lunes, 15 de junio de 2020

CALVINO: la antorcha suiza del fanatismo doctrinal, totalitario y nacionalista -Final-


CALVINO: la antorcha suiza del fanatismo doctrinal, totalitario  y nacionalista -FINAL- 

 

Autor: Tassilon-Stavros

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Habría que preguntarse por qué los ginebrinos habían aceptado y sobre todo soportado a partir de entonces el régimen totalitario y de auténtico terror religioso impuesto por Calvino. Y el hecho, aunque parezca inverosímil, es que el orden instaurado por el despótico servidor de la Iglesia reformada era el más provechoso para aquella sociedad de industria y comercio nacientes. Calvino, como Lutero, aceptaba la injusticia social y la división en clases como una muestra de la voluntad divina, y ponía el acento de la Gracia de la disciplina, en la diligencia, en la frugalidad, es decir, en todo aquello que excluye las luchas de clase y saca provecho de lo aprovechable. 

Al contrario de los teólogos católicos, admitía que el dinero rindiera un interés, aunque poniéndole el límite del cinco por ciento. Los altísimos valores espirituales del calvinismo no habrían aceptado jamás que a su Dios se le tachase de Dios capitalista. Pero en la práctica desde luego era un Dios cortado a la medida de aquellos suizos industriosos y obsesivamente apegados al dinero. Tan cierto resultaba aquello que los centros donde después de Ginebra se asentó la doctrina calvinista fueron los de más avanzado desarrollo mercantil: Londres, Amsterdam y Amberes. 

Y fue la clase media en impetuoso crecimiento la encargada de propagarlo, pues, como se ve y resulta incongruente con la simplicidad moral y espiritual del cristianismo, le convenía una religión astuta que consagraba los postulados de la economía futura.
A un feligrés calvinista que prestaba semejantes servicios podían perdonársele los defectos que hacían un tanto pesado su yugo. Por supuesto, los ginebrinos que habían invitado a regresar a Calvino  creyéndole más razonable y tolerante que ahora olvidado y fanático Farel, tenían de qué arrepentirse. Pero no daba pretextos para atacarlo, pues practicaba lo que legislaba y predicaba. No tenía vicios, comía poco y a menudo ayunaba por completo. Era abstemio, trabajaba de catorce a dieciocho horas al día, no se le conocía ni una debilidad ni, por desgracia, ninguna indulgencia. En suma, se parecía al Dios despiadado, al terrible Juez que describía en sus aterradores y despiadados sermones.

El retrato al óleo que se conserva en la biblioteca de la Universidad de Ginebra aporta una perfecta conformidad física con el personaje de carne y hueso: la fragilidad del cuerpo, la palidez del rostro, la frente despejada, la intensidad de la mirada, no son ni mucho menos los rasgos de un místico, sino los de un fanático de sangre fría y de inteligencia lúcida, tan disciplinada como obsesiva e infernal. Porque es cierto: Calvino carecía del calor humano y del ímpetu sanguíneo de su modelo Lutero, pero en comprensación poseía el método sistemático del organizador y la claridad de raciocinio del legislador, hasta un extremo que rozaba la más insoportable de las petulancias. En su manía de convertir Ginebra en la "ciudad de Dios" dictaba hasta las dietas a los ciudadanos, prescribía los colores de los trajes, mandaba a prisión a las mujeres que usaban joyas o peinados provocativos, ponía nombres bíblicos a los recién nacidos y cierta vez castigó con cuatro días de cárcel a un padre que prefería llamar a su hijo Claudio en vez de Abraham. 

Bajo su pretendida timidez la verdad es que escondía una audacia enorme y detrás de su falso retraimiento se escondía el más desmesurado de los orgullos. La falta total de sentido del humor le volvía muy sensible a las críticas. La censura que había establecido en los libros le servía para purgarlos, no sólo de las ofensas contra Dios, sino también en contra de las afrentas que creía hallar en ellos con respecto a sus actos y a su entrega doctrinal. Y es que Calvino se consideraba mucho más infalible e inatacable que el Papa. Cuando un "libertino" fijó un manifiesto contra él acusándole de hipócrita, Calvino hizo que fuera arrestado, torturado hasta que hubo confesado, y, por último, condenado a la decapitación. Como se daba cuenta también de sus propios excesos, trataba de autodominarse, pero confesó a un amigo que encontraba menos difícil combatir a los herejes (invariablemente martirizados y llevados a la hoguera) que domar "la salvaje bestia de su rabia y crueldad"

En las disputas doctrinales era terrible y apocalíptico, especialmente cuando se tuvo que enfrentar al asunto del teólogo católico y médico español Miguel Servetus (Servet), a quien ya había condenado de antemano con un odio feroz y persecutorio. Cuando, una vez lo tuvo en sus manos dispuesto a acabar con su vida, Calvino demostró una vez más que pese a haberse pasado gran parte de su vida elogiando la clemencia del Señor era totalmente incapaz de tenerla él.

