sábado, 8 de agosto de 2009

El misterio de H. G. Wells I




Autor: Tassilon-Stavros




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EL MISTERIO H.G.WELLS -I-



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... O LA NUNCA ACLARADA DESAPARICIÓN DE H.G. WELLS EN SU "MÁQUINA DEL TIEMPO"

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UNA REUNIÓN FILOSÓFICA EN LA "DEBATING SOCIETY LONDINENSE", AÑO 1890:

... ¿Pero a qué demonios llamamos materia? ¿Y qué demonches es el espíritu?... ¿Vas a negarme que el alma es inmaterial? ¡Lo es, porque no piensa! Te equivocas, es una substancia a la que enriquece cada uno de nuestros pensamientos internos... ¡De ningún modo!, no ves que la locura, o una droga, y hasta el alcohol... y no os olvidéis del cloroformo, la transforman por completo... No estoy de acuerdo, yo la siento en mí, es algo superior al cuerpo, aunque a veces lo contradiga... O sea ¿que somos una esencia dentro de otra esencia, un ser dentro de otro ser?... ¡Sí, sí, en efecto, somos el "homo duplex"! Pero poseemos tendencias a las que el alma no puede poner brida... El alma siempre permanece idéntica, inmune a todos los cambios exteriores en nosotros. Es una esencia simple, indivisible, de ahí su espiritualidad... Pero, no seas absurdo, si el alma fuera algo tan simple, el ser recién nacido guardaría recuerdos, y sin haberse desarrollado, tendría imágenes como un adulto... El pensamiento tan sólo sigue el desarrollo del cerebro... Insisto en que el alma está totalmente exenta de las propiedades del pensamiento y de la materia... No, porque es la materia la que admite la gravedad, la única que cae, y puede pensar. Y si nuestra alma tuvo un comienzo, depende de los órganos... Sí, claro, y con ellos también tiene su fin, desaparece cuando desaparece nuestro cuerpo... ¡Jamás aceptaré eso, el alma es inmortal! Dios nos la otorgó... ¿Tan seguro estás de la existencia de Dios?... ¿Cómo, pero vais a dudar de Él? Acordaos de las tres pruebas Cartesianas. Primo: En la idea que tenemos de Él, se halla comprendida su existencia. Secundo: Esa existencia es absolutamente posible. Tertio: Siendo nosotros los hombres finitos, ¿cómo podemos tener una idea de lo infinito? Y al tenerla, como la tenemos, ¿de dónde nos viene esa idea sino de Dios? Por tanto, ¡Dios existe! Esa necesidad de un Creador es el testimonio de nuestra conciencia, se halla en la tradición de todos los pueblos que habitan este Planeta... ¡Siempre será necesaria una causa!... ¿Cómo probar eso?... Pero, por Dios, ¿no lo veis en el Universo? ¡El Universo, el Universo es nuestro gran espectáculo, el que expresa esa intención, ese plan creador!... ¡Bah!, nada sabemos de él, hasta la Luna, esa gran fogata plateada, juega con nosotros, no siempre se deja ver. Le gusta ocultarse, como se ocultan las mentiras. ¿Qué verdad puede haber en ella, si lo único que hace es jugar al escondite con la Tierra? Además, con respecto a este gran planeta que habitamos, cinco o seis partes de él son totalmente estériles. ¿Dónde está la función creadora de Dios en esas partes?... ¿Y el mal? ¿Por qué Dios permite que esté perfectamente organizado como el bien?... ¿Y nuestro cuerpo... no es monstruoso? Estómago para comer, partes pudendas para procrear... ¡No te olvides del placer, jajajaja!... ¡Sí, sí, placer,... y aguas menores!... Forámenes ocultos para exonerar... Y ojos para ver, lengua y garganta para hablar... Pero no podemos evitar que hayan cataratas que nos cieguen... Y las dispepsias, las fracturas... ¡El dolor!... ¡La impotencia!... Es lamentable ver cómo os olvidáis de la ÉTICA: La substancia es lo que es en sí, por sí, sin causa, sin origen. Y esta substancia es Dios. Sólo Él es Extensión, y, amigos, la Extensión no tiene ningún límite. ¿Cómo limitarla?... Dios es la manifestación suprema, y la infinitud de su Ser es una infinitud de atributos que ha delegado en nosotros, los hombres. Todos los atributos que de Él dimanan nosotros los concentramos en dos: La Extensión y el Pensamiento. Y de este Pensamiento y de esta Extensión se derivan, como bien sabéis, innumerables "modus vivendi" que, a su vez, contienen otros... (Allí en aquellas reuniones enfebrecidas, todos machacaban los mismos argumentos, cada uno despreciaba la opinión de otro, nadie lograba convencer a nadie de la opinión propia) ¡Estoy harto de que pretendáis convertir nuestros pensamientos en metamorfosis de las sensaciones- Gritó de pronto Wells- Las sensaciones son la causa de todo, son el motor que nos hace actuar, pues como dijo Voltaire, la materia por sí misma no puede producir movimiento. (Se aburría y se desesperaba).

