jueves, 22 de septiembre de 2022

El árbol de la ciencia

"Poco a poco, y sin saber cómo, se formó alrededor de Andrés una mala reputación; se le consideraba hombre violento, orgulloso, mal intencionado, que se atraía la antipatía de todos. Era un demagogo, malo, dañino, odiaba a los ricos y no quería a los pobres... Fue notando la hostilidad de la gente... Al principio se aburría. Los días iban sucediéndose a los días, y cada uno traía la misma desesperanza, la seguridad de sentir y de inspirar antipatía; en el fondo sin motivo, por una mala inteligencia. Se había decidido a cumplir sus deberes de médico al pie de la letra. Llegar a la abstención pura, completa, en la pequeña vida social de Alcolea, le parecía la perfección. Andrés no era de estos hombres que consideraba el leer como un sucedáneo de vivir; él leía porque no podía vivir."

                                                                                                                                        

Toda obra literaria, revele sabiduría o perversidad, se quede entre la leyenda o la autenticidad, tiende a conmover con facilidad, mediante simple enquistamiento, esa doctrina íntima que, en solitario, suele progresar a través de nuestra propia avidez, cuando esta halla en la lectura el instante propicio que enternece nuestra fantasía o despierta nuestra inquietud. Es como asir la oportunidad brillante que evidencia la llama del genio. Una decisión repentina de gozar la posibilidad de su gradual imposición por medio de la palabra: sencilla, terrible, oportuna, inverosímil, patética, atisbadora, sensible, martilleante, o majestuosa, que forman el enorme tiovivo en el cual quedamos libremente atrapados, y cuyo eje rotativo no posee más mecanismo que el manejado por tan inapelable juicio como, en este caso, podría ser el de un autor como Pío Baroja. 

                                               

                                                                                                        
Hábil en pronunciarse frente a una compleja descripción de las situaciones más críticas que puedan aquejar al ser humano. Capaz, como también lo fueron Galdós y Clarín, de renunciar a todos los afectos por mor de la inteligencia, y de ofrecernos el terreno más resbaladizo, el ángulo más negro, el valor más ingenuo y humilde de la insignificancia humana. Todas estas atmósferas vitales y opresivas, y las batallas que supone luchar contra nuestras propias depresiones, quedan enclavadas a la perfección, a través de un decurso ininterrumpido de acaecimientos, en este marco preferencial de "El árbol de la ciencia". 


                                 

El tímido, retraído y ateo Don Pío, de carácter gruñón, arisco, dolido de tanta ignorancia y de tanta hipercrítica como la que anidara entre aquel rancio tapiz de olvido que formase nuestra apolillada Piel de Toro Ibérica, se complacía en refregar su obra por toda nariz que la hallase provocativa y escandalosa en aquel internado perpetuo de barbarie española, sin deseo de renovación, y que jamás iluminó de emoción condescendiente los días profundos de su conciencia especulativa y erudita: "Este libro es el más perfecto e íntegro de cuantos he escrito". Cuando Baroja, como el protagonista de su novela, abandonó su plaza de médico en Cestona, Guipúzcoa, en 1894, (había reñido con el médico viejo, con el párroco, con el alcalde, y con toda la beatería intolerante de la aldea), tras pasar por San Sebastián (siempre abominó del nacionalismo vasco), se afincó en Madrid, donde su hermano le suplicó que se hiciera cargo de la tahona que regentaba y odiaba al mismo tiempo. Rubén Darío bromeó sobre ello: "Es un escritor de mucha miga, Baroja", a lo que Don Pío replicó: "También Darío es escritor de mucha pluma: se nota que es indio"

 

                                                  

                                                  

"El árbol de la ciencia" posee la magnificencia dolorosa del impresionismo descriptivo consolidado por las características generacionales del 98. Cosmopolitismo: el de un Madrid despiadado, y en cuya radiografía decimonónica, burguesa y proletaria, hallamos, por primera vez, claras referencias introductorias al tema de la prostitución a través de Andrés Hurtado, doctor en higiene. El hastío, la angustia existencial, la incertidumbre ante el futuro, el ensalzamiento de todo lo Hispánico (¡la guerra con Estados Unidos!), y la defensa a ultranza de lo genuinamente español: "Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas... Para colmo de la ridiculez, hubo un mensaje de Castelar a los yanquis... La derrota había sido como decía Iturrioz: una cacería, una cosa ridícula... A Andrés le indignó la indiferencia de la gente. Después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo..."

