sábado, 13 de marzo de 2021

Die Höchsten Rebarbars (Los rebárbaros de más arriba)

 

 

 

 

 

 Autor: Tassilon-Stavros

 

 

 

 

 

 

DIE HÖCHSTEN REBARBARS (LOS REBÁRBAROS DE MÁS ARRIBA)

 

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 Fue Procopio de Cesarea el primer escritor e historiador romano que tuvo algún contacto con los bárbaros, y con una mezcla de estupor y de ironía los describió en su "Historia Secreta" como unos mozalbetes demasiado crecidos para su edad, de ojos sanguinolentos y verborreas ininteligibles, salvo cuando se unían a otros como ellos con los que compartían amargos botellones de birras y su complemento alimenticio conocido como “lebensmittel schnell” (hubo que esperar a los yanquees de la América aún por descubrir para saber que ese galimatias idiomático significaba el hoy tan trillado “fast food”). Se reunían junto a las hogueras que encendían con todo lo que encontraban a su paso, se enternecían ante cualquier cretino que les contara cuentos chorras y les cantara estupideces sin ton ni son con letra de germánico “rapper”, o sea “rapera”, (aunque todavía no se había inventado la palabreja en el nuevo cuño de nuestro latín, pero ya dejaba entrever la estulticia de su futuro significado), y se unieran a todo ese guirigay con afanes adoctrinadores y posibles delitos de sangre. 

 

 Algún pelotudo anormal hubo también capaz de comerles la chola con todo tipo de desvaríos supremacistas de sones  germánicos, con los que se entregaban a sus incontables tropelías, o a liarla parda con todo pagano protector de la integridad pública que se les pusiera por delante. Claro que no era poca suerte el que más de un barbarito de estos saliera molido de tanto pretender llevar a buen término su fuerza organizadora con amedrentamientos desbaratadores de cualquier orden racional. Casos hubieron en que algún mozarrón o mozarrona del clan, (porque también las hembras formaban parte activa de estas guerrillas a palos que casi nunca acababan por aceptar el menor tipo de distensión) terminase tuerto o tuerta del pelotazo perdido de alguna honda opuesta por querer ganarse los galones de “Dux de Mesia” entre estas huestes apasionadas, excesivas y con ínfulas de generales retirados de los que se publicitan, en el medio que sea, con sugestiones de padre dictatorial, fusilamientos incluidos.

 

En el Este, hacia arriba, frente al Mare Nostrum, el trono gubernamental había quedado vacante momentáneamente a la espera de que tres o cuatro de los bandos elegidos por sufragio de la horda se llegasen a poner de acuerdo a quien volver a votar, aunque la nebulosa politiquera rezumase acidez y melancolía por pasados climaxs de potestades “vir spectabilis”, transgresoras de alianzas centristas y causantes de irrecuperables desniveles económicos. Entre estas mentalidades de congrios cenagosos se había festejado cierta elección de un caudillo que Procopio, en su culto latín, explicitó como un magíster “utriusque occitanus ordinaris”, (y al que alguno “mas” que otro saludó con el título de “Puigrogénito”, que significaba nacido en “cámara de purpurina “North by Northwest”). Pero, por mal de sus pecados, este purpurado se dio muy pronto a la fuga al comprobar que su cargo era puramente honorífico, y al que ya no correspondía ningún poder efectivo dentro del clan. Pese a todo, acabó posicionándose en algún limes del mar del Norte entre otros bárbaros algo más civilizados, viviendo principescamente gracias a su aguda propensión a afanarse el estipendio voluntarioso de cuantos bufones habían formado y seguían formando el nuevo núcleo “borrascoso” de su patulea tribal.

