martes, 3 de septiembre de 2019

Cola di Rienzo: ¡del nacionalismo a la locura! -Final-









 

Cola di Rienzo, ahora aterrorizado, abandonó Roma, mientras las bandas de los nobles, convertidas en un auténtico ejército invasor, irrumpían en ella dispuestos a tomar la ciudad por las armas y arrastrar por sus calles al opositor tribuno, poco antes aclamado como "Libertador de su nueva República" entre auténticas riadas ciudadanas predispuestas a no ver más allá de la óptica enloquecida que les planteara el fanático y no menos trastornado Cola. Con mucha suerte, y a fuerza de sortear las muchas tribulaciones y peligros con que tuvo que enfrentarse, el fugado logró atravesar toda la parte norte de Italia, y dejar tras de sí a todos los senadores que le habían concedido su apoyo (aunque hubiese sido a regañadientes) y a su "Sagrada República Romana", ahora masacrada por un nuevo mar de sangre.

Lo  cierto fue que, a trancas y barrancas, y sin que se sepa cómo pudo conseguirlo, fue a parar a Alemania. Y como el desgraciado harapiento en que se había convertido, se presentó ante la corte de Carlos IV de Bohemia, emperador de turno, y le pidió encarecidamente su hospitalidad. En dicha corte llevó a cabo una vehemente exposición de todo cuanto estaba sucediendo en la "Caput Mundi", y no dudó en cargar todas las culpas sobre el Papa Clemente, que, a sus espaldas, con la publicación de su infamante "bula", fomentaba la anarquía en Roma, donde él, a su vez, se había proclamado "Redentor del Sacro Imperio -¡Republicano!- Romano por voluntad de Cristo". Y  no dudó en asegurar que había devuelto la libertad a su voluble pueblo; y que los romanos, al tiempo que mendigaban nuevos honores senatoriales, se regocijaban en el recién estrenado nacionalismo que él les había conferido.

El emperador Carlos le impuso silencio, a fin de poder valorar los desgraciados acontecimientos de que era portador Cola. La  asamblea alemana en pleno consideró que lo más aconsejable era mantener sus buenos contactos con el Papa de Aviñón, y le envió una misiva comunicándole la irrupción del tribuno en su corte, ahora exiliado, portador de noticias nefastas y encarecidos llamamientos por la gloria de Roma, y que él había tratado de restaurar por todos los medios. Pero cuando Clemente, enfurecido por las fanfarronadas catastróficas que se habían sucedido en dicha ciudad tras el retorno a la misma del fanático nacionalista republicano, exigió al emperador alemán que lo extraditara a Aviñón. Éste se negó en redondo sin que todavía la historia haya podido aclararnos el porqué de tan inexplicable decisión.





El corto tiempo -un año- en que Cola di Rienzo gozó o no de los favores de la corte alemana forma parte también de su oscura historia. Pero lo más probable es que, durante aquellos 365 días de exilio, hubiese sido objeto de total indiferencia por parte de Carlos IV; y que, como invitado indeseable, aunque misteriosamente protegido por los alemanes, sus nuevas tribulaciones y angustias debieron ser tantas que fue el mismo Cola quien, finalmente, decidió encaminarse a Aviñón. Llegado a la nueva Sede Pontificia se ocultó al espionaje papal, e intentó por medios que no conocemos recabar la ayuda de su amigo de tiempo pasado el hedonista poeta Franceso Petrarca, confiando en que éste no le negaría la protección de la que andaba tan necesitado.

