sábado, 20 de diciembre de 2008

Hijos del Nilo


Autor: Tassilon-Stavros


*************************************************************************************


HIJOS DEL NILO (Egipto años 50)
 
 
*************************************************************************************************************************
  
  Por las tardes acudían al final de un caminito en cuesta, ya en las afueras de la aldea de sementeras, herbazales apretados, y casuchas rodeadas de barro entre los palmerales, Nur, la hija de Selim, el pescador, y el pequeño Jali, su hermano. La niña, cumplidos ya los catorce años, era flaca y tiesa, la faz bruñida como un óleo, ceñido el cuerpo enclenque por un vestido rugoso, de colores exhaustos, que olía a humillo envejecido, pegajoso, el mismo que se apretaba como un musgo bajo los fustes y las resecas grietas del adobe hogareño, que compartían con Hamida la tejedora, su anciana abuela. Jali, de cinco años, esquiladito y leve como la caña del papiro, la mirada blanda y morena, lucía entre el ropón resquebrajado de su yilbaba un vientrecillo trigueño, terso y socavado. Umm Sarwat le dio a luz al tiempo que entregaba su alma. Selim había fallecido meses antes entre la gran oleada de peregrinos accidentada en un puente próximo a la Kaaba, mientras cumplía el mandato del Profeta. 
 
  En lo hondo, la placentera umbría de las palmas formaba un verdor tibio y cerrado sobre la raíz de los troncos. Y desde el gran río de los ritos, como aliento delicioso, se alzaba una calima azulada que atravesaba el palmar al igual que una dádiva de aguas míticas; como si arrojasen un óbolo de sumisión adormecedora al viajero, al vagabundo, al menesteroso.
 
  En la ribera alzaba su brazo Ahmed. Sus ademanes burlones, la esponja pringosilla de su risa, la masa encendida, cruda y rayada de la yilbaba sobre sus hundidas ijadas, y todo cuanto le rodeaba parecía impregnado de la dulce pereza de la tarde. Se hallaba en el regazo diminuto de una charca, y se asomaba, avizorante sobre la grada mutilada de la vieja faluca de Harún, su padre. Subió ahora la voz, observando la plenitud andariega de los otros niños. Nur y Jali daban un grito, como si se despeñasen en el retozo de la pequeña ladera. Se enardecían las negras pupilas de Ahmed, sus ojos exaltados les advertían de las caídas, dichoso bajo el fuego leonado que brincaba sobre las aguas anchas del Nilo, que más allá se desplegaba abrasado como un mar. Penetrándolo todo, llegaban las risas. La comitiva era reducida. Nur golpeaba el costado de Numrruu, su burro, que, siguiendo sus hábitos testarudos, siempre erraba entre los herbazales, o remoloneaba entre algún vertedero, haciendo caso omiso del rebullicio infantil de Jali, o de la voz caliente y sencilla de Nur. El racimo enjuto de sus manitas se hundía en la testuz cenicienta del jumento, más voluntarioso para perderse entre los jugos de las sementeras que para dejarse arrastrar por la varilla jerárquica del ama. Jali le trastornaba con sus risotadas de alarido, le tiraba del leño ondulante del rabo, le apuñazaba las mandíbulas, y le hablaba en el oído murado de sus orejotas. Los niños esparcían sus gracias marimandonas, y el jumento, ya agoniado por la prisa, se entraba con ellos, medroso, entre aquellos limos eternos frente a los que se mecían los restos desarbolados de la barca de Ahmed, que hincaba ahora la percha en el estaño mortecino de la charca.
 
  Nur y Jali, lindantes con el río, tras empujar a Numrruu y apartarlo de las hierbas acuáticas, por miedo a que pudiera hundirse en la poza, acogieron impacientes al barquero. Ahmed apoyó la larga percha en la ribera, frente al relumbre indiferente de los ojos de Numrruu, que giró en una vertiginosa pirueta, refugiándose entre el herbazal silvestre, pronto a satisfacer su hambriento estómago.
 