Algunos volvieron a las facultades del alma: tres únicamente, sentir, conocer, querer. Sentir: era la sensibilidad física y moral. Y aquellas sensaciones físicas poseían cinco vías que eran los órganos de los sentidos. No obstante, gritaba otro, la sensibilidad moral no debe nada a nuestro cuerpo. Te equivocas, refutaba otro, los deseos morales generan los afectos. ¿Y dónde me dejáis la facultad de conocer? La memoria establece nuestra relación con el pasado, y nuestra previsión con el porvenir... Wells caía ya en el abismo espantoso del escepticismo. Estaba harto de filósofos. Tantos sistemas no hacían más que confundir el afán de saber. La metafísica, se dijo, no sirve para nada. Es mejor vivir sin ella... Y abandonó definitivamente la sala, donde las conversaciones se reanudaban entre la impenetrabilidad, la quimérica solidez o la gravedad misteriosa de aquella pretendida búsqueda de milagros logísticos que viviendo el ansia constante de su perpetuidad entre los hombres, dejaba de ser, por ello mismo, un milagro. La creación del mundo, para Wells, por obra de los átomos o de un espíritu superior le seguía pareciendo inconcebible. Su ansia de huida se había convertido en una sed ardiente. Él centraba sus razonamientos sobre la base sólida iluminada por la ciencia.

Toda la ciudad ofrendaba aquella noche una imagen fantasmal, menuda y mustia, tras una espesísima niebla. Las arboledas londinenses semejaban masas espectrales, enjutas, irreconocibles por entre la sedosidad blanquecina de aquella triste calígine invernal que parecía arrancada de los cementerios. Y aquella misma tristeza de la horrible noche acentuaba la seriedad de sus pensamientos. En todas los grandes ventanales de la casona se atisbaba el inmenso tapiz lívido de aquella bruma insalvable, cuya pegajosidad recorría las vidrieras como lápidas envejecidas que se descolgaran desde las cornisas tras haber quedado olvidadas en un espacio de anchura insondable que hubiera perdido a su vez toda sensación terrenal. Tropezó con uno de los bustos de la entrada, quizás el de Charles Darwin, muerto hacía diez años, que se hallaba en el gran vestíbulo del caserón. Lo pateó, pues hacía mucho tiempo que quería deshacerse de él, pese a que, una vez, tanto admirara sus estudios sobre la selección natural de los seres vivientes del planeta y su obra fundamental "El origen de las especies".

Apareció la señora Higgins, su ama de llaves, que había encendido ya algunas de las luces de la casa:

-¡Dios mío, señor Wells, que espantosa niebla! Resulta imposible dar un solo paso ahí fuera- Exclamó llena de desaliento y terror- Ah, el busto del señor Darwin... se ha caído.

-Era un mamarracho que me sacaba de quicio, un estorbo,... que más da.

-He creído oír los pasos de siempre... esos ruidos inexplicables que se repiten cada noche, señor Wells,... en el invernadero, en el jardín... No podría precisarlo. Pero lo cierto es que estoy aterrada. No me atrevía a salir de mi gabinete.

