lunes, 7 de septiembre de 2015

Bonifacio VIII: Jubileo y monopolio apocalíptico del Papado -IV Parte-





Autor:Tassilon-Stavros






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BONIFACIO VIII: JUBILEO Y 

 

 

MONOPOLIO  APOCALÍPTICO 

 

 

DEL PAPADO   -IV PARTE- 


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El lanzamiento publicitario del Jubileo convocado por Bonifacio VIII fue perfecto. Lo acompañaba el sueño político de su ambiciosa potestad frente a los reinos europeos, que había encaminado su nefasto pontificado por cauces muy diferentes al de la religión. Y sin dejar atrás su desmedido orgullo y el demérito de su contumaz interés pecuniario, Bonifacio trataba así, mediante el Jubileo, de imponer una tregua con sus innumerables rivalidades personales. Durante meses, la destemplada soberbia, "acarreadora de leña", con que la Iglesia ha ejercido a lo largo de los siglos su sugestión irresistible sobre la ignorancia del pueblo, levantando arcos de triunfo a sus viejos ídolos, y bajo cuya férula sangrienta los llamados herejes se han parecido siempre mucho más a los santos, que los santos a su propia ortodoxia, pudo nuevamente, a través de su máximo representante, el denostado Pontífice, gorronear en su tradición espiritual y asumir el mando victorioso de sus constantes intereses crematísticos. La iniciativa, pues, de aquella empresa con que Roma, sin superar por supuesto su estadio medieval, encontrara el camino para que sus arcas recobrasen el perdido avituallamiento monetario, siempre por medio de la acomodaticia hipocresía de la religión católica, no podía estar más en consonancia con el carácter teatral de Bonifacio VIII, que encontró en su Jubileo, frente a la Europa de los poderosos que lo odiaban, el mejor de los caminos con que satisfacer su vocación de gran director de escena.

Durante muchos meses, desde los púlpitos de las iglesias de todo el mundo cristiano (aunque no haya constancia de los textos de sus discursos, pero nos hagamos eco de la inmoderada, intransigente, condenatoria, y contemporizadora tesis oratoria que a todas luces les concedía el Vaticano), los predicadores, como era de cajón, más significativos y mundanos, consolidaron definitivamente su chantaje a la ignorancia, siempre en abierto contraste con la inteligencia, exaltando la peregrinación a Roma, sin dejar de recalcar los beneficios espirituales y los deleites turísticos que tan "santo" peregrinaje había de reportar al orbe cristiano, ansioso de paz frente a los ánimos de los poderosos que se movían en torno a él. Y a quienes por lo general -reprochaban los clérigos- lo que más parecía convenirles era "afilar sus espadas amenazadoras y vengativas". Aunque parezca inverosímil, media Europa se puso en movimiento ante el reclamo. Los pobres, los lisiados e incluso los indigentes -eternamente debatidos entre el más desproporcionado y abocador abismo con que para ellos se significara el negro triunfo de la muerte frente a la vida- ayudándose con sus desportillados carromatos y sus bastones; los ricos, a caballo, seguidos de sus protectores séquitos de gente armada. Y aquella gigantesca masa llenó los caminos que llevaban a Roma como un aluvión sentimentalmente apegado a la tradición y al terror religioso que la iglesia mantenía con su habitual celo al que, en cuanto podía, le concedíía el más apocalíptico de los brillos. La vía Claudia, la Romea o Francígena, que pasaban, respectivamente, por Florencia y por Siena, jamás se vieron más alborotadas por el incesante goteo de peregrinos ansiosos por buscar un fraudulento perdón a sus muchos pecados encubiertos, y convencidos de las absurdas garantías de salvación con que el Jubileo Papal les encaminaría, previo desembolso de unas cuantas monedas, hacia una vida celestial más soportable que la terrena. Así, aún y todo esperanzados, los más pudientes hicieron testamento antes de partir, movidos en parte por la longitud del viaje, y porque sabían que, sin duda alguna, a lo largo del camino, se enfrentarían a las miríadas de bandidos que infestaban muchos de los parajes por los que habían de transitar. De hecho, no pocos se dejaron la piel en las cientos de vías por las que se movía aquella muchedumbre constantemente a disposición de cualquier ataque por sorpresa de salteadores sin escrúpulos, muy alejados de la sumisión al Papa. Y que sin sentirse conmocionados por los siniestros presagios de condenación que contra ellos lanzaran los sacerdotes, se valían para sus hurtos de la misma jactancia y de la insidiosa coartada moral, falsa, intransigente e interesada de la Iglesia de Roma, que tantas herejías y matanzas provocaran, adjudicándoselas como una necesidad en pro de su propia defensa contra los reinos oponentes de Europa.


