miércoles, 22 de julio de 2015

Bonifacio VIII: Jubileo y monopolio apocalíptico del Papado -II Parte-








 Autor: Tassilon-Stavros









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BONIFACIO VIII: JUBILEO Y 

 

MONOPOLIO  APOCALÍPTICO 

 

DEL PAPADO   -II PARTE-





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La un tanto "prodigiosa" actividad calculadora, mezquina, y cruelmente triunfante de Bonifacio VIII, avalada por un colegio cardenalicio romano tan anclado en la astucia, la ruindad y la avaricia como su Pontífice, fue agudizándose en tales proporciones que, hoy, resulta propagandísticamente execrable, en lo que a la distorsión histórica se refiere, que algunos apologistas de la Iglesia hayan podido intentar una revalorización moral de Bonifacio. Tal y como aseguran los historiadores de más prestigio, este Papa, déspota, teatral y terreno, careció de todas las virtudes que pudiesen encender  luminarias medievales en tributo y honor al cristianismo, restando preponderancia también a los posicionamientos religiosos de quienes, en siglos pretéritos, se erigieron en celosos guardianes de las palabras de Jesús en la tierra. Tan sólo, y en arriendo temporal, se le pudo adjudicar, dada la carencia de todas las demás, una única virtud a tan siniestro y poco edificante personaje: la de la más egocéntrica de las franquezas.  Y en cuanto a la feroz sevicia empleada por Bonifacio contra el sumiso e infeliz Pietro da Morone, su antecesor y posteriormente canonizado Celestino V, la inhumanidad del Papa sólo fue superada por la de Dante Alighieri, que en su "Divina Comedia" no dudaría en intentar convencer a su futura y vasta "progenie lectora", validando así el acelerado busilis denigratorio e infamantemente punitivo utilizado por el recién elegido Pontífice, de que, en realidad, Pietro da Morone se había hecho acreedor de la represalia e inmediato castigo que se le había inferido, dada su cobardía y el no menos subrepticio espíritu intrigante que Celestino guardaba en su interior.


Ciertamente, Pietro da Morone, una vez elevado al trono pontificial, y tentado como se halló siempre por volver a sus lejanas y apacibles montañas de los Abruzos, durante los pocos meses en que la tiara se halló en su poder, y tras las "advertencias de Dios" (con que le consumía de angustia, noche tras noche, el maléfico "intérprete celestial", cardenal Caetani, para que abandonase el Papado), no dudó en recabar la ayuda de fray Jacopone, fraile franciscano residente en Tody, acérrimo enemigo de Caetani y de toda la curia cardenalicia vaticana, quien, dada su profunda espiritualidad y conocedor de la vil y avasalladora arrogancia de todos ellos, aconsejó "la gran renuncia" que Celestino V llevó a cabo el 13 de diciembre de 1294. Dadas, pues, las consabidas actitudes extremistas de Dante Alighieri, éste se muestra tan severo y despiadado con los peculiares rasgos de reconocida humildad y cincelada llaneza de Pietro da Morone, que, aquejado de los mismos humores cambiantes y del acomodaticio monopolio jerárquico y "escasamente equitativo" de que hiciera gala Bonifacio, no titubea al arrogarse el derecho de hundir en el infierno al inocente y crédulo religioso, "así demonizado por su gran renuncia" ( "... coluí che fece per viltá il gran rifiuto"-"Divina Comedia"-"Infierno", III, 58 60). Ni que decir tiene que Celestino V estuvo siempre mucho más próximo a un Dios justo, misericordioso y humilde que sus dos cínicos, despóticos y ambiciosos perseguidores.


En aquellos tiempos, vano es exponerlo, los vasallajes constituyeron los lazos más importantes en todo tipo de actividades, bien que muy especialmente en lo que a la política y la Iglesia concerniera. La falta de escrúpulos en una Europa todavía sumida en la profunda sima medieval, pasaba de unas familias a otras por herencia (y en ello hay que excluir, por supuesto, al invariablemente ignorado pueblo bajo, villanaje que rendía pleitesía al poderoso, y que cuando hablaba, lo hacía tan sólo con Dios, y siempre como el vagabundo que llama de puerta en puerta). Y al tiempo que el respeto por la cultura era más bien escaso, pocos eran también los que extendían las manos sobre los Evangelios. Por ello mismo, Bonifacio VIII, una vez la tiara papal se halló en su poder, jamás alimentó la más mínima intención de sustraerse a todos los vicios y abusos que pudieran derivarse de su ejecutiva y judicial jerarquía como Sumo Pontífice al que amparaba su milenaria sede católica, cuyas llaves celestiales había recibido del mismísimo Apostol Pedro.


