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domingo, 13 de abril de 2025

Reflejos en un fondo escarlata -XX -Final-



 

 

 

Autor: Tassilon-Stavros

 






 

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Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y otra vez [Carson Mc Cullers]... Me hablaron de un fuerte en el Noroeste de Estados Unidos donde, hace pocos años, 1949 para ser más exactos, tuvo lugar un suicidio y un asesinato. Los participantes en esta fatalidad fueron: un sacerdote militar, un soldado, un capitán, una mujer y un perro.
A military post in peacetime is a monotonous place. Some things may happen, but they are repeated again and again [Carson MC Cullers]... "They told me about a fort in the Northwest United States where, a few years ago, 1949 to be more exact, suicide and murder took place. The participants in this fatality were: a military priest, a soldier, a captain, a woman and a dog.
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El enemigo más letal del ejército de EEUU: el suicidio. Un estudio analiza datos de 200 años. Tradicionalmente las tasas de suicidio entre los militares descienden en periodos de guerra, y la tendencia comienza a cambiar en tiempos de paz. [JAMA Network Open]



The deadliest enemy of the US army: suicide. A study analyzes data of 200 years. Traditionally, suicide rates among the military drop in periods of war, and the trend begins to change in peacetime. [JAMA Network Open]

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Las noticias que llegaban de Asia (Corea y China) no eran buenas. Corea del Norte contaba con el apoyo  de la República Popular China y la Unión Soviética –RPDC-, mientras que la Parte del Sur de Corea tan sólo contaba con el apoyo de Las Naciones Unidas –UNC- La península coreana había sido una colonia japonesa durante 35 años, y tras la Segunda Guerra Mundial fue dividida por la Unión Soviética y los Estados Unidos en dos zonas de ocupación en el llamado Paralelo 38 Norte. La China Popular y la URRS trataban ahora de aprovechar el desamparo en que las Naciones Unidas dejaron la zona del Paralelo 38 Sur. No era por tanto de extrañar que se avecinara una temida ofensiva en la pequeña península. El tiempo se acortaba teñido con cierto tono triunfal por parte de la Norteamérica más patriotera. Pese a todo, la grandilocuencia entusiástica en que se afianzaba de nuevo el famoso y visionario paladín Douglas MacArthur, que se hallaba en activo al servicio de la causa que esta vez era la defensa de Corea del Sur contra los comunistas, y a liderar las fuerzas de las Naciones Unidas para defenderla, no bastaba para evitar el enfriamiento de una inmensa mayoría del ejército norteamericano, que se veía abocado de nuevo a una nueva rebelión militarista en un lejano país de olvidados campesinos y militarmente empobrecido, hendido también profundamente en la hambruna de sus varios millones de estómagos vacíos, y a cuyos ancianos mujeres y niños no debía parecerles gran cosa que su apenas reconstruida dignidad fuese más o menos ultrajada por segunda vez, ya fuera por soviéticos o demócratas americanos, tras haber dejado atrás finalmente la tiranía japonesa y el resto de la terrible contienda mundial que había asolado tanto al pequeño país como a medio planeta. En las penalidades, la pobreza y el hambre son mucho más trascendentes que todo un mundo de ingenio militar.
 
 
El nuevo esquema de futuro inmediato estaba concretado por tercera vez desde la prepotente Norteamérica hacia la Unión Sovíética, la República Popular China y la antigua y asediada península de Corea, esclava asiática de flancos desgastados por los imperialismos que la habían corroído, como una inmensa excrecencia abrasada por los rayos solares del Mar Amarillo, la aguzada roca caliza de sus cordilleras, la rigidez enmarañada e intrincada de sus costas y playas de negra grava que se derramaban sobre el mar como miles de boquetes saqueados por los siglos, y en la que la gigantesca locura del Oriente vivió metodizada lejos del arte militar, siempre tolerante y mendiga bajo la sentencia del terror que le impusieron secularmente sus conquistadores. Corea del Sur, para el ciudadano de a pie y el soldado raso americano o europeo, carecía  del necesario prestigio para unir en un conjunto homogéneo los diversos y aun contradictorios elementos de un ejército defensivo. Durante los 35 años en que Japón la convirtió en una colonia, aunque Corea jamás impugnó sus juicios de etnia ni discutió la sabiduría de sus antepasados frente al imperialismo inapelable, definitivo e inmutable de un Japón recién salido de su etapa medieval y conmemorador de su triunfo bélico de 1904 contra Rusia, y se mantuvo en el paciente y aceptable examen de la fuerza superior y sanguinaria que la sojuzgaba, aunque interiormente se mantuviera el vivo sentido de la idea nacionalista.

El ejército acuartelado, pese a ser esclavo de tantos innecesarios apetitos, puede ser además un ejemplo de satisfecha simplicidad. Pero ni la excitante armonía de los himnos patrios, su bandera, ni el eco repetitivo, seco, sofocante y hostil de los rugidos guturales del oficial instructor, ante una nueva amenaza bélica, pueden dejar de ser para el soldado un perdido e inalcanzable recuerdo del mundo antes de que la guerra nos volviera locos. Y el fuerte se queda entonces sumido en un silencio de muerte. Pero tras esos silencios embarazosos del temido y cercano belicismo, nada altera más el orden obligado que los chismorreos, las habladurías que campan diariamente a sus anchas entre la excitada soldadesca que forma su círculo vicioso durante los desayunos, el rancho o el esparcimiento del gimnasio o de la cantina. La murmuración es siempre como un primer movimiento que se realiza con cautela, hasta que las risas parten limpiamente de las bocas, donde el chisme es manipulado con todas las reglas del arte malsano. Es como un engrudo grasiento pero alimenticio, caliente y frío a la vez, o como una golosina cuyo chupeteo regocija al individuo, y a la que no se ataca nunca con aire de reprobación, porque la injuria cobra la calidad de un manjar, y con total rapidez  se retuerce en la boca,  se envuelve en la saliva como un veneno que no daña ni mata, y se succiona una y otra vez, y hasta se relame sin amenguar su voracidad.

