viernes, 14 de agosto de 2015

Bonifacio VIII: Jubileo y monopolio apocalíptico del Papado -III Parte-








Autor: Tassilon-Stavros










***********************************************************************************



BONIFACIO VIII: JUBILEO Y 

 

 

MONOPOLIO  APOCALÍPTICO 

 

 

DEL PAPADO  -III PARTE-





***********************************************************************************

Bonifacio VIII  y su sueño de lograr el dominio universal se convirtieron de pronto en una seria amenaza que no tardó en gravitar sobre el resto de la península italiana, es decir, sobre las Señorías que en ella se afincaban. Y los obstáculos para que llegara a lograrlo no se hicieron esperar. El Papa contaba únicamente, y por el momento, con la casa de Anjou, cuyo rey Carlos I debía a la Iglesia su reino de Nápoles, feudo que andaba alborotado por las pretensiones conquistadoras de los aragoneses. Las tropas francesas de la casa de Anjou ocupaban también la isla se Sicilia, que en 1282 se sublevó y expulsó de su suelo a los soldados franceses, tras dar muerte a tres mil de ellos en las memorables "Vísperas Sicilianas". Para evitar un regreso del de Anjou, los revoltosos sicilianos, súbditos también de la corona de Nápoles, se rebelaron contra Carlos I  y ofrecieron la soberanía de la isla a Pedro III de Aragón. Pedro mandó un ejército y una flota, contra la que resultaron inútiles todas las intentonas de Carlos por recuperar sus dominios. Tras la onerosa pérdida de sus naves, cayó enfermo, y expiró en 1285. Su hijo, Carlos II, nacido de Beatriz de Provenza y apodado "el Cojo", había caído prisionero en 1284 tras un combate naval en el Golfo de Nápoles con la flota aragonesa de Roger de Lauria, y fue encerrado en Sicilia. Nombrado sucesor de la corona de Anjou, tras la muerte de su padre, hallándose todavía preso de Roger, no pudo hacerse cargo del trono, y fue su sobrino, Roberto de Artois, quien tomó la regencia en Francia. Por mediación del Pontífice, que lo había proclamado senador único de Roma y protector de Florencia, Carlos II fue puesto en libertad tras los tratados de Olorón y Canfranc. Y coronado en Rieti en 1289, Bonifacio le concedió el título de "Carlos de Palermo".

Por otra parte, para el ambicioso Bonifacio su potestad en  los Estados Pontificios y su vida en el interior del Vaticano parecían teñirse apresuradamente de negro porque, a fin de frenar cualesquiera de sus despóticas tentativas de poder universal en la península, la adinerada Señoría de los Colonna había alzado por aquel entonces su más significativo clamor como rival desproporcionado de la familia Caetani. Dividiéndose en dos facciones: la de Pietro y la de Jacopo, ambos furibundos cardenales, no dudaron en ensangrentar la urbe romana con sus enfrentamientos, valiéndose de sus matones a sueldo. El Pontífice veía como una especie de usurpación a sus sacrosantos derechos imperiales aquellas disputas sangrientas que se prolongaban en Roma día a día, y trató de establecer un acuerdo entre Pietro y Jacopo. Pero ambos prelados lo rechazaron y sus bandos siguieron atacándose sin concederse tregua alguna. La Iglesia se veía como siempre degradada por el capitalismo, y la religión otra vez monopolizada por la vergonzosa hipocresía y truhanería acomodaticia de sus representantes. El intrigante e insaciable cálculo político de Bonifacio no se hizo esperar. Aquellas luchas ponían a prueba, no sólo su supremacía papal, sino también su paciencia, siempre exasperada y calculadora. Una vez convocados los dos cardenales irreconciliables, en vez de presentarse ante él en actitud humilde, lo hicieron con jactancia. Y el gazmoño Bonifacio, que como hombre tan sólo creía en las fuerzas terrenas, y como hicieran muchos Pontífices que le habían precedido, los cuales habían adoptado también posturas de adalides del cristianismo basándose sobre todo en sus ambiciones terrenales, no dudó para su conveniencia en utilizar contra las dos facciones las "celestiales bienaventuranzas" de su Pontificado: las que esgrimían como principal arma defensiva de la religión y como castigo frente a cualquier rebeldía contra ella la pena de Excomunión. Pietro y Jacopo fueron, pues, excomulgados de inmediato.