       -¡No te alejes, Numrrruu!- Exclamó Nur.
 
 Y el burrillo agachó el dorso de su cuerpo con expresión de porfía. Jali, ya en la barca, mostraba glorioso su costrilla humana, engullía con ansia el aliento delicioso del momento, porque su niñez tenía el ímpetu, el embelesamiento, el fervor del gozo, mientras su bruna cabecilla se copiaba, como en un sueño, en el espejo del agua. 
 
  Le reconvino Ahmed: 
 
        -¡Te vas a caer, mocoso!
 
 Se puso de pie. Nur se había recostado, y, como una clámide de dulce ascua que revoloteara henchida por entre las brisas del Padre Nilo, señaló un familiar y centelleante triángulo de grullas...
 
       -¡Allí, Ahmed, allí...!- Gritó entonces Jali.
 
  La charca no era más que una estrecha lengua sobre el limo del río, en la que se clavaba incansable la percha de Ahmed. La barca se deslizó, penetrando hasta el fondo del canalillo.
 
       -Ahora, Ahmed,... allí, ¿no los ves?-
 
 El cuerpo cenceño del muchachillo se destacaba coronado de sol, y caló la red sobre la acuática pátina azulada, que se hundió como una hilatura de plata de la más viva claridad. Lanzó Jali un grito de júbilo, asomándose por el pretil de la barca. 
 
       -¡Los vas a espantar, mocoso!- Se oyó la voz de Ahmed, firme como un mandato. 
 
A poca distancia se mostró, orondo, sorprendido, y, finalmente, atrapado por la rápida marcha de la red, un pequeño banco de ialtrys, que se ovillaban como ocultas brasas amarillentas cerca de las riberas, bajo el vendaval de luz que formaran las viejas aguas del Nilo. Nur aspiró el amor del agua, en aquel atardecer de beatitud y llenura. 
 
       -Mira, Ahmed, el búfalo de mi primo Akbar- Indicó luego la niña. 
 
  Pastaba el animal en una playita de juncos, lindante a la charca. A poca distancia, en su magníficamente arbolada faluca, pescaba Akbar. Fue el principio de la tristeza de los niños. 
 
      –Mi abuela dice que Akbar ya nunca se casará con tu hermana Fátima... Mi abuela dice que si a Harún, tu padre, que se fue a El Cairo, ya va para dos años, a ganar dinero para su dote, Dios lo hubiera colmado de venturas, ya habría vuelto.
 
  Ahmed la escuchó, mientras Jali le ayudaba con la red, dichoso como si despertara de un sueño de grandezas. 
 
     -Mi abuela dice que Akbar es un buen muchacho, que siempre ha sido un novio formal, pero que Harún, tu padre, no regresará porque El Cairo provoca deseos que los hombres no pueden dominar,... porque hay mujeres que son como hijas de serpientes que obligan a los hombres a olvidar a sus familias..., y que, contra el mandato de Dios, se convierten en padres desconocidos, porque esas mujeres embrujan su alma e impiden que Alá oiga las plegarias de los que aquí quedaron huérfanos.
Los ojos de Ahmed echaron chispas. Y recordó aquellas grandes embarcaciones aderezadas de galas pecaminosas, entre un estruendo de multitudes, que, frecuentemente, surcaban el Nilo, dejando una huella de la emoción peregrina, casi abominable, de aquellos extranjeros que en la aldea llamaban británicos. Y todo el rumor del palmeral le gritaba la desaparición de Harún. Soltó la red el muchacho y se incorporó jadeando: 
 
       -¡Tu abuela!... ¡Tu abuela no es más que una vieja chocha! Que Dios la perdone y tenga compasión de su alma, porque también ella habla como una hija de serpiente, y hace llorar a mi madre y a mi hermana.
 
  Nur suspiró.
 
       -No te ofendas Ahmed, te lo ruego. Dios es misericordioso... Tu padre volverá.
 