Las palabras, afiebradas por las habladurías, se centraron ya, intratables y sucias, en la última aparición nocturna del páter Merrick en el barracón que ocupaba el soldado Tracy. El sacerdote, al día siguiente, no volvió a aparecer ni a la hora del rancho del mediodía ni a la cena después de la retreta. Se mantuvo recluido en el fondo de su capilla, con la cabeza caída sobre el pecho, meditabundo como un ermitaño. Probablemente el poder de las murmuraciones había empezado a irritarle más que aterrorizarle. Sabía a ciencia cierta que el centinela de aquella pasada noche desgranaría entre sus compañeros la amarga indignidad del acto cometido ante el soldado dormido. ¡Qué bajeza! Y tras ella su autoridad clerical en el campamento se desvanecería ya definitivamente en medio de una bruma de burla y envilecimiento. La pasión principal que encerraba su alma, que no tenía nada de anímica, se había sublevado a ojos de todos contra la religión, que, por supuesto le reprochaba sus tentativas voluptuosas como otra clase de sacrilegio, que a fin de cuentas era el mismo que ha perdido al género humano desde su existencia en este mundo, con sus reputaciones insinuantes y hasta decadentes cuando sueñan con el amor. Pero la ansiedad sensual posee una amplitud y consistencia inamovible. Y el hecho de que un hombre tenga el germen del vicio no significa que sea vicioso. La hipocresía cristiana sostiene la omnipotencia divina para permitir la procreación, pero rechaza las inclinaciones sexuales. Y a Merrick Dios le parecía injusto haciéndole pasar por el ojo de la aguja. Ocultar una pasión es como morir si no se consigue el favor deseado. Y en efecto, verificados ya los estragos de su vergonzoso comportamiento, la esencia de su obligada religiosidad a partir de aquella noche y de la jornada siguiente perecería como arrinconada en un callejón sin salida. El sacerdote había rehuido a los ojos de todos sus creyentes, y muy especialmente de la innoble tropa del cuartel que ahora abusaba de su victoria, pero siempre tan preocupada, sin embargo, por su propia lujuria, las leyes del espíritu por las de la carne, que también son las leyes del universo que nos ha creado. La razón del hombre era, por tanto, idéntica a la de Dios se creyera o no en  Él.  Pero gran parte del aquella sociedad militarizada ignoraba que todo lo racional es tan legítimo como necesario, ya sea a través del dolor o del placer. Y si al mundo que le rodeaba ofendía ahora la evidencia de aquella abominable paradoja, el eclesiástico no dejó de repetirse a sí mismo estoicamente que lo que en su interior había sucedido era ya algo tan justo como irrevocable, y que las difamaciones que iban a circular inequívocamente por el campamento militar, como sostenían tesis inmorales entre el cruel sentido de aquella turba acuartelada y de sus decepcionadas e indiscretas mujeres, también como pueblo bajo e ignorante que era no podía por menos que mostrar el obsceno perfil de la chusma. Y Merrick, sin miramientos, se dispuso a responder qué poco le importaban los frutos de aquel fango.

Al capitán Huntington, por aquellos días de octubre, las malditas noticias que iba leyendo últimamente en los periódicos sobre el conflicto bélico que se avecinaba en la península de Corea le enfurecían hasta el espanto por los recuerdos bélicos que había dejado tras él, y a los que había logrado sobrevivir casi milagrosamente. Y le resultaba intolerable escuchar las reflexiones absurdas de aquellos vejestorios condecorados del fuerte sobre la probidad del Gobierno, y el buen sentido defensor del Presidente Harry Truman frente al rechazo intolerante del comunismo, que era como insistir en que la dura paz conseguida por fin en el mundo perdía de nuevo toda importancia. Y no podía por menos que  tolerar tanta necedad con cierto aire lúgubre frente a sus superiores a los que en su interior, si el conflicto de Corea se producía, consideraba unos auténticos patanes que naturalmente se mantendrían a salvo en su ya senil retaguardia. Huntington, en soledad, deliberaba una y otra vez con aquella odiosa idea de que la salvaguarda pacifista y la adversidad de sus extravíos volvían a equilibrarse entre aquellas mentes para las que el bien de la especie humana no era más que un consuelo trivial y fugaz. Y en su mente el miedo se distribuía con la misma ferocidad que una fortuna que se prorrateara entre mendigos. Y la guerra, como ya había discurrido en otra ocasión Huntington, sólo servía para devolver a la Naturaleza lo prestado. Durante la noche, después de la cena en el comedor de oficiales, volvía a encerrarse en su despacho, se quedaba de codos sobre el escritorio, apático y  sumido en un desmayo continuo imaginándose otra vez en el frente, temiendo al cabo perder aquella existencia militar, monótona, absurda, pero inmune. Pese a todo, no era la primera vez que la cuestión del suicidio le rondaba por la cabeza. Pero el procedimiento para llegar hasta el mismo le aterrorizaba, y porque el miedo no sabía nada de esas triquiñuelas. Aunque ahorcarse o morir de un disparo no era en realidad una cobardía, por más que así se diga. Pero como acción vituperable no podía por menos que considerarla como una burla, un desequilibrio siniestro en detrimento propio. Y abandonaba el proyecto, no sólo por miedo, sino también por la abominación que representaba aceptar semejante desorden mental. Y ante el cual, si se dejaba arrebatar por la ira o más bien por esa especie de locura, era como aceptar que aquella perturbación mental jamás hubiera conocido el orden. Aquella noche, antepenúltima semana de octubre, la temperatura resultaba extrañamente tibia para la estación otoñal, se asomó a la ventana, aspiró la brisa nocturna que le causó un raro bienestar, y sus pensamientos, rigurosos hasta poco antes, se mitigaron como olas de un mar encrespado que se apaciguan inesperadamente. De todas formas, para el capitán, que había logrado burlar a la muerte en la anterior contienda bélica, aquella hipérbole (así le gustaba denominarla) que para él era la palabra guerra, como un estallido inicuo y sangriento entre dos mundos siempre dominados por las continuas disensiones políticas, y las inocentes matanzas de los pueblos, en realidad eran de una inmoralidad social absoluta (Huntington no sabía describirlo de otra manera). Y porque la guerra sólo acostumbraba a satisfacer sus apetitos con esa maldita ley que todo lo rige: la valentía del soldado que se ofrece como víctima propiciatoria en sus campos de muerte.

