domingo, 19 de marzo de 2017

Los niños tienen p... Las niñas tienen v... -I-






Autor: Tassilon-Stavros









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LOS NIÑOS TIENEN P...


 

LAS NIÑAS TIENEN V...  -I-



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¿SEGURO?





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La disforia de género no es un trastorno patológico.
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La sexualidad está en el cerebro, no en los genitales con que se nace.


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Al gran Alberto Sordi
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Vagas imágenes del último mes y especulaciones abstractas, que todavía no había logrado definir, se mecían humildemente resignadas en la mente de Berardi Carluccio que, manguera en mano y en bata matutina, se dedicaba aquella espléndida mañana de dominguero sol primaveral a regar los macetones floreados que revestían, de lado a lado, los cinco escalones que daban entrada al lujoso chalet heredado de su padres, don Berardi Césare y donna Martelli Anna de Berardi, fallecidos en un triste accidente automovilístico cuando se dirigían a uno retiros espirituales en Al Casaletto de Monteverde en Roma, dueños de una floreciente tintorería, que ahora regentaba Carluccio en la histórica ciudad. Apareció en la puerta Rosetta, su criada, una clásica matrona italiana metida en carnes, de aspecto saludable y tez colorada, que cuidaba de Carluccio y de todas las labores concernientes a la casa, desde la desaparición de sus padres:

 -Signore, vaddo a messa...

 -Sí, sí, vada, vada...

El mundo de Carluccio parecía así desligado de ataduras y otras suertes de apremios, como un soltero de buen pasar y muy saludable temperamento. Pero el síntoma de que todo lo que el mundo puede ofrecerte si uno es económicamente fuerte,  y los menesteres subalternos y artificiales se hallan satisfechos y uno parezca vivir sin tragedias que te agrien la cotidianidad, puede ser un mal traidor y no jugar limpio. Y es que Carluccio se había desposado iba ya para tres meses. Y aunque ahora trataba de nivelar sus humores regando las plantas sin cesar, andaba achuchado por los alifafes dolorosos de aquel a quien ya no se le puede sanear el momento con el dicho post matrimonial de "Beato lui, y que con salud lo disfrute", dado que el que debía haber sido un vivificante funcionamiento de sus días de casado se hallaba ahora completamente seccionado. 

Pero Carluccio, sumido en la inopia más profunda, se negaba a reconocer que sus tres meses de connubio en realidad no habían sido ni muy oreados y alegres, ni muy saludables ni rentables en intimidad. Y se devanaba los sesos a fin de lograr entender por qué demonios su consorte le había abandonado. Claro que si el bendito Carluccio se hubiese entretenido en reflexionar sobre su situación de coyunda con más inteligencia y menos romanticismo, habría acabado por reconocer que en su joven consorte se había cocido, ya desde el primer mes, una extraña falta de conciencia conyugal. Y que al irse de casa no era una puñalada trapera en el corazón lo que le había asestado, porque en realidad lo anduvo tratando, ya desde su chocante noviazgo, como a un pardillo inocentón perteneciente al subgrupo idílico de los panolis enamorados. Pese a todo, no se atrevía a protestar, adoptando la actitud de quien acepta cualquier revés resignadamente, dejando así pasar los días de su inexplicablemente fracasado himeneo y tratando de acomodarse, aunque con sus interioridades alteradas, a su antigua y rutinaria disciplina de soltero.

Su joven y linda mujercita, Roberta Nicoletta, iba ya para tres semanas, se había mudado, de la noche a la mañana, sin comentario alguno, a casa de su madre, y desde entonces no había dado señales de vida [ni ella ni toda su parentela, un auténtico matriarcado de mujeres bigotudas donde todos los hombres -ya fueran maridos, hermanos o primos- la habían palmado años ha] Y él, aunque con la moral por los suelos, no se había atrevido a explicitar en sus actitudes cotidianas la menor palabra de reproche hacia la situación de abandono a que se hallaba sometido por parte de la caprichosa consorte. Había aceptado todos los chocantes fundamentos [pese a que, por más que le diera al caletre, no hallaba ninguno], que podrían haber impelido a Roberta a perpetrar tal decisión de abandono del domicilio matrimonial. Pero, ante todo, se trataba de obviar el temor al escándalo entre los medios reaccionarios en que Carluccio se movía, o evitar los comentarios que sus trabajadoras de la tintorería pudieran traer a colación, subrepticiamente, en sus horas de actividad laboral, mientras él no les echaba el ojo.

