-Capítulo 1º-
RECORDANDO A GONZALO TORRENTE BALLESTER
En todas las localidades españolas, sean de la región que sean, los hombres más acomodados suelen agruparse en un casino del que son socios y donde se satisfacen los localismos propios de las tertulias masculinas. Y es en esta especie de ateneo donde más se habla y se murmura, como si se tratase de una autoridad conferida por la cuna. El casino se convierte también en un símbolo viviente de la unidad que forma la tierra con sus hombres más sobresalientes (aunque no todos lo sean), pero prohibiéndosele terminantemente la entrada a las mujeres. Sus socios, tresillistas, charlatanes y lectores empedernidos de cuantos periódicos llegan a sus manos, se agrupan de cuatro en cuatro alrededor de las mesas del establecimiento donde forman sus corrillos para jugar a las cartas, hacen sus trampas, fuman sin cesar, no cumplen casi nunca con la palabra dada por honor, se engañan entre si, mienten descaradamente, despellejan al ausente sin disculparlo ni compadecerse de él y de los motivos que puedan haber causado el hecho de no aparecer por el respetable ateneo durante un día o más, y lo tratan fraternalmente cuando por fin vuelve a presentarse después de haberlo despellejado lo suficiente, sin condolerse en su interior de que su salud haya sido buena o mala para obligarle a ausentarse de las tertulias. Es un método para desempeñar el papel que mejor se amolda a las sutiles contradicciones de sus disimulos. Y así sus halagos pueden ser tan falsos como abominables sus camufladas reprobaciones.
Y es en el casino donde estos prohombres se acomodan en el absurdo predominio de sus prepotentes autoridades mucho más eficaces que las tenaces órdenes que sus propios padres les daban, y que ahora lo hacen también hasta sus hogareñas esposas cuando por fin regresan a casa. Por ello mismo no se suele hablar de mujeres dado que se halla de por medio el temor a que la honra de todas ellas pudiera acabar en entredicho. Y porque Puentemuros carece de hembras cuya envoltura carnal pueda ser capaz de retener alientos de excitación en los hombres, endurecer sus entrepiernas, y afectarles con la intensidad de la lujuria. Por eso nunca se embriagan del todo ni con la moral ni con el morapio que ingieren mientras juegan a las cartas y el chico del bar les escancia sus vasos de vino y hasta de coñac. Hablan y critican todo lo que para ellos resulte honorablemente criticable. Pero lo cierto es que conviven sin confiar ni en uno ni en otro de sus compañeros de tertulia, porque en realidad tienen poco que decirse de sus intimidades cuando se hallan reunidos. Son como zorros que, a diferencia de la caza, únicamente se dirigen al escondrijo de otra presa protegiendo la suya. Y como al zorro viejo, su instintos les impiden ser sentimentales y tolerantes. Saben encontrar el punto débil de quien no les escucha y aprovechar tal circunstancia para reprenderlo. Es como si en realidad despreciaran casi siempre todo lo que los hombres puedan pensar y hacer. Son cobardes en sus acuerdos, y en dichas reuniones las formalidades siempre andan como extraviadas, mientras los politiqueos más sarcásticos y mezquinos los mantiene limpios a su manera, y hasta los alimenta y arropa, pese a que, en el fondo, lo único que hacen es amedrentarlos.