Mas, para su desgracia, Petrarca se hallaba felizmente afincado en su nueva residencia de Vaucluse, ciudad de Provence, y cuando llegó a sus oídos que el fugado tribuno andaba preguntando por él en Aviñon, probablemente se asustó imaginando todas las molestias que su reencuentro con Rienzo podrían reportar a su acomodada vida. Petrarca decidió entonces que lo más conveniente para él y su arraigado sibaritismo sería no moverse de Vaucluse. No obstante, suponemos que algún remordimiento por no aprestarse a apoyar de nuevo al pertinaz Cola debió recalar en la mente del conspicuo vate, granjeándole alguna que otra noche de insomnio y desasosiego, porque, poco tiempo después -desconocemos cuánto- de recibir la noticia de la llegada de Rienzo a Aviñón, escribió una misiva en su defensa, proclamándolo enfáticamente -como no podía ser de otra manera en versificador tan laureado- campeón de la grandeza y de la libertad de su amada Roma. Pero lo cierto era que Cola, tras su huida precipitada, había dejado a sus conciudadanos en la estacada.

Es muy posible que, entre otras razones, esta ponderativa intervención de Petrarca salvara a Cola. Sin embargo, antes de que se presentara ante el pueblo como el libertador ensalzado por el eximio poeta de Arezzo, el tribuno fue retenido en Aviñón, y se le mantuvo custodiado en la torre del palacio pontificio. Allí permaneció durante dos años.


No le faltaron imitadores, porque, transcurridos aquellos 730 días de encierro forzoso, otro plebeyo de la ciudad eterna, de los muchos que desahogaban sus cuitas calentando a la plebe romana, y del que la historia nos ha legado tan sólo un único apelativo, el de Baroncelli, intentó repetir la empresa de Rienzo. Tanto fue así, que, con sus arengas, logró desencadenar tumultuariamente a la ciudadanía del pueblo bajo, y con su ayuda expulsó de nuevo a los nobles. Tras este triunfo se proclamó "Vicario del Emperador" [no sabemos de que emperador se trataba] Para infortunio del fugaz vicario y para suerte de Cola, el Papa Clemente había descendido ya a la tumba.

El nuevo Pontífice, Inocencio VI, volvió entonces su mirada hacia el prisionero del palacio pontificio, y ordenó su libertad inmediata, pensando que únicamente Cola di Rienzo podía neutralizar aquel nuevo flagelo agitador de la plebe romana, promovido ahora por el nuevo nacionalista Baroncelli, no menos desequilibrado que su antecesor.



Inocencio debió considerar que lo mejor era curarse en salud antes que ordenar al tribuno que procediera a sofocar por medio de la violencia a los plebeyos activistas y a su instigador. Y reexpidió a Rienzo a Roma, pero esta  vez como ayudante y consejero del cardenal español Gil de Albornoz (Egidio Álvarez de Albornoz y Luna), a quien había encargado restaurar, con el mayor comedimiento posible, la autoridad pontificia en Roma.






Ante la noticia de la inminente llegada de Cola a la ciudad, la agitada muchedumbre se aprestó en hacer desaparecer del mapa a Baroncelli, a quien había aclamado hasta el día anterior. Y para congraciarse otra vez con la Santa Sede de Aviñón, con su cardenal, y muy especialmente con su viejo ídolo, levantó arcos de triunfo en su honor. Cola se dejó arrastrar por la pompa que Roma le volvía a ofrecer, y porque de nuevo fue nombrado senador y gobernador por Albornoz, quien creyó conveniente aprovechar su recién recuperada popularidad. Pero el cardenal, ante la efervescencia que se desató con la llegada de ambos, no imaginó ni por un instante que la flamante imagen y la verborrea que ahora ofrecía Rienzo iba a originar una tremenda decepción entre sus simpatizantes.

En efecto, porque cuando le vieron en el Capitolio y le oyeron lanzar sus enardecidas peroratas, semejante monserga descontroló el recuperado fervor de los romanos. Aunque había superado hacía poco los cuarenta años, estaba muy gordo y fláccido; y su ardiente oratoria, como ya se ha dicho, había perdido casi por completo el brillo de antes. Pese a todo, la cantinela del gobernador se centró en una especie de autocrítica con la que, recobrando cierta agudeza,  condenaba y ridiculizaba las propias locuras de juventud y sus megalomanías. Pero, al terminar el discurso, volvió a caer fanáticamente en lo que acababa de condenar. Su impertinencia dialéctica llegó a su punto álgido cuando se comparó a Nabucodonosor (personaje histórico quizás desconocido para la ignorante plebe romana)