En efecto, antes de que finalizara octubre la atmósfera estaba menos pesada y no excesivamente fría. La savia de las plantas seguía descubriendo sus misterios como una primavera que no hubiese deseado marchitarse con la llegada del otoño. Los insectos seguían zumbando entre brisas tibias, y las nubes, la naturaleza toda del bosque que rodeaba una parte del fuerte fluía entre colores cobrizos, refulgentes, como hechos de una materia  inquebrantable, sin perder por ello su belleza, y seducidos por la fuerza de un sol matutino muy amarillento y muy rojo en su mortecino horizonte crepuscular. A Merrick el buen tiempo también lo envalentonó, y había decidido reanudar con aplomo el ejercicio de sus deberes parroquiales ya fuera con la mínima parte de la tropa católica y el resto de habitantes del campamento formado por la oficialidad y sus esposas. El eclesiástico imponía ahora la lógica junto al desatino. No era una empresa imposible querer apartar de su locura los días y las noches de sus angustias. Las murmuraciones, la maledicencia de la soldadesca, cuyas reprobaciones y burlas se debían haber extendido ya como regueros de pólvora por todo el cuartel, le obligaban, no obstante, a no salirse de sus sendas, y, pese a las miradas con recelos insaciables de dura condena que le aguardaban por parte de su escasa feligresía, y ante todo de las censuradoras esposas de los oficiales, ante las cuales no tenía ya por qué ocultar con el exigible rigor de su dignidad el mal que le corroía, Merrick, conociendo sus dengues y estupideces, y una vez estaba ya decidido a recuperar sus funciones, muy poco podía importarle acabar irritándolas con su nueva circunspección sacerdotal, y que interiormente, aunque asistieran a misa, las devorase una especie de tortura que también las quemaría por dentro al no poder reprocharle abiertamente su  pecaminosa conducta contraria al pudor masculino y clerical. Y porque con su misa estaba dispuesto a reírse en las narices de aquellos pensamientos malsanos que en todas partes gobiernan el mundo. Y si el demonio se había mezclado en su carne dejando que el espíritu se encogiera de hombros, con el mismo argumento podría incluir en su sustancia la envoltura carnal que también reviste la segunda persona de la Trinidad. Pero lo cierto es que al sacerdote no se le cerraron las puertas. Siguió acuartelado con respeto, aceptando los rumores que fuera de la iglesia lo apuntaban como un rifle. La oficialidad se reunió. No podían descuidarse los deberes e inspecciones de sus ideales castrenses, y mucho menos encharcarse en observaciones obscenas, especialmente durante aquellos días en que los problemas políticos resultaban más acuciantes y ensombrecían al ejército norteamericano. Se trataba de equilibrar de nuevo la evidencia honrosa de su superioridad evitando sospechas de inmoralidad en el cuartel. Y las censuras a cuantos comentarios ignominiosos se achacasen a uno de sus miembros, representante de la iglesia católica, como comidillas que pudieran encrespar también el honor militar del campamento, fueron silenciadas. Que el sacerdote, mientras la calumnia circulaba, pretendiera reconciliarse ahora con el mundo al que pertenecía, aunque en su interior sostuviera ciertas tesis licenciosas, no era en tales momentos el peor de los reveses a que se abocaba el ejército. De que se debía respetar el decoro castrense no había duda alguna. Pero por desgracia el decoro varía, por más pureza que se le quiera exigir, y no siempre será irreprochable. Merrick había minado las bases de su probidad, de su castidad, como si se tratase de un mal sueño. Aunque las únicas pruebas de tales actos eran producto de cierta difamación por parte de la tropa y no se podían probar. Tan sólo se suponía que el páter había arrastrado, -¿sin arrepentimiento?, la duda quedaba en el aire-, su cometido eclesiástico hasta esos extremos de inmundicia. Pero como el mal de la especie tampoco consuela a nadie,  justo era que fuera únicamente el sacerdote quien sintiera sobre sí el peso de toda la tierra.

El soldado Jason Tracy no leía periódicos. Nunca había estado interesado en las noticias del mundo ni antes ni después de la guerra. Y porque a su escasa palabrería se unía también una total carencia de aprendizaje escolar. En cuanto a leer y escribir, lo poco que había aprendido se lo debía a su desgraciado amigo de infancia Maverick Bell porque en la comunidad negra, los “shaks negros” según los blancos de White County, que Jason frecuentaba junto a Maverick, existía una desvencijada escuela donde un viejo párroco de color se esforzaba en impartir lecciones y escritura de la lengua inglesa a la ínfancia que por allí correteaba, Y Maverick Bell asistía de vez en cuando a dichas clases, aunque a duras penas había logrado hacerse con los complicados rudimentos de las letras y de su lectura. Escasas nociones que, por medio de un libro de lectura que le regaló el párroco, compartió con Jason durante sus paseos solitarios por los algodonales y sus tertulias infantiles a las orillas del río Chattahoochee. Y cuando Tracy decidió presentarse en la oficina de alistamientos, el sargento encargado de las inscripciones, un militar huraño que solía atender a los recién llegados sin un ápice de singular calma que le moviera a la indulgencia, avivando sus probables malos humores en aquella tarea que acometía con irritante cotidianidad,  y con la evidencia de la superioridad que le conferían sus galones para poder tratar a aquellos muchachos como patanes sin futuro en el ejército, preguntó su nombre. Tracy, aunque quiso responder, permaneció ensimismado como si buscase no se sabe dónde la contestación a aquella sencilla pregunta.

   -¿Qué demonios te pasa, eres mudo o idiota? – inquirió el sargento- ¿A qué esperas? Aquí no tenemos moscas informativas si es eso lo que estás buscando... ¿O eres acaso tan memo, so destripaterrones, que no sabes ni cómo te llamas? Ten por seguro que si quieres ingresar en el ejército de los Estados Unidos tendrás que empezar a hablar, y lo primero que te vamos a exigir es que tengas un nombre, so botarate!

Tracy ni siquiera se inmutó ante aquel arrebato de brusca supremacía del oficial de reclutamientos. No le importó tampoco verse examinado como si fuera un elemento muy alejado de aquellas disposiciones institucionales.

   -¡Tu nombre,... me lo vas a decir de una vez!- exigió el sargento- Pero tú, ¿de dónde diablos te has escapado? – y soltó una carcajada – En lugar de un ejército de soldados con caletre nos vamos a cubrir de gloria con tanto memo como...

   -Jason... Jason Tracy... – fue una respuesta fría, muy alejada del inexorable temor que podía provocar el áspero militar.