-Pues, siga usted allí, y no salga de él, oiga lo que oiga.

Herbert George Wells se concentraba ahora en un nuevo pensamiento: "La extensión, el tiempo, el espacio, la substancia inteligente"

Observó a la señora Higgins y se dijo para sí: "Un día u otro desaparecerá la forma. ¡Pero la esencia no perece! La materia es indestructible, aunque ese cuerpo que está ahí, frente a mí, por así decirlo, ¿qué es? No es más que un ropaje o más bien una máscara ridícula. He de huir... Mi mundo racional y científico es lo único real. Sí, lo único real es mi idea"- Y añadió, dirigiéndose a la confusa mujer:- ¡Buenas noches!... Y cuídese esa máscara.

La señora Higgins, aunque impresionada como de costumbre, le observó ahora sin extrañarse demasiado. Siempre le había tomado por loco.

-¿Se retira usted a su laboratorio?- Inquirió.

-¡Sí, sí,... y no quiero ser molestado bajo ningún concepto!... Espero que no hayan visitas en una noche como ésta... Pero, si alguien apareciera, no estoy para nadie. ¿Me entiende? ¡Para nadie!... Me voy...

-Pero ¿y esos ruídos?- Volvió a las andadas la aterrorizada mujer.

-¡Para nadie, ya me ha oído!... ¡Para nadie!

La señora Higgins prácticamente se encogió de hombros. Aunque sin entenderlo, le temía... alguien le dijo alguna vez que la ciencia de estos hombres tan inteligentes era peligrosa para la sociedad. En lugar de responder, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y se dirigió a su gabinete.

Entonces el corazón de Herbert George Wells se colmó de nuevo de aquellas aspiraciones desordenadas, de aquellos espacios luminosos que él pronto exploraría. Sus delirios probablemente sobrepasaban los límites de la Naturaleza. ¿Pero quién los conocía en verdad? Él magnetizaría esos espacios, los recorrería ahora. Su gran "Máquina del Tiempo", a la que había dedicado, para su construcción, años de durísimos estudios, era el anuncio de una nueva aurora. Le permitiría conversar con los espíritus de los que ya desaparecieron. Todo lo que ahora resultaba intangible se haría real. Volaría en el tiempo, de la tierra a los astros, de los astros a la tierra; un vaivén gigantesco, una nueva transmisión de la historia, un intercambio continuo con el progreso o el retroceso del mundo. Se puso manos a la obra.

Observó la ciudad semi a oscuras, caliginosa, y se rió de ella: "¡Te desafío mundo!", exclamó. Y luego con aire enfático dijo: "Tengo el tiempo en mis manos... y el espacio me pertenece. ¡Os desafío hombres absurdos!"... Creyó oír voces imaginarias salir de las paredes, y se rió de nuevo: "¡Sí, os desafío a que lo crucéis, a que lo crucéis como voy a cruzarlo yo a partir de hoy... para no volver jamás!"... Hasta tal punto le descorazonaba ahora la fealdad del mundo conocido!: "El tiempo me aguarda... La tierra, la vida humana, será más bella... Hallaré un mundo más armónico. Y aunque la historia antigua es oscura por falta de documentos, yo abundaré en ella,... y también en la moderna, la futura y desconocida. Voy a conocerla más profundamente, a estudiarla"...

Había dotado a su "Máquina del Tiempo" con un detector maravilloso de fechas que jamás embrollarían los hechos. Todos los guarismos se transformarían en figuras reales. Los sucesos, las acciones, facilitados por la mágica memoria indagatoria de su "Máquina", se relacionarían a la perfección con cada una de sus partes, incluso las más abstrusas. La historia del mundo abriría ante él su auténtico árbol genealógico, y él podría, por fin, elegir con cual quedarse.