No obstante, para estupor de Bonifacio, toda la aristocracia romana, que detestaba al Pontífice, sin importarles los graves enfrentamientos de las facciones de Pietro y Jacopo, aceptando como hecho natural el odio que ambos se profesaban, y cerrando los ojos ante los asesinatos con que a diario se ensangrentaban las calles de la Urbe Santa, prefirió decantarse en favor de las dos poderosas familias, ya que, acrecentando incluso aquellas brasas de execración que ambas Señorías se profesaban, esperaban reconquistar así sus perdidos privilegios sobre el Papado. Prerrogativas que Bonifacio, desde su llegada al Vaticano, seguía tratando de arrebatarles con la avidez que le caracterizara, no dudando en usar para ello cuantos arbitrarios medios la tiara había depositado en sus manos. Los aristócratas, a su vez, se hallaban plenamente dispuestos a abandonar de forma definitiva la política de compromisos que habían seguido con respecto al poder autoritario e impulsivo de Bonifacio, y renovando su lucha contra un Pontífice tan poco experto en las virtudes cristianas, promovieron un manifiesto en el que se reclamaba la convocatoria de un Concilio. Cónclave del cual, evidentemente, esperaban lograr la deposición de aquel despótico representante de la Iglesia Católica, que, ornado de canallesca y prepotente arbitrariedad, propugnaba la fe en Cristo como "la solución final", o sea el total exterminio de las disidentes Señorías, capaces de disputarle su autoridad como Santísimo Padre. Dicho manifiesto que fue lanzado, digámoslo así, sin miramientos al siempre enmascarado rostro del farisaico Papa, fue fijado por orden de la aristocracia romana en todas las basílicas de la ciudad, e incluso sobre el altar de San Pedro.


Bonifacio excomulgó a muchos de los rebeldes y logró confiscar sus tierras. Sus policías invadieron las posesiones de la familia Colonna, y arrasaron su importante bastión de Palestrina; y sus ruinas, por orden del Papa, fueron sembradas de sal, en señal de purificación. Y aunque esta primera revuelta pudo ser sofocada, y los implicados en ella perdonados por el Pontíficie, no tardó en estallar una segunda sublevación, que esta vez fue ahogada en sangre. Aquella escisión, de medidas extremas contra la Iglesia, adquiriría, por tanto, dimensiones de auténtica guerra contra el poder fáctico de su odiado representante en el Vaticano, y las facciones proscritas que pudieron escapar con vida de las matanzas, huyeron a los Estados limítrofes de la Urbe romana para preparar su desquite. Los hechos consumados de la hostilidad del Pontífice, (que pasaba por erigirse a sí mismo en campeón de resistencia a ultranza contra las "ofensas al honor papal"), demostraban una vez más que sus armas de extorsión, para "honra, alabanza y reverencia del Santísimo Padre Bonifacio VIII", no sabían nada de dispensas, pero sí muchísimo de depuraciones sanguinarias contra los disidentes aristócratas italianos. Mas la contaminación antipapal, equitativamente repartida entre la hoguera, la horca y la decapitación, se había extendido al frenético ritmo de esos castigos, y las facciones implicadas, dañadas o arruinadas sus posesiones, seguían favorablemente dispuestos para pasar a la acción más pronto que tarde, demostrado de nuevo que no todas estaban resignadas a sufrir pasivamente la ferula vaticana.


Una nueva y gravísisma contrariedad se abatió sobre Bonifacio. Francia e Inglaterra se hallaban en guerra. Felipe I de Navarra y IV de Francia, llamado el Hermoso, y perteneciente a la dinastía de Hugo Capeto (938-993), duque de París y fundador de dicho linaje, hervía en preparativos para unificar definitavamente Francia, e inició una ofensiva contra los normandos a fin de anexionarse la Gascuña, en poder de la corona de Inglaterra. El rey inglés Eduardo I, apodado "Longshanks" ("Zanquilargo" o "Piernas largas"), había conquistado extensos territorios de Gales y en sus cálculos políticos entraba también la ocupación de Escocia. Los nobles escoceses habían firmado una alianza con Francia, y atacaron la ciudad inglesa de Carlisle, sin conseguir el triunfo. Tras este ataque infructuoso, Eduardo invadió, finalmente, Escocia en 1296 y ocupó Berwick. Tratando de resarcirse de esta conquista, los escoceses se enfrentaron con Eduardo "Longshanks" en la sangrienta batalla de Dunbar. El descalabro fue fatídico para Escocia, que quedó en manos inglesas. La lucha contra los escoceses tuvo así peripecias alternativamente favorables una y otra vez  para el monarca inglés. Las glorias obtenidas parecían garantizarlo todo, y Eduardo no dudó en mandar un ejército para defender Gascuña, la región en litigio y motivo único de enfrentamiento entre franceses e ingleses.