Miguel Servet era un "notable" español (había nacido en Villanueva de Sigena, Huesca, en 1511 -algún investigador mantiene la opinión de que nació en Tudela, Navarra-) cuyas aventuras teológicas reflejaban ejemplarmente la inquietud espiritual de la época. Desde niño había leído la Biblia y el Corán. Sus inquietudes abarcaron muchas ciencias: astronomía, meteorología, geografía, jurisprudencia, teología y física. Fue también un gran matemático, y estudió anatomía y medicina. Radicado en Lyon, conoció al médico Symphorien Champier, quien le animó a estudiar medicina y acabó yéndose a París. Por entonces publicó sobre Medicina un tratado contra el médico alemán Leonhardt Fuchs, obra en la que también atacaba a otros médicos antiarabistas, y poco después un tratado sobre el uso de los jarabes (París, 1537). 

En el primero rebate la doctrina luterana de que la salvación se obtenga solo por la fe sin obras. Y asegura que la sífilis no era la afección llamada lichen o impetigo por los antiguos. Llevó a cabo también un excelente trabajo sobre la circulación pulmonar que describió en su obra más famosa y admirada en toda Europa "Christianismi Restitutio" A los veinte años había publicado un libelo en latín "De Trinitatis Erroribus" (De los errores acerca de la Trinidad), en el que afirmaba la tesis musulmana según la cual la Trinidad era una forma hábilmente disfrazada de politeísmo, igual que el culto a los santos. La obra se halla dividida en siete capítulos. Servet argumenta que el "misterio Trino" carece de base bíblica, ya que no se encuentra en las "Escrituras", y por ello mismo no es más que una inaceptable elucubración de «filósofos católicos». 

Basándose en abundantes citas de la Biblia, Servet concluye que Jesucristo es realmente hombre en tanto que nacido de mujer, pero que su venida al mundo no deja por ello de resultar milagrosa. Así, a su vez, Jesús es también hijo de Dios, en tanto que su nacimiento ha sido engendrado por el "Logos" divino en la persona de la Virgen María. Pero Servet niega que el Hijo sea eterno, aunque es divino por gracia de Dios, su Padre. Tampoco es, pues, una Persona de la Trinidad, cuya existencia niega vehementemente definiéndola como «tres fantasmas» o "Cancerbero de tres cabezas". Asimismo califica a los que creen en tal doctrina como "ateos, es decir, sin Dios" y "triteístas". Además expresa que el Espíritu Santo no sería una tercera Persona trinitaria, sino la fuerza o manifestación del espíritu de Dios tal como actúa en el mundo a través de los hombres. 

En España la publicación fue un mazazo para la Iglesia. Servet tuvo, además, la osadía de enviar una copia al obispo de Zaragoza,  quien no tardó en solicitar la intervención de la Inquisición. El año siguiente publicó "Dialogorum de Trinitate" (Diálogos sobre la Trinidad), acompañado de una obra suplementaria, "De Iustitia Regni Christi" (Sobre la Justicia del Reino de Dios). Otro opúsculo atribuido a Servet, aunque de datación imprecisa, es "Declarationis Iesu Christi Filii Dei" (Declaración de Jesucristo Hijo de Dios), también conocido como "Manuscrito de Stuttgart".​ Abandonó París y residió en diversas localidades de Francia, hasta que, de vuelta a  Lyon, se encontró con el arzobispo de Viena del Delfinado, Pedro Palmier, al que había conocido previamente en París. A petición del clérigo, Servet entró a su servicio como médico personal en 1541.​
Autor del opúsculo "De la Justicia del Reino de Dios", ratifica en él la complementariedad entre fe y caridad. El creyente debe justificarse así, no sólo por la fe, sino también por la caridad y las buenas obras, ya que ambas son encomiables y complacen a Dios. En este aspecto se diferencia de las exposiciones de Lutero y otros reformadores protestantes. Servet es también considerado como adalid de la tolerancia y de la libertad de conciencia, ya que afirma que: ... "ni con estos (católicos) ni con aquellos (protestantes) estoy de acuerdo en todos los puntos, ni tampoco en desacuerdo. Me parece que todos tienen parte de verdad y parte de error y que cada uno ve el error del otro, mas nadie el suyo... Fácil sería decidir todas las cuestiones si a todos les estuviera permitido hablar pacíficamente en la iglesia contendiendo el deseo de profetizar y aterrorizar". Estos atentados al dogma lo había expuesto a las persecuciones y lo había obligado a muchas de sus huidas famosas. 

