lunes, 29 de septiembre de 2008

Marruecos II


Autor: Tassilon-Stavros


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: NOCHE EN ASSILAH
-II-
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Mónica esbozó un saludo. Luego, siguió los movimientos de Patonia con un gesto de irritación sin musitar una palabra más. La noche se les había echado encima. Algunos bañistas, emparedadas sus siluetas entre los muros de la opacidad, campaban todavía alegres como sombras aisladas en esos jardines de la huida que crea el desmayo silencioso del mar cuando éste se recoge por fin en el secreto remoto, íntimo y excesivo que le proporciona la oscuridad.

Mónica parecía sentirse intimidada por la presencia de aquel desconocido. Y Andrés empezó a experimentar cierta desazón airada contra sí mismo al verse reflejado como un estorbo sin la menor significación en el espejo de aquellas dos especies de gaviotas sin rumbo, retorcidas por la inquietud cuando el despoblado mar pierde todo su lirismo. En el silencio hipócrita de la noche, las miradas, que se sumían en el cementerio de las sombras, se fundían en observaciones forzadas, como pompas de luz que tropezasen a través de una especie de borrachera irritante y momentánea que paseara como un rescoldo de fuego en busca de otras luces lejanas, las de aquel realce amarillento que proporcionaba la iluminada carroza no muy distante de Assilah.

-“Pero ¿qué coño hago yo aquí engatusado por estas dos lunáticas?”- Se dijo Andrés, mientras observaba de forma insistente a través de la opacidad, aunque sin proponérselo conscientemente, la traca final entre ambas jóvenes, que se traducía en un imperceptible murmujeo irritado, acompañado por algún que otro empellón alborotador del tira y afloja en que ambas se hallaban enzarzadas.

-Para ya, tía, joder... Y deja de apretarme el brazo, que me estás haciendo daño- Se quejó Patonia, tratando de solapar el tono de su voz.

-Venga ya, gilipollas...- Exclamó en un leve murmullo la otra- Si esto ya me lo esperaba yo. ¡Anda que me voy a dejar enredar otra vez!

-¿Qué quieres decir con eso?

-Lo que digo digo... Que no eres más que una pedazo de borde.

Andrés con la ironía de quien mira a dos murmuradoras sumidas en la oscuridad, propuso:

-Os acompaño hasta el hotel si queréis. Al fin y al cabo, estamos en el mismo ¿no?

Patonia había echado a andar, y su figura menuda se destacaba frente a la iluminada franja de uno de los paseos de Assilah que, más allá, lindaba con la playa, ahora oscurecida. Inesperadamente, empezó a correr. Vestía un faldón gitanesco, super ancho, que le llegaba hasta los pies, y como adminículos sin importancia con los que calzarse, sobresalían del mismo unas estrambóticas sandalias, adquiridas con toda probabilidad en alguno de los mercadillos de la ciudad. Sus tersos pechos quedaban casi a la vista a través de una desahogada blusa de hilo, semitransparente y chillonamente coloreada. Se sentó en un banco, y se descalzó librándose de la fina arena de la playa que copaba por completo aquellas especies de babuchas que calzaba.

-¡Venga!- Exclamó, mientras Andrés y Mónica la seguían a distancia.

Mónica, que no había vuelto a abrir la boca, se detuvo por fin junto al banco en que se hallaba su amiga, y observando a Andrés, dijo:

-Oye, gracias, ... pero, de verdad, no hace falta que nos acompañes.

-Pero ¿no estáis en el Berbari?

-¿Eso te ha dicho la loca esta?- Inquirió Mónica, mientras Patonia, haciéndose la desentendida, se levantaba del banco y echaba a andar de nuevo a toda prisa- ¡Patoo!, ¿quieres esperarme de una vez?... – Y dirigiéndose de nuevo a Andrés, exclamó: Mira, chico, ¡ni caso!... ¡A ésa cuanto menos la escuches mejor! No estamos en el Berbari, sino en una pensión de mala muerte, pero la muy gilipollas lleva todo el día paseándose por los hoteles de Assilah.

-Acabáramos- Dijo Andrés.