Eduardo y Felipe habían financiado sus respectivas empresas con dinero de los, por aquel entonces, importantes bancos de Florencia. Y dado que jamás ha existido un acuerdo preliminar entre enemigos acérrimos para conseguir que "las guerras", por muy absurdas e inútiles que sean, puedan resultar baratas (muy al contrario fomentan un derroche de acontecimientos que describen el más agónico saqueo monetario de las urnas patrias, que siempre quedan esquilmadas tan sólo para mayor triunfo de la desventura y de la estupidez humana), hubo que aumentar de manera considerable los impuestos. Y como la influencia papal alternara sus intervencionistas y polémicas políticas europeas con intermedios de truhanería ávidamente crematística, reduciendo la religión y el poder vaticano a una trascendente y viciosa hipocresía acomodaticia, los soberanos de Francia e Inglaterra decidieron imponer tributos a las propiedades de la Iglesia, y, por supuesto,  proporcionados a la plutocracia vodevilesca de que hacía gala aquel Pontífice tacaño, chantajista y calculador que era Bonifacio. La Iglesia había estado hasta entonces exenta de recaudación fiscal y únicamente había pagado arbitrios para favorecer la famosas Cruzadas de 1096 y 1099, llamadas "Popular" y "De los Príncipes", la Segunda de 1147-1149, la tercera "De los Reyes", 1189-1192, y las cuarta, quinta, sexta y séptima que tuvieron lugar en 1201-1204, 1218-1221, 1228-1229, y 1248-1254 (la conocida por la "De los niños", que acabó desastrosamente en 1212, no recibió en ningún momento ayuda eclesiástica).


Los clérigos no se hallaban dispuestos a sufrir tal vejación por parte de los monarcas en liza. Avasallamiento que únicamente atentaba contra sus garantizados y encubiertos peculios, que, crecidos en la escuela poco mesurada de la más incorregible de las astucias, desconocían el exceso de celo cristiano que conllevara la palabra "magnanimidad", y solían arremeter contra ella al igual que lo harían contra un peligroso rival. Y como era de esperar, esgrimiendo en su defensa que jamás se habían implicado en asuntos políticos ni solidarios con los proscritos, se resistieron a pagar las gabelas exigidas por los monarcas de Francia e Inglaterra,  y apelaron al escasamente generoso Bonifacio, un auténtico profesional en lo que a la guerra de de intereses pecuniarios se refería, y cuyas ideologías no habían hecho más que gorronear en el engaño, la felonía, y la tradición jerárquica del Poder Vaticano. Potestad que le permitía seguir cebándose en su ofensiva expoliadora y en su perpetuo chantaje religioso contra la aristocracia capitalista italiana, y por extensión, como ya se indicara en otra ocasión, europea.


Bonifacio VIII, llevado por la impacierncia y la desesperación, por su avidez frente a cualquier cálculo crematístico, y buscando -gran error táctico- la forma de tratar de desligar la suerte de su tiara pontificia de la de los dos reyes adversarios, y puntualmente al corriente de los asuntos prestatarios de los bancos florentinos, promulgó una célebre bula, titulada "Clerecis laicos". La prepotente audacia de Bonifacio, que había experimentado una de sus mayores crisis de furor frente a las funciones administrativas que, para financiar su guerra por medio de poderes fiscalizadores casi ilimitados y de absoluta independencia, se arrogaran Felipe IV y Eduardo I, como si se tratara de una conjura contra él, quiso de nuevo, desde su trono vaticano, y apoyándose en aquella bula (que, en realidad, traía sin cuidado a ambos monarcas), transformar en órgano permanente su  ya "insufrible" y avasalladora dirección como "podestà" religiosa, en  su sentido más oligárquico, sobre toda Europa.