Los más asiduos, como quizá no podría ser de otra manera, son tres concejales del Ayuntamiento en cuyas expresiones de sus barbudos rostros se dibujan inquietantes sonrisas de tenaz sarcasmo, seguidos de una machacona insistencia por temas que puedan despertar el interés de los tertuliantes hacia críticas sobre la política actual (y son por ello disimuladamente enjuiciados y temidos por tratarse de un trío de auténticos farsantes, muy atentos en consecuencia a cuantos juicios o reproches sobre el Gobierno abran lenguaraces canales nihilistas entre la concurrencia que, hipócritamente, los acoge, temerosos de que la fermentación indagadora de los mismos pueda encauzar su acidez hasta la gran sala del cabildo y su Regidor). Otros naturales y vecinos de Puentemuros que participan de las tertulias en el casino son el notario y un par de sus empleados de bufete; el médico que es quien habla menos, y que, periódico en mano, se sienta casi siempre al lado de su farmacéutico, y, cuando deja la lectura, suele mesarse su recortada barba con miradas pensativas y abstraídas; y el viejo profesor de escuela, muy católico, impertinente, y obseso antirepublicano (que, como algún otro que evita en lo posible cualquier repulsión invencible por el "advenedizo" -así considerado en silencio- gobierno republicano, ha aceptado dicha instauración de la Segunda República a regañadientes), y que aunque se halla próximo a jubilarse, se niega rotundamente a hacerlo, y no está dispuesto a consentir que el pueblo tenga que buscar algún otro profesor que venga de fuera para reemplazarle. Este simple hecho, necesario más pronto que tarde, basta para sacarle de sus casillas y que se ponga como un basilisco ante sus compañeros de mesa. Es un viejo gotoso, malcarado, soberbio y cruel con sus alumnos, que le temen y le odian. Oculta un labio leporino mal cosido tras su gran bigote blanco, y como es de los que más gritan en el casino y nunca pide disculpas, bajo ese belfo turbio, que es como una mueca encogida entre el pelo, deja ver los incisivos que se le clavan como alfileres en el labio bajo y un resto de su escasa dentadura, débil y amarillenta por lo mucho que fuma. Y así suele enconarse como si viviera en una constante pesadilla de inaceptable rebeldía, mientras la saliva corre por el resto de su amplia barba, al igual que si baboseara como un lactante. A su lado suelen sentarse los contertulios más pacientes del local, aunque calladamente abominen de su compañía tanto como los inocentes escolares a los que trata de educar a base de palos. Y dos de las ausencias más notables en el ateneo, de las que nunca se habla ni se permiten las menores insinuaciones con respecto a las mismas de cuantos "inútiles" lo frecuentan, son por derecho gubernamental las de los dos próceres que ocupan los cargos administrativos más importantes de Puentemuros: uno es el Gobernador Civil y el otro el Alcalde del Ayuntamiento, ambos republicanos acérrimos A todo esto les siguen otros personajes que no vale la pena resaltar, pero en cuyos corrillos suenan y se aguantan sus voces y risotadas, como si se entablaran absurdas luchas de erudición, intensificadas por los tópicos masculinos del tipo de "... Nosotros si que nos entendemos bien, ¿somos o no somos caballeros?". "...O lo que dice usted no es del todo cierto". Y algún prócer más atrevido, cuando cree hallarse más seguro de que su perorata no pueda ser objeto de sondeo por parte de alguno de los concejales ausentes en ese momento, con el beneplácito del políticamente disconforme e inquisitorial profesor de escuela, es capaz de exclamar "... Les aseguro, mis queridos amigos, que más pronto que tarde... (sin que nadie se atreva a alzar su voz sabiendo muy bien a quién se está refiriendo), será él quien de nuevo nos devolverá el reino a España. No fue ovacionado en balde por el pueblo francés cuando llegó a París... Y lo volverá a ser cuando sea nuevamente recibido en Madrid... Ustedes habrán de verlo, señores míos... Al tiempo..." Y el prócer deja escapar unos suspiros esperanzados con el sentimiento de un viejo militar que canturrease un