  Ahmed contuvo un sollozo, y, dulcificado, dijo:
  
       -Tu abuela es libre de hablar lo que quiera. 
 
  Jali estiró su hociquillo, y puso su mano ondulante, suave y triste, sobre el brazo tenso de Ahmed. 
 
    -Pero yo no voy a esperar más, ahorré algunas libras de la última venta de los barbos y cromis- Frunció el ceño el muchacho- Oíd esto, porque Dios me va a ayudar para que todo salga bien. Me iré muy pronto. Voy a probar suerte como los demás que se marcharon y volvieron. Entonces tu abuela sonreirá, y no podrá decir que Harún es un padre desconocido para nosotros. Tú reza por mí, Nur.
La niña había movido su cabeza con gesto interrogante:
 
      -¿Y cuándo será eso?... 
 
     -¡Pronto, y espero que Alá oiga tus plegarias!
 
*
     ...-¡Numrruu se muere!... ¡Numrruu se muere!- Se desgarraba, helada y trémula, la voz de Jali. 
 
  Las mujeres dejaron su horno, la anciana Hamida su telar, Ahmed su barca, y los hombres sus mil quehaceres artesanos. La aldea se cerró en pos del pobre jumento, y hasta las aves del gran cielo se detuvieron en su copa de palmas. Con los bracitos tendidos y vibrantes, Jali, entre sollozos, se crispó luego en un reverencia de amor como si trenzar pudiera con sus manos temblorosas las oquedades del vientre de Numrruu, o las desolladuras de sus patas de felpa. A Nur la trababa la flojedad de sus rodillas, hasta que acabó postrándose ante el belfo colgante del jumento. Le miró las pupilas vidriadas, y después gritó horrendamente entre lágrimas:
 
       -¡Numrruu no te mueras!... ¡Numrruuuuuu...! 
 
  Un viejecito enteco tendió su índice frágil:
 
       -Tiene el veneno entre sus dientes. 
 
  Y los dedos de Nur saltaron hacia el tajo monumental de aquella bocaza, entre los que fermentaba una costra parda, y arañó el hocico dentado de Numrruu como un enloquecido creyente que arrancara de un pórtico los símbolos de la abominación. Entonces Numrruu dio un vuelco, sus patas quedaron yertas, se le hinchó la tripa, y las membranas untuosas y alargadas de sus ojazos se perdieron para siempre en un lugar de olvido, como las órbitas gelatinosas de un ciego. "Dios creó la vida y la muerte, y ese misterio siempre hizo estremecer a los hombres"...
 
*
  ... No, él no haría lo que su padre. Ahmed el barquerillo vio claro. Por el Nilo avanzaban las falucas cargadas, los palmerales se extendían por todas partes. El Nilo y sus aldeas formaban un pequeño universo que jamás cambiaría. Pero los hombres huidos desfiguraban las familias, y él no deseaba presenciar la destrucción de su mundo. ¡A Asiut! Su línea férrea lo llevaría hasta El Cairo. Recordaba muy bien la primera carta de su padre. El largo viaje y su dirección estampada en el sobre. Alí el barbero se la había leído varias veces, y él la guardaba como un tesoro. Tras la muerte de Numrruu los días pasaron como una exhalación. Le causaba cierto orgullo la consideración de que él era el único muchacho del pueblo (había cumplido ya los quince años) capaz de emprender aquella aventura de hombres. Su madre y su hermana se consumían lentamente, y no discutieron la marcha de Ahmed. Fue en la víspera de la partida, cuando Nur y Jali transfundieron su sustancia de niños, y se incorporaron a la ajena: a la del hombrecito Ahmed.
 
      -Pero una chica es distinta- Puso reparos el muchacho- Y a Jali le espantará el tren. Me traeréis mala suerte. ¿Y tu abuela? Su cólera no tendrá fin.
 