   -¿Tracy, eh?... Demasiado apellido para un patán como tú – añadió el sargento, y ofreciéndole su ficha de alistamiento, gritó: ¡Venga... escríbelo y firma... firma con tu nombre completo... eso suponiendo que no escribas como hablas... ¿A qué esperas? ¿O es que tampoco sabes escribir?...

Tracy observó todo aquel papeleo con la misma mirada de indiferencia que cuando le fue requerido su nombre.

    -¿Qué, sabes o no sabes escribir tu puñetero nombre? ¿Va a resultar que también eres analfabeto? ¡Valiente ejército de inútiles sin cerebro el que estamos reclutando para defender nuestra bandera!...

Tracy tomó la pluma, se quedó observando la papeleta pero no hizo ningún movimiento.

    -Aquí... ¿me oyes?  ¡Qué firmes, idiota! – gritó el sargento con su tono altanero.

Para Tracy no resultaba fácil arrancar de su cerebro el espíritu de la letra que nunca se había iniciado sobre una base sólida de escolaridad, y con el que poder acotar su nombre en aquella hoja de papel llena de una caligrafía que no comprendía. Pero firmó con trazos de una irregularidad casi ilegible.

    -Bien, es suficiente... – aceptó el malhumorado sargento observando el garabateado nombre de Tracy - Espero que aprendas a empuñar el rifle mejor que la pluma, aunque no me gustaría estar delante de ti cuando lo hagas... ¡Anda, lárgate ya, y preséntate al cabo de guardia... El ejército va a ser tu única escuela a partir de hoy... ¡Largo!... – Y volviendo a sus papeles, musitó-  “Conque Tracy, eh,... demasiado apellido para un destripaterrones”... – Luego gritó- ¡El siguiente inútil...!,,, 

En la cola de alistamiento los muchachos  miraban y miraban en torno con pupilas atemorizadas, como jóvenes gatos espantados. Y cuando otro de ellos se llegó  hasta la mesa de alistamiento, se mantuvo muy erguido durante un segundo, y llevando la palma de la mano a su frente inició un intento de saludo castrense al sargento.

    -¿Pero qué haces, so idiota? – gritó el militar.

    -Perdón, señor, pero yo creía... – se excusó el joven.

    -¡Tú no tienes que creer nada, mequetrefe! Así que déjate de saluditos... Ya te hartarás de saludar cuando estés uniformado. ¡Menuda tropa de imbéciles estoy reclutando! A ver, ¿cómo diantres te llamas?...
 
Corregir la inteligencia y modelar el carácter del soldado Tracy era como intentar refrenar en el avaro la economía y en el despilfarrador la prodigalidad. Los únicos aspectos que convenían considerar en su carácter ni concordaban como ya era sabido con las sutiles consideraciones de la disciplina militar ni mucho menos con el siempre confuso orden político de su país. Obedecía las solicitaciones de la oficialidad como un complicado galimatías de múltiples aspectos, en los que también se incluían las reprimendas por algún descuido, de los pocos que pudiera llegar a cometer, en las caballerizas. Para el soldado no existía más consecuencia natural que la de una propensión no demasiado exigente con el orden físico, y por ello no solía casi nunca reflexionar, ni ahora ni durante los pasados combates bélicos, sobre el instinto de conservación que es lo que más ha preocupado siempre al género humano. Su mente era una especie de laberinto donde se embrollaba el mundo, sus hombres y sus mujeres, y naturalmente los siglos y los países. Desde los desayunos hasta el rancho nocturno engullía los alimentos con la avidez de un bruto y con el mutismo de un animal. Desde su última trifulca en el dormitorio, de la que no trató de justificarse, se encerró en un silencio que parecía expresar el largo vacío de toda una vida. El clima otoñal era poco adecuado para sus escapadas al bosque, por eso, en sus horas de asueto durante las atardecidas, se le veía pasear por la avenida del cuartel, o sentado en uno de los bancos, evitando ahora la cantina, fumando un cigarrillo tras otro, inalterable, aislado del resto de soldados del cuartel, aunque con toda probabilidad en algún repliegue de su inextricable subsconciente le inquietara una secreta y profunda nostalgia por sus pasadas escapadas al bosque. Pero para todo ello había una excepción: Tracy adoraba a sus caballos. En las cuadras se agudizaba esa sensibilidad casi rayana en el delirio que lo aislaba de los hombres para amar a sus animales. Los cepillaba como si sacara brillo a preciosos talismanes, los mimaba con terrones de azúcar que robaba del desayuno, jugueteaba con sus orejas y hasta besaba sus hocicos murmurándoles algún que otro halago que los pencos parecían comprender. Y si Tracy hubiese creído alguna vez en las excelencias gloriosas aunque misteriosas del alma humana que preconizaban  los curas, se la habría arrebatado a los hombres para concedérsela a los caballos. Fue entonces cuando una nueva luz intensa iluminó los grises días de finales de octubre. Y el olor de la hierba revivió a pleno sol como un suspiro primaveral que arrebatara a la estación otoñal las sensaciones brutales de sus frías y lluviosas caricias. Los días recuperaron inusitadamente largos instantes de una bonanza casi veraniega y el bosque se saturó de esta máxima verdeante como si la halagada Naturaleza, aunque fiar de tal esperanza resultara dudoso, recuperara su consecuencia originaria antes de doblegarse de nuevo al otoño y al próximo invierno.

Margaret Huntington había tenido una mañana muy negra de esas en las que uno no sabe si reír o llorar porque cuando bajó a desayunar se encontró a Roberta gimoteando desconsoladamente, y cuando Roberta lloraba su repertorio de penas se exteriorizaba en una especie de predilección por exageraciones que por lo general carecían de importancia, y entonces Margaret suspiraba, intentaba por todos los medios poner cara consternada y volvía a usar con ella ese tono cariñoso como si se dirigiera a una jovencita de pocas luces. Pero esa mañana, el hecho que motivaba aquella pequeña llantina de la muchacha era indiscutible.

     -No puedo servirle su desayuno, señorita Margaret – dijo Roberta sin que su lloriqueo cesara.

    -¿Por qué, cariño? – pregunto Margaret- ¿Qué te ha pasado?

     -A mí no me ha pasado nada, señorita, pero ya se lo he dicho,... no puedo prepararle su desayuno.

     -A ver, corazoncito, si es eso lo que te preocupa o cualquier otra cosa, debes decírmelo. Y en cuanto al desayuno, eso no tiene importancia, yo misma puedo preparármelo.