Fray Jacopone de Tody, que en 1294 había acudido en ayuda del infausto Celestino V, tras ponerlo en guardia contra las malicias "diabólicas" de la curia de Roma, no dudó, en los meses posteriores a la caída de Pietro da Morone, en blandir, por medio de sus poemas (muy especialmente en la célebre secuencia llamada "Stabat Mater", que resaltaría por sus durísimas y espinosas estrofas) su más acerada espada de repulsa contra la nefasta política terrena, inmisericorde, egocéntrica y pecadora de Bonifacio, en todo momento contrapuesta a la "espiritual", incluyendo el concepto anti-temporalista de un "Evangelio eterno" que el nuevo Papa "defendía", y que la aterrorizada curia romana no se había atrevido a impugnar. 



Todos estos certeros argumentos expuestos por fray Jacopone provocaron la ira del Papa, que de nuevo se hallaba decidido a tomar las más arbitrarias medidas punitivas contra el fraile, como si se tratara de un capitán de milicia, brutal, cínico y sanguinario. No obstante, como Pontífice de toda la cristiandad europea, su política intervencionista en el vasto universo clerical, y ya a las puertas la celebración del espectacular Jubileo con que se proponía restaurar los privilegios de la Iglesia (más bien las vacías arcas vaticanas), inaugurando así el año 1300 con tan magnificente fiesta católica,  le conminaba a adoptar una nueva postura más indulgente y acorde con su dignidad apostólica. Y aunque toda Italia y por extensión Europa, (y en especial, la personal  vigilancia que la Orden Franciscana ejercía sobre el Papado, como defensora acérrima de las virtudes de humildad y clemencia expresadas en el Evangelio de Cristo) le mostrase ahora el más interesado de los vasallajes, a sabiendas de que lo que sobraba a Bonifacio era energía y agresividad vindicativa, pero también  la ambición más desmedida, el despótico Pontífice consideró más adecuado evitar una nueva explosión de su carácter autoritario contra las diatribas de que le había hecho objeto fray Jacopone. Y de esa chispa que significara la aludida censura del "Stabat Mater" brotó una simple condena de cinco años de prisión para el contestatario fraile franciscano.


Las Señorías afincadas en Italia habían vuelto, no obstante, a adquirir gran preponderancia. El calificativo de Magnate había perdido gran parte del carácter gentilicio y de casta de antaño, cuando por Magnate se entendía sólo al señor guerrero, dueño de un castillo en el campo y de un palacio con su torre adosada en la ciudad. Pero, ahora el Magnate había emparentado con el industrial y el banquero, que arrogándose esa categoría, se solidarizaba con ellos, mucho más que con el Solio Pontificio. Este fenómeno de ósmosis estaba empezando a alcanzar su madurez y desplazaba todos los términos de los eternos conflictos sociales: burguesía e Iglesia. Así la política de esa nueva clase formada por nobles y grandes burgueses había sido hábil, y gozaba de posiciones mucho más privilegiadas, no políticas, sino económicas.


Por fuerza, surgieron innumerables posturas represaliadoras contra la irresponsabilidad autoritaria de Bonifacio VIII, y contra los desórdenes que su poder no iba a tardar en generar. Dichos Magnates se proponían así adoptar las mismas actitudes extremistas que el despótico Papa. No obstante, y aunque los excesos de Bonifacio empezaban ya a ser evidentes, la siempre explícita amenaza de excomunión, practicada con asiduidad por la Sede Católica Romana frente a cualquier iniciativa de hostilidad, movió a esta pequeña oleada de radicalismo democrático promovida por los nuevos Magnates italianos, que más que a establecer igualdades, para disgusto del ambicioso Papa,  tendieron a derribar desigualdades (como dijo un historiador: "la democracia siempre actúa a empujones"), a optar por mantener cierta distensión contemporizadora con el Papado, considerando mucho más substancioso para sus intereses políticos y muy especialmente económicos someterse de forma temporal a una flexible obediencia hacia la Iglesia. Y así, mediante una especie de coartada moral con Bonifacio, dar por concluidas momentáneamente algunas de sus derivas antagonistas, a fin de abrir paso a una guerra fría con Roma, y dejar al albur del tiempo los futuros intereses y acontecimientos que pudieran llegar a generar una nueva guerra caliente. Bonifacio, como el consumado jurista que fue, cuenta Giovanni Villani en su "Storie Florentine": "Era grande maestro in divinitá e soprattutto in Decreto", se aplicó, a partir de entonces, y frenéticamente, en una constante preocupación por los asuntos económicos, dando de lado a los religiosos. Y se dispuso con la avidez que le caracterizaba a desgranar de sus avales estudiosos, que con tanta sagacidad sabía poner en práctica cuando le convenía, todos los precedentes históricos (ya fueran más o menos acertados) en los que pudiera hallar cuantos instrumentos infalibles movilizaran sus consabidas aspiraciones de "dominio universal del Papado". 