 



                                                                                                                  

La definición apologética de las virtudes de Andrés Hurtado no desbordan las mieles de la alabanza; se ve claramente reflejado, conforme nos vamos adentrando en el conocimiento de este estudiante de medicina que parece haber sido elegido para no conseguir jamás conciliar fervores, compromisos y aprobaciones. Más bien parece temerlas. Por lo general, se nos muestra como huérfano de la inocencia, porfiador ante la perplejidad del mundo que le rodea. Hurtado se niega a admitir enmiendas sin consultarlas; transita con pasos rígidos y aciagos a través de una existencia que parece haber sido creada para duras penitencias. El recorrido emprendido por el estudiante se explaya en una desolación seca y áspera. No tolera la excelsitud fachendosa que se atribuye su padre. Parece el más sabio definidor de las tribulaciones que aquejan a su insoportable familia. Únicamente dos excepciones entre todos sus hermanos: Margarita que es dulce y agradable, y Luisito, que aún mantiene con él, merced a su infancia, el lejano principio iluminado del amor fraternal: "Cuando recibió la carta de su hermana, pudo seguir la marcha de la enfermedad de Luisito. Había tenido una meningitis tuberculosa, ... una fiebre alta que hizo perder al niño el conocimiento... una semana gritando, delirando, hasta morir en un sueño"...


                                                                          AQUELLA VIEJA ESPAÑA

                                                

 

Andrés se ahogará, a partir de entonces, del cansancio de no poderse expresar con toda la holgura deseable, excepción hecha de los intermedios filosóficos que tienen lugar en sus largas peroratas con su tío, el doctor Iturrioz, afecto al pragmatismo inglés en dura contraposición con la inmaterialidad austera del germano, defendida por Hurtado: (Andrés) "He de vivir con el máximo de independencia. En España no se paga el trabajo, sino la sumisión. Yo quisiera vivir del trabajo, no del favor" (Iturrioz) "Es difícil" (Andrés) "...Una explicación biológica del origen de la vida y del hombre" (Iturrioz) "Una explicación del Universo físico y moral. ¿No es eso? ¿Y en dónde has ido a buscar esa síntesis?" (Andrés) "En Kant y en Schopenhauer" "Mal camino- repuso Iturrioz- Lee a los ingleses; la ciencia en ellos va envuelta en sentido práctico. No leas esos metafísicos alemanes; su filosofía es como un alcohol que emborracha y no alimenta"... 

 


                                                                                                               

La culminante figura del protagonista, rica de sólidas verdades, parece no poder seguir su camino. Se internará en el descuido amargo, como médico incomprendido, en una perdida aldea manchega, ficticia, llamada Alcolea del Campo, que se complace en mantener esa plenitud vívida de una inmovilidad, característica del siglo XIX, basada en el más siniestro caciquismo, resignación, analfabetismo y total desidia hacia cualquier conato de transición. Y, finalmente, tras sus ímpetus contenidos por Lulú: "El amor, y le voy a parecer a usted un pedante, es la confluencia del instinto fetichista y del instinto sexual: el matrimonio.  Lulú tenía una idea absurda de su marido; lo consideraba como un portento... Pasará el tiempo, y frente a la expectación aflictiva de su itinerario, se extenderá ese nuevo temblor de nebulosas que compondrán el infortunado tramo final de esta obra sublime e impactante.

 

                                                     TALANTE, INTELIGENCIA, SABIDURÍA, INCOMPRENSIÓN

               


                                                            

Se tradujo al esperanto: "La arbo de la sciado", por Fernando de Diego, que ya había trasladado "El Quijote". El único honor oficial que se dispensó al gran Baroja fue el de ser admitido en la Real Academia de la Lengua en 1935. Al estallar la Guerra Civil, pasó a Francia. Residió en París, en el Colegio de España de la Ciudad Universitaria. Establecido de nuevo en Madrid, tras la contienda, la censura no le permitió publicar su novela "Miserias de la Guerra". Afectado por la arterioesclerosis, murió en 1956, y fue enterrado en el cementerio civil como ateo. Su ataúd fue llevado en hombros, entre otros, por dos de sus más fervientes adeptos, Ernest Hemingway y Camilo José Cela. John Dos Passos proclamó su admiración y su deuda literaria con Don Pío Baroja.

 





 

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