Autor: Tassilon-Stavros
DIE HÖCHSTEN REBARBARS (LOS REBÁRBAROS DE MÁS ARRIBA)
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Algún pelotudo
anormal hubo también capaz de comerles la chola con todo tipo de desvaríos
supremacistas de sones germánicos, con
los que se entregaban a sus incontables tropelías, o a liarla parda con todo
pagano protector de la integridad pública que se les pusiera por delante. Claro que no era
poca suerte el que más de un barbarito de estos saliera molido de tanto
pretender llevar a buen término su fuerza organizadora con amedrentamientos
desbaratadores de cualquier orden racional. Casos hubieron en que algún
mozarrón o mozarrona del clan, (porque también las hembras formaban parte
activa de estas guerrillas a palos que casi nunca acababan por aceptar el menor
tipo de distensión) terminase tuerto o tuerta del pelotazo perdido de alguna
honda opuesta por querer ganarse los galones de “Dux de Mesia” entre
estas huestes apasionadas, excesivas y con ínfulas de generales retirados de
los que se publicitan, en el medio que sea, con sugestiones de padre
dictatorial, fusilamientos incluidos.
En el Este, hacia arriba, frente al Mare Nostrum, el trono
gubernamental había quedado vacante momentáneamente a la espera de que tres o
cuatro de los bandos elegidos por sufragio de la horda se llegasen a poner de
acuerdo a quien volver a votar, aunque la nebulosa politiquera rezumase acidez
y melancolía por pasados climaxs de potestades “vir spectabilis”,
transgresoras de alianzas centristas y causantes de irrecuperables desniveles
económicos. Entre estas mentalidades de congrios cenagosos se había festejado
cierta elección de un caudillo que Procopio, en su culto latín,
explicitó como un magíster “utriusque occitanus ordinaris”, (y al que
alguno “mas” que otro saludó con el título de “Puigrogénito”, que
significaba nacido en “cámara de purpurina “North by Northwest”). Pero,
por mal de sus pecados, este purpurado se dio muy pronto a la fuga al comprobar
que su cargo era puramente honorífico, y al que ya no correspondía ningún poder
efectivo dentro del clan. Pese a todo, acabó posicionándose en
algún limes del mar del Norte entre otros bárbaros algo más civilizados,
viviendo principescamente gracias a su aguda propensión a afanarse el
estipendio voluntarioso de cuantos bufones habían formado y seguían formando el
nuevo núcleo “borrascoso” de su patulea tribal.
Pero volvamos al resto de los bárbaros y dejemos al fugado cobardica. Su punto de
partida, reconstruido a través de inciertas leyendas de tradición verbal por
ancestros recalcitrantes con eso: la fábula, y, por añadidura, la utopía,
parece haber sido el Pirenaico, como territorio preferido para sus asentamientos, donde abunda la cabra montesa a la que les unía cierta genética antediluviana, y junto a otras tierras limítrofes entre ríos de vieja
nomenclatura como Llobrig, Fluvianis, Segrer, Mugrient y Torduri, y
especialmente el Teri, el Güello, el Galligantis y el Oñorios. Allí, en lo alto de las colinas y en los
claros de los bosques, habían plantado sus aldeas y edificado sus grises y feos
edificios, carentes de cualquier aspecto de belleza arquitectónica. Claro que
nunca permanecían en estos lugares mucho tiempo porque, como disfrutaban
exclusivamente de la jarana y del pillaje, emigraban temporalmente hacia la parte
sur donde la impronta urbanística romana y gótica resultaba más apetecible para
sus tropelías y saqueos. No en vano,
estos fogosos occitanos del norte se hallaban más emparentados con las médulas
zoológicas de visigodos y alanos que con el quid latino heredado de
Roma. Su organización era primitiva y estaba
basada sobre exigencias especialmente belicosas y “raperas” (ya
se dijo). El núcleo fundamental de estas turbas era el “Gaul-Gaul”, que un
tal Hitler habría de resucitar dos mil años después; grupos de
familias tribales que proporcionaban de 1000 a 2000 o a 3000 energúmenos de las
nuevas generaciones, preparados para montar noches de brillantes fogatas y
cristales rotos por cuanta urbe transitaran, y cuya táctica estimuló también
los desmanes criminaloides que cometería unos cuantos siglos después ese famoso
Hitler, todavía por nacer.
Los “Gaul-Gaul” eran algo
independientes entre sí cuando no se hallaban de saqueo en saqueo. Pero por
tratarse de generaciones becerriles adoctrinadas por ensueños ancestrales que a
su vez se habían alimentado con rupturas de relaciones diplomáticas con los
ejes urbanos más civilizados de otros territorios, aquéllos que sí hablaban en
buen latín, y no en dialectos bosquimanos, que conocían los clásicos griegos,
sabían que eran las Leyes y hasta el Estado,... a lo que íbamos, que estos
bárbaros sólo se reunían en circunstancias excepcionales conocidas por “mallus-seins”,
especies de asambleas plenarias al aire libre, para decidir la elección de
algún nuevo rebeldillo sin causa a quien reivindicar por sus mamarrachadas
interpretativas, con música machacona incluida, muy a lo montaraz “rapper”
Y en dichas asambleas se decidía también la comunidad urbana más apetecible a
la que rapiñar, especialmente por la noche, que en eso, todo hay que decirlo,
no se parecían en nada a los “sioux” y “kiowas” de la América
futura.