himno patrio, mientras la concurrencia se mantiene en silencio, porque tal devoción, en esos momentos, resulta tan fuera de lugar como tremendamente fastidiosa. Pero al mismo tiempo, algún otro tertuliano más decidido protesta con aire cándido "... Y si usted cree en eso, yo sé por qué lo dice... por cobardía" Y luego, tras algunas vacilaciones, el ofendido, nostálgico y abochornado monárquico, aplaudido tan sólo por el achacoso y agriado docente, abandona el casino seguido interrogativamente por el resto de miradas y comentarios que no se desatan en antagonismo alguno, sino que bajan el tono de la voz como hacen el buen farmacéutico y el silencioso médico que parecen avergonzarse de tanto rancio servilismo, o como si entre los dos hubiesen descubierto una nueva enfermedad secreta o un ya superado virus gripal. Por suerte, el ateneo no tarda en colmarse de aspiraciones menos desordenadas frente a tales apreciaciones contradictorias referentes a la depuesta monarquía española, porque, en realidad, les parece la morriña delirante de un imbécil o hasta de un masón decepcionado como dicen otros. Y todos se desquitan con un buen vaso de coñac, indispensable como un régimen preparatorio para reprobar el aire enfático del tertuliante escéptico, despotricador del nuevo gobierno, que abandona el casino como un borrego que se ha disfrazado de lobo; y alguna lengua se desata contra tal vaticinio del ausentado monárquico y mantiene enhiesta la caballerosidad de los que allí permanecen todavía, exclamando: "¡Pero caramba, no hay que hacer demasiado caso... Bebamos, señores míos, y acabemos con esto!... ¡Bah, por fortuna, todos los caballeros no son así". O cuando otro de los cuatro tresillistas se siente orgulloso de su jugada, suelta un taco ante el juego grosero de las barajas, da un puñetazo en la mesa, y exclama entre risas: "¡Alguna vez mataré a más de uno de ustedes, señores míos, con estas cartas!"
De tarde en tarde, también asoma por el casino de Puentemuros su párroco, hombre pletórico próximo a la sesentena, de cabeza siempre erguida y cuello rígido, que aparece de pronto como una sombra, y su amplia sotana parece flotar separada del cuerpo entre el humo de los cigarrillos o las apestosas tagarninas que no provienen de Cuba precisamente. La boca del cura, mientras saluda a algunos de sus feligreses (el insoportable profesor aún lo es), o de los que no suelen ya acudir a misa, (siempre con cierta reprobación y apuro), se contrae de vez en cuando con una mueca nerviosa. Tiene la nariz bastante afilada y huesuda, y el mentón bien afeitado y encorvado como el pico de un loro. De todas formas, no es una visita grata para los tertulianos que lo reciben con miradas furtivas, como si en sus ojos brillase siempre una pequeña llama de temor y reproche, en especial entre los más simpatizantes de la recién restaurada República, porque ninguno de ellos cree ya ni en las penas del infierno ni en las glorias celestiales con que el sacerdote orada en sus prédicas las sendas libertarias del nuevo Gobierno democrático. Al antipático cura se le observa así como a un molesto individuo torturado entre los sueños sombríos de sus ahora holladas creencias y de su maltratado misticismo a causa de la Segunda República. Aunque las beatas esposas de todos ellos y la mayor parte de las aldeanas de Puentemuros permanezcan fieles aún a la esperanza de la religión y crean que con sus rezos, sus rosarios, sus novenas y sus misas dominicales, una ciudad dormida como Puentemuros y la nueva España Republicana podrá ascender todavía a la promesa celestial que anuncia el párroco, o hasta la única Verdad que preconiza el casi residual cristianismo. Luego, pese a las invitaciones que puedan ofrecerle algunos de los tertuliantes, y como si el cura urdiese artimañas comprensibles para los descreídos y así poder rechazarlos, su salida del casino resulta tan inevitable como incomprensible en cuanto a la intención que lo lleva hasta allí, sabiendo que los insulsos prohombres del ateneo no tienen ya por causa común su contacto con la Eucaristía desde que la República gobierna España.