El "sello" papal, séase la bula, se pronunciaba como una feroz y fulminante requisitoria en la que, al igual que si se erigiera en una especie de "undécimo mandamiento", inmediato y apocalíptico, se conminaba, bajo pena de excomunión, a todos los sacerdotes europeos a no doblegarse a las órdenes de los citados soberanos de Francia y de Inglaterra,  ya que, como servidores del altísimo símbolo religioso que imponía la fe en Cristo, se hallaban exentos, ante tal afrenta, de sufragar con diezmos para la guerra a los funcionarios reales sin el permiso papal. El mundano y corrupto Bonifacio añadía también en su airada y llameante bula que de igual modo serían excomulgados los laicos que constriñeran a pagar a los eclesiásticos.





Felipe jamás se había prosternado a los pies del Papado, ni figuraba entre los más asiduos feligreses de la Iglesia. Detestaba las sutiles y retorcidas alegorías recompensadoras o punitivas del clero. Vivía sometido a otras fiebres que desembocaban en la agresividad y provocación de su renuente belicismo, nunca se mostró muy receptivo a la oratoria religiosa, y mucho menos a cualquier revelación sagrada, incluida la de Cristo. Por ende, la hagiografía le importaba poco, se desentendía de los embajadores de Roma, no se mostraba acomodaticio en mantener misiones diplomáticas en Italia, y no iba a vacilar, dadas sus escasas dotes de negociador con el epicentro vaticano, en cargar la mano sobre los impuestos al clero. Nunca le habían gustado las iglesias ni los conventos, y aborrecía hasta tal punto a  los sacerdotes que ya hacía tiempo que los había expulsado del palacio real. Y además de que le convenía legitimar su "poder de decisión" sobre las prerrogativas de las que gozara la Iglesia desde tiempos inmemoriales, sus agentes diplomáticos o "conexiones", que daban a su trono un cuadro completo de las diversas cortes de Europa y de los vínculos que el Vaticano mantenía con ellas, indagaban al mismo tiempo acerca de las "misteriosas" arcas de la Santa Sede, espiaban los movimientos de sus poderosos y "bien remunerados" cardenales, y vigilaban todo aspecto de la vida pública y privada del Pontífice, dando curso a la bien fundada sospecha de que la "Iglesia tenía a buen recaudo sus muchos caudales". Y, por si fuera poco, aquel pervertidor de la religión y de la moral cristiana que era Bonifacio, vulgar histrión que encubría con gritos y amenazas "su vacío doctrinal", seguía manteniendo contra viento y marea las ambiciones dictatoriales que le proporcionara la tiara pontificia. Y en su desesperada resistencia contra los amplios poderes de los monarcas que lo amenazaban, no vacilaba en esgrimir su gazmoñería iracunda, cruel, y vengativa, asegurando que la Santa Sede jamás se convertiría en acreedora de las cortes europeas.



El encolerizado Papa seguía sin renunciar a sus odiados histrionismos, de auténtica mendacidad teatral. Y, despóticamente, no dejaba de atribuir a su misión divina como representante de Jesucristo en la Tierra,  una intachable moralidad religiosa y una calificación cristiana santificadora, que, como toda Europa había podido comprobar, no poseía. Pero se jactaba de ello a fin de seguir enfrentándose a los que él consideraba "sus codiciosos enemigos en Dios", embrutecidos por sus afanes de terrenal potestad, y refractarios en consecuencia a la suprema teología y a la fe verdadera. Bonifacio insistía, aunque sin convencer a nadie, en añadir a su fanfarronería esa  intachable ética cristiana de la que siempre había carecido y seguía careciendo. Y no dudaba en añadir a sus firmas los calificativos de "mísero de mí" , "débil victima ante la sanción pecuniaria y la sed de desquite de los reyes europeos", volviendo a condenar, una y otra vez vez, lo que él mismo "tan bien conocía y practicaba". Amparándose así en tan grotesca retórica, seguía haciendo oídos sordos a lo que toda Europa conocía de sobra: que era lo suficientemente alérgico a cualquier intento de explicar la fe con su moralidad farisaica, que para interpretar a Dios había que sentirlo, cosa que él nunca supo que significaba, y que su pontificado se miraba en el mismo espejo de los monarcas que ahora se proponían expoliarle, puesto que su principal debilidad, más pagana que cristiana, era la de acumular en sus cofres secretos la mayor cantidad posible de aquellos "bellos florines" que tanto amaba, y no ciertamente con fines numismáticos. Además, con sus insensatas bufonadas, volvía a erigirse en el más inmoral e insolente defensor de una "santa ideología", falsa a todas luces, con referencia a sus sacerdotes, quienes, según él aseguraba humildemente,  "hacían de la pobreza su máxima de vida". Y Felipe IV y Eduardo I, al tratar de imponer a la Iglesia sus heréticas gabelas, demostraban que el "Poder en verdad corrompe alma y cuerpo".