A diferencia del romano, que era siempre un “ciudadano” y
en toda ocasión se sentía parte de algo importante como la Sociedad, el Estado
y la Ley que los protegía de cualquier desmán, el bárbaro era sólo un “individuo” sin pies ni cabeza, como
no fuera para correr y depredar, y eso sí, celosísimo de su absoluta
independencia y de que su torticera figura se hallara siempre indemne, que para
eso eran bárbaros y hacían lo que les saliera de los gayumbos. En consecuencia,
no reconocían otro vínculo que el de la violencia pendenciera libremente
adoptada. Su patriotería tribal era la fidelidad jurada al primer provocador
preeminente que les prometiera el oro y el moro a base de montar la de Dios, y
al que se sentían ya ligado noche tras noche por un “link” (que suena
muy vándalo) puramente personal. De ahí la incomprensión entre ellos y los
latinos del orden, que tenían -y siguen teniendo- un concepto completamente
diverso de la lealtad y del civismo. Por ello mismo, todos los historiadores y
memorialistas romanos, con Procopio a la cabeza, ya desde
antiguo, no hicieron -y siguen haciendo- más que denunciar la perfidia y la
propensión de los bárbaros a la traición y a sus vicios “cuatreros”, que
es lo mismo que predador, pero suena más bestia. Todo eso es verdad, en las
relaciones con los Estados civilizados. Pero es absolutamente falso en las
relaciones de persona a persona, puesto que se necesitaban para formar sus
piñas truculentas y amenazadoras.
No se puede decir que se movieran en masas excesivamente
numerosas y compactas, salvo cuando celebraban su festejos y romerías tribales
más recurrentes que, como también explica Procopio, tenían lugar
más o menos allá por los cuatro días anteriores a los idus de septiembre.
Los llamados “aluviones bárbaros”, acerca de los cuales sus adictos han
fantaseado tanto, eran en realidad pequeños pelotones encapuchados con los
calcetines agujereados y amorosa aunque burdamente tricotados por sus abuelas y
mamás, algo ajadas ya para correrías ante las cohortes protectoras del orden
cívico. Eran caravanas de distantes y embrutecidas ruralidades compuestas por
2000 o 3000 individuos, entre mocosos y mocosas en edad de merecer y dejarse de tanta zapatiesta reivindicativa por un "rapper" descerebrado, que constituían tan sólo una
quinta parte de los que se habían quedado en casa. Formaban un mundillo fluido
y escandaloso. Se amontonaban por las noches con sus fuegos, y durante las batallas campales en
corpúsculos belicosos y berreantes como los moruecos de mala baba, y a cuyo
cobijo se bailaban sus danzas druidas y se defendían de algún que otro palo o
pelotazo de honda ajena.
El trato a los pueblos sometidos a su devastación
noctámbula naturalmente variaba según la resistencia que aquéllos oponían.
Había casos de exterminio total de los recipientes para las basuras de la urbe
y de las cristaleras más bellas de las ágoras romanas. Algunos de sus
seguidores, aunque apostados en sus columnas protectoras, abogaban cordialmente por
una fusión pacífica con la civilización. Pero, ¡qué va!, ni por esas.
Claro que
muchos de los estamentos gubernamentales de las ciudades atacadas por estos
bárbaros de más arriba, y que se mantenían en la opacidad más cobarde, a veces,
por controversias internas difíciles de desentrañar, optaban, como insulsa “vendetta”
independentista de algún dirigente torrezno, por jalearlos con un descifrable,
para los bárbaros, “zu eng!, zu eng!”, que también, según Procopio,
viene a significar “stricta ad, stricta ad!”, vamos que “¡apretad, apretad, que quien más
aprieta más ahoga!”
Entre los bárbaros se significaban también muchas
etnias, todas ellas unidas por la misma brutalidad e idiotez supina: los gerenidos,
los lerideinos, unos hermanos distantes del sur arrinconados por los
romanos y que se hacían llamar tarraconeinos, y los más belicosos y
fanatizados de todos los vic-einos (obsérvese que a todos estos parecía
unirles una única genética gentilicia acabada en “einos”). ¿Y cuántos
serían estos bárbaros en el ejército de Atila en la batalla de
los Campos Cataláunicos? No se sabe con exactitud, aunque hubieron muchos.

Naturalmente,
los habitantes de las urbes romanas desearon en numerosas ocasiones atraerse a
estos bárbaros a su civilización, dado que ésta no era ni podía ser compatible
con su nomadismo y su cerrilidad. Había que esperar a que los pueblos de los
bosques y montañas se hicieran sedentarios y aprendieran algo de altruismo
hacia el prójimo más civilizado. Quizás con el tiempo...
Frente a este panorama de conjunto, y después de que estas turbas bajaran de la
Prusia Oriental, viajando muchos años, tal vez decenios, por la parte más oscura
de Europa, [así lo explicitó Jordane, esta vez un historiador visigodo], se comprende que su alegría, la de las hordas, al ver por fin el Mare Nostrum, no fuera
menor que la de los griegos de Jenofonte al término de la “Anabasis”.
No gritaban “¡Thalatta! ¡Thalatta!”, porque no sabían griego, (a lo mejor
rebuznaron “¡Meer! ¡Meer!” que es lo mismo, aunque cualquiera
sabe), pero durante generaciones conservaron el recuerdo de aquel día, se
instalaron en las costas septentrionales, y comprendieron lo estupendo que iba
a resultar a partir de entonces poner en práctica su prurito de saqueo hacia
las zonas de más abajo, donde se extendía lo mejor de la civilización romana.
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