jueves, 11 de junio de 2009

¿De qué se mueren las gallinas?






Autor: Tassilon-Stavros






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¿DE QUÉ SE MUEREN

LAS GALLINAS?




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El señor Antonio era bajito, quisquilloso y cerril, de muy parco verbo, y algo corto de entendederas. Había vivido muy abonado al estamento franquista, y cuando el Caudillo pegó el piro rumbo al Purgatorio, probable ribera donde deberían esperar su turno celestial las dudosas heroicidades fascistas, tan gratas al clero imperante de la época, aceptó el desgarrón como no queriendo engañarse a partir de entonces con más politiquerías. Como si, no satisfecho con la inminente vecindad democrática prometida por la Transición, le fueran arrebatadas ya sus últimas voluntades al texto de la vida. Y el muy bendito se prometió no arrancarle más hojas al almanaque. Pero, luego, todo quedó en agua de borrajas. Y dos años más tarde no se acordaba ya ni del "santo y seña" con que, según él, siendo un recluta, salvó el pellejo en la batalla de Teruel. ¡Vamos!, que a todo recuerdo del "elegido" por Dios y por España lo mandó, finalmente, a tomar el fresco a las peligrosísimas Vascongadas, según rezara la "nacionalista filosofía clásica".

Era un buen albañil, y aunque sus voces no tuviesen color, se ganaba bien la vida poniéndole ladrillos al globo terráqueo. Pilar era su mujer, campechana, ingenuota y parlanchina hija de un Aranjuez (donde también él había nacido) eternamente sublimado por su labia metomentodo. Y, por supuesto, como a la vera de sus nostálgicas tierras nacieran los Madriles esperanzadores, la siempre renovada ansia del medro los empujó hasta allí, donde Antonio, peón albañil, como dije, remendón o lo que se presentase, sin rechazar todo lo bueno o menos bueno que la Villa y Corte le pusiera por delante, se pasaba la vida aceptando faenillas extras, incluso en sus días de asueto u horas libres. Todo con tal de procurar unos cuantos durillos más al bolsillito ahorrador de la señora Pilar.

Pero como los chichones del destino no anuncian nunca sus más terribles acontecimientos aunque vengan dispuestos, ¡ay pesada sombra del presagio!, a pegarte no uno sino veinte ladrillazos en la cabeza como los que le pegaron a Antonio en su cráneo cavernario cuatro "facciosos" (consideración ésta muy "sui generis") por esquirol y carnero ("que es el que se niega a aceptar la huelga", le espetó un argentino de malas pulgas, que fue también el que le dejó el mejor de los recuerdos en la chola), el más bien babieca hijo de Aranjuez, tras la acometida reivindicadora del piquete, tuvo que ser hospitalizado, medio muerto, con enorme herida en la sien y un ojo tuerto, trémulo, sin acabar de compungirse ante lo irremediable, y abominando de aquel tirón trágico de una mal llamada Democracia de Transición (aquélla que había arrebatado de su plateado y venerable marco el retrato dictatorial de su bien encauzada España franquista, que durante cuarenta años anduvo sonándole los mocos con el velo santificador de las Arrepentidas y una oscura misión emergente y autárquica tan anodina y pacata, como desportillada y zarrapastrosa), y ahora culpable, "libertad vade retro", del "siete" casi mortal que destacaría durante el resto de su vida como un horroroso zurcido de hediondez lúgubre en su frente, sin acabar de cicatrizar nunca, y que le recordaría siempre a los que así habían entrado en la obra para descalabrarlo, sobre todo Pilar, que se sentiría ya, de por vida, llena de agonías.

Quiso ese estraperlista primigenio, trajinero incansable, y, por lo general, cachondo motorcillo que activa la aleatoria savia de la vida que Pilar, en aquella dura etapa en que su Antonio se quedó aparcado en la desesperanza, y, naturalmente, en el más férreo desempleo a que lo arrastró la trapisonda interesada de su, para muchos colegas, deshonroso pronunciamiento en pro de la "chulería esquirola", lograra emplearse en servicios de doméstica en una estupenda granja-lechería regentada por una generosa paisana a la que ella había acudido lloriqueándole, pocos días después del terrible encontronazo de su marido con los piquetes de la huelga; y que, tras la hospitalización y subsiguiente convalecencia de su ahora deprimido y debilitado esposo, les había desbarajustado, como era de cajón, presupuesto y subsistencia.

