Autor: Tassilon-Stavros
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En marzo de 1096, una turba enfebrecida de doce mil hombres partió guiada por Walter Sans-Avoir (también conocido como el "Indigente" o "Sin Hacienda" -¿?-1096-, referido todo ello a su escasez de patrimonio, y que encabezó esta primera migración hacia Tierra Santa a la que se denominó también "Cruzada de los Pobres". Fue, en efecto, una especie de éxodo masivo y espontáneo de aldeas, pueblos y ciudades enteras
guiadas por líderes espirituales, movidos por el sueño absurdo de retomar la ciudad
de Jerusalén en poder de los turcos. Les acompañaba Pierre de Amiens (o Pedro el Ermitaño) [Amiens 1050- Neufmoustier 1115], el que había llevado la carta de Simeón II, patriarca de Jerusalén, al Papa Urbano II (Urbano había planeado la partida de la cruzada para el 15 de agosto de 1096 coincidiendo con la festividad de la Asunción de María) Otra turbamulta de cinco mil enardecidos ceyentes partió de Alemania bajo el mando del sacerdote Gottschalk y el soldado Volkmar. De forma desorganizada se dirigieron hacia Oriente, provocando matanzas
de judíos a su paso. En marzo de 1096 los ejércitos del rey Colomán de Hungría y de Croacia (Colombanus en húngaro, Kálmán en croata-1070- 3 de febrero de 1116-), sobrino del recientemente fallecido rey Ladislao I de Hungría (László en húngaro, Ladislav en croata -llamado también "El Santo" -1040-29 de julio de 1095-) repelerían a los caballeros franceses de Walter Sans-Avoir, quienes entraron en territorio húngaro causando numerosos robos y matanzas en las cercanías de la ciudad de
Zimony. Posteriormente entraría el ejército de Pedro de Amiens, el cual
sería escoltado por las fuerzas húngaras de Colomán. Sin embargo, luego
de que los cruzados de Amiens atacasen a los soldados escoltas y matasen
a cerca de 4000 húngaros, los ejércitos del rey Colomán mantendrían una
actitud hostil contra los cruzados que atravesaban el reino hacia
Bizancio.



A pesar del caos surgido, Colomán permitió la entrada a los ejércitos
cruzados de Volkmar y Gottschalk, a quienes finalmente también tuvo que
hacer frente y derrotar cerca de Nitra y Zimony, que al igual que los
otros grupos anteriores de Walter Sans Avoir, causaron incalculables estragos y asesinatos. En el caso
particular del sacerdote alemán Gottschalk, este entró en suelo húngaro
sin autorización del rey y estableció un campamento en las cercanías del
asentamiento de Táplány. Al masacrar a la población local, Colomán,
se convirtió en un enemigo feroz de estos falsos cruzados germanos e invasores que cometían todo tipo de tropelías hallándose todavía en zona europea, y logró expulsarlos por la fuerza de su reino de Hungría.

Nuevas fuerzas de cruzados descendieron de Renania, Westfalia del Norte alemán, al mando del conde de Leiningen (del que nada se sabe prácticamente), pero que mandaba un auténtico ejército de bárbaros e ignorantes. Esta horda germánica carecía de servicios de intendencia, no tenían oro ni mucho menos ideas claras sobre los itinerarios que habrían de recorrer desde los lejanos territorios de Renania. Cuando tras duras jornadas consiguieron llegar a la ciudad de Praga, Leiningen preguntó si aquello era Constantinopla. La respuesta de las autoridades checas fue, por supuesto, negativa. Los alemanes, decepcionados e irritados, entre otras cosas porque ya no tenían nada que comer, trataron a la ciudad como si hubiera sido su primera presa bélica importante. Las poblaciones cercanas a Praga también reaccionaron contra los alemanes cerrando las puertas de sus murallas. Y los cruzados de Renania se desquitaron saqueando los campos. Aquello no era un ejército, desde luego, sino una auténtica turba de peregrinos de la fe hambrientos y desesperados. En as tropas alemanas iban también esposas e hijos. Las esposas habían sabido que con el recién estrenado uniforme de los cruzados en Renania iban también muchas prostitutas, y en ningún momento se hallaron dispuestas a dejarles el campo libre.