Ahora, a la luz del paseo, se fijó por primera vez en Mónica. Vestía un suelto blusón azul claro y unos apretados tejanos. Tenía el pelo corto y castaño, y una cara de esas que sobrepujan cualquier timidez; un aire provocador, casi desafiante, algo antipático. No obstante era un rostro muy atractivo, y pese a la aspereza que parecían revestir sus morenas facciones, reflejaba al mismo tiempo una pasional franqueza, que, pudiendo gustar o no, la dotaban de un nimbo carnal del que arrancaba cierto encanto sibilino, capaz de seducir sin arredrarse, presta a clavar sus garras antes que dejarse envenenar por cualquier atracción repentina. Delgada y algo más alta que su amiga, aunque ambas debían frisar la misma edad, tenían sus ojos, ahora que brillaban bajo la luz eléctrica, el color de la nicotina. Y el rictus de su boca, más bien contrariado, no la predisponían demasiado a entablar la menor conversación con Andrés. Observó entonces el joven Cruz algunas extrañas contorsiones en ella, y unas convulsiones repentinas de su rostro, como si trataran de apartar de sí un cierto estado de soñolencia.

-Oye, ¿te pasa algo?

-¡No, no... estoy bien!- Exclamó, alejándose- ¡Patooo... la muy borde!...

Desaparecieron las dos. El oleaje lumínico del paseo, viniendo de la oscuridad de la playa, cegaba ahora a Andrés, y la circulación incesante, que se intensificaba al anochecer, le enredaba en un infierno de ahogos. La imprevista aparición de Patonia y Mónica, tan atropellada como extravagante, resonaba aún en la cabeza de Andrés. La descarada instigación sexual de Patonia, ahora pieza evanescente de una realidad un tanto imprecisa, le llenaba de divertida complacencia. Era evidente que aquella tunanta, hermosa y excitante, se sentía en su elemento, jugando al juego que más le gustaba: el de la adolescente que ya no encuentra hogar entre el desconcierto fugitivo de la infancia, y que, tras abandonarla con prisas, resucita con avidez al mundo rutinario, pero aguijoneante, del sexo. Luego pensó en cómo le divertiría saborear aquellas situaciones en las que su atractivo irresistible (como había sucedido con el alemán de la playa) triunfaba siempre sobre todas las cosas. Aspirar a cualquier clase de connivencia libidinosa por su parte sería como tratar de unir dos partes opuestas de un mundo eternamente en brega, para tantos calvario de soledades, y que, a pesar de todo, a ambos deleitaba.

Pensando en la muchacha, se admiró, no obstante, Andrés de hallarse tan desengañado. La única consecuencia apropiada con que sancionar aquella irrupción perturbadora era la de que probablemente no volverían a verse nunca. Además, la aparición de Mónica, como llovida del cielo, le daba mala espina. No había llegado a entender (tampoco le importaba demasiado, se dijo ahora para sí mismo) qué tipo de relación era la que se traían entre manos aquel par de atolondradas.

-“La verdad es que ninguna de las dos parece que tengan los cables muy bien conectados” – Se dijo para su capote, Andrés- “Esa Pato,... ¡mi madre, anda que el nombre! (se rió), una cachonda de mucho cuidado y la otra... (dudó en catalogarla), una especie de esquizoide con toda probabilidad, capaz de armarla en cualquier sitio” “Y con ese tic”... “Como sea lo que me huelo” “Me gustaría saber de qué clase de manicomio se habrán escapado esas dos” “¡Joder, es que no me explico qué coño estarán haciendo en un país como éste” “¡Tienen menos pinta de turista que...!” “A esas dos el sambenito que mejor les cuadra es el de “sólo para majaras”- Cesó Andrés en sus elucubraciones. El sudor perlaba su rostro- “Olvídate de ellas, Andresito, date una buena ducha, y a cenar”