 

Pero volvamos al resto de los bárbaros y dejemos al fugado cobardica. Su punto de partida, reconstruido a través de inciertas leyendas de tradición verbal por ancestros recalcitrantes con eso: la fábula, y, por añadidura, la utopía, parece haber sido el Pirenaico, como territorio preferido para sus asentamientos, donde abunda la cabra montesa a la que les unía cierta genética antediluviana, y junto a otras tierras limítrofes entre ríos de vieja nomenclatura como Llobrig, Fluvianis, Segrer, Mugrient y Torduri, y especialmente el Teri, el Güello, el Galligantis y el Oñorios. Allí, en lo alto de las colinas y en los claros de los bosques, habían plantado sus aldeas y edificado sus grises y feos edificios, carentes de cualquier aspecto de belleza arquitectónica. Claro que nunca permanecían en estos lugares mucho tiempo porque, como disfrutaban exclusivamente de la jarana y del pillaje, emigraban temporalmente hacia la parte sur donde la impronta urbanística romana y gótica resultaba más apetecible para sus tropelías y saqueos.  No en vano, estos fogosos occitanos del norte se hallaban más emparentados con las médulas zoológicas de visigodos y alanos que con el quid latino heredado de Roma. Su organización era primitiva y estaba  basada sobre exigencias especialmente belicosas y “raperas” (ya se dijo). El núcleo fundamental de estas turbas era el “Gaul-Gaul”, que un tal Hitler habría de resucitar dos mil años después; grupos de familias tribales que proporcionaban de 1000 a 2000 o a 3000 energúmenos de las nuevas generaciones, preparados para montar noches de brillantes fogatas y cristales rotos por cuanta urbe transitaran, y cuya táctica estimuló también los desmanes criminaloides que cometería unos cuantos siglos después ese famoso Hitler, todavía por nacer. 


Los “Gaul-Gaul” eran algo independientes entre sí cuando no se hallaban de saqueo en saqueo. Pero por tratarse de generaciones becerriles adoctrinadas por ensueños ancestrales que a su vez se habían alimentado con rupturas de relaciones diplomáticas con los ejes urbanos más civilizados de otros territorios, aquéllos que sí hablaban en buen latín, y no en dialectos bosquimanos, que conocían los clásicos griegos, sabían que eran las Leyes y hasta el Estado,... a lo que íbamos, que estos bárbaros sólo se reunían en circunstancias excepcionales conocidas por “mallus-seins”, especies de asambleas plenarias al aire libre, para decidir la elección de algún nuevo rebeldillo sin causa a quien reivindicar por sus mamarrachadas interpretativas, con música machacona incluida, muy a lo montaraz “rapper” Y en dichas asambleas se decidía también la comunidad urbana más apetecible a la que rapiñar, especialmente por la noche, que en eso, todo hay que decirlo, no se parecían en nada a los “sioux” y “kiowas” de la América futura.

 

A diferencia del romano, que era siempre un “ciudadano” y en toda ocasión se sentía parte de algo importante como la Sociedad, el Estado y la Ley que los protegía de cualquier desmán, el bárbaro era  sólo un “individuo” sin pies ni cabeza, como no fuera para correr y depredar, y eso sí, celosísimo de su absoluta independencia y de que su torticera figura se hallara siempre indemne, que para eso eran bárbaros y hacían lo que les saliera de los gayumbos. En consecuencia, no reconocían otro vínculo que el de la violencia pendenciera libremente adoptada. Su patriotería tribal era la fidelidad jurada al primer provocador preeminente que les prometiera el oro y el moro a base de montar la de Dios, y al que se sentían ya ligado noche tras noche por un “link” (que suena muy vándalo) puramente personal. De ahí la incomprensión entre ellos y los latinos del orden, que tenían -y siguen teniendo- un concepto completamente diverso de la lealtad y del civismo. Por ello mismo, todos los historiadores y memorialistas romanos, con Procopio a la cabeza, ya desde antiguo, no hicieron -y siguen haciendo- más que denunciar la perfidia y la propensión de los bárbaros a la traición y a sus vicios “cuatreros”, que es lo mismo que predador, pero suena más bestia. Todo eso es verdad, en las relaciones con los Estados civilizados. Pero es absolutamente falso en las relaciones de persona a persona, puesto que se necesitaban para formar sus piñas truculentas y amenazadoras.