       -Cuando lo sepa, ya estaremos lejos. Luego todos nos envidiarán, porque Harún, tu padre, volverá con nosotros- Expuso Nur decidida- Y Jali no es cobarde. 
 
  El pequeño ratificaba con la cabeza.
 
      -Llevaré dos mantas, las venderemos. Tenemos dátiles, pan y queso, ¿verdad Jali?
 
      -¡Sois hijos de una loca!- Rió Ahmed...
 
  Aquella mañana, cuando tan sólo despertaron los perros, atravesaron los niños el suelo fértil donde crecía el sorgo, el trigo y el maiz de los fellahin. Bebieron en un sâdüf. Y luego salieron al camino alto con bordes de cactos y cambroneras. Un racimo de camelleros observó con curiosidad risueña el andar rítmico y decidido de los niños, protegida por su pañuelo la cabeza de Nur, dobladas las capuchas sobre las yilbabas de Ahmed y Jali, las sandalias de cuero enrejadas en sus piernecillas leves. Una conciencia de goce movía sus corazones. Y miraban a su alrededor como si todo les perteneciera. La carretera polvorienta de Asiut se recortaba hasta la lejanía. Por un lado el viejo y duro oleaje de arena, por otro, el relumbre distante del Nilo, y la coloración húmeda, tierna y vegetal de los campos labrados.
Un viejo coupè que había aparecido de pronto y que, desde la distancia, parecía luchar por seguir adelante sobre el aquel fuego arenoso de la arteria, se salió de la misma. Luego, ante el asombro de los niños, se abrió una puerta. Bajó una mujer rubia. 
 
     -Es una británica- Dijo Ahmed. 
 
     -¡Tráetelos!- Exclamó en su idioma una voz de hombre que permanecía en su asiento. Nos servirán de escudo para pasar el control de Asiut. 
 
     -¿Asiut?- Inquirió Ahmed. La única palabra inteligible resonó en sus oídos como un zumbido mágico. 
 
     -Tengo miedo- Dijo Nur. 
 
  La mujer rubia miró a Jali y sonrió.
 
      -¡Asiut, sí, sí, Asiut!- Repitió Ahmed.
 
      -¡Que suban ya! 
 
  Otro hombre abrió la portezuela. Observó el muchacho sus enormes botas, y una extraña correa militar con balas de revólver alrededor de su cintura.
 
     -¡Venga, subid al auto!
 
  Resopló el coupè como un torbellino. Los hombres parecían airados. La mujer, algo confusa, discutía con ellos. Los niños apenas respiraban. El coupè se bamboleaba, y Jali tuvo un pequeño espasmo:
 
     -¡Voy a vomitar, Ahmed!- Paseó el niño su mirada horrorizada ante el paisaje en movimiento, mientras hundía su barbilla en el pecho de Nur. 
 
  Ahmed se rió: 
 
      -Aguanta Jali, nada vamos a perder si con estos británicos llegamos antes a Asiut.
 
      –Mi abuela dice que son una raza de demonios- Aventuró Nur. 
 
      -A mí me parece bien, pero reza al Profeta si así lo quieres.
 
  ¡Asiut!: por fuera, oleosa y verde, hervían los vapores aceitunados de las labranzas. Por dentro, temblorosa de turbantes y yilbabas, buscaba la umbría entre sus callejones abovedados, frente a los toldos de los bazares y los muros amarillentos. El sol caía a plomo, y como un ave gorda que atravesara el azul, se revolcaba, cegador, sobre las techumbres, y brincaba a lo largo del surco resquebrajado de los caminos. Llegaron los viajeros por la puerta oriental, entre un griterío de buhoneros y el roznar de los camellos. Jali había vomitado, mientras la mujer rubia, salpicada, se dirigía, con voz contrariada, a los otros dos hombres: 
 
    -¡Cállate la boca!- Disminuida ya la velocidad, el conductor le hizo una expresiva mueca. Ella se apretó entonces a los muchachos, con fingido cariño.
 
     -¡Queremos irnos!- Replicó Ahmed. 
 
  Los hombres refunfuñaron: 
 
      -Hay muchos policías- Dijo ella- ¡Pisa el acelerador de una vez!
 
      -¿Adónde creen ustedes que van?- Asomó por una ventanilla el rostro crispado de un guardia. 
 
      -¡Estamos limpios!- Dijo el conductor alzando las manos.
 
      -¿Y esos niños?... ¿Quiénes sois?- Preguntó en árabe el policía a Ahmed, que pugnaba por salir del coche, empujando a Nur y Jali.
 
       -Vamos a El Cairo. Ellos nos han traído hasta Asiut. 
 
  Se acercó otro vigilante con un par de fotos en la mano: 
 
    -Parece que andan ustedes un poco perdidos... ¡Son ellos, los sujetos de Assuan,... que bajen inmediatamente!- Habló en árabe. 
 
  Ahmed había observado la cartuchera en uno de los asientos delanteros. El conductor y su compañero dejaron de sonreir. Se escuchó el alarido de la mujer, al tiempo que un disparo destrozaba el rostro de uno de los guardias. Ahmed forcejeó con la puerta del coupè, y a empellones lanzó a Nur y Jali fuera del mismo. Tras el tiroteo, las gentes se habían refugiado en los soportales. Los ocupantes del coche habían muerto.
 
      -¡Los británicos, siempre los británicos!- Hincaba la cuña humana su desprecio sobre los cadáveres.
 
*
  Aquel recinto articulado de los vagones ofrecía una convulsión heterogénea de cuerpos siluetados por entre los cantones acuchillados de las ventanas angostas. Un pulmón escamoso y negro que aspiraba la densidad desértica, que unas veces orillaba el Nilo y otras ahondaba en el misterio pedregoso de una tierra aposentada en los tesoros de sus tumbas. Hasta Al-Minya llegó el aviso telegráfico del enojo de Hamida. Nur y Jali, sumidos en llorosa consternación, debían ser restituidos a la aldea de inmediato.
 
  La vivacidad propicia de los trenes coronaba los vagones atestados: "¿Qué pecado he cometido? Mi hija ha muerto, y mi yerno me ha echado de casa"..."¡Y para mí no hay sermón piadoso que me cure el corazón! Quiera Alá salvarme en un hospital de El Cairo"... "El hombre propone y Dios dispone.." "Yo lo he perdido todo: mujer e hijo. ¿Tanto he de merecer por ser un pobre hombre y alabar siempre la sabiduría del Señor?"... "Yo estaba sano y fuerte como un búfalo, pero ahora he perdido todos mis dientes, y el bribón de mi hijo me ha abandonado. Rezo al Profeta para que me los devuelva" "Está en manos de Dios que en El cairo encuentre trabajo, quiero vivir una nueva vida y hallar una esposa honesta"...
 
  Oscilaba así la mirada curiosa de Ahmed entre los comentarios de los viajeros. El sobre de su padre pasó de mano en mano: "Naciste bajo una buena estrella, muchacho, porque yo vivo cerca", le dijo un viejecillo, "No es más que un callejón de Gizza: el Muski"...
 
  El tren irrumpía ya en la ciudadela cairota, entre el oleaje atronador de la muchedumbre, Ahmed, pálido y medroso, siguió al anciano. Fuera del recinto de la estación, se encrespaban las voces, los relinchos que arrastraban las calesas. El Cairo peligroso, desbordado y fanático.
 
  ... Cuentan que Harún rechazó a Ahmed. Que el esperado contento del padre se mudó en una frialdad sarcástica. Que la mudez le plegaba el rostro, porque otra mujer premiaba las complacencias del esposo, mientras en sus ojos brillaba un destello de crueldad: 
 
     -¡Harún no volverá jamás!
 
  Una extraña luz se encendía ahora en los ojos del padre.
 
    -"Sólo Alá tiene la llave mágica que abre todas las puertas"- Se dijo Ahmed...