Pero donde más se perciben los sentimientos del lugareño pescador o del trabajador de las atarazanas es en la gran taberna que se abre en las inmediaciones del muelle donde atracan los barcos de pesca, y a un kilómetro más o menos del mismo se hallan los astilleros. Allí hablan las sensibilidades de los hombres del mar que no siempre se logran definir con claridad, o maneras de pensar que no encajan del todo con su duras experiencias, porque siempre hay cierta amargura en sus acentos. Pero en la taberna se vive, se bebe, incluso se come y se cena, y, por supuesto, se habla con más comodidad y franqueza. Y, además de hablar, se puede vocear y preguntar cuanto quieras sobre lo que sea, aunque los ánimos puedan llegar a alguna que otra momentánea excitación, y hasta acabar, algunas veces, fuera de si mismos, porque las palabras también flotan en el recinto como impulsadas por un poder que no se puede dominar. Es como si el pueblo bajo de Puentemuros bebiera con sus compañeros para robar una partícula de vida a la muerte; una vida que es como un amuleto que les une y sacraliza los pensamientos, aunque no los desliga del hecho de que al día siguiente, entre la dársena donde se construyen los barcos o los pesqueros que se hacen a la mar, sea allí, por medio de las actividades que llevan el pan a las bocas familiares, donde todo se disuelva en una sola idea entre lo bueno y lo malo, y formando también una parte indisoluble y acechante del peligro y el infortunio en todos ellos.
Lejos de allí, en el ateneo, persiste la insociabilidad hipócrita y soberbia de los próceres de Puentemuros, no únicamente con el eclesiástico sino con los lugareños pescadores y trabajadores del astillero, que como ha ocurrido siempre con las capas sociales que se camuflan de superioridad, se mantiene como una afirmación denigrante de cierto alivio diversificador en la convivencia de los pueblos, y porque lo que seguirá siendo sistema perfecto para unos, sólo es para otros una simple capa de rencores que nunca resultan estériles por completo, aunque estén condenados a caminar juntos, sea en silencio o no. Y ni la llegada de la celebrada Segunda República ha conseguido evitar que estos choques discriminatorios se sigan produciendo, ni a obstaculizar que estas diferenciaciones sociales lleguen a ser ilegítimas del todo. Ciertamente, en Puentemuros, cuando la luz de la libertad democrática, un par de años atrás, aún se remontaba entre tinieblas, en sus calles resonaban todavía con tono altanero y amenazador exclamaciones opuestas de los enemigos de la República: "¡Sois todos unos revolucionarios!" "¡Aquí sólo hablará el ejército o la Guardia Civil!"... Y todos estos prohombres, aunque malavenidos, acabaron más tarde pasmadísimos y disimulando sus decepciones, como si quisieran asegurarse de que no habían actuado como monos de feria sino que seguían siendo otra clase de homínidos mucho más privilegiados cuando por fin la República exclamó "¡Basta!" ante ellos, y estallaron los "¡Vivas a la libertad!", entre llantos y risas de felicidad en el pueblo, y que un grado muy superior del movimiento socio-político llevara ahora una nueva vida mucho más libre a todas las pequeñas localidades y grandes ciudades españolas.
Pero los señores de Puentemuros son como analistas que juegan a negar la extensión, el tiempo y su espacio, y la cambiante sustancia de que está hecha la vida, porque todavía andan demasiado sumidos en la materialización del Poder, en sus afanes por el dinero, en las intrigas, y en la fiebre permanente de sus sobresalientes cualidades; y, a excepción del médico y del farmacéutico, siguen dispuestos a no favorecer en una u otra medida al pueblo llano. Sería para ellos como deliberar sobre el género de una muerte cada vez más próxima. Y si un nuevo poder les agravia, o una baja insolencia pueblerina pretende burlarlos, el veneno de su odio continúa siendo todavía más punzante y doloroso, y no aceptarán nunca que se les pueda asfixiar con pretensiones inaceptables, seguros de que la asfixia muchas veces también fracasa.