Gozaban los propietarios de la lechería, por nombre "La Aranjuezana", entre otros lujos, séanse un par de vacas y algún gorrino, de muy singular y espléndido gallinero sito en el patio de la vivienda-granja. Pilar, mujer hacendosa y trabajadora, cumplía a rajatabla con su misión de no abandonar al desmarrido cónyuge al repudio crematístico en que los había sumido la amenazante falta de trabajo que se cernía sobre el accidentado albañil. Volvieron a gozar de los placeres sencillos que, en la paz hogareña, aportar puede un sueldo, por muy parco que éste sea, pero que librarnos consigue de las raspaduras dolorosas que conlleva el hambre.

Y fuera el caso que, en aquellos días en que se cumpliera por parte de ella aquel juramento marital del "contigo siempre, ya sea a las verdes y a las maduras" (marco que encauzar debe todo matrimonio, y que las más de las veces sufre, como en las películas, "un descarte despectivo de la censura revuelve intestinos", por no hallarse alguno de los cónyuges dispuesto a aportar la tajada alimenticia pertinente cuando al otro me lo han dejado como sobrante de las matanzas en alguna tarángana, séase morcilla, sin el menor relleno substancioso), apareciera Pilar, cada dos por tres, toda sonriente y satisfecha con una grandota y bien cebada gallina, voltijeada y ya sacramentada por el "requiescantinpace", rellenando con su abundancia los fondillos del cestón de la compra. Y así, tras el grasiento cocidito madrileño, y una vez atacadas las correspondientes pechugas, Antonio, tras darse el banquetazo con su Pili, andaba el hombre cada vez más recuperado, guapetón, y con menos ganas de darle al cemento y al ladrillo de nuevo, que para eso su media costilla, como quien dice, "le hacía la esquina con abnegación de esposa fiel y fregona", facilitándole un nuevo vivir y restaurándole el estómago con tan buen forro como el que les proporcionaba, ¡Dios sabría cómo!, el buen yantar gallinil.
 
 



Y, hablando de averío, otro gallo les habría cantado probablemente si la cosa se hubiese repetido de uvas a peras. Pero como no fue así, sino que más bien al contrario, puesto que, además del procurado y casi diario ágape marital con que se refocilaban ambos consortes, fue tal la prodigalidad de pitas mandadas a pastar al otro mundo, mientras aquí se dejaban la fatal seducción "muslímica y pechugona" para goce del puchero, con que la muy pegote de Pilar aparecía, día tras día, por el barrio, "con cara de saber más que Briján", poniéndoselas a dedo, o sea a precio inmejorable, a cuanta confiada ama de casa le cojeara el bolsillo por el vecindario, que dicha abundancia, ¡a ver!, empezó a despertar los cosquilleos anecdóticos, y, por supuesto, cuchereteadores del edificio en que vivían. Y el bichillo inquietante que siempre coletea en el pozo de la curiosidad empezó a reclamar conjeturas y apostillitas con las que alimentarse también.

Y por mal de sus pecados, día llegó en que, sin más, las acostumbradas y apetitosas "poulardes" hiciesen mutis por el foro, y la amplia sonrisa de picatoste con mantequilla que con tanta fachenda anduvo luciendo Pilar durante un montón de semanas se esfumara asimismo con la última pita, quedándose ella y su, últimamente, requetebién alimentado Antonio a la cuarta pregunta. Y para postre la freiduría y venta fraudulenta de gallinejas parecían delatar, por el pestazo de los humillos un tanto misteriosos que de todo este concierto de prodigalidad emanaba, que en la lechería "La Aranjuezana" más de un seso se abrasaba tratando de descubrir, o más bien de desentrañar, aquella persuasión fatídica mantenida por la cosechera Pilar con el diario deambulatorio mortal de las infortunadas "pollonas" que llegaban hasta el vecindario en el amoroso y piropeado (digo yo, que por el señor Antonio) ataúd o gran cestón de su proveedora mujercita.

Y hete aquí que tuvieron que ser "los grises", sin el menor concurso esclarecedor de una "supraastral Agatha Christie madrileña" que como la otra, la inglesa, tanto disfrutara rellenándole libros a la coquetería de la muerte, los que esta vez, con tino y puntería, aunque sin dolor en el espanto y languidez moribunda con que se llevaron escaleras abajo a Pilar la de las gallinas, le asestaran la nueva puñalada trapera a ella y a su Antonio, poniendo al descubierto de todo quisqui el arcano que encerrara aquel inaudito y coral intoxicado suicida que al parecer había hecho su aparición, como una de aquellas insensibles pandemias pestilentes del Medioevo, en el gran gallinero de "La Aranjuezana".
 
