martes, 28 de febrero de 2012

Retablo Kiowa -I-



Autor: Tassilon-Stavros




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RETABLO KIOWA   -I-





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La visión que trazaba el pequeño Smoky Hill era la del típico río que flotara llameante sobre un gigantesco regazo de crucíferas agrestes (luego cultivadas), margas desnudas y tierras rojizas, basálticas, perforadas durante milenios por sus aguas, imitando esa rusticidad clásica con que la Naturaleza, dueña absoluta de la hermosura olvidada de la tierra, viste y desnuda sus más recónditos secretos. Desmenuzado primero entre las arenas cretácicas de algún inmenso mar interior, el valle fue selva, y trató de mantener, millones de años después, sus confines de límites abruptos, sus suelos vegetales, sus ardientes laderas pedregosas. El Smoky no era un río violento ni peligroso, pero aún proclamaba el amanecer arcaico de sus remotas glorias entre bosques vírgenes a medida que recorría de oeste a este la grava roqueña de sus suelos para acogerse, tras rutas ordinarias, pasadizos sinuosos y distantes colinas de vivos colores, a los viejos follajes de otros valles profundos, todavía en silencio, que formaban su encuentro íntimo con el río Saline. Durante los inviernos lluviosos, se hinchaban las riberas de tierra negruzca del Smoky, bajo la cual se escondían sus granulados prehistóricos. Se alzaban entonces sus orillas. Su caudal aumentaba inusitadamente. Un remolino enlodado y bravío que las tormentas acababan convirtiendo en una negra poza de aguas fangosas, y que, milenios antes, inundaran consecuentemente la remota cuenca, dejando entrever con toda probabilidad el secreto primitivo de sus arenales ocultos, o el profundo misterio de sus troncos petrificados.

Ya en nuestro tiempo, el río acababa perdiéndose por entre aquellas malezas peligrosas hasta las gigantescas manchas lejanas de su espinazo rocoso, que formaran pequeños y angostos cañones. Y cuando los calores veraniegos dejaban al Smoky menudo y tranquilo, un exorbitante penacho de herbazales y abigarrados botones floridos alfombraban la vaguada. Semejaba ésta una inacabable fortaleza de fuegos dorados y verdosos que brotasen durante millas y millas bajo su cielo purísimo. El necesitado ímpetu humano tendió su figura sobre el dulce tapiz perfumado del valle, se internó a través de los corredores cavados por el río entre las colinas. Bajo el aliento de las intemperies corrían manadas de búfalos, como capuces pelados de un nuevo fuego terrenal que sostuviera la obra de la Naturaleza para el bien de los hombres. Arrancadas de generación en generación, entre la angostura deforme de las piedras, en la cuenca del Smoky Hill reaparecían las antiquísimas y pardas veredas indias.

De la llegada al valle de Rubén Zacarías existen escasas noticias. Allá por el 25 o el 30 lo atraviesan las primeras caravanas. Y en la quietud desoladora del atardecer, tiene lugar la pesadilla del suplicio. Cuando ruge el hostil vocerío indio de los Apaches de la Llanura, Rubén se anilla en una rinconada perdida de las arboledas. Observa la matanza de sus compañeros, el grito siniestro de las torturas, y logra huir por el Smoky. No siente del todo la soledad, porque le sigue un perro herido del convoy. Juntos prosiguen su camino. Lejos quedan los cuerpos atravesados por las flechas. La miseria robustecida de la muerte... Rubén lo cuenta así muchos años después. En su afán angustioso por alejarse de las violencias indias, no duerme nada. Acecha y acecha. No tiene más defensa contra el enemigo que el aviso del pobre perro que le acompaña. El cielo, por la noche, posee una claridad lívida. Da trancos por la cañada. Hace tanto calor durante el día, que su escapada no deja pistas en la abrasante brisa. Finalmente, en una de las revueltas del río, en actitud semejante a la del perro que agacha sus orejas ante él, contempla el paisaje, y el valle le entusiasma. Presiente un olor nuevo en el aire, su cuerpo se moldea ya en el ambiente. Las humaredas difusas y acechantes han desaparecido por fin. Pero el tiempo siempre confunde los vestigios, y nunca sabremos si los mismos ojos que habían recogido el atisbo pavoroso, en su más bárbara plenitud, de aquellos guerreros indios que trataran de evitar la amenaza de las invasiones blancas, deciden mirar la muerte como el fin de los padecimientos del merodeador que vive los horrores de pesadilla tan aterradora como la de aquella huida.

Los Indios de las Llanuras, tribus trashumantes de los Kiowas (se llamaban a sí mismos Kwu-da -"saliendo fuera"-), cazadores del bisonte o búfalo, que habitan el valle y que no parecen conocer el valor del tiempo, pero sí el del silencio, acabarían por admitir que la solitaria permanencia del nómada Rubén subsistiese durante los primeros años en sus tierras colindantes. Con cierta curiosidad, simultanean sus movimientos. Se desplazan por las lomas como si no volvieran el rostro. La figura osada de Rubén los vigila a cierta distancia, sin moverse del valle. Muy lejos de allí flotan los fantasmas de los amigos muertos. Largos espacios de tiempo se suceden. Aquel hombre de piel más esclarecida, aunque morena, y de amplia barba bigotuda llama la atención de los lampiños nativos Kwu-da. Pero no parece un ser peligroso; únicamente es un hombre que vagabundea por la vaguada como un ave de alas rotas. Su extraña naturaleza invita a los indios a creer en una irrealidad humorística y contradictoria: aquel hombre perdido es la expresión viva, pero agonizante, de la inferioridad del enemigo blanco frente a la excelsitud y la preponderancia de los atributos Kiowas, hijos de la profundidad mágica del único mundo conocido (según su mitología), "que reptaron por la cavidad de un árbol gigantesco y salieron a la tierra por el agujero donde vivía una lechuza".

Aislado de su mundo, eludido todo acento de provocación, finalmente, la exploración indígena se hace más fructífera de lo que Rubén pudiera haber llegado a imaginar. El hombre extraño vive a la intemperie. Los Kiowas sonríen irónicos y prudentemente amistosos. La primera empresa arriesgada del aventurero es la de construirse una pequeña cabaña. Tolerada su presencia, los indios van y vienen como si aquel extranjero y su perro no existieran. Hasta entonces la vida de Rubén en el valle consigue ese milagroso lenitivo de ciertas circunstancias que, de la noche a la mañana, llegan a cobrar la trascendencia misma de lo inimaginable. En la renovación de aquellos iniciales años en el valle de los Kiowas, juntamente con la intensa atmósfera saturada de olor y colores, sería difícil encontrar otro acento más vívido que pudiese conciliar su nueva existencia con las débiles impresiones de su niñez o del hogar perdido.