque, si bien mi cuerpo habíase liberado de todo peso, ella arrastraba de mi cinto, y chocaba y rebotaba en todos los peldaños. En algún lugar persistía el enfurecido piafar de negros y blancos animales: agrediéndose, aún, tras las muerte de los hombres. Pero yo alcé mi espada cuanto pude, decidido a abrir un camino a través de un tiempo en que... Un tiempo... A veces se me oye, durante las vendimias. Y algunas tardes, cuando llueve."

"La Torre Vigía"
de 1971, fue la primera novela de la trilogía medieval que, junto con "Olvidado Rey Gudú" de 1996, y
"Aranmanoth", del 2000, la gran escritora española Ana María Matute emprendió en los últimos años de su extensa carrera novelística. Ambientada en una Edad Media mítica, sensual y cruel, la autora parece querer reafirmarse en una auténtica admiración hacia las aventuras medievales descritas por Walter Scott, pero con una estremecedora visión medieval que también  impone de modo definitivo un impacto similar al caballero "Ivanhoe" tan épico y solemne que nos ofrendara el autor escocés.  No obstante, toda la novela es un cúmulo de símbolos Y el aprendizaje y audacia del joven caballero Krim que también recorre las páginas de esta "torre vigía" se establece con una imagen de exaltación aria, que él mismo narra, dispuesto a enfrentarse a los vientos premonitorios de cuanta  tragedia significara vivir en una sociedad medieval moralmente sumergida en la superstición, las intolerancias de los nobles, la brujería, la inquisitiva arbitrariedad de la Iglesia, las guerras fratricidas y las barbaries más sangrientas. Pero también narra en primera persona y con una sensibilidad moderna, los años de formación y aprendizaje del joven caballero Krim a lo largo de una trama repleta de heroísmos y peligros. Ana María Matute, de modo análogo a esos conflictos dantescos que presidieran el Medioevo europeo, con caballeros y escuderos, condes degenerados y condesas lascivas, bárbaros salvajes, violencia y animalidad que son los elementos fundamentales de la ambientación, nos asombra por haber sido capaz de desarrollar sus páginas sobre realidades tan brutales como las que.jalonan la historia de Krim, que van desde la memoria de su infancia, sus añoranzas y una no menos dura adolescencia, hasta verse definitivamente sumido entre los instintos primitivos y febriles de su tiempo, y donde el amor, el odio, la violencia, la soledad, la crueldad y la muerte se alternan para ofrecer el retrato de un universo medieval tan siniestro y misterioso, tan emocionalmente desolador, y, al mismo tiempo, tan salvaje y pasional. Por sus páginas desfilarán así un cierto grado de bestialidad entre las sangrientas costumbres ancestrales, ecos de ritos pasados de divinidades ávidas de sangre, que apenas han recibido un ligero barniz de civilidad con la aparición del cristianismo, religión que convive en la novela con creencias míticas, con seres fabulosos y costumbres sacrílegas. Ogros y ogresas, dragones, seres tránsfugos y apariciones inquietantes, que semejan seres huidos de las pesadillas que acometen a su narrador. Y todo el recorrido de Krim se desarrollará en servicio de un lejano e inaccesible Gran Rey, que nadie ha visto, como una referencia nuevamente cargada de simbolismo.


Ana María Matute también juega brillantemente con la temporalidad, creando una atmósfera  en la que el pasado se entrelaza con el presente. Y con esa sensación universal de que, a pesar de los momentos vividos, existe un hilo invisible que nos ata a aquello que no nunca pudo ser, como si invitara a cada lector que recorra sus páginas a una experiencia individual para poder asomarse a su propia torre vigía, que como símbolo central de la novela es particularmente reveladora es este espacio, elevado y aislado, que se convierte  en un refugio y al mismo tiempo en una prisión, donde el protagonista se pierde en el tiempo, o en las visiones a las que accede desde tal atalaya. como él mismo nos dice "A veces se me oye, durante las vendimias. Y algunas tardes, cuando llueve." Finaliza así su mundo de héroe caballeresco que a lo largo de su existencia ha vivido atrapado en un entorno de tiranía, atrocidades guerreras y anhelos nunca alcanzados. En contrapartida a la tristeza, el horror y la melancolía en el que  los recuerdos y las ilusiones a menudo chocan brutalmente con la cruda realidad de aquel inexorable mundo medieval, la difícil concepción temática de la novela se enriquece con la prosa evocadora y lírica de Ana María Matute y su gran ingenio creador y de inventiva modélica que casi convierte  su "Torre Vigía" en un soberbio poema visual de aquella, hoy, casi mitológica y panteísta Edad Media Europea.