Y aunque Carluccio se había esforzado en proporcionar a Roberta, con su mejor disposición económica,  [boyante, gracias al buen funcionamiento de la tintorería Berardi], y con su temperamento y entusiasmo romanticoide, un disfrute hogareño sosegado y cómodo, almibarado con los dengues dulzones de los consabidos tonos nupciales que resuenan en los culebrones televisivos, a su complicada consorte, que al parecer no era de tendencias gastadoras y rumbosas, las pompas rosáceas y vanidades burguesas de aquel mundillo convenientemente bien holgado [del que cualquier mujer, ¡qué ironía!, no habría tenido el menor motivo para quejarse] se la traía al pairo. Es más, como Roberta [que hay que reconocer que no era el más delicado nombre de mujer que pudiera encontrarse] carecía por lo visto del menor concepto de distinción que se exige entre esas sociedades formadas por amistades honorables pero más bien carcas que lo único que lograban, sin que ella lo disimulara en absoluto, era alterarle los nervios, siguió mostrándose terca como una mula, negándose a celebrar reuniones refinadas con señoronas [casi todas viudas] y algunos de los pocos y honorables maridos que quedaban. 

Y cuando Carluccio se ponía a tiro con sus esperas anhelantes, piropeándola con aquel verbo fluido y melifluo de casado en ayunas en lo que a la consumación marital se refería: "¡Tesoro, Robertina,... ¿por qué me rechazas? ¿No ves que ya no puedo más? Te voglio tanto bene!", ella cacareaba muy nerviosa y cargante: "¡Déjame en paz, idiota! ¿Cuántas veces tengo que decirte que no vengas a ronronearme a la puerta como un gato en celo, pezzo di farabutto, mascalzone!".Y así, noche tras noche, dale que te pego. Con todo lo cual, Roberta, tan poco propensa a la gratitud, se encastillaba en su aposento-fortaleza cual doncella sin desflorar, ¡ni ganas!, que era como si anduviera sobre ascuas en sus tendencias poco conmemorativas del estado connubial. 

Y como al parecer no tenía arrestos para comportarse como la esposa soñada, sino más bien como hembra machorra que no se detenía en barras frente al marido no menos terco y ansioso por probar el bocado que hasta entonces ella le había prohibido, cogió el portante una mañana, largándose del domicilio conyugal como una donnaccia romana, despótica y vengativa, que quisiera ponerle en claro al chulángano de turno [¡su paciente compañero de altar esponsalicio, todavía, como ya sabemos, en total ayuno!] que hay costillas, vulgo consortes, a las que no entiende ni Dios, y que aunque se comporten como gallos de pelea, a veces se transforman también en zancudas aves migratorias o tan gallináceas como las tumultuarias gallinas, y que por pertenecer a ese universo zoológico que siempre depara tantas sorpresas, evitan cuanto pueden y sin soltar cloqueo alguno -seáse un mínimo de esclarecimiento-, servir de comilona rijosa al zorro que le enseña la patita cada noche por debajo de la puerta. 

Y si Carluccio hubiese leído alguna vez, aunque fuera en italiano [aunque ¡ni por esas!] "El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha" quizás podría haber tropezado con la sabía reflexión del incomparable personaje de Miguel de Cervantes cuando aseguraba: "Que las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias"... o lo que se tercie en este mundo de mamíferos que tanto parecen añorar las ubres maternas, añadiríamos nosotros. Y por ello mismo, como un borreguito acorralado y con escasa sesera, Carluccio seguía esforzándose ahora por todos los medios en ocultar la completa desnudez de su debilidad, que, de salir a la luz de forma tan insultante, podría multiplicar sus efectos escandalosos ante la conservadora y religiosa sociedad que rodeaba su pudiente mundo no menos tradicionalista. 

En consecuencia, el marido desatendido intentaba superar, sin conseguirlo, claro está [especialmente frente a las miradas de compasiva benevolencia que por aquellos días le dirigía su fiel Rosetta, quien también atribuía la anómala coyuntura que ahora ensombrecía la vida doméstica de su señorito a una natural trifulca matrimonial tan habitual en toda historia de amor entre hombre y mujer] aquel trance incomprensible. Él había soportado con la agonía que comportan [como insisten los machistas] las neurasténicas rarezas de las mujeres, la no menos atrabiliaria apoteosis de rechazos en que se había atrincherado desde la misma noche de luna de miel la bella Roberta, sobrellevando, pero sin dejar de rechistar, las misteriosas razones con que ella le repudiaba, por lo general de forma irascible, sin ofrendarle el menor tipo de razonamiento, salvo el de adornar cada uno de sus desdenes, además de con algún que otro empujón, con una frase de ventolera a destiempo: "¿Quieres no insistir, so imbecille, mascalzone?"  

Y Roberta siguió de esta forma entenebreciendo las noches de insatisfacción de Carluccio, impertérrita como una marmórea medusa, tolerando desde el primer minuto que puso el pie en el domicilio esponsalicio aquellas insondables jornadas maritales con un rigor evasivo y destemplado de harpía, como si se tratara de una efímera aventura de noviazgo que, aunque había acabado en el altar, no tuviera derecho a ser consumada. Y como si le importara un bledo cualquier comentario que pudiese llegarle de fuera, lo único que hasta entonces había puesto al descubierto es que su unión con "il signore Berardi figlio" tenía todos los visos de ser una inmensa mentira romántica, un cargante bodorrio infectado así de gusanitos protectores en lo que a la consorte femenina se refería, que a Carluccio le pudrían el alma, pero sin dejar de soñar con la futura noche en que ella pudiera mostrársele más propicia para intentar su ansiada coyunda sexual. Pero Roberta, rehusando cualquier conato de compañía marital, no cejaba en su empeño de encerrarse en la otra habitación que ocupaba, empecinada desde el primer día en negarse a compartir tálamo con él. 

Y así, en aquellas extrañamente patéticas y agitadas nupcias no sólo se acumulaba la ansiedad y el desconcierto del marido despechado y de la esposa inexplicablemente díscola, sino la dolorosa visión, ahora que sus flores reverdecían, del capullo frustrado que no había acabado de florecer. Y mientras lanzaba sus manguerazos a diestro y siniestro, no dejaba de repetirse a sí mismo, cavilando con precisión las situaciones de aquel delicado proceso que lo sumía en una lloriqueante demostración de su impotencia frente al corrosivo vigor casi feminista de su desabrida Roberta. Su mujercita había sido capaz de forzar hasta límites inexplicables aquella inesperada rivalidad entre ambos nacida de un empecinamiento progresivo [cuyos actos rayaban ya en una especie de pérfida muestra de incomprensible desprecio hacia su masculinidad] a no cumplir con los ritos de íntima entrega física que la Santa Madre Iglesia, sancionadora de su unión, exigía del sagrado vínculo marital. Pero Roberta, toda ella plena del atractivo femenino más deseable, había seguido rehuyendo cualquier conato de lujurioso recogimiento nocturno con su cuerpo, perpetrando contra él una especie de burlesco, avinagrado y repetido vilipendio hacia sus naturales deseos sexuales. Y ventilando así, con furiosa dignidad incomprensible, todo contacto sentimental y carnal con Carluccio, había logrado convertir aquellos dos meses y una semana de matrimonio (no incluía ya las tres semanas restantes que llevaba viviendo en la casa materna] en una sueño dantesco del que tan sólo ella había logrado huir, aunque sin esclarecimiento alguno, y dejando a Carluccio como al pánfilo indefenso y todavía enamorado que era. La ojeriza descabellada de Roberta se refundía en constantes carcajadas frente al romanticismo ternurista, a lo edad del pavo, con que él trataba de agasajarla. 


Y aquellos melodramáticos lamentos amorosos, equiparables a los cocteauanos de la gran Anna Magnani en "La voce umana": "Robertina,... ti amo, ti amo, ti amo!", le resultaban tan cómicos que sin dejar de reír como una pazza, se entregaba con la misma obcección a su acostumbrada y despreciativa chaladura de matriarcal severidad. Finalmente, y por el motivo más nimio, se divertía mortificándole, y en este trance de cachondeo, se burlaba de él llamándole "Romeo idiotizado", "cursi redomado, o "encabritado sátiro insolidario y mascalzone", hasta acabar soltándole cada vez que él trataba de acercársele más de un cate con su mirada fulminante, porque Roberta, todo hay que decirlo, tenía mucho de brutísimo zascandil adolescente: 