En Puentemueros sólo se alzaba ahora un latido inquietante, una sombra arrebujada en un velo negro, una distancia capaz de prolongar el tiempo de sus gentes más necesitadas, como hacen las pausas entre las palabras y el lapso entre un paso y otro, y como si tras todo ello brillara una extraña y excluyente malignidad de insensibilidad mas opresiva que las continuas jornadas lluviosas.Y esto sucedía por obra y
gracia de la Señora, la adinerada dueña de la flota pesquera y de los astilleros, un reflejo antagonista de la esperanza frente a la rebelión y, ¿por qué no?, al dolor de las gentes. Sean próceres, pescadores y trabajadores de las atarazanas, pocos de ellos son capaces de acercarse a sus puertas y han aprendido a interpretar malévolamente sus silencios. La Señora es una distinguida sexagenaria (otros aseguran que setentona, aunque su edad sigue siendo una incógnita), y pertinaz gobernanta frente a la cual sólo existe un intercambio de miradas despectivas por el mundo que se abre al otro lado de su caserón, el más suntuoso y el más "sobrecogedor" de Puentemuros. Para la gente: un gran peñasco, una montaña o un gran mausoleo que se extiende transversalmente ante la única plaza que posee la villa, sin que casucha aldeana ni árbol alguno fulmine la prestancia que recorre su enorme glorieta ajardinada y sellada por un enverjado amenazador e inexpugnable. De la Señora no emanan tampoco ni ternuras ni sentimentalismos. Es una mujer fría, pálida de rostro debido a la falta de sol y las constantes lluvias, y siempre muy apropiadamente repeinada; y que, por una doble viudez, no se ha despojado jamás de sus ropajes negros, enfundada de por vida en un luto inexorable, pese a que su existencia se abstiene del menor dengue espiritual. De cuerpo delgado y reseco, sus ojos parecen mirar desde una lejanía de siglos, o de los muchos años que lleva viviendo en Puentemuros, pese a no haber nacido ni haberse criado en la villa pesquera. Se asegura que sus orígenes familiares provienen de la castellanía leonesa, y que fue adoptada por Puentemuros a través de sus dos matrimonios con enriquecidos magnates a los cuales había servido antes y después de la viudez de ambos (y se dice que mantuvo previamente pecaminosos amores prohibidos con ellos porque fue moza de buena planta, vivaz y de bello rostro, y por ello doncella muy grata a los ojos de sus señores), y de cuyas descendencias, que las hubo con las remilgadas y así engañadas esposas de los amos, se sabe muy poco. Los ciudadanos más provectos comentan que, además de burladas, fueron también enfermizas cónyuges de los dos ricachones, y que fallecieron unos quince años antes de que estallase la Primera Guerra Mundial. Y que los hijos de ambos matrimonios, alcanzada la edad estudiantil, fueron luego enviados a importantes centros educativos de Francia e Inglaterra, o que tras regresar a España secretamente, después del Armisticio europeo, la posterior y terrible pandemia de gripe del 18 se los llevó por delante. Y aunque se siga fantaseando con cierta obsesión morbosa por parte de los lugareños de Puentemuros sobre toda esta egregia cronología familiar, la Señora sigue enlutada en esa especie de sopor solemne, recatado y exasperante de un más que probable aunque lujoso tedio y cotidiana rutina ricachona.