Durante todo el año aquella especia de "población flotante" en la gran Urbe Santa, alcanzó el orden de las treinta mil personas diarias, porque Bonifacio se preocupó en seguida de prolongar la estancia de los visitantes, proclamando que sólo podía concederse la "indulgencia plenaria" a aquellos que permanecieran quince días en Roma, y se prosternasen quince veces ante la tumba de los Apóstoles. Del alba a la noche habían colas, tan oscurantistas como fantasmales, ante dichos sepulcros. Y sobre ellos cada peregrino depositaba su óbolo, ya fuera pequeño o grande, que dos clérigos, provistos de sendas palas, se apresuraban a recoger. La media diaria de ingresos fue de mil libras, cifra en verdad exorbitante para aquellos tiempos de miseria que asolaban las ciudades europeas. 



Cierto día, hallándose presentes los embajadores de Florencia, Siena, Lucca y Bolonia, y en el que el Papa, ornado de su acostumbrada y ensoberbecida prepotencia, se complacía, puntualmente satisfecho, ante aquella incesante lluvia de monedas, oyó que un capellán suyo imploraba la gracia de Jesús para el alma de un donante que acababa de morir. "¡Estúpido! ¡Ignorante y medroso consejero que movilizas las gracias celestiales a tu antojo! -gritó Bonifacio, furibundo- ¿Que quieres que haga por él Jesús, que fue un hombre como nosotros, sólo que más hipócrita? Si no pudo hacer nada por sí mismo, ¿cómo lo va a hacer por los demás?" Es fácil imaginar el estupor que provocaran en los embajadores toscanos y en los clérigos allí presentes aquellas agnósticas, arbitrarias y altivas conclusiones vociferadas contra la divinidad de Jesús por la lengua herética del sumo representante del  ese mismísimo Cristo en la Tierra. Bonifacio VIII fomentaba otra vez el confusionismo tormentoso ante una religiosidad que él mismo despreciaba, demostrando ante los pudientes y los siervos más insignificantes del clero que la dispensa eclesiástica del Jubileo no era una etapa espiritual que pudiera hacerles partícipes de una empresa realmente santificadora, a través de la cual poder llegar a gozar, tras la muerte, de las esperanzadoras bienaventuranzas celestiales, sino una meta más de la ambición de aquel Pontífice negociador como un fariseo, irónico y despótico como un caudillo militar, a quien no le preocupaba en absoluto entablar incluso una guerra contra Dios si con la misma su reinado en la "colonia pontificia" se beneficiaba con lo único que en realidad le preocupaba: la terrenal solvencia pecuniaria. Decididamente, aquel enmascarado capitalista que asumía el mando de la religión católica en el mundo como un profesional de la guerra, no era un Papa "cristiano-demócrata", sino un personaje digno de unos versos de Dante Alighieri:

"Chine la pelle di un monton fasciasse
un lupo, efra le pecore'l mettesse;
dimmi, cre'tu, perche monton paresse
ched'ei però le pecore salvasse?
*
(Quien disfrazara en la piel de cordero
a un lobo y con ovejas lo pusiere,
¿crees acaso que por su apariencia
pacífica salvara a la ovejas?)

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No sabemos dónde se alojaban o dormían, y mucho menos que comían aquellas turbas de peregrinos, dadas, como es de suponer, las escasas instalaciones "turísticas y hoteleras" -como se diría hoy- de aquella Urbe Santa que fuera Roma, convertida, por aquel entonces, en una ciudad en plena decadencia. Sea como fuere, lo cierto es que, por primera vez después de muchos siglos de horror, guerras y hambrunas, la irreconocible Roma de los Césares volvía a gustar de los placeres de las muchedumbres llegadas de todos los rincones de los más variados reinos europeos, y por ello mismo políglotas, abigarradas, y sugestionadas por el gran escenario santificador que, en su provecho, había sido erigido y solemnizado por quien en realidad no era más que el propugnador más falsario de la fe en un Cristo redentor, y que allí, en la praecepta Patris fili carissime, que era Roma y el Vaticano, seguía blasfemando e invocando todas las maldiciones de ese Dios en el que no creía, sobre quien fuese capaz de reconocer una autoridad no sólo terrena, sino también celestial, superior a la suya. El Jubileo pasó a convertirse muy pronto en una masificada fiesta mundana cuyos miles de integrantes, como era de esperar, acabaron por entregarse a la más desenfrenada de las francachelas terrenales y a disfrutar de ciertas "abundancias" de todo tipo puestas a su disposición por Bonifacio. No era, pues, de extrañar que los habitantes de la un tanto "descascarillada" Roma y  la oleada peregrina que allí concurriera durante el Jubileo acabara agradeciéndoselo al Papa blasfemo.