... Sobre las nueve de la noche deambuló alegremente por los mercadillos de Assilah. Se ejercitaba de nuevo en el rito de un placer diferente: en el de permanecer en el sosegado letargo de sus vivencias individualistas. Para un solitario como él no existía indignación capaz de estremecer su espíritu. La iconografía incidental e inalterable que daba impulso a sus fantasías privativas tenía algo de fuente primigenia, una meta irreprochable de ensimismamiento, que era como invocar el vaho fugitivo de otros besos: los nacidos de la orgía de lo exótico. Andrés concedía a sus viajes atractivas imágenes de sueños delirantes, pero en completa libertad, y que así, sin más explicación, se armonizaban en su corazón con una emoción arrebatada, una especie de magia imposible de compartir, y que eran como puertas íntimas que se abrían y cerraban en complicado mecanismo de feroz autosatisfacción. Andrés había pasado su vida homologando y ajustando sus energías a una necesidad más profunda y apasionada, y que, por supuesto, no dimanaba de ninguna experiencia de los sentidos. Era un trazado impalpable y carente de forma: el sentimiento tan irreversible como inextricable de su propia independencia.


De la alumbrada acera que se extendía desde el lado opuesto del hotel Berbari, destacó de pronto la figura menuda de Patonia. Su imagen personificaba el aspecto furtivo, alegre, endiablado, con que la encendida noche de luminarias dota de poética facultad hasta el más extravagante de los aspectos. Así la presencia casi adolescente de Patonia, por lo inesperado de su comparecencia, se reinventaba a sí misma, estimulante y atractiva, con serena y picaresca simpatía dibujada en su rostro bajo el influjo refulgente de la luz artificial, que salpicaba tanto la avenida como la fascinante nocturnidad de los palmerales que sobresalían de los envolventes jardines del hotel.

Era evidente que no pretendía la joven ocultar su presencia. Corrió hacia Andrés, abordándole de nuevo como una niña fugitiva. Andrés dejó de pensar en sí mismo. La observó como quien se apresta a echar mano de un detonante de estricto rechazo. Aquel nuevo afán por mostrarse de nuevo ante él le resultaba caprichoso y estúpido. Patonia, que había salido pitando unas horas antes con la impasibilidad indiferente que engendra el vicio del “si te vi no me acuerdo”, llevada por ese desinterés de cuantos deseos pudieran despertar sus atrevimientos sensuales, que luego guardaba celosamente en la sacristía de su templo clandestino, parecía querer jugar con él a ese juego contradictorio de que “quien ha hecho sonar las campanas suele ser más insolente que el que se ha leído todas las cartillas”

-¿Qué tal, guaperas?- Saludó Patonia.

-Oye, déjate de guasas- Repuso Andrés, un tanto amoscado- Ya que te has acordado del hotel en que estoy alojado, deberías recordar por lo menos mi nombre.

-Andrés, ¿no?

-Eso esta mejor. Lo de guaperas me suena a chapero.

-Oye, tío, no te mosquees. Que tengo un problema gordo- La muchacha exhibió un aspecto apesadumbrado. Una palidez seriamente preocupada transitaba ahora por donde horas antes pasease un fulgor alegre y distraído.

-Oye, Caperucita Roja, no vuelvas a empezar como en la playa, que cada vez te pareces más al Lobo Feroz- Se puso Andrés a la defensiva esta vez- Que ya me hincaste el diente y luego ¡tararí que te vi! ¡Abur, “baby”!

-¡No te vayas tío! Que no muerdo- Le detuvo Patonia, agarrándole ahora de un brazo- Que tengo un problemón, joder. Y esta vez es serio... Se trata de mi amiga... Conste que me lo merezco por gilipollas. ¡Venirnos a este pueblo de moracos sin mercancía, pensando que... – Se dijo a sí misma- Oye, tío... la verdad pura y dura... Mónica necesita un periquito... algo de ácido, unas rayitas.

-Acabáramos- Exclamó Andrés agriamente- Ya me lo andaba oliendo esta tarde. Pero no puedo ayudarte. Ni esnifo ni me chuto. Lo siento, amiga.

-Échanos un cable, hombre- Rogó Patonia- Mónica está muy jodida.