A partir de ahí, Bonifacio VIII empezaría a manifestarse regularmente a favor de las medidas extremas. El Pontífice había suspendido de forma temporal la amenaza de excomunión, pero tan sólo para tenerla dispuesta sobre la cabeza de las Señorías disidentes como un chantaje puro y duro. Si se rebelaban contra él y sus pretensiones de dominio total sobre Italia (y en tales exigencias también incluía al resto de Europa), volvería a aplicarla sin contemplaciones. Para propugnar a la mayor celeridad posible sus citadas ambiciones de esta especie de tiranía "urbi et orbi" (que nada tenía de bendición papal), Bonifacio halló un valioso auxiliar en el canonista Egidio Colonna, que escribió un tratado: "De ecclesiastica potestate", para avalar la despóticas tesis del autoritario e impulsivo Pontífice. Colonna sostenía en su obra que la Iglesia era dueña y señora de todo, no sólo de las almas. Sin embargo, bondadosa y condescendiente como su Creador, ponía su poder y los beneficios que de él se derivaban a disposición de todos los fieles, pero conservando el derecho irrefutable de quitárselos cuando quisiera. Por ende, los tronos de toda Europa pertenecían también a la Iglesia, que, aunque acreditara esta suerte de "solio" a sus actuales dueños, los reyes, éstos tan sólo poseían derecho al mismo como "arriendo temporal". Tanto satisfizo a Bonifacio esta teoría de solidaridad como creyente y súbdito fiel de Egidio Colonna que compensó de inmediato a su autor con el nombramiento, a todas luces desmesurado, de arzobispo de Bourges.


La irrefrenable gangrena del Papado se hallaba en sus maltrechas finanzas. Y Bonifacio inventó, pues, el Jubileo, una solemnidad que no se había dado nunca en los anales de la Iglesia. Ante todo, se trataba de restaurar la ruina en que se hallaban las arcas pontificias, pero tal iniciativa festiva no podía estar más en consonancia con el carácter teatral de Bonifacio. El proscenio Vaticano era su gran anfiteatro, y él, como dueño de las almas, se aprestaba a adquirir definitivamente, mediante el Jubileo, su más elevada y vocacional dimensión de gran director de escena. No obstante, el relieve que Bonifacio había alcanzado desde que se hiciera con la tiara papal no necesitaba para nada teatro ni pantomimas carnavalescas, ya que descubriendo sin ambages el juego que se traía entre manos con sus ambiciones desmedidas, su máscara había desaparecido desde el primer día en que pusiera el pie en su colonia vaticana. Jamás hubo por tanto equivocación alguna acerca de sus intenciones una vez elevado al trono pontificio. Como privilegiado "propietario" de las almas que invocaban su fidelidad a la fe cristiana, le incumbía corregir a los pecadores y castigar los crímenes. Pero, mucho antes de la llegada de Jesús a la tierra, los griegos habían enseñado al mundo que la voz de la conciencia era tan sólo propiedad de sus dioses, y que, por tanto en manos de los hombres las contriciones eran, además de inútiles, una acción caprichosa por ser únicamente divinas. Y al teatral Bonifacio, que jamás sintió remordimientos por nada de cuanto había hecho y se disponía a seguir haciendo, no le importó nunca demostrar que era en realidad un verdadero pontífice pagano. En consecuencia, se hizo erigir estatuas de plata en las iglesias, y otras de mármol y bronce en las plazas romanas y en las mismísimas puertas de la Urbe Eterna. Ordenó también al famoso pintor y escultor Giotto di Bondone, según su precoz y no menos narcisista temperamento renacentista, que lo esculpiera en una pilastra en la basílica de Letrán, y a Arnolfo di Cambio, imaginero y pintor de renombre, que obrara para él el más lujoso sarcófago que un Papa hubiera tenido nunca. A partir de estos encargos, y conocido este nuevo punto débil paganizante de Bonifacio, las adulaciones pintadas, esculpidas y escritas llovieron sobre su persona desde todas las ciudades italianas. La competencia fue casi feroz. Su médico pontificio, Arnaldo de Vilanova, se ratificó como uno de sus aduladores más cualificados y  aseguró que de su pureza al servicio de la belleza emanaba el verdadero mito como inigualable pontífice de la Iglesia. Así no dudó en proclamarle, con resonancias helénicas, "Dios entre los dioses"; y el capellán de la curia, Boniauto da Casentino, poeta y autor de vulgares "carmines", famoso por su mediocre "Diversiloquium", lo llamó, en horribles versos latinos "decoro de la humanidad, maravilla del mundo y terror del infierno". Únicamente, Jacopone da Todi, el íntegro franciscano amigo de Celestino V, invocó en sus versos, toscos pero inflamados de cristiana y humilde pasión, el castigo de Dios contra aquel Papa corrompido y blasfemo: "Bonifacio se aplica en vivir rodeado por los pecados más abyectos. Se complace en el escándalo como la salamandra en el fuego". Jacopone, como ya se refirió, pagó su valor con la prisión.