 
 
 
-Fíjense ustedes- Se desahogó a gusto ante la policía y algunas parroquianas boquiabiertas la dueña de la lechería, doña Paquita- que la muy h..., perdonen, la muy caradura de Pilar, que para más vergüenza, ¡menudo peine!, es paisana mía, y por eso le di trabajo y le pagué su buen sueldo, sin poder..., porque, lo que es el negocio, que se lo digan a mi marido, ¡menuda ruina!

-Al grano, señora- Insistió uno de los grises- Que ya tendrá usted tiempo...

-Pues eso- Le dio a la manivela otra vez doña Paquita- Que Pilar, la muy..., un día sí y otro no, me venía con el cuento de que se había muerto una gallina. Y yo, ¡la Virgen de la Almudena me valga!, acabé por asustarme de verdad, creyéndome el cuento como una tonta... ¿Cómo querían ustedes que desconfiara yo de una paisana?... ¡Desconfiar de una hermana de mi "mesmísimo" pueblo! ¡Vamos!

-Y a nosotros ¿qué coño nos va ni nos viene de lo del paisanaje?- Se impacientaban aquellos lívidos corazones policiales- ¡Al grano, señora!

-¡Oigan ustedes! ¡Es que los de Aranjuez tenemos fama de ser muy "honraos"!

-¡Que al grano, señora! Y no nos amuerme más.

-¡Bien, bien!... Como les iba diciendo, que me quedé... algo así como "chiflá" con lo de mis pobres gallinas, pensando en alguna epidemia. Y mi marido, el pobre hombre, se rompía la cabeza pensando en cuál podría ser la causa de aquellas muertes, así tan de repente, de los pobres animalitos. ¡Tan buenas ponedoras! Y oigan, ¡no te digo yo con el peine!, que volvía a repetirse una y otra vez lo de las dichosas muertes diarias. Y Pilar, con todas sus tragaderas, seguía presentándose con una gallina tiesa entre las manos, y yo, a pesar del asco que me daba, imaginándome ya, ¡no sé!, que las pobrecillas aves tenían la peste bubónica esa, la de antes de la guerra, o de cuando fuera..., se las regalaba, no por quitármelas de encima, sino porque ella me las pedía. "Pero, ¿es que no te da asco, hija?", le advertía yo, más inocente que una burra. "¡Que no, mujer!, que mi Antonio y yo no somos tan tiquismiquis como tú y tu marido", me respondía la muy lagarta. "Mira, Pilar, que vais a coger el tifus", le seguía previniendo yo, ... por amistad, ¡a ver!

-Señora, que nos vamos a eternizar.

-Sí, claro, señores guardias, ... que menuda paciencia tienen ustedes con todo lo que tienen que tragar... El caso es que llamamos al veterinario y todo, ... ¡qué bien supo sacarnos las perras! Y, a fin de cuentas, para decirnos que las gallinas no tenían nada. Que lo que teníamos que hacer era vigilar si no se mataban entre ellas, ¡a quién se le ocurre!, no te digo yo; o, en último caso, que tuviéramos cuidado con lo que les dábamos de comer. "De eso me encargo yo", aseguró la muy... matarife de Pilar, "y lo que es comer, ¡gloria bendita es lo que comen las gallinas!, ¿no ve usted lo hermosotas que están? Es usted el que nos tiene que aclarar de qué peineta se mueren" Pues, miren ustedes, señores guardias, que ni el veterinario logró explicárselo... Pero yo, ya ven ustedes, ¡tuve un pálpito!- Se golpeó el pecho la lechera- Un pálpito como una casa, ... eso es lo que sentí oyendo a Pilar hablar tan frescachona ella de lo que para mí y mi marido era un drama más grande que la muerte de Franco. Y así, andaba yo ya muy tirante y venenosilla con mi paisana, y fui vigilando, esta vez con los ojos muy abiertos, sus brincos en el patio cuando se pasaba de rosca en el tiempo empleado para la limpieza, cosa que por confianza de paisana...

-¡Y dale!

-no había hecho nunca... ¡Y miren ustedes cómo la pesqué! ¡Pedazo de lagarta embustera! Pues no quieren ustedes saber...

-¡Que sí que queremos, señora!

-Pues eso, que voy y me la encuentro el viernes pasado por la mañana metida en el gallinero en el momento justo en que le soltaba una buena patada en el culo a una de mis gallinas. Eso, ... ¡y déjese usted de epidemias ni de peinetas!, ... eso es lo que pasaba, ¡la Virgen de la Almudena me conserve la vista! Pilar, ¡menudo punto!, patada que te crió en todo el culito, me las destrozaba por dentro, machacándoles la huevera, y, ustedes dirán, los pobres animales no tardaban ni un minuto en morirse.