 

No se puede decir que se movieran en masas excesivamente numerosas y compactas, salvo cuando celebraban su festejos y romerías tribales más recurrentes que, como también explica Procopio, tenían lugar más o menos allá por los cuatro días anteriores a los idus de septiembre. Los llamados “aluviones bárbaros”, acerca de los cuales sus adictos han fantaseado tanto, eran en realidad pequeños pelotones encapuchados con los calcetines agujereados y amorosa aunque burdamente tricotados por sus abuelas y mamás, algo ajadas ya para correrías ante las cohortes protectoras del orden cívico. Eran caravanas de distantes y embrutecidas ruralidades compuestas por 2000 o 3000 individuos, entre mocosos y mocosas en edad de merecer y dejarse de tanta zapatiesta reivindicativa por un "rapper" descerebrado, que constituían tan sólo una quinta parte de los que se habían quedado en casa. Formaban un mundillo fluido y escandaloso. Se amontonaban por las noches con sus fuegos, y durante las batallas campales en corpúsculos belicosos y berreantes como los moruecos de mala baba, y a cuyo cobijo se bailaban sus danzas druidas y se defendían de algún que otro palo o pelotazo de honda ajena.



El trato a los pueblos sometidos a su devastación noctámbula naturalmente variaba según la resistencia que aquéllos oponían. Había casos de exterminio total de los recipientes para las basuras de la urbe y de las cristaleras más bellas de las ágoras romanas. Algunos de sus seguidores, aunque apostados en sus columnas protectoras, abogaban cordialmente por una fusión pacífica con la civilización. Pero, ¡qué va!, ni por esas.

 

Claro que muchos de los estamentos gubernamentales de las ciudades atacadas por estos bárbaros de más arriba, y que se mantenían en la opacidad más cobarde, a veces, por controversias internas difíciles de desentrañar, optaban, como insulsa “vendetta” independentista de algún dirigente torrezno, por jalearlos con un descifrable, para los bárbaros, “zu eng!, zu eng!”, que también, según Procopio, viene a significar “stricta ad, stricta ad!”, vamos que “¡apretad, apretad, que quien más aprieta más ahoga!” 

 

 

 

Entre los bárbaros se significaban también muchas etnias, todas ellas unidas por la misma brutalidad e idiotez supina: los gerenidos, los lerideinos, unos hermanos distantes del sur arrinconados por los romanos y que se hacían llamar tarraconeinos, y los más belicosos y fanatizados de todos los vic-einos (obsérvese que a todos estos parecía unirles una única genética gentilicia acabada en “einos”). ¿Y cuántos serían estos bárbaros en el ejército de Atila en la batalla de los Campos Cataláunicos? No se sabe con exactitud, aunque hubieron muchos. 

 

Naturalmente, los habitantes de las urbes romanas desearon en numerosas ocasiones atraerse a estos bárbaros a su civilización, dado que ésta no era ni podía ser compatible con su nomadismo y su cerrilidad. Había que esperar a que los pueblos de los bosques y montañas se hicieran sedentarios y aprendieran algo de altruismo hacia el prójimo más civilizado. Quizás con el tiempo...

 

 

 

 

Frente a este panorama de conjunto, y después de que estas turbas bajaran de la Prusia Oriental, viajando muchos años, tal vez decenios, por la parte más oscura de Europa, [así lo explicitó Jordane, esta vez un historiador visigodo], se comprende que su alegría, la de las hordas, al ver por fin el Mare Nostrum, no fuera menor que la de los griegos de Jenofonte al término de la “Anabasis”. No gritaban “¡Thalatta! ¡Thalatta!”, porque no sabían griego, (a lo mejor rebuznaron “¡Meer! ¡Meer!” que es lo mismo, aunque cualquiera sabe), pero durante generaciones conservaron el recuerdo de aquel día, se instalaron en las costas septentrionales, y comprendieron lo estupendo que iba a resultar a partir de entonces poner en práctica su prurito de saqueo hacia las zonas de más abajo, donde se extendía lo mejor de la civilización romana. 


 






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