A Bonifacio nunca le había preocupado provocar desórdenes que requirieran su arbitraje, y en esta ocasión creía tener contra los monarcas de Francia y de Inglaterra un arma de extorsión acorde con su envilecimiento: el reino francés de Nápoles, que montaba guardia en la frontera meridional del Estado Pontificio. Pero Felipe IV no dudó en sustraerse a las amenazas papales reclamándole de nuevo todos los tributos que había estipulado arrancar al clero, porque, de no ser así, pondría en práctica una severa sanción: que se prohibiera exportar de Francia oro, plata, piedras preciosas y vituallas. El monarca quiso en consecuencia vengarse de aquel Pontífice rebelde y absolutista, que ejercía su autoritarismo sin renunciar a bajezas ni malicias, promoviendo una absurda bula que pudiera abolir jactanciosamente, sin el menor valor jurídico, las gabelas necesarias para la financiación de su guerra contra Inglaterra. Un Papa escéptico y cínico, que, en realidad, no poseía el menor exceso de celo clerical, y que, como demostraban siempre sus exhibicionismos de personales ambiciones, no veía en la autoridad de la Iglesia más que una proyección de la propia. La medida adoptada por Felipe afectaría, sobre todo, a los agentes del Papa, que precisamente de la poderosa y rica Francia obtenían sus mayores recursos.



Bonifacio perdía de nuevo lo que su fingida fe, de pecuniaria inspiración especulativa, y, según sus detractores, de clarividencia política muy alejada de la doctrinal, había sabido poseer y acrecentar. Tragó amarga saliva otra vez y no tuvo más remedio que revocar su hostil bula de "Clérecis laicos", para substituirla con otra mucho más favorecedora,  que restaurase el equilibrio en el tesoro del Papado ante las exigencias tributarias que le imponían Felipe IV y Eduardo I. El contenido de la misma era fácilmente resumible ya en las dos palabras iniciales que le otorgaron un título mucho más persuasivo y mediador frente a las coronas que se le oponían: "Ineffabilis amor". Mediante este nuevo "sello", el Vicario vaticano aseguraba mantenerse igualmente firme en la defensa de los derechos de la Iglesia, pero admitía haberse dejado "engañar" por la encubierta rapacidad de gran parte de su sacerdocio, más apegado al dinero que a legitimar con su humildad y su caridad los sagrados principios de la cristiandad. Y consentía en reconocer, magnánimamente, mediante su nueva bula, que su anterior prohibición no tenía que aplicarse en los casos excepcionales de mayor emergencia, cuando la propia existencia del Estado Pontificio se hallaba en juego, y que sólo los reyes de los restantes países europeos, que en aquellos momentos cruciales representaban Felipe IV y Eduardo I,  tenían la total potestad de decidir cuándo se daba esta situación de emergencia. Felipe, que seguía en lucha con Eduardo, se mostró satisfecho con la sumisa actuación del Papa, retiró su prohibición con respecto a las exportaciones francesas, y aceptó con ojo avizor el arbitraje de Bonifacio, pero a título personal, no como Papa, dado que este dictamen invitaba a su adversario a comportarse de nuevo como cabeza institucional más proclive a ejercer presiones económicas que eclesiásticas. El enfrentamiento de Felipe IV con Eduardo de Inglaterra se saldaba así en condiciones mucho más favorables para Francia.