En París, donde había colaborado con Andreas Vesalio  (Andries van Wiesel, Bruselas, 1514 - Zante, Grecia, 1564) médico y pionero flamenco de la anatomía, en los primeros experimentos de disección anatómica, preso otra vez del furor teológico se había visto envuelto en acusaciones de herejía y obligado a huir de nuevo a Lyon. Escribió también un ensayo sobre la geografía tolemaica y después llevó a cabo una traducción al latín de la Biblia, en la que explicaba por primera vez que en la profecía de Isaías "Concebirá una virgen", la palabra "virgen" no debía entenderse en el sentido nuestro, sino en el hebreo "mujer joven", la cual no necesitaba de ningún milagro para quedar encinta y concebir. Esta teoría, como era de esperar, los expuso a las iras no sólo de católicos, sino de los protestantes. 
El ataque concéntrico de éstos, lejos de desanimarlo, desató la furia del intrépido y apasionado español, que en aquellos momentos había vuelto a emprender los estudios de medicina y estaba escribiendo un ensayo sobre su último descubrimiento: la circulación de la sangre entre el corazón y los pulmones, que bastaría para asegurarle un puesto de primera fila en la historia de la ciencia. El libro pasaría a la posteridad por contener en su «Libro V» la primera exposición en el Occidente cristiano de la función de la circulación pulmonar. Según Servet, la sangre es transmitida por la arteria pulmonar a la vena pulmonar por un paso prolongado a través de los pulmones, en cuyo curso se torna de color rojo y se libera "de los vapores fuliginosos por el acto de la espiración". Sostenía así que el alma era una emanación de la Divinidad y que tenía como sede a la sangre. Gracias a la sangre, el alma podía estar diseminada por todo el cuerpo, pudiendo asumir el hombre de esta manera su condición divina. Por tanto, los descubrimientos relativos a la circulación de la sangre tenían un impulso más religioso que científico. De ahí que la descripción de la circulación pulmonar esté dentro de una obra de teología y no de una de fisiología. Para Servet no había diferencia entre ambos ámbitos, dado que todo obedecía a un mismo gran designio divino.

Calvino sensibilizado por el odio hacia estas aseveraciones, propuso a Servet, (que había vuelto así a la palestra teológica y, solo contra todos, publicó un tratado para refutar enérgicamente los "Principios" de Calvino y sobre la doctrina de la predestinación) que leyera su propio libro "Institutio religionis Christianae" (Institución de la Religión Cristiana), publicado en 1536. Servet leyó el libro de Calvino e hizo anotaciones muy críticas en los márgenes del libro, devolviéndole la copia corregida que enfureció terriblemente al reformador. La diatriba entre los dos se acentuó, además, de forma furibunda en las cartas que se cruzaron privadamente, tan cargadas de insultos que Calvino escribió al no menos fanático reformador Farel que si Servet se atrevía a pasar por Ginebra, haría todo lo posible para que no saliera vivo de allí. Ya antes Calvino había tratado de aniquilarlo por medios tan ruines que no le hacen el menor honor. 

El español había publicado sus refutaciones, que comprendían incluso las feroces cartas cambiadas privadamente con su odioso y fanático adversario, aunque firmándolas oculto bajo la falsa identidad de Villeneuve. (Su libro "Christianismi Restitutio" publicado anónimamente a principios de 1553 con dicho seudónimo fue un gran escándalo. Un calvinista de Ginebra había escrito a un amigo católico revelándole que el autor del libro era "el hereje Miguel Servet", que se había ocultado bajo la falsa identidad de Villeneuve. Pero se sospechó que detrás de esta denuncia pudo estar el propio Calvino, quien había tenido acceso al texto gracias al mismo Servet. Calvino estaba dispuesto a colaborar así con la Inquisición de Lyon que recibió parte de la correspondencia intercambiada entre el médico y el reformador. Tras ello, Servet fue detenido, interrogado -el español negó ser el autor de la obra-, y encarcelado en Vienne. El 7 de abril, sin embargo, lograría evadirse y el 17 de junio fue sentenciado a muerte in absentia, siendo quemado en efigie)