La "Máquina" parecía una enorme sopera decorada con extraños cerrojos dorados que cerraban dos portezuelas vidriadas a ambos lados. Tras ella se alzaba una especie de rueda con aspas monumentales, ocultas por unas rejillas, que recordaban el colorido ramillete redondeado que viste, por detrás, a los pavos reales. El morro ofrendaba todo el aspecto de una monstruosa tortuga que cobijara la totalidad de su caparazón en un estañado cobrizo del que sobresalía un verdadero torbellino de tornillos. La parte baja parecía una cuba al revés con cuatro extraños tubos en forma de bocina de la que habrían de partir terroríficos chorros rojos de electricidad, que serían arrastrados por el gran ventilador trasero a través de un torrente de cables pareados. De toda esta lamentable fisonomía amarronada, de crecida concha estriada, partían dos amplias alas de malla igualmente metálicas que acababan en forma de talón. El interior de la cabina era como un manto escarlata, en que se aposentaba una especie de chocante y redondo sillón; y frente al mismo, se extendía una gran placa plateada que casi chocaba con las rodillas del probable viajero del tiempo que habría de tripularlo. Innumerables botones de colores afirmaban que existían una inmensidad inexplicable de uniones internas, capturadas en una oscuridad misteriosa que tan sólo su artífice, creador del artefacto, conocía. Una adornada palanquilla de oro, que apuntaba hacia el navegante espacial como una bayoneta de punta roma, se hendía en una ranura que parecía un ojo entrecerrado entre pestañas de cobre, portadoras de probables canalizaciones eléctricas. Y junto a la palanqueta, se mostraba una pantallita cuadrada en la que habría de ir desenrollándose un interminable cilindro de pergamino, sobre cuya alba carilla, una vez emprendido el viaje, se iría plasmando, merced a una plumilla tintada que poseyera la facultad hechicera de un dedo mágico, un cúmulo de fechas, años y noticias escritas, en grandes letras mayúsculas. Dos enormes anillas sujetadas por cadenas a las paredes, y una especie de recortado y argentado tubo de chimenea, que parecía conformar un extravagante respiradero, aguardaban con languidez que aquella especie de sarcófago abombado cruzara el espacio real y se difuminara misteriosamente en el titánico ábside del tiempo.

Llegó su noche triste, ese tedio en el que Herbert George Wells había depositado todas sus inquietudes, consultando tan sólo el calendario. Los diarios hablarían de su desaparición (no en vano era un renombrado científico). Pero no dirían nada de su soledad, de su horizonte donde se perdía ya su corazón sin esperanza, de aquellos relojes domésticos que bostezaban uno frente a otro, de aquellos fondos caliginosos de un Londres y de una época que ya no toleraba. Observó una vez más aquella tenebrosa ciudad encarcelada por la espesa niebla: delante edificios, a la izquierda una iglesia, a la derecha una cortina de arboledas muertas, como perpetuamente mecidas por la incuria, con un aire lamentable. ¡No podía más!

-¡Consuma el fuego esta húmeda pesadez en el ambiente, estas noches de frío, este Londres donde no se oye ni un canto de pájaro, ni un zumbido de insecto!... Ya he pagado mi deuda con esta época exasperante.- Se arrancó una cruz de oro que le colgaba del cuello desde su juventud, repudiándola como si ella le hubiera hecho partícipe de miles de abominaciones, y arrojándola de sí, exclamó:- ¡Basta, basta!... ¡Ya he quedado libre!... ¡Mi libertad no habrá de morir nunca! ¡Atrás tiempo presente y absurdo!

Ardía ya su "Máquina", roja y estremecida como un enorme corazón. Una cabalgadura a la renunciación, como guiada por una plegaria que se lanzase hacia promesas de lo venidero. Fue como un aletazo del poniente. Un bochorno de fuego y humo. Un vaho de tierra caliente que se incendiaba, mientras el viajero del tiempo, en su encierro escarlata, creía, por fin, liberarse de atildaduras y remilgos de erudición. Debía, finalmente, abrir un vado a los testimonios de la Verdad, cumplir con su deber de ciudadano del mundo sumiéndose en lo profundo de los misterios que ese mismo mundo guardaba ahora para él. Era su alma desnuda la que ardía entre aquellas rugientes trompetas. El tránsito retumbante de la "Máquina" hería ya el aire y los muros del laboratorio con una sensación de piedras que rebotasen. Todo aquel caparazón mágico se removía como un estruendoso corcel que pronto contemplaría cada secreto perdido, aquellos que el hombre trataba de acometer, pese a ignorarlos siempre, para trastornar su conciencia. Evocó una de sus últimas frases en la "Debating Society": "Prefiero el sabio impío antes que al esclarecido príncipe indiferente".