-"¡Ni capullo siquiera... -seguía lamentándose para sus adentros Carluccio- ¡Un árbol rasposo, muerto, ¡aooo!, un... un... una plaga destructiva, esa es la verdadera conciencia de Roberta. ¡Desagradecida, orgullosa, porque a ver ¿de qué me ha servido mostrarme indefenso como una enamorada víctima que pide que le socorran mientras trata de alentar lo que mi condición de marido exige? Me tengo que volver un monje, ¡aooo!, casto y puro, y esconder noche tras noche la fogosidad de mis deseos! ¡Roberta, Roberta ¿por qué te ríes de mi amorosa desesperación?- siguió devanándose los sesos en soledad, sin dejar de soltar manguerazos a las indefensas macetas, y utilizando de nuevo sus expresiones de folletín - La culpa, ... la culpa la tienen las mujeres de tu familia, que más que mujeres parecen centinelas medievales de "Castel Sant'Angelo" ...¡No me extraña que tu padre muriera a los cuarenta años de un infarto! ¡No hay más que ver a las bigotudas de tu madre y de tus tías, solterona una y viuda la otra, ¡aooo!, auténticos cardos con pocas ganas de disfrutar de la vida! ¡No son mujeres sino monjas de clausura, con cara de carabinieri!"

En fin, que si a Roberta le dio el arrebato y, ¡zas!, visto y no visto, se largó del chalet con lo puesto, era porque no sólo había caído en la cuenta de que no se sentía feliz a su lado ["Pero ¿por qué?... ¿por qué?, ¡aooo!", se repetía incansablemente Carluccio], sino porque, -es un suponer-, se habría hallado de pronto acometida por la higiene de la casta vergüenza a entregarse a los placeres carnales, o porque, ¡cualquiera lo habría dicho!, no iban por ahí sus inclinaciones y tendencias femeninas, que era como seguir sacándole provecho al músculo virginal, que para eso había estado púdicamente protegido durante veinte años. A lo mejor también lo que pasaba es que, después de haber soltado el "si quiero" ante el altar, podría haber llegado a la conclusión inesperadamente de que no era más que una mojigata [aunque con un genio de mil demonios], y que eso de ponerse de piernas a la remanguillé ante el rijoso Priapo en que se había convertido su contrayente era cosa de indígenas amazónicos o de ansiosas ninfómanas, "¡hala, hala!", o de indefensas doncellas, "¡qué horror!", que, al igual que aquellas infantas godas prisioneras en los torreones feudales, no tenían más remedio que dejarse mancillar por los más pecaminosos ataques y la lujuria repugnante, "¡hala, hala!", con que algunos bárbaros normandos, velludos, apestosos y con bigotes y melenas de medio metro, tanto disfrutaban violentándolas como trofeos de guerra allá por la era de las invasiones. Claro que aquello era ya mucho elucubrar, porque el pobre tintorero Berardi Carluccio habría jurado ante cualquier juez, en el caso extremo de tener que recurrir al divorcio, que en sus tres meses y medio de matrimonio, sin contar las dos semanas en que se pusieron de novios, allí no había habido más normanda que Roberta [nombre este muy apañado para aquella garrida joven, de buenas carnes, puesto que normando -también apodado vikingo- era el origen de su patronímico, y Roberto, llamado el Guiscardo, instalado en la Apulia medieval, al sur de Italia, allá por el filo del año mil, fue el más famoso, bigotudo y barbudo de estos vikingos capaz de enfrentarse con sus bandas de mercenarios a las guarniciones de Bizancio que aún formaban una gran cabeza de puente militar en la primitiva bota italiana, desbaratándolas y desalojándolas de allí entre aterradores baños de sangre]. No era, pues, de extrañar que, visto lo visto, los íntimos instintos de Roberta Nicoletta se pareciesen más, por poner un ejemplo, a los de un profesional de lucha libre que a los de una sumisa desposada, porque ya en su luna de miel en Venecia había estado repartiéndole estopa a su desmarrido cónyuge como un lancero bengalí que quisiera defenderse de las acometidas itifálicas de otro lancero bengalí de dudosa masculinidad. En efecto, en el regreso a Roma, Carluccio había aparecido cubierto de tiritas protectoras de inexplicables arañazos por todo el rostro, y con el ojo derecho a la funerala], y cuando intentó explicar a sus amistades [ya que no a su suegra ni al resto de parientes de su mujer, que, todo hay que decirlo, no preguntaron nada; se conoce que estaban al tanto de las brutales características defensivas de Roberta] el motivo de aquella especie de inmolación sangrienta que lucía su cara junto al verdugón del ojo, no se le ocurrió mejor excusa que soltar con sentido casi deportivo: "¡Que voy a decirles que no sepan!", cuando en realidad lo que hubiera deseado es que viniera San Antonio, mártir de las tentaciones no consumadas, a explicarlo.