     -No, señorita Margaret, no va a “podé”...

      -Pero ¿por qué cariño? ¿Es otro de esos misterios que tanto se meten en tu cabecita?

      -No esta vez no es ningún misterio, señorita Margaret... “E’ que en la cocina ya no queda nada... No hay leche, ni huevos... y ni pan ni patatas... Nada... Sí... un par de tomates. Pero “tenemo” el refrigerador vacío...

      -¿Cómo es posible, Roberta? No puedo creerlo...- se asombró Margaret.

      -Pues va “usté” a “tené” que creérselo, señorita Margaret- volvió a sus sollozos la muchacha.

       -Pero si no teníamos provisiones, tenías que habérmelo dicho antes de que se acabaran.

      -¿Se acuerda “usté” de aquel soldado,... aquel soldado tan simpático que se encargaba de traernos esas provisiones de la cocina del cuartel para los “almuerso” y la cenas...?

      -¿Henry? ¿El de la bicicleta?...

      -Si, señorita, ése. Pues desde que el capitán no desayuna, ni “almuersa” ni cena en la casa...

      -¿Vas a decirme que ha dejado de proveernos?

      -Sí, señorita Margaret, lleva más de dos semanas sin “aparesé” por aquí... ¿Qué vamos a “hacé”?

      -Eso es cosa de nuestro capitán. ¡La culpa es suya, estoy segura! Ese ladino sigue enfurruñado con nosotras y ahora quiere matarnos de hambre. No me extrañaría nada que haya ordenado a Henry que no nos proporcione más provisiones como es su obligación.

     -Sí, señorita... – siguió gimoteando Roberta.

     -Deja de llorar, cariño... Hablaré con el capitán, y te juro que tendrá que escucharme, nos hable o no,... o le guste o no... Y si lo que pretende es que nos alimentemos con el rancho del cuartel, te aseguro que no lo va a conseguir. Su deber le obliga a proveer nuestra manutención... ¡El muy canalla! Y si tengo que recurrir... aunque me resulte vergonzoso...

     -¿A quién, señorita Margaret? Mi mamá no va a "podé" ayudarnos...

    -No, no se trata de tener que limosnear en casa de la Peterson, pero será su marido quién tendrá que escucharme... Hoy no desayunaremos, pero almorzar, te aseguro que lo haremos... Y el capitán, ¿ha bajado ya?...

    -Sí, señorita Margaret, salió muy temprano. Ya sabe “usté” que desde que no desayuna en la casa... Además, está muy acatarrado.

    -Sí, lo sé. Le he oído toser toda la noche- rió Margaret- Que se aguante. Y si sale tan temprano es porque teme perderse su asqueroso desayuno militar en los comedores. Además, es mejor así,... no tengo ningunas ganas de mantener una discusión violenta con ese monstruo. Voy a recurrir al general Peterson... En un caso como este hay que acudir a la oficialidad superior, y que ese mamarracho con uniforme se atenga a las consecuencias. No creo que le vaya a resultar tan divertido como se imagina. Nuestro soldadito Henry no tardará en aparecer de nuevo por aquí con las provisiones necesarias, tenlo por seguro, cariño, así que deja de gimotear y de preocuparte. Y deja de comportarte como la Prissy de "Lo que el viento se llevó". Sigo empeñada en que dejes ese acento y de que no sigas comiéndote las palabras. Eres Roberta y estás obligada a hablar correctamente, como una verdadera señorita.

    -Pero ya sabe "usté" que eso es muy "difici" para mi...

    -Usted, Roberta... y nada de "difici": difícil,... difícil, cariño. Ya sabes que cada vez estoy más decidida a dejar este odioso campamento militar...

    -¿Y a su marido? -se asombró Roberta- Eso no le va a "sentá" muy bien al capitán.

   -Que le siente como le venga en gana. No me importa en absoluto. Estoy tan harta de él como del campamento. Estoy segura que aceptará concederme el divorcio. Alegaré malos tratos. La primera prueba la tenemos ya asegurada: su pretensión a dejarnos sin alimentos. Y el ejército, como esposa de un oficial, estará obligado a pasarme una pensión. Claro que si me divorcio... -dudó Margaret- Bueno, ya me lo pensaré... Alguna solución habrá. Pero si me voy de aquí, tú vendrás conmigo. Por eso quiero que te comportes y hables como corresponde a una señorita.

    -No creo que a mi mamá eso le guste mucho tampoco... 

   -A tu mamá será fácil convencerla, ya lo verás. No te vas a pasar la vida sirviendo a estos insoportables militares  como ha hecho ella. Hay que salir al mundo, cariño. Y el mundo no se compone  únicamente de señoras Peterson ni de capitanes canallas como el nuestro.

   -¿Y a dónde iremos, señorita Margaret?

   -No lo sé todavía, cariño. Ya lo pensaré cuando llegue el momento. Por lo pronto, seguiremos aguantando... pero no por mucho tiempo.

El siguiente procedimiento ya estaba decidido. Margaret, en el fondo, disfrutaba imaginando el efecto  que su protesta causaría en el cuartel. Recordó un dicho al que muchas veces recurría su padre cuando lanzaba sus sermones evangélicos entre sus creyentes:“Un avaro suele descubrir en su granero un ejército de ratas y..." El resto de la prédica no le interesaba. Y Margaret, por complacencia, lo cedía a los ilusos y fieles evangelistas de su padre..

      -Pero en mi granero no vas descubrir ratas... – dijo Margaret.

     -¿Ratas, señorita? ¡En nuestra cocina nunca “hemo” tenido ratas!- replicó vivamente Roberta.

     -Hay muchas clases de ratas, cariño. Y aquí tenemos una muy grande- dijo Margaret- Pero esto es ya demasiado. Ni tú ni yo vamos a someternos a semejantes estupideces. A nuestro capitán le gustaría que reventásemos. Pero no lo va a conseguir. No temas, corazoncito, no nos vamos a morir de hambre. Ese bruto con sus pobres galones necesita un buen rapapolvo. Desde que vive encerrado en su mutismo, lo que en realidad anda buscando a gritos es una buena reprimenda de sus jefazos.... Vamos, Lissy, tengo que vestirme para la ocasión. – añadió Margaret, mientras se dirigía a su habitación, decidida a presentarse en las oficinas de la oficialidad para exponer la penosa situación de la falta de provisiones- Vuelve a la cocina, Roberta, y deja de preocuparte. Ya verás que pronto aparecerá por aquí nuestro simpático Henry en su bicicleta y con todo lo que necesitamos.  
 