Y como aseguran los historiadores, la fe no salió ganando mucho, por no decir nada, dado el ancestral carácter sensual, carnal y orgiastamente pagano que Roma había conferido siempre a cualquier manifestación festiva, aunque, como la del Jubileo, fuese más religiosa que nunca. Y, desde luego, la dirección de Bonifacio, que jamás invocara el menor perdón por su herejía manifiesta, ni extendiera su mano "pontificial" sobre los Evangelios, fue quien subrayó ese ya especificado carácter. En consecuencia, y para irrisión de la ideología cristiana, hay que dar cuenta de que si las oraciones fueron más bien pocas entre tanto festejo como el que había arrastrado nuevamente a Roma hacia el recuerdo de sus antiguas saturnales, muchas fueron las limosnas, que llenaron con creces las arcas del Vaticano, exhaustas debido a la espiral de odio suscitada por la disputa con Francia e Inglaterra, y sus dos promotores:  Felipe el Hermoso y Eduardo I.

Entre los peregrinos, había muchos de Florencia. Y es especialmente importante referirse a tres. Uno era Dante, que, según cuentan sus más entusiastas biógrafos, halló en Roma y en el Jubileo la inspiración para su grandiosa obra ante el espectáculo solemne de aquellos antiguos muros cesáreos, con sus arcos triunfales, sus templos medio destruidos, sus circos y anfiteatros todavía ornados por la asistencia de la plebe. Posiblemente nada de esto sea verdad, dado que la inspiración es un hecho demasiado controvertido que escapa a cualquier intento de comprobación en lo que al tiempo y al lugar se refiere. Pero lo cierto es que Dante, en su subliminal poema, recordó el acontecimiento, describiéndolo en dos famosos tercetos. Y en los cuales, sin eludir los exquisitos cánones poéticos que le caracterizaran, detalló, cual concienzudo "metropolitano", que el incontable tránsito en las atestadas y sucias calles de Roma fue regulado "con la circulación a la derecha". También es verdad que la fecha del Jubileo coincidió con la que él indica como inicio de su magna obra poética, porque precisamente en 1300 cumplió los treinta y cinco años, y, por tanto, se hallaba "en la mitad del camino de nuestra vida".

Otro florentino que participó en la ambiciosa e indigna algazara romana, que nada tenía de espiritual, y mucho menos de indulgente, fue el diplomático e historiador Giovanni Villani, autor de la "Cronica Universale", que, además de la "remisión de sus pecados" (para cuya conmutación, según él mismo indica, tuvo que desembolsar un "sabroso" dispendio -¿tantos serían sus pecados?-), dijo haber hallado en Roma, en los modelos de Virgilio, Tito Livio y Salustio, el estilo de su ya indicada "Crónica" (la cual, por más que él se esfuerce en insistir en lo mucho que le inspiraron, carece del menor parecido con los estilos y escritos de los maestros que cita). Villani era hijo de una rica familia de mercaderes, y él mismo fue un comerciante concienzudo y pragmático como miembro destacado de los famosos banqueros Peruzzi y Bonaccorsi. Y por ello mismo, pese a intentar convencernos del entusiasmo de cruzada espiritual que el Jubileo de Bonifacio provocó en él, conociendo como conocemos su sentido práctico, más interesada en la vida económica de Florencia que en las estadísticas religiosas de aquel pandemónium organizado por el Pontífice -que propendían, mediante desembolso pecuniario, a garantizarle un lugar de honor en los reinos celestiales-, lo más probable fue, (pese al derroche que especificara), que no se dejara deslumbrar demasiado por aquella absurda solemnidad con que Bonifacio dotó a su Jubileo. Tanto es así que, bajo su aparente brillantez, Villani no dudó en escribir que "había advertido síntomas de vergonzosa decadencia".

El grande Barone Corso di Simone Donati, facineroso, fiero, y "capo" de la facción de los "Donateschi", a quien se llamó el "Guelfi Neri" ("Güelfo Negro"), y al que Dante (citándolo indirectamente en su canto XXIV de la  "Divina Comedia") no dudaría en situar en el Purgatorio, fue el tercer florentino famoso que acudió a Roma durante aquella parafernalia Vaticana, aunque con toda seguridad no fue dispuesto a hacer penitencia ante la tumba de los Apóstoles, porque lo que le llevaba a Roma eran otros asuntos menos disparatados y que decididamente se oponían a los proyectos de "indulgencia pecuniaria" promovidas por Bonifacio. El "Güelfo Negro" no era hombre capaz de aceptar el exilio que le había impuesto Florencia tiempo atrás, cuando se uniera al séquito de Carlos de Valois. Deseaba ante todo volver a favorecer el gobierno de los "neri" ("negros") en su ciudad natal, y acudió a Roma en busca del apoyo de Bonifacio para su causa. Las intenciones del Pontífice eran, no obstante, oponerse al proyecto de Donati. Pero lo que el confiado Papa ignoraba, inmerso como se hallaba en el triunfal auge de su Jubileo, era que el "capo Donateschi" tenía poderosos amigos entre la Curia, y que éstos le habían informado de lo que, entre misa y misa, iba tramando en su contra Bonifacio VIII, así como las intenciones "imperialistas" que el insaciable beneficiario de la Tiara Vaticana alimentaba establecer en Florencia y en toda la Toscana.