 
[
Ana María Matute Ausejo, nacida en Barcelona, 26 de julio de 1925- Fallecida en Barcelona, 25 de junio de 2014 a causa de infarto a la edad de 89 añosd]
Como Miembro de la Real Academia Española, ocupó el asiento "K" En en 2010 obtuvo el Premio Cervantes, Propuesta para el galardón del Premio Nobel {que no llegó a serle concedido}fue considerada  como una de las mejores novelistas de la novela española de posguerra. Fue la segunda de 5 hijos de una familia de la pequeña burguesía catalana, conservadora y religiosa. Su padre, Facundo Matute, era un catalán propietario de la fábrica de paraguas Matute S.A., y su madre fue María Ausejo Matute.  Durante su niñez, Matute vivió un tiempo considerable en Madrid, cuyas experiencias vividas en la capital de España apareció en pocas de sus historias. A los cuatro años cayó gravemente enferma.  Y su familia la llevó a vivir al pueblo natal de sus abuelos, Mansilla de la Sierra, en La Rioja, pueblo y habitantes que influyeron en su obra "Historias de la Artámila", de 1961, así como en "Paulina", 1960 obra infantil en la que presenta influencias de "Heidi", 1880, de la escritora suiza Johanna Spyri.

Vivió los horrores bélicos de la Guerra Civil españolas cuando contaba once años. El trauma de la guerra y las consecuencias psicológicas del conflicto y la posguerra influyeron de forma decisiva en sus primeras novelas de características neorrealistas, como "Los Abel", 1948, "Fiesta al Noroeste", 1953, "Pequeño teatro",  1954 {novela que recibió el Premio Planeta], "Los hijos muertos", 1958, "Primera memoria", 1960 [galardonada con el Premio Nadal], o "Los soldados lloran de noche",1964. Novelas que se inician con un profundo sentido del lirismo para sumergirse poco a poco en un realismo exacerbado.


En  Madrid asistió a un colegio religioso. En 1949 optó al Premio Nadal con su novela" Luciérnagas" pero fue eliminada en una de las rondas finales. Y la censura franquista prohibió su publicación. Sus problemas con la dictadura franquistano se limitaron a este aspecto, ya que en mayo de 1972, se le aplicó una prohibición de salida al extranjero, impidiéndole ir a un congreso de literatura infantil en Niza ["La censura tenía oprimidos a los escritores. La censura era totalmente estúpida y arbitraria. Era algo demencial. Teníamos que vivir así los que queríamos escribir, inventando argucias y trucos"-Declaró en una entrevista a Gazarian-Gautier, Marie-Lise en 1997] Contrajo matrimonio el 17 de noviembre de 1952 con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, de cuyo enlace nació su único hijo Juan Pablo.en 1954,  al que dedicó gran parte de sus obras infantiles.Tras su separación matrimonial en 1963 las leyes españolas, concedieron la tutela del su hijo al marido y esto le provocó problemas emocionales.Volvió a casarse con el empresario francés Julio Brocard, que falleció en 1990, el 26 de julio, día del cumpleaños de Matute, sumiendo a la escritora en una penosa depresión. Tras varios años de silencio como escritora, en 1984, obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. En 1971, volvió a escribir y publicó "La Torre Vigía", Una trilogía medieval que se completó con "Olvidado Rey Gudú" de 1996 y "Aranmanoth", del 2000. En En 2007, recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas al conjunto de su labor literaria.Y en noviembre de 2010, se le concedió el Premio Cervantes, el más prestigioso de la lengua castellana,que se le entregó en Alcalá de Henares el 27 de abril de 2011. Fue  profesora de la Universidad, dio conferencias literarias en diversos países así como en Estados Unidos. Gran defensora de los cambios emocionales del ser humano, y en sus enseñanzas universitarias insistía a sus alumnos en afirmar que la inocencia nunca se pierde completamente. El pesimismo presidió casi siempre su obra literaria, aunque con ello pretendía demostrar una sensatez más clara que la realidad de la vida.