De que el capitán Huntington, tras la visita de Margaret al general Peterson ya había recibido la consabida reprimenda de su oficial superior no cabía la menor duda. La siguiente  jornada, hacia el mediodía, regresó a casa sin articular palabra, según acostumbraba últimamente, lleno de desaliento, con la mirada desencajada y tosiendo sin parar porque en efecto tenía un tremendo catarro y algunas décimas de fiebre desde hacía un par de días. La amonestación del general le significaba un manifiesto y desagradable perjuicio moral que recaía sobre la sólida base de su prestigio como modélico capitán condecorado y sin tacha alguna hasta ese momento en su expediente militar. Y ahora, por las intrigas de aquellas dos zorras odiosas como consideraba a Margaret y a su criada negra, había hecho el papel de papanatas negándoles vengativamente durante un par de semanas el obligado avituallamiento. Sus problemas prostáticos seguían agudizados, y recurría al cuarto de baño constantemente. Y para colmo el maldito catarro no aminoraba, sus bronquios emitían un sonido infernal, y cuando se metía en la cama se asfixiaba y la tos no cesaba. Pero no por ello se decidía a solicitar ayuda médica. Había recurrido a las aspirinas, pero no le habían servido de nada. En uno de los vademecums medicinales que guardaba en su biblioteca había leído algunos remedios milagrosos sobre baños con cinabrio y sobre el yoduro de potasio que tenía efectos expectorantes indicados para problemas respiratorios, como asma, y bronquitis. Pero como el capitán era tan matemático y miedoso tenía que enterarse a rajatabla de cualquier efecto, ya fuera positivo o negativo, antes de ingerir cualquier medicamento de los que aparecían en el vademecum. En una farmacia de la ciudad preguntó sobre las propiedades que el yoduro podía aportar a su catarro. Y Huntington observó cierta mirada de sonriente ironía en el semblante del farmacéutico cuando preguntó sobre los posibles efectos sanadores de dicho yoduro en su insufrible constipado. El yoduro, repuso el farmacólogo, era ya medicinalmente un elemento muy alejado del progreso terapéutico, aunque su uso había sido erróneamente muy utilizado en el pasado siglo diecinueve. Así que el capitán tuvo que conformarse con adquirir, por consejo del farmacéutico, un jarabe con sabor a menta para la tos, con la recomendación al mismo tiempo de que hiciera vahos de eucalipto y alcanfor. Entonces, el capitán, durante la noche, anduvo rondando por la cocina hirviendo agua que luego vertía en una pequeña jofaina. Y con sumo cuidado subía a su habitación, a fin de que ni Margaret ni la criadita se percataran de lo que hacía para efectuar las sofocantes aspersiones que le habían recomendado. Pero lo cierto era que no veía su utilidad terapéutica por ninguna parte.

Inesperadamente, una mañana después, Octavia la mamá de Roberta, que servía en casa del general Peterson, se presentó en casa de los Huntington con el rostro radiante de satisfacción. Llevaba consigo un suculento desayuno que había preparado para Margaret y su hija, incluyendo por supuesto al capitán si se dignaba apreciar la atención debida a la generosidad petulante de la señora Peterson que había ordenado dicho refrigerio, confidencialmente informada por su esposo sin ningún lugar a dudas del embrollado suceso que había generado la falta de avituallamiento en casa de Margaret Huntington. En el fondo, la Peterson detestaba el orgullo despectivo e intratable que según ella evidenciaba aquel matrimonio. Margaret había dejado de asistir a sus fiestas, y el capitán solía esfumarse cuanto antes de las mismas como si se escondiera detrás de las faldas de su mujer. Y aquella muestra de dadivosidad al enviarles un buen desayuno, ante la perplejidad de los Huntington, no necesitaba de más explicación. La entrometida Peterson repartía sus gestos de preponderancia sabelotodo como  si repartiera estampitas del Sagrado Corazón, aunque su jactancioso materialismo, que nada tenía de espiritual, era bien conocido en el campamento. Y a fuerza de pensar en aquella fingida y humillante generosidad, Huntington no probó el desayuno. Estaba harto del general Peterson y de su mujer. Harto de Margaret y de la negrita, a la que nunca llamaba por su nombre. Y salió de casa a toda prisa, encolerizado, tanto por la tos del maldito catarro como por las urgencias mingitorias que trataba de camuflar. Y siendo como era un minucioso gourmet, durante aquellas últimas semanas había perdido todo interés por la comida. Ciertamente no tenía excusa para tanta estupidez, pero había tenido que conformarse con el escasamente apetecible rancho del fuerte, renunciando a alguno de los platos especiales que Margaret y su criada cocinaban. Y en cuanto al desayuno de aquella mañana, tampoco Margaret quiso probarlo.
 
      -¿Entonces, no va "usté" a "desayuná", señorita Margaret?- preguntó Roberta extrañada, después de que su madre volviera a la residencia de los Peterson.
      
       -No, cariño... No tengo hambre... Esperaremos a nuestro ciclista... Estoy segura de que no tardará mucho en aparecer. Prepararemos entonces un buen almuerzo- Y como Lissy no dejaba de ladrar, añadió- Regálale una parte del desayuno a nuestra Lissy. Ella dará buena cuenta de él... Lissy afortunadamente no entiende de cortesías piadosas...