Tras esta regia equiparación, anunció el retorno inmediato de las águilas imperiales a las fatídicas colinas de Roma. No tardó así, con la aprobada connivencia de Albornoz, en instaurar un régimen de terror mediante una coercitiva policía que perpetró, en las siguientes jornadas, arrestos arbitrarios y ejecuciones sumarias. Cola di Rienzo consideró que cualquier pretexto era bueno para asomarse al balcón ante el pueblo bajo,  y lanzar discursos en los que alternaba las esperanzas más rosáceas, las previsiones más catastróficas, las amenazas furibundas y las fanfarronadas más cargantes.



Lo cierto fue que la gente empezó a hacer duras cábalas sobre la nueva actitud en que ahora se abandonaba su gobernador. Y día a día creció la sospecha de que Cola no tenía la cabeza en sus sitio. En realidad, nunca la había tenido. En su confortable cargo de gobernador y a escondidas de sus barones, se había entregado a la bebida de forma descomedida, como lo era todo en él. Y el alcohol contribuía a alterarle mucho más y  con mayor rapidez su inestable juicio. Los corrillos ciudadanos empezaron a divertirse con la sospecha de que el tribuno bebía como una esponja -y en una especie de esponja se había convertido- "Haveva una ventresca tonna, trionfale, a modo che uno abate" ["Tenía un vientre como un tonel, triunfal, a la manera, de un abad"], reseñaría en sus crónicas el historiador Tommaso Fortifiocca, autentificando para la posteridad que los gordos, muy gordos, únicamente "engordaban" en las diseminadas abadías europeas.

Transcurridos unos setenta días de aquel turbulento régimen impuesto por el desquiciado y alcohólico gobernador de Roma, en los que se sucedieron actos vandálicos de todo tipo, sangre incluida, el pueblo bajo se sublevó -probablemente instigado por subrepticias dádivas crematísticas de los que siempre habían sido sus más acérrimos enemigos, los nobles romanos- Cola di Rienzo se presentó de nuevo ante la furibunda plebe que antes lo encumbrara, y soltó ante ella otra de sus acostumbradas y demenciales prédicas. Frente a la indiferencia indignada del pueblo, que ahora le lanzaba una lluvia de piedras y desperdicios, Cola, aun en su insensatez de recalcitrantre alcohólico, comprendió que aquella mitificación con la que se había granjeado la devoción de los romanos había muerto. Y una vez más intentó zafarse de las manos engrifadas como alas de halcón con que la sobornada y nos menos hastiada muchedumbre de Roma trataba ahora de echarle el guante y llevárselo por delante.

Pese a todo, logró esconderse entre las salas del capitolio. Se tiznó la cara con hollín y se disfrazó de pastor, tratando de huir de esta guisa. Pero en su desesperada fuga, perdió uno de los brazaletes de oro que luciera en una de las muñecas. Sus ahora declarados y ya feroces enemigos, que seguían frente a las gradas del  imponente edificio capitolino -desde las cuales tantas cabezas habían rodado en nombre de su intolerante nacionalismo-, espiaban desde allí sus últimos pasos. Descubierto el brazalete de oro, no tardaron en perseguir y arrestar a su disfrazado gobernador. Cuando se vio descubierto, Rienzo suplicó a sus conciudadanos que le permitieran defenderse con una nueva matraca.




Algunos de sus capturadores parecieron decididos a dejarle hablar, pero un artesano, temiendo que pudiera embrujar otra vez a la muchedumbre que lo rodeaba, le cortó la palabra asestándole una puñalada. El griterío de satisfacción fue hasta tal punto unánime, que su cuerpo fue inmediatamente acribillado,

Fue colgado de un balcón de la Piazza de San Marcello durante los dos días siguientes. "Estaba horriblemente gordo, blanco como la leche y sangrante. Tanta era su gordura que parecía un desmesurado búfalo, o más bien una vaca en una carnicería", escribiría esta vez Tommaso Fortifiocca.



















  







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