Dos son los capataces a los que tan sólo el ama recibe en su señorial despacho si se da el caso, de ciento en viento, que surja algún problema con los pescadores tras alguna larga noche marina o en las construcciones del astillero; y que, veladamente, comentan que la Señora tiene los ojos congestionados de tanto repasar las cuentas que siempre examina, junto a un lánguido, discreto y longevo interventor (que tampoco frecuenta nunca al casino), entre las facturas y pingües ganancias que se acumulan sobre su escritorio, o incluso de tanto leer libros (aunque esto último no sea cierto, porque los muchos libros que posee ocultan su vida bajo alguna que otra capa de polvo antes de que una de las cuatro sirvientas se vea obligada a liberarlos de semejante carga amenazadas por el autoritarismo punible del ama). También pasa, como ya se ha señalado, por mujerona impía, y eso es cierto, porque jamás pisa la iglesia de la villa ni el sacerdote cruza el umbral de su casa. De modo que el dinero y su ley de Poder justifican esa especie de decreto inalienable de su riguroso proceder, como prejuicios y sinrazones que la han arropado desde siempre, y con los que muestra su feroz individualismo de preeminencia frente a todo cuanto bulle a su alrededor, como si en realidad Puentemuros no existiese para ella, salvo en lo concerniente a la flota pesquera y los astilleros. Y naturalmente se halla así mitificada como una fría imagen casi luciferina a la que sería un dislate tratar de comprender y mucho menos ensalzar. Nadie le ha preguntado jamás ni cómo se llama, aunque su nombre es Doña Julia de Bazán apellido del que se lucra tras la muerte de su segundo marido; y como si hubiese olvidado el tiempo anterior, siempre ha mantenido una actitud de total reserva frente a su primer matrimonio y a la existencia del hijo varón nacido del mismo. Un amorío con aire de misterio, y hasta algo morboso e inquietante, que hubiese sido un obstáculo para que sus sueños como señora de Bazán se cumpliesen, y para mejor vivir sin inquietud, absolutamente desmemoriada y apaciguando con este talante su maníaca severidad. Así a los lugareños de Puentemuros les basta con que sea tan sólo la Señora. Sin embargo, los comentarios, maliciosos la mayoría, no han dejado nunca de recriminarla y de disfrutar despellejándola como si en realidad no se tratase más que de una gran pecadora que goza condenándose a sí misma entre las lúgubres paredes de su impenetrable caserón. (quizás por el pasado pecaminoso que se le atribuye y pueda angustiarla todavía). Y hasta el pobre y desdeñado párroco asegura que carece del alma que contiene el ser, ni junto al querer ni a la misericordia. Ése es el gran misterio de la Señora.
Sin embargo, no es ama ajena a ciertas obras de caridad cuando el mar grueso ennegrece y ruge, y alguna de las embarcaciones con sus hombres corren peligro y pueden llegar a ser sorprendidos por la muerte como ya ocurriera años atrás. Y cuando el capataz la hace partícipe tímidamente de alguna calamidad entre los pescadores, de sus desdichas familiares, y de su falta de medios para subsistir, la Señora parece disculpar la injerencia de una más que posible mortandad, y ni siquiera absuelve a sus probables víctimas, como si no le pareciese un desbarajuste de la existencia el hecho de que un pescador pueda ahogarse o un trabajador del astillero acabe descalabrándose, lo mismo que se puede nacer ciego, idiota o criminal. Y así se comporta, como si fuese una endiosada cómplice de la Naturaleza que siempre obra sobre las gentes con un fin insondable. Pero luego, como si tampoco respetara por completo dichas triquiñuelas de la Naturaleza, acaba socorriendo a escondidas de Puentemuros a cualquier familia de esos desdichados, sin que el menor tono paternal parta de su boca. En cuanto a todo esto, exige de sus capataces que cualquier testimonio de su conmiseración permanezca sumido en el mismo fondo marino en que puedan llegar a ahogarse cualquiera de sus pescadores, que también acompaña con tonos amenazadores si dicha misericordia se exhibiera como uno de esos febriles indicios de habladurías al que se encadenan como cautivos de la malsana curiosidad las lenguas lugareñas.