Así, de nuevo, sus apologistas más condescendientes no dudan en asegurar que el Pontífice que dominaba a todos, pero no sus cóleras, y siendo como era el más adulado, y al mismo tiempo, el más odiado, no carecía tampoco de cierto atractivo, aunque naturalmente, sólo cuando quería. De hecho, el punto crítico de su personalidad intrigante y eclesiásticamente reprobable es que poseía todos los vicios, incluido -al parecer- el de la sodomía, y los ostentaba con su consabida jactancia: "Item sodomítico crimine laborat, tenens concubinarios secum...", reza una inquisitoria de Guillermo de Plaisian, legista de Felipe IV de Francia, expuesta en la asamblea política del Louvre, celebrada en 1303, contra los desmanes del Pontífice. Era, además, un terrorífico glotón; y así, un día de ayuno no dudó en maltratar cruelmente y despedir a su cocinero porque sólo le había servido seis platos. El juego era otra de sus más perniciosas pasiones. Se hizo fabricar unos dados de oro y ¡pobre de aquél que se atreviera a vencerle! Era un ateo convencido, porque no ocultaba el hecho de que, en realidad, no creía en nada. Blasfemaba sin tapujos, a gritos, desde su trono pontificial, que la única realidad era la vida terrena, que el cielo era una utopía para los tontos, que el verdadero infierno estaba representado por los achaques y angustias de la vejez, y que el único paraíso verdadero y disfrutable era el de la juventud y la buena salud. Ambicioso siempre por conservar la primera y gozar de la segunda, recurría a los más peregrinos amuletos, y atraía hasta el Vaticano a famosos brujos para que practicasen ante él sus artes mágicas. En esta superstición incluía hasta su vajilla: no admitía jamás que en su mesa no hubieran cuchillos que tuvieran por mango "cuernos de serpiente". En sus bolsillos ocultaba una placa de cultos egipcios labrada en oro, convencido de que siendo su portador se hallaba completamente protegido contra el mal de ojo. Pero su mayor tesoro, el que más estimaba, era un anillo que había pertenecido primero al rey Manfredo de Sicilia, hijo ilegítimo del emperador Federico II Hohenstaufen, y después al conde gibelino Guido Novello; anillo que, según Bonifació creía a pies juntillas, tenía el poder de conjurar a cualquier demonio. Porque aquel Papa pagano, que jamás creyó en la existencia de un Dios lo suficientemente benévolo como para admitir y perdonar las maldades de los hombres, se hallaba plenamente convencido de que, contrariamente, el demonio era la única divinidad palpable en la tierra, y por supuesto, ya puesto a aceptarlo, hasta en el cielo, donde Jesús no tenía cabida para él. Y dado que tampoco sentía necesidad alguna de defenderse ni de arrepentirse de sus pecados ante su Dios inexistente, debía, sin embargo protegerse de Satanás y ante cualquier intervención vindicativa del mismo, o que pudiese engendrar algún conato de envidia por su parte ante el  poder de que Bonifacio gozaba en la tierra. No resulta, pues, irónico que el mismísimo Dante Alighieri -que en realidad siempre lo había detestado-, acabara, en su "Divina Comedia", por ubicar a Bonifacio VIII en el único lugar en el que creyó durante su existencia terrena: el Octavo Círculo del Infierno.