... Y tuvo un recuerdo... Una luz boreal de la memoria, esa envoltura reconfortante de la amistad que, al igual que una ciencia, aleja, y, al ausentarnos, nos vuelve a acercar: una mención introspectiva y entusiástica hacia Typen Hopkins y Lazar Genève, dos grandes compañeros que jamás solicitaron indulgencia a la genuflexión estricta e intolerante del mundo para atiborrarse y enfrascarse en sus profundos estudios restauradores de viejas lenguas perdidas, al que añadían un despliegue de vivacidad deductiva y una compilación logística del ingenio, tan irónico como glorioso; Zenon Riverstown, rotundo y dulce "sofista", cuya estirpe caballerosa y exótica llegaba hasta Herbert con exquisito júbilo, abriéndole mundos de ensueños y fantasías exultantes, muy lejanos a los de los extremistas desafíos del "logos" académico; Gonçal Gaussman e Ikbol Hitch, románticos artífices de la palabra, sinceros y siempre propicios al afecto, capaces de arrancar inolvidables testimonios de misterio y atracción irresistible al archivo impetuoso de la vida; Raoul de Cervantes, recreación de un apellido nacido en los umbrales soleados de España, que conciliaba sus devociones literarias al arrimo inesperado de su flamante afección por Herbert George Wells. Y entre el aroma precioso, reverenciado, de la más genuina y positiva de las amistades, asomaron, finalmente, las imágenes entrañables de Mary Mandy y Lucy Light, mujeres de una fidelidad remansada, capaces de embellecer con sus blancuras y su relumbre las lóbregas graderías del Londres más indiferente; viajeras incansables, a su vez, en la liturgia naturalista de las bellas letras, a las que jamás ahogaba el cansancio en la hora apacible y gozosa de sus labores literarias; y llegó también hasta Wells un respeto rememorativo, destilado desde el cancel oculto de su sensibilidad, por Ío Star, gran reverenciadora del estro poético, por ella también cultivado, y cuya alba y tibia inspiración parecía surgir desde un estremecimiento aterciopelado que se atesorara en una radiante urna de ternura y cariño; y un crepitar de admiración hacia Miranda Dawn, aurora, como su mismo apellido indicaba, de un augusto y voluntarioso ahondamiento indagador de los fastos historiográficos, además de gran abogada de Wells, presta en todo momento a acudir a cualquier llamamiento de Herbert, el amigo y científico, convenio de virtud y análisis frente al individuo que jamás aliena su libertad, siempre comprometida a defender cualquier desigualdad de la naturaleza humana, cual una de aquellas autoridades que jamás sucumben por mucho que se las discuta, y de cuya lucidez cogitativa emanaba, al mismo tiempo, un denuedo luminoso e inolvidable. Y hacia Isa Varo, dulce amiga, de bríos desbordantes, con la que había compartido las más apasionadas conversaciones sobre la rectitud y honestidad en el ser humano. Eran sus visitas siempre breves y sutiles, pero se desposaban con el mármol azulado de la casa de Herbert, y sus femeninos movimientos juveniles de veintiocho años acostumbraban a imprimir en el ámbito de sus salones como unas ondas de su recogida y perfectamente modelada belleza.

Quedó así coordinada y recompensada su memoria (de la que únicamente relegaba la odiosa visita del maléfico ser que, en aquellos momentos, cruzaba el oscuro jardín del caserón, a la espera de una cita con él concertada, y que le había estado atormentando durante aquel último mes) entre aquel recuerdo, ahora lejano y profundo, de un mundo que habría de quedar dormido para siempre en el instante de su marcha, pero que, como un postrer soplo de aire diáfano, había recorrido su laboratorio con una sensación de amistosa presencia que parecía haber participado también del rito sensitivo de su adiós.