Sintió el joven Cruz un extraño malestar corporal. Empezó a dolerle el estómago. Lo que menos deseaba en aquel momento era implicarse en el atolladero en que se larva el calvario de la droga. Pero, pese a aquel sentimiento de cabreo que lo envolvía, ahondó Andrés en su fuero interno. Observó aquella mirada de la muchacha, como la del perrillo que pide tregua, llevada de cierta desesperación, y que, sombra reticente y esperanzada, se había quedado como paralizada en mitad de la calle. Así, los puntos exacerbados de su singularidad egocentrista le increparon esta vez trastornándole. Casi se avergonzó. Su inhibición resultaba ahora excesivamente mezquina.

-Pero, a vosotras dos ¿cómo coño se os ha ocurrido pasearos por Marruecos? ¿Qué demonios os ha traído aquí? ¡Jodeeer!- Retuvo el aliento Andrés- ¡Y qué esto me pase a mí!... ¡Os venís a Marruecos como quien se va a Palma de Mallorca!... Que aquí, quien se viene sin farlopa, cuando está metido en ese bollo, o se muere o se la juega.

-Ayúdame, tío...– Rogó Patonia- Estoy acojonada. Esta tarde tuve que salir corriendo con el dinero, porque un cabrón nos estaba liando a Mónica y a mí. Y la muy gilipollas, con tal de meterse el periquito, estaba dispuesta a soltarle toda la pasta.

-¡Ah!, por ahí iban los tiros...

-Está fuera de sí... ¡Culpas por aquí, culpas por allá!

-¡Joder, vaya vacaciones que os habéis montado! Que pasa ¿qué le comieron el coco a tu amiga Mónica con los camellos?... Y de pasta, flojas ¿no?.

-Lo justo, tío.

-¿Y cómo pensáis volver a Madrid? Porque, con el tema de la farlopa...

-Tenemos billete de vuelta desde Marrakesh para dentro de quince días.

-¿Quince días dando tumbos por Marruecos? Y encima con una yonqui. Pero ¿de dónde coño os habéis escapado las dos?

-Venga, tío, ayúdame- Hizo caso omiso Patonia de las indirectas de Andrés- Tengo aquí una dirección... me la ha dado uno de la pensión... Préstame algo. Te lo devuelvo...Te veo en Madrid, palabra, y te lo devuelvo.

-Pero, si no es por el dinero, joder... Es que os la estáis jugando... Pero ¿tú sabes lo que es liarse con camellos marroquíes?... Esta tarde ya han intentado jugárosla... y ahora te fías de una dirección que te han dado en la pensión en que os habéis metido. Te aseguro, amiga, que pasearse por Assilah, de noche, y con dinero en el bolsillo, es jugársela también. Aquí hay ciertos barrios que se las traen.

-Acompáñame.

-¿Que te acompañe?- Repitió Andrés con una expresión durísima en sus ojos- Pero ¿qué coño dices, tía? Te crees que me he vuelto majara.

-Mónica está muy mal... Venga, tío.

-Tú te estás buscando que nos aporreen por ahí- Parecía mostrarse más conciliador Andrés- ¿Cuánto necesitas?

Patonia revoloteó los dedos índice y medio.

-¿Seguro?

-Es lo que me han dicho en la pensión.

-¡Qué mal rollo! En menuda me estás metiendo... A ver esa dirección. Espero que no tengamos que arrepentirnos.

... Recorrieron algunos de los angostos mercadillos de Assilah. Revolotearon entre las porfiantes monsergas de los vendedores. A la noche atestada, que aún trataba de despertar el antojo del turista, se le inoculaba un ronquido de aspiraciones que jamás descansaba. Era como si Assilah, pese a los síntomas de asfixia, se prodigase a la búsqueda de una perenne respiración artificial que la elevara entre aquella brisa ardiente, acústica, de la Medina y del zoco, entre el parto ilusionado de sus ansiosas gentes, que se injuriaban entre sí, lanzándose una vez y otra el aliento de su angustia, con tal de absorber todos los destellos de la recalcitrante curiosidad de quienes la visitaban, proyectando sobre ellos todos y cada uno de los objetos que pudieran aguijonear su curiosidad. La noche vivía como almacenada en un destino que desconocía cualquier sedante para los nervios. Una crispación del existir siempre asomado hacia fuera. Era como una araña enorme codiciosa por aferrar entre sus patas todas las emociones de una exótica nocturnidad inextinguible.

Allí todo el mundo hablaba español. A cada pregunta se sucedía una oferta de compra. Los vendedores eran como brujos temibles, porque aplicando su gesto afirmativo a cualquier cosa que se les preguntara, aprisionaban a Andrés y Patonia, buscando en ellos, como premio, el despilfarro de la adquisición inútil. El calor se intensificaba entre aquel cerco estrecho de las cosas. Cuando dieron con la calle, Andrés estrujó entre sus manos el dinero que ocultaba en el apretado tejano.

-Aquí nos la jugamos- Dijo a la muchacha- No creo yo que con dos mil consigamos algo.

-Los de la pensión me aseguraron que sí.

-¿Tú no llevarás nada en ese bolso?

Negó ella con la cabeza.

-Mejor.

Enfilaron la callejuela, que era como un gran alfiler negro sobre cuya oscuridad asomaran unas cuantas tapias de ladrillo gris, y tras ellas varias palmeras. Cerrada sobre el fondo, en dos o tres de los muros, a izquierda y derecha, se abrían sus portezuelas sin número.

-La primera- Indicó Patonia- Es lo que me dijeron.

Golpearon.

-Joder, aquí no se ve una hostia- Exclamó Andrés.

Apareció un tipo tras encender una luz en el patio. No dijo esta boca es mía. Tenía un labio partido como si hubiera recibido una cuchillada en el pasado. Llamar a aquella puerta significaba que todo estaba acordado de antemano. Observó a Andrés y Patonia, y levantó cinco dedos de la mano.

-¿Cinco?- Mostró su disconformidad Andrés.

Patonia hizo un gesto negativo con la cabeza, indicándole que no aceptara.

-Te lo dije, tía... ¡Son unos cabronazos!- Trató de solapar el insulto el joven Cruz. Luego se dirigió de nuevo al del labio cortado- Oye, te tendrás que conformar con tres.

El camello se sonrió. La cicatriz del labio parecía fluir de la nada, como un tallo muerto que buscase el rostro y dejase a la vista la porcelana descascarillada de su dentadura. Mantuvo los cinco dedos alzados, con fría insistencia. Sus dedos, como una rúbrica de púas diabólicas, parecían ahondar aquella especie de tenebrosidad iluminada que, dejando su imagen en la sombra, procedía del patio.

-¡Cuatro, joder, y date por bien pagado- Exclamó Andrés.

-¿Y la mercancía?- Se inquietó Patonia.

El de la cicatriz, sin hablar, frotó el dedo gordo con el índice.

-¡Si, sí, el dinero! ¡No te jode!- Rebuscaba Andrés en su pantalón los billetes que ya había apartado de antemano- Pero queremos ver la mercancía, tío. Nada de jueguecitos.

Apareció un pequeño envoltorio: un papelillo de forma cuadrada en las manos del magrebí. Pero siguió frotándose los dedos, en espera del dinero.

-Cuatro- Insistió Andrés. Entonces el otro le pegó un empujón tan tremendo que el joven Cruz aterrizó en el suelo de tierra.

-¡¡La madre...!!

-¡Espera, tú, tío, no te vayas, ... que te damos los cinco!- Le conminó Patonia mientras Andrés se alzaba del suelo- “¿Llevas los cuatro ahí?” – Veló su voz dirigiéndose a su cabreado acompañante.

-¡Venga la mercancía, ... te damos los cinco! – Le dijo al camello, cogiendo los cuatro billetes de Andrés, que apenas se veían en la oscuridad.

Y rápida como una cobra, arrebató de la mano del de la cicatriz el papelillo blanco con la farlopa, mientras le tiraba el dinero a la cara. Luego echó a correr como una loca, incitando a Andrés a que la siguiera. El camello, que no había tenido tiempo de reaccionar, desbarrando algún exabrupto ininteligible, recogía ahora el dinero del suelo, como una sombra perdida entre aquella especie de pasillo de cementerio que era la callejuela.