Miguel Servet, probablemente de camino hacia Italia, rabiando de odio y de venganza, decidió hacer una última escala en Ginebra, dando así pruebas de una temeridad que rayaba en la locura. En la capital suiza fue reconocido en la iglesia donde predicaba el propio Calvino (13 de agosto de 1553). La ciudad seguía rigiéndose por los principios de la Reforma tal como Calvino los había definido en sus "Ordenanzas eclesiásticas". Servet fue detenido por orden del satisfecho reformador que, finalmente, se había hecho con su presa más deseada. El médico español sería juzgado por herejía por su negación de la Trinidad y por su defensa del bautismo a la edad adulta. Tratándose de un huésped de paso la pena máxima prevista por las leyes era la expulsión. Pero Calvino, opuesto a todo cabildeo jurídico, consiguió hacerlo incriminar por herejía. Antes de la condena, se le infringuieron grandes penalidades, como atestigua la carta del médico al Consejo de Ginebra de 15 de septiembre de 1553. Durante el juicio, sostuvo diversos debates de carácter teológico. El 22 de septiembre, Servet escribió una última alegación en la que culpa a Calvino de hacer acusaciones falsas de herejía contra él y solicita que también sea detenido e interrogado como él, concluyendo: "Estaré contento de morir si no le convenzo tanto de esto como de otras cosas de que le acuso más abajo. ¡Os pido Justicia, Señores, Justicia, Justicia, Justicia!" 

En el ruidoso y espectacular proceso  acusado y acusador se enfrentaron así en una especie de lucha circense, que alcanzaron a la vez la cumbre de las más altas discusiones teológicas y de las más bajas trifulcas entre gentuza. Fueron consultadas las iglesias reformadas de los cantones de Zürich, Schaffhausen y Basilea, solicitándoseles que se pronunciaran unánimemente por la condena del reo, pero no por la pena de muerte. Media Ginebra, toda la "patriota" y la "libertina", estaba a favor de Servet; y quizás fue esto lo que lo que volvió más rígido a Calvino en su petición de que el acusado fuera decididamente condenado y sentenciado a morir en la hoguera. La voluntad de Calvino consiguió prevalecer de todos y sobre todo. 
En una carta fechada el día 26 de octubre de 1553, Calvino comentaba a Farel que Servet iba a ser condenado  por fin sin discusión y conducido al suplicio, e hipócritamente aseguraba que él había intentado cambiar la forma de su ejecución, aunque inútilmente. Sin un ápice de caridad cristiana y mucho menos de remordimiento, mezclando así su venganza con el más ruín de los sarcasmos, escribió también que Servet, al oír la sentencia que lo condenaba a morir quemado en la hoguera, "comenzó a lamentarse como un loco, golpeándose el pecho y bramando en español, ¡misericordia! ¡Misericordia!".
La sentencia dictada en su contra por el Consejo (Petit Conseil) de Ginebra declaraba: "Contra Miguel Servet del Reino de Aragón, en España: Porque su libro llama a la Trinidad demonio y monstruo de tres cabezas; porque contraría a las Escrituras decir que Jesús Cristo es un hijo de David; y por decir que el bautismo de los pequeños infantes es una obra de la brujería, y por muchos otros puntos y artículos y execrables blasfemias con las que el libro está así dirigido contra Dios y la sagrada doctrina evangélica, para seducir y defraudar a los pobres ignorantes. Por estas y otras razones te condenamos, Miguel Servet, a que te aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten a una estaca y te quemen vivo, junto a tu libro manuscrito e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido a cenizas, y así termines tus días para que quedes como ejemplo para otros que quieran cometer lo mismo"