La Señora, como se ha indicado, enviudó dos veces, aunque las fechas no se saben a ciencia cierta. Pudo ser muchos años antes de la iniciación de la Contienda Bélica del 14 ante la cual España se mantuvo neutral. La Bazán es en realidad mandataria o testaférrea de la flota pesquera que perteneció a su primer marido, e igualmente de los astilleros cuyo dueño fue su segundo y más acaudalado cónyuge. Tuvo con ellos tres hijos: un varón del primero, y otro varón y una hembra del segundo. Sus edades frisan entre los treinta años el muchacho y veintisiete o veintiocho la joven, y los dos siguen viviendo con la madre. No suelen frecuentar los ambientes tristes y borrosos de Puentemuros. Raramente se les ve fuera de casa. Pero las malas lenguas, en especial las de alguna lacrimosa sirvienta despedida de la casona, aseguran que ambos jóvenes malviven junto a la Señora, odiando su despiadada autoridad, y que sus pupilas ardientes parecen de lobos espantados, y están tan llenas de displicencia como las de su madre. Pero que son muy agraciados, aunque casi nunca sonríen. Maléfico, descuidado, indolente y muy holgazán el mayor. Guapa, enérgica y hasta muy contestataria la muchacha (de la que se comenta que muchas noches huye de la casona familiar y pasea embozada por el muelle pesquero observando la vida de los lugareños o se llega durante los atardeceres veraniegos hasta la playa cercana del atracadero para bañarse a escondidas en un rincón muy apartado de la misma) Del primogénito (probable heredero de la flota pesquera que perteneció a su padre, como de los hijos desaparecidos de los dos antiguos matrimonios) se sabe poco. El muchacho debe andar también por los treinta y pico, y parece ser que, díscolo como se conjetura que es su hermanastra, decidió abandonar Puentemuros durante la monarquía Alfonsina, aunque los razonamientos de su desaparición sigan siendo vagos y oscuros entre las murmuraciones de las gentes del pueblo llano y muy especialmente entre las aburridas y no menos complacientes reacciones chismosas de los mundanos socios del casino, que así sacuden también el aburrimiento y la monotonía cotidiana presentes en semejante villorrio de cielos plomizos y lluvias sin cuento.
En consecuencia, durante más de diez años el misterio de la marcha de Puentemuros del primogénito de la Señora sigue gozando del ávido interés de los lugareños. No obstante, siendo como es sin lugar a dudas el heredero indiscutible, por rama paterna, de los bienes dejados a buen recaudo de la Bazán por su primer marido, ese acto de imprudente insumisión y huida por su parte también es considerado poco reflexivo al tiempo que escasamente racional, porque con dicha terquedad se excluye a sí mismo de su privilegio sucesorio, y su madre se sigue erigiendo en triunfante y justamente merecedora testaférrea de los patrimonios que le confieren sus dos casamientos. Pese a todo, los cuchicheos pueblerinos mantienen al mismo tiempo el dicharachero compás de esa frívola desenvoltura que siempre conlleva la curiosidad, aunque ofrendando también su complicidad, más razonable que maliciosa, a aquella ausencia, porque no dudan en atribuirla a cuantas íntimas inquietudes debieron agobiar al mundanamente osado primogénito durante sus casi primeros diecinueve o veinte años, enjaulado como ave migratoria en el gran caserón, al igual que sus hermanastros, entre la tiranía insensible, desabrida y asfixiante de su madre. Y es que las preferencias hereditarias no siempre pueden inspirar sentimientos de amor paternal, ni materno o filial, ni evitar que un autoritario matriarcado en vano aguarde la añoranza de un paraíso perdido mientras un cauce de sangre maldita siga corriendo por el mismo. Mas, poco a poco, las comidillas de Puentemuros, pese a permanecer inalterables y tan apocadas y medrosas ante la autoridad de escasa beatería, ladina y solemne de la Señora, han ido vendándose con cierto entusiasmo hacia el joven fugitivo, como se cubre una herida para evitar su infección. Así, la villa elogia ahora el recordado rostro viril del mismo y su gallarda apostura, ensalzando con el pensamiento el súbito anhelo que lo alejó audazmente de la opresiva e implacable tiranía de aquella madre cuya imagen aún parece cincelada en el cuarzo renegrido de un camafeo. Y el primogénito de la Bazán puede seguir todavía como una misteriosa figura que se haya perdido en una inextricable lejanía, soslayando con un silencio de contumaz resentimiento la allegada insania que preside la casona matriarcal, pero no dejar por ello de alzar aún los murmullos expectantes de los pescadores, del resto de aldeanos, y, por supuesto, de los socios tertulianos del ateneo. Lo más racional y consecuente es que, desde el mismo instante en que el joven huyó de Puentemuros, se haya dedicado, de una manera o de otra, a recorrer mundo, quizá por algunas ciudades españolas o del resto de Europa, y como es natural, sin que se conozca a ciencia cierta en cual de ellas ha residido o puede residir en la actualidad.
-Capítulo 2º-