No hay que olvidar tampoco que Thomas Huntington había sido siempre tan poco sociable que ni siquiera había logrado conseguir la menor simpatía entre sus alumnos en las clases de ética y tácticas militares que impartía en la escuela cada mañana. Bah, en su enraizada convicción de erudito, por más que machacara sus enseñanzas, daba por sentado que las cabezas de sus alumnos no tenían nada de particular. Así que no valía la pena esforzarse por instruirles. Respondía a sus saludos y nada más. Tampoco sostenía ninguna charla amigable durante las horas de rancho, manteniendo la misma circunspección inactiva y solitaria de aquellos lejanos domingos cuando Margaret lo conoció en el Coffee Bar de la ciudad. Era como si viviera su veteranía militar en una umbría social de ahogo inexplicable, de actitudes herméticas, y de un pesar muy amargo en su interior como si el agua o el poco alcohol que bebía fuesen de hiel abrasadora. Y para colmo de sus males, ahora se añadían los temores bélicos que sin duda se avecinaban. Se sentía muy enfermo, (quizás imaginario), pero trataba por todos los medios, por su bien uniformado porte, seguir pareciendo un correcto militar en activo, ya que no habría podido sufrir que alguien le dirigiese la menor mirada de conmiseración. Un antiguo compañero de su misma graduación, promoción y edad con el que mantuvo cierta relación amistosa, aunque escasamente servicial, durante la pasada guerra, había caído gravemente enfermo. Se le había diagnosticado un cáncer terminal, se le concedió una inmediata excedencia,  y junto a su esposa y dos hijas abandonó el fuerte para ingresar en un hospital militar muy lejos del cuartel. Thomas Huntington ni siquiera se decidió a despedirse de él. Estaba tan horrorizado que no se atrevía ni a preguntarse que iba a ocurrir con aquel superviviente del conflicto bélico como lo había sido él mismo; aunque lo más horrible de todo era que su casa, muy cercana a la suya, ahora en un silencio absoluto sin la alternancia del compañerismo que el enfermo había mantenido con otros compañeros ni las risas de sus ya creciditas hijas, que poco tiempo antes aún jugueteaban en el jardín, le parecía como poseída por una especie de inquietante infortunio tan enigmático que permitía al acobardado Huntington traspasar las paredes y sentir en sus salas el vaho sentimental de aquella familia ahora desaparecida, y hasta notar en su dormitorio principal donde hubo un enfermo terminal la presencia de un difunto al que nunca acababan de sacar de allí. Tenía por tanto que desterrar de su mente toda idea metafísica, y aquella funesta prueba, tan agónica como dolorosa, conque a todos nos puede llegar a zarandear la vida. Finalmente aceptaba con cierta satisfacción que su despacho era su refugio, su escudo y su llave para alejarse de la intimidad de cada casa, y que dar de lado cada aflicción ajena era lo que más podía favorecer su tranquilidad de espíritu. Cierto que en los días en que se había sentido más inquieto, había permanecido fuera del mismo todo el tiempo posible, porque su mente divagaba con aquella insufrible sensación de verse como aprisionado en una trampa. Pero desde que su compañero enfermo desapareció para siempre del cuartel quiso ejercitarse en un nuevo género de abnegación, y sumirse en una especie de vida espiritual, otorgando a su inteligencia virtudes monásticas como lo habría hecho algún santo. Pero no fue una solución perfecta, porque la congoja, el mal humor por lo mal que se sentía y la necesidad de seguir detestando todo lo que le rodeaba, volvió a apoderarse de él cada madrugada, y no pudo prescindir del seconal. 
 
Una de aquellas últimas tardes de octubre, cuando todavía no había oscurecido, antes de la retreta, el capitán recorría abstraído y ya más recuperado del resfriado, la avenida que bordeaban las dos hileras de arces cuyos ramajes, que no habían perdido del todo sus hojas de color coral, concedían a la calle una cubierta como de lienzo protector pero desgarrado. Entonces divisó al soldado Tracy sentado en uno de los bancos. Pensó en dar media vuelta y alejarse de él, porque era la suya una silueta que le removía un impulso interno de mal vergonzante. Su aversión se centraba siempre en el recuerdo del que tan sólo el soldado era portador, y por ello su presencia, que siempre trataba de rehuir como la de un perro tiñoso, había adquirido en el capitán esa insuficiencia emocional que alimenta el odio. Pero no retrocedió, y el soldado se alzó sumiso bajo la última claridad del atardecer, tendió la mano hacia su frente y le saludó con una efusión nada excesiva, tan moderada e indiferente que Huntington hubiese preferido que no se levantara del banco para saludarle, aunque aquello le habría obligado a reprender al muchacho. Entonces la mano seca y nerviosa del capitán respondió al saludo. La corrección militar debía ser ante todo la escuela del respeto a las reglas militares, y como el soldado le había correspondido, podía disculparlo. Pero el capitán las pocas veces que coincidía con él únicamente consideraba que la suya era una mirada que desprendía un acecho chocarrón, porque su cobardía vivía encerrada en la desconfianza de aquella mente juvenil, desnudándole con ojos ávidos y duro ceño. "Sigue sin fiarse de mí" se dijo para sus adentros Huntington.
   
     -Descanse, soldado. - ordenó, aunque en su interior la voz se le rompía de acritud.
 
Tracy no esperó, y volvió a sentarse en el banco. Huntington aligeró el paso todo cuanto pudo, y temblaba porque aquella ira que se le instalaba en el corazón era tan tonta como insoportable.
 
    -"No quiero volver a encontrarme nunca más con ese maldito... " - pensó mientras se alejaba.
 
En el fondo, aquella decisión resultaba tan absurda e improbable como si se repitiera a sí mismo que lo que pretendía era librarse de la innata insolencia de los hombres. Pero el motivo de tanta prisa se debía en realidad a una acuciante necesidad de ir al baño.