Este primer ejército de Cruzados desarrapados y muchos de ellos sifilíticos lograron llegar a Constantinopla como Dios quiso, aunque los medios para lograrlo han permanecido como un misterio medieval sin explicación. El gran problema fue que, cuando el basileus Alejo I Comneno (Ἀλέξιος Αʹ Κομνηνός en griego -1048-15 de agosto de 1118) los tuvo frente a sus murallas con ánimo de convertir a la ciudad en una deseable presa como habían hecho con Praga, el emperador bizantino se llevó las manos a la cabeza.
Y pensó que para deshacerse de aquellos cruzados de pacotilla pero dados a ciertos temibles grados de barbarie, lo mejor era movilizar la flota de Bizancio, que se encargaría de llevar a la otra orilla del Bósforo a los incómodos y temibles y amenazadores aliados alemanes, que habían recorrido media Europa del Este sin el más mínimo conocimiento de geografía. Pero Alejo, noblemente, temiéndose una auténtica carnicería cuando se enfrentaran con los turcos, les aconsejó que aguardaran la llegada de refuerzos que él mismo estaba dispuesto a enviarles antes de tomar cualquier iniciativa bélica con las tropas turco-árabes- de Palestina.

Pero los Cruzados alemanes, desesperados tras sus terribles desplazamientos desde la lejana Renania, nuevamente escasos de víveres, y sin atender a las razones del basileus, decidieron marchar sobre la primera ciudad que encontraron en su camino, que fue Nicea (Νικαῖα), situada en la histórica Bitinia, en Asia Menor, junto al lago Iznik, que en 1078 había sido tomada por los turcos Selyúcidas. Las fuerzas turcas eran ingentes, y ante aquella tropa de indigentes, hambrientos y bárbaros aunque, pese a todo, movidos aún por la fe en Cristo, fue rodeada sin dificultad po las guarniciones turco-árabes que los aniquilaron en el primer encontronazo. Walter Sans-Avoir murió en la refriega. El único que logró salvarse fue Pierre de Amiens (Pedro el Ermitaño) el gran auspiciador de esta primera Cruzada, que desilusionado y deprimido por la derrota, perdió la fe al no recibir la Gracia divina de Cristo en la que sin duda había confiado a pies juntillas. El caso es que lo dejó todo, no volvió a preconizar ningún movimiento cruzado más y se volvió a su casa, falleciendo olvidado en 1115 en la Abadía de Neufmoustier, que él mismo había fundado hacia el año 1100, en Huy, Bélgica.



Pese a todo este primer gran fracaso, la Cruzada no se detuvo. Muy al contrario se había reunido otra vez un numeroso y verdadero ejército. De todas formas, entre sus jefes no estaba ninguno de los grandes soberanos de Europa, ni Philip I de Francia (Tours, 23 de mayo de 1052-Melun, 29 de julio de 1108), ni William II de Inglaterra "The Conqueror" (Falaise, Normandía, 25 de diciembre del 1066 - Ruan, 9 de septiembre del 1087) ni el Germánico Emperador del Sacro Imperio Heinrich IV (Goslar, Baja Sajonia, 11 de noviembre de 1050- Lieja, 7 de agosto de 1106), entre otros motivos porque todos ellos, por una u otra razón, estaban excomulgados. En cambio, en esta nueva expedición estaba la flor y nata de la caballería francesa, porque, esta vez, francesa era la Cruzada, comenzando por el Papa Urbano que la había predicado entusiásticamente. Por algo en el Próximo Oriente se llama aún hoy a los europeos "los francos". Estaba el duque Godefroy -Godofredo- de Bouillón (Boulougne-sur-Mer, 22 de julio de 1099 – Reino de Jerusalén, 18 de julio de 1100), y que fue apodado "Defensor del Santo Sepulcro"; el conde Bohémonde -Bohemundo- I de Tarento y también llamado I de Antioquía (San Marco Argentano, 1058 – Canosa, 3 de marzo de 1111) hijo de Robert Guiscard [protagonistas de la conquista normanda de Italia Meridional- 1015-17 de julio de 1085-]; estaba su sobrino Tancredi de Hauteville (también llamado Príncipe de Galilea -1099-1112 y principe de Antioquía;-1111-1112-); y, finalmente, se hallaba también el conde Raymond -Raimundo- IV de Toulouse (Toulouse, Francia, 1041-Ciudadela de Trípoli, Líbano, 28 de febrero de 1105).

Tampoco éstos personajes se parecían demasiado a los puros y desinteresados héroes que el poeta italiano Torquato Tasso (Sorrento, 11 de marzo de 1544-Roma, 25 de abril de 1595) celebraría años más tarde en su fantasiosa obra "Jerusalén Libertada". Pero eran expertos y valerosos jefes. Y su fervor religioso era sincero, por más que coexistiera con otros móviles y ambiciones que los empujaban también hacia su partida a Tierra Santa. Godefroy -Godofredo- de Bouillón era en realidad medio monje y medio soldado, y estaba plenamente convencido de que el único medio de ganarse el paraíso prometido por Jesucristo era el de enviar al infierno a cuantos infieles fuera posible, y con toda la brutalidad que tal fervor le exigía como caballero Cruzado cristiano. Y este fanatismo hizo de él un jefe terriblemente cruel y, en muchos casos, obtuso por tratarse de un auténtico ignorante. Bohémonde I de Tarento no tenía nada que envidiar a su padre el normando Robert Guiscard en punto a valor y sagacidad propia de dichos conquistadores. Pero, más que en liberar el Santo Sepulcro, pensaba también como buen normando en procurarse un reino en Palestina. Tal vez el menos calculador era Tancredi de Hauteville. Le gustaba la aventura por la aventura, y ahora, ya como caballero Cruzado, lo tenía todo para convertirse en su protagonista. Además, era atlético, tremendamente atractivo, fanfarrón, poseía algún que otro rasgo de generosidad y, sobre todo, mucha teatralidad. Fue justo, por tanto, que Torquato Tasso lo convirtiera en el auténtico héroe de su poema. En cuanto a Raymond -Raimundo- IV de Toulouse, que ya había combatido contra los auténticos musulmanes en España, su piedad, que era nula, estaba constantemente unida a su enorme avaricia, de la cual, por supuesto, no siempre salía triunfante. Y tal vez era esa contradicción la que lo convertía en el más arriscado e irascible de todos cuantos Cruzados lo acompañaban.

La concordia de estos hombres de carácter poco recomendable, pero de los que dependía el éxito de la expedición, fue inmediatamente puesta a dura prueba por la propuesta de Bohémonde de comenzar la guerra contra los turcos desde Constantinopla, pero eso sí, con la ruín y despiadada idea de adueñarse antes de la gran metrópoli aunque fuese a costa de masacrar a la población bizantina y ortodoxa, entre la que también coexistían muchos judíos. Quedando al mismo tiempo muy claro que el fervor y la magnanimidad cristiana que los llevaba hacia Tierra Santa brillaba por su ausencia. Afortunadamente Godefroy -Godofredo- de Bouillón, que gozaba de la autoridad de jefe de la Cruzada, rechazó la peregrina y sangrienta idea de Bohémonde. Pero la idea quedó en el aire, ya que el violento normando de Tarento no resultaba fácil de convencer.

Y no era de extrañar que el basileus de Bizancio, Alejo I Comneno se oliese alguna de estas intenciones provocadoras de los aventureros europeos. Pese a todo, cuando los Cruzados llegaron Constantinopla, la refinada y ya bastante apocada sociedad bizantina acogió con simpatía y confianza a aquellos caballeros de rimbombantes nombres pero casi analfabetos y de toscos modales más propios de burdas tribus que de hidalgos habitantes de castillos en Europa. Y lo cierto fue que dichos jefes Cruzados y sus tropas quedaron estupefactos -y también escandalizados- del lujo de aquellos edificios de ricachones aristócratas e incluso de las casas del pueblo medio, de aquellas imponentes iglesias, de aquella población bizantina, afeminada a sus ojos de "duques pobres" pero de una belicosidad a toda prueba.

El caso fue que una vez inmersos en aquel lujo desusado del que disfrutaban los bizantinos e incluso los judíos de la gran metrópoli del Bósforo, cada una de las partes, es decir los Cruzados y la Corte de Alejo, sospechaba de la otra alguna doblez, es decir alguna falta de sinceridad en sus aunados comportamientos para enfrentarse a los invasores turcos. Probablemente, había también por medio algún importante equívoco, muy propio de una Corte acostumbrada a la dominación. Alejo I Comneno se había dirigido al Occidente Europeo para pedirle sólo refuerzos. Y de pronto, veía venírsele encima todo un ejército tosco, aventurero y poco fiable del que ahora se sentía prisionero. Más que a liberar Jerusalén, miró de liberarse a sí mismo, y lo hizo con bizantina diplomacia. Ofreció generosamente una ingente cantidad de provisiones, ayudas, medios de transportes a las tropas, y dejó abundantes "propinas" en los bolsillos de las cuatro grandes y ambiciosos jefes de la Cruzada, exigiendo en cambio el compromiso de reconocer su soberanía sobre todas las tierras que se llegaran a liberar del poder turco. Godefroy, Bohémond, Tancredi y Raymond (nombres que no conviene olvidar), suavizados en parte de su codicia, que era inmensa, por el oro que el interesado y sagaz emperador que era Alejo puso en sus manos, juraron fidelidad y se comprometieron a cumplir con ella. Y a principios de 1097, salieron de Constantinopla entre aclamaciones de alivio de la Corte y del pueblo, creemos por ello que mucho más sinceras que las que los habían acogido a su llegada.

En realidad, aquel ejército de Cruzados no se componía más que de treinta mil hombres más o menos, pero hallaban una valiosa ayuda en las rivalidades que dividían el campo enemigo turco. La vieja dinastía árabe de los Fatimitas, que había sido derribada por los Selyúcidas, hizo el más propicio de los juegos a los Cruzados, y la Armenia árabe se sublevó aliándose con ellos. Nicea también se rindió tras un breve asedio; de allí el ejército cristiano reanudó la marcha hacia la importantísima metrópoli de Antioquía (en turco: Antakya), la gran joya situada en el margen oriental del río Orontes, fundada a finales del siglo IV a. C. por Seleuco I Nicátor como capital de su imperio en Siria. Tuvo lugar allí una sangrienta batalla entre cristianos y turcos que acabaron completamente derrotados por los Cruzados. Pero, tras esta victoria, había que considerar que no era el turco el ánimo más duro contra el que contender: lo era el terrible calor y la sed que los europeos encontraron en los inmensos pedregales de Asia Menor. Era julio, el sol caía a plomo, y había que caminar quinientas millas (ochocientos y pico de kilómetros) en aquel inacabable desierto, sobre los que quedaron muchos cadáveres de hombres, mujeres y caballos.

Llegados a las cadenas montañosas del Tauro, todavía en la península de Anatolia, pareció que la gran empresa de los Cruzados iba a desfallecer de forma definitiva y por disolución entre sus componentes. Raymond, Bohémond, y Godefroy se repartieron la Armenia, procurando cada uno de ellos ocupar en seguida la parte que le correspondía y fundar en ella el ambicionado reino de sus sueños aventureros. Baudouin -Balduino- de Boulogne o de Edesa (Boulogne, Francia, hacia 1060 - El Arish, Egipto, 1118), que también iba en la expedición y hermano de Godefroy, se apropio de Edesa, nombre antiguo de una ciudad del norte de Mesopotamia (actual Urfa ("Şanlı Urfa" o "Sanliurfa" en turco), y allí fundó el primer principado latino del Este. Pero la tropa mostró tal descontento con respecto a sus preponderantes jefes, que éstos rehicieron las filas y reanudaron la marcha hacia Palestina.



Encerrada en sus murallas, Antioquía resistió durante ocho meses al ataque invasor de los Cruzados cristianos, a quienes, según parece ser, fue el azúcar el único alimento que salvó de la hambruna al ejército invasor, sustancia alimenticia que en Europa se desconocía y que por tanto las tropas europeas conocieron por primera vez allí. No obstante, la historia no nos ha aclarado los procesos de glicemia que debieron sufrir los Cruzados durante aquellos largos doscientos cuarenta días si únicamente se alimentaron de dicho dulce elemento. Con todo, el malestar de los soldados siguió en aumento, y ni el azúcar logró solventarlo. Las dificultades para mantenerse con vida eran innumerables e importantes, especialmente por la suciedad, las pulgas y otros insectos, y el calor excesivo de más de cuarenta grados que se vieron obligados a aguantar día tras día. De manera que cuando corrió la noticia de la inminente llegada de un ejército turco en ayuda de la sitiada Antioquía, cientos de soldados cristianos desertaron y sus huellas acabaron perdiéndose en el desierto. El emperador Alejo, que también acudía con tropas de refuerzo para ayudar a los Cruzados, encontró perdidos en los ardientes arenales, bajo el inmenso calor, a algunos restos de desertores todavía con vida, pero creyendo que eran los escasos supervivientes que quedaban de una batalla ya perdida contra los turcos, retrocedió hacia Constantinopla para defender la única parte de Asia Menor todavía a salvo de los turco-árabes. Es imposible averiguar el medio de que se valieron los jefes Cruzados para enterarse de que el basileus Alejo, primero venía desde cientos de kilómetros atrás en su ayuda, y de que luego decidiera volverse a casa. Pero lo cierto es que Raymond, Bohémond, Godefroy y Baudouin, lograron informarse de ello, no creyeron en el equívoco de Alejo y no se lo perdonaron, guardándose para sí la posibilidad de llegar a vengarse del griego a su regreso (si es que lo lograban) de Tierra Santa.

Entretanto, los cuatro grandes jefes y el resto de su soldadesca habían quedado vencedores (según las crónicas con sus medias verdades y mentiras) gracias a dos milagros. Uno verdadero y otro completamente falso. El primero fue la rendición de Antioquía pocos días antes de que legara el refuerzo del ejército turco. El segundo, hagiográficamente ficticio, fue el representado por un sacerdote de Marsella llamado Barthélemy [Bartolomeo] que predicaba entre la tropa, y que para devolver la confianza a los suyos dijo haber hallado (cualquiera sabe en qué parte de aquella lejana región de Antioquía) la lanza que había atravesado el costado de Jesús crucificado. A la vista de semejante reliquia, los incultos y crédulos, en un supremo esfuerzo, rehicieron su ímpetu de agresividad contra los infieles a los que no quedaba más remedio que quitar de en medio de una vez por todas, y lograron salir victoriosos en el siguiente encuentro batallador contra las nuevas tropas turcas que se les pusieron por delante. Pero el convencimiento del milagro que había resultado el hallazgo de la lanza sagrada acabó poco después poniéndose en duda, y acabaron por acusar de fraude al monje Barthélemy. Con ello los Cruzados, finalmente, demostraron no ser tan patanes como parecían. Pero el monje de Marsella insistió en su verdad y pidió la prueba del fuego para demostrar su inocencia. Se arrojó con gran fervor en una pira ante el asombro de la soldadesca y salió de ella aparentemente sano. Pero a la mañana siguiente se lo encontraron muerto en su yacija con todo el cuerpo abrasado de quemaduras.

Antioquía se convirtió en capital de un segundo principado latino-cristiano que fue asignado Bohémonde I de Tarento que también adquirió el título de príncipe I de dicha ciudad. Según el juramento al hacerse con el principado, el conde lo gobernó primero en nombre del emperador Philip I de Francia. Pero después se declaró, al igual que haría también Baudouin -Balduino- de Boulogne, exento de cualquier compromiso de vasallaje a su rey francés que se hallaba a miles de kilometros de Antioquía, y lo más probable era que, con los deficientes o casi inexistentes correos de la época, no llegara a enterarse nunca.

Por fin, en julio de 1099, después de tres años de durísima expedición y campañas guerreras contra los turcos que se interpusieron en su camino, los Cruzados acamparon a la vista de las murallas de Jerusalén. Pero de la ingente tropa que partió de Europa, no quedaron más que unos doce mil Cruzados. La conmoción al hallarse frente a la Ciudad Santa fue tan profunda que aquellos zafios europeos estuvieron a punto de derramar lágrimas. Pero fue aún mucho mayor cuando la guarnición musulmana se declaró dispuesta a un armisticio a fin de impedir un predecible asedio con baño de sangre final. Pero dicha petición se debió en realidad al hecho de que aquella guarnición que se había apoderado de Jerusalén no era turca, sino árabe, porque éstos, el año anterior, se la habían arrebatado de nuevo a la dinastía turca de los Selyúcidas. En realidad, eran musulmanes Fatimitas que nunca se habían opuesto a los francos. No obstante, los patanes y testarudos Cruzados aficionados a la sangre prefirieron no atender a razones de una propicia paz, tal vez porque pensaron que un final de negociaciones e incruento tiraría por tierra su imponente epopeya salvadora del Santo Sepulcro. Y exigieron a los Fatimitas la rendición sin condiciones. Los árabes, que no pasaban del millar, resistieron a los cristianos durante unos cuarenta días. Después, capitularon.


Godefroy -Godofredo- de Bouillón, que desde luego, era el mejor de aquellos zafios mesnaderos, se convirtió prácticamente en dueño de Jerusalén en calidad de "defensor del Santo Sepulcro". Honró su título derrotando a un ejército árabe que venía al desquite contra los nuevos invasores cristianos, y lo dejó a su hermano Baudouin -Balduino- de Boulogne, quién quien muy pomposamente prefirió ostentar el título de rey de la Ciudad Santa. Este "Reino Latino de Jerusalén" duró hasta 1143, dividido por Baudouin en cuatro principados: Antioquía, Edesa, Trípoli y por supuesto Jerusalén, que fueron haciéndose cada vez más autónomos hasta llegar a sostener pequeñas guerras entre ellos. El clero ortodoxo griego fue expulsado de Palestina y sustituido por el latino, reclutado en especiales órdenes al mismo tiempo religiosas y guerreras: "Los Caballeros Teutónicos", "Los Templarios"

Y "Los Hospitalarios" Pero lo más importante de estos hechos es en realidad centrarse sobre todo en los efectos de la Cruzada en la política, en la sociedad y en la vida de Occidente, o sea Europa, y, en concreto en Italia y en las ciudades mediterráneas.