El único gesto de caridad para con su víctima fue ofrecerle los consuelos de la fe, si se retractaba de sus herejías. Servet se negó, y tan sólo pidió que le conmutasen la hoguera por la decapitación. Calvino, inesperadamente (quizás sintiendo por primera vez un primer conato de remordimiento), se mostró dispuesto a ello, pero el vindicativo y cruel intransigente Farel se opuso por considerarlo una "debilidad", y siguió a la víctima mientras lo conducían al suplicio, instándole a reconocer y retractarse de sus errores. Todavía una vez más se negó Servet, y antes de desaparecer en la plaza de Champel entre las llamas impetró a Dios el perdón de sus infames perseguidores.
Esto ocurrió el 27 de octubre de 1553. Exactamente trescientos cincuenta y cinco años más tarde, en 1903, la calvinista Ginebra decidió erigir un monumento a la memoria de Miguel Servet en la colina que vio su martirio. La "Venerable Compañía" de Jehan Calvino encabezaba la lista de suscripciones con una generosa suma. 
Muerto en olor de herejía lo mismo de católicos que de protestantes, Servet no encontró abogado defensor ni entre éstos ni entre aquéllos. La historia del momento así lo recoge, y sea dicho en honor de los intelectuales italianos Matteo Gribaldi, Giorgio Blandrata y Valentino Gentile, emigrados en aquellas fechas en Ginebra, que alzaron sus voces en defensa del médico español, fueron los únicos que abominaron del suplicio, y declararon públicamente en favor de la inocencia del condenado por la sevicia calvinista. A raíz de ello, los dos primeros fueron perseguidos y expulsados de la ciudad por aquel justo rasgo. Gentile sin embargo, se jugó la cabeza, y no lo decimos en sentido figurado, porque Calvino y Farel lo condenaron a ser decapitado.
En cuanto a Calvino, no parece que, tras semejante infamia, su conciencia se viera turbada por ningún remordimiento. Ya frías las cenizas de Servet  y esparcidas por los vientos ginebrinos, el intolerante reformador continuó cebándose sobre su víctima con un libelo titulado "Contra los prodigiosos errores de Miguel Servet". Estaba convencido de haber interpretado la voluntad de Dios enviándolo a la hoguera y después de este gesto infame, más que nunca, se sentía "ungido" del, al parecer, su escasamente piadoso Señor. 
De todas formas, los años siguientes no fueron de paz completa para el inmisericorde acusador y verdugo de Servet. Calvino fue atacado por los miembros del "Partido de los Libertinos", quienes se vanagloriaban de su vida licenciosa, pero al mismo tiempo pretendían participar de la Eucaristía, algo que Calvino se negó rotundamente a aceptar, negando el sacramento a todos sus integrantes. En cierta ocasión, uno de ellos, Philibert Berthelier, fue excomulgado por su promiscuidad sexual. Y como se le negara la Eucaristía, el Concilio de la Ciudad revocó la decisión, permitiendo que Berthelier se presentase en la iglesia con hombres armados con espada y dispuestos a enfrentarse por las malas con el reformador. Calvino descendió del púlpito, se interpuso entre la turba y la mesa de la Comunión, y les dijo: «Pueden quebrar estas manos, pueden cortar estos brazos, pueden tomar mi vida, mi sangre es vuestra, pueden derramarla; pero nunca me forzarán a dar las cosas santas al profano y deshonrar esta mesa de mi Dios». Los libertinos no tuvieron más remedio que salir de la iglesia. Otras aflicciones convirtieron sus días en un auténtico martirio. 

Ahora su cuerpo, magro y débil, era el que ocasionaba dolorosas tribulaciones. Cada vez con más frecuencia le asaltaban intensas jaquecas, cólicos renales, asma y gota. Pero no dejó de predicar ni siquiera cuando ya no podía moverse y tenían que llevarlo a la iglesia en litera. Ni al borde de la muerte dudó o vaciló sobre algún concepto de los muchos que había esgrimido durante su vida de fanatismo religioso. Pidió excusas a los presentes frente al lecho donde fallecía por sus accesos de cólera y el 25 de abril de 1564, cuando contaba tan sólo 54 años, cerró los ojos con el valor sereno de un hombre que había hecho de la fe su cruzada más enfervorizada, y quizás también, ¿por qué no?, su tormento.
De todos los grandes reformadores de la Iglesia, Jehan Calvino fue, sin lugar a dudas, el menos amable y humano, y quizás junto a Guillaume Farel, el más árido y vengativo. Pero sí, el más eficiente en el orden organizador de la Reforma y, por ello mismo, el más incisivo en el orden moral. Último llegado de la gran revolución protestante, arrancó a Martin Luder (Lutero) la mitad de Europa y casi toda la América del Norte limitando su radio de influencia a Alemania y Escandinavia. 
Muchas elevadas empresas del mundo moderno se han dejado influenciar de esta helvética y polémica elocuencia calvinista, despiadada sí, imperturbable también, y alimentada por una "sed de Dios tan pragmática como disciplinada.













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