A finales de octubre lo natural era que los días se acortasen considerablemente. Pero las tardes no eran demasiado frías, aunque las predicciones de los servicios metereológicos anunciaban ya por radio próximas tormentas e inevitables y fuertes bajadas de temperatura. Por lo menos el cambio horario antes de la entrada del invierno había alargado un poco más las tardes  El soldado Tracy se había entregado ya durante la última semana  de octubre al regocijo de sus escapadas al bosque, a aquel recogimiento íntimo del atardecer. Y sentir bajo sus pies la hojarasca caída sobre la hierba muerta y en su cuerpo el roce del follaje y de los troncos húmedos del otoño era como percibir íntimamente la circulación misteriosa que daba vida a la fronda y sus arboledas. El bosque se llenaba todavía de unas nubes blancas como una vestidura saludable, cautiva y gloriosa que lo protegía bajando  hasta las enramadas, y Tracy se quedaba ensimismado bajo aquella intacta desnudez del cielo hasta que el ocaso lo devoraba complacientemente con la roja llama del sol poniente, tiñendo de escarlata sus nubes, y la claridad azul moría virgen y pura para dar paso a la inmediata oscuridad del anochecer. Entonces el soldado, aunque no sabría explicarlo, se sentía a sí mismo inmovilizado en instantes de una sensualidad deliciosa cuando emprendía el regreso al cuartel atrapado por las fragancias que el relente exhalaba. Y al entrar en el enorme comedor para cenar era como si un príncipe llegase de su complaciente reino. Luego, sin alejarse de aquellos grupos sediciosos que formaban sus compañeros con los que siempre se había mostrado tan poco sociable, Tracy, sin articular palabra y recogiendo el variado rancho que le era servido por el cocinero en una amplia bandeja, se sentaba inesperadamente en la esquina de alguna mesa compartida por seis o siete soldados, y el estruendo de sus voces, comentarios y risotadas cesaba por un instante, sorprendidos de que el introvertido Tracy se dignara sentase a cenar con ellos. Lo cierto era que el soldado no había tenida la menor constancia de lo sucedido en el dormitorio la última noche en que Russell Merrick apareció por allí para espiar su sueño, y sumido cautelosamente en la oscuridad, forzar sin el menor titubeo el sensual atrevimiento de besarle mientras dormía, al tiempo que el imaginaria se llegaba hasta él iluminándole con su linterna, asombrado y divertido. La muda y singular calma  de Tracy mientras daba buena cuenta de la cena los movíó la siguiente noche a cierta indulgencia con el silencioso compañero, aunque no faltaron algunas risitas y miradas irónicas entre ellos,. Y Tracy, aunque se había dado clara cuenta de aquellas muecas que no comprendía, los había observado un par o tres de veces y parecía que estaba a punto de preguntarles alguna cosa. Pero no dijo nada, y siguió cenando. Minutos después se levantó de la mesa, seguido por las miradas socarronas de sus compañeros, y se marchó tan calladamente como había llegado, aunque aún tuvo tiempo de escuchar las palabras de uno de ellos, exclamando:
  
     -¡Cuidado con el cura, Tracy, y sus padrenuestros nocturnos!
 
Sonaron algunas carcajadas incomprensibles para Tracy, al tiempo que otro de los soldados advertía:

     -¡No le busquéis las cosquillas a ése, que ya sabéis como las gasta!

Una tarde de ese mismo mes, una vez solucionado el problema del avituallamiento, que le había provocado al capitán una nueva malquerencia doméstica con Margaret, ésta propuso a Roberta que la acompañara a dar uno de aquellos acostumbrados paseos por el bosque que mantuvo durante el verano. Pero la muchacha por mucho que estimara a su señorita se negó en redondo a  unirse a otra de aquellas escapadas que la atemorizaban.

    -Ya sabe el miedo que a mí me da ese bosque - admitió Roberta- Y "usté" tampoco debería meterse sola otra vez por esos andurriales...

    -No voy sola, cariño, Lissy viene conmigo.

    -Pero señorita Margaret, está a punto de "oscurecé". La noche se le va a "echá" encima... ¿No tiene usted miedo?

   -No, corazoncito, no tengo miedo. Además, aún tenemos una hora o más de sol antes de que oscurezca.

   -Ese bosque, ya lo sabe "usté", está lleno de misterios, y no quiero ni "pensá" que ande usted por ahí de noche. ¿Y si se encuentra "usté" con aquel soldado... ¿Es que no se acuerda de que andaba por ahí paseándose desnudo?

   -Entonces estábamos en verano, y el calor era tan insoportable que hasta yo misma me habría paseado por ahí en cueros. 

    -¡Señorita!...

    -Sí cariño. Comprendo muy bien que el pobre soldado anduviera por el bosque como vino al mundo. Aunque ahora dudo mucho que lo haga. De todas formas, fue muy amable con nosotras, y tú sabes que yo no me escandalizo fácilmente... Está bien, corazoncito, quédate en casa, y prepara algo para cuando yo vuelva...

   -Señorita Margaret, y si viene el capitán y pregunta por usted, ¿qué le digo?

   -El capitán, ¿preguntar por mí?- rió Margaret- ¿Pero de qué guindo te has caído, cariño mío? Hace ya mucho tiempo que a nuestro capitán le tiene sin cuidado nada de lo que tú y yo podamos hacer. Y en cuanto cene en el cuartel, lo único que hará es encerrarse en su despacho. Así que deja de preocuparte... Vamos Lissy...

 

Había refrescado, y probablemente en cuanto el sol desapareciera, la brisa nocturna sería algo fría. Por tanto, Margaret penetró en la floresta corriendo sobre la crujiente pinocha y seguida felizmente por Lissy, para tratar de aprovechar la tibieza de aquellos últimos rayos solares. Y quizás a fuerza de pensarlo, unos minutos después lo primero que la pasmó fue que un caballo y su jinete pasaron con una velocidad moderada muy cerca de ella, y que su trote se había apoderado por unos segundos del jolgorio que emitían todavía a aquella hora los pájaros instalados en la dulzura de sus nidos y de su soledad. La escasa hierba muerta y la hojarasca caída exhalaban ahora un olor fresco y ácido de día desnudo de otoño. Margaret se detuvo esperando que jinete y caballo volvieran a aparecer. Y Lissy ladraba sin cesar. Era el soldado Tracy quien cabalgaba a pelo, se detuvo en seguida y desmontó.

  

  -¿La he asustado?- preguntó. 

   -No, en absoluto, sabía que no podía ser otro más que usted quien disfrutaba de nuevo de sus paseos por el bosque. Y esta vez a caballo.

El soldado acarició unos instantes a Lissy, y Margaret se quedó observándole complacida.

   -Nunca deja usted de sorprenderme.

   -¿Por qué?...

Pero Margaret no respondió, se acercó al caballo y pasó una mano por su lomo, y el animal acepto dócilmente aquel agasajo.

    -Es un caballo muy hermoso.

   -Es una yegua... - aclaró Tracy.

   --No entiendo de caballos. Pero no por eso deja de ser un hermoso ejemplar. ¿No estará enferma también?

   -Está preñada... Necesita cabalgar de vez en cuando, así cuando le llegue el momento de parir, sufrirá menos.

    -Así que va a tener un potrillo.

    -Aún le faltan siete meses.

    -Espero que el potrillo sea tan hermoso como ella.

    -Su padre también lo es. Un semental de raza...

    -Los únicos caballos que yo había visto en mi vida eran los pobres percherones que tiraban de los carromatos o araban en los campos muy cerca de donde yo vivía.

      ¿Quiere usted montarla?... - propuso Tracy. 

    -¿A pelo? - exclamó sonriente Margaret- ¡No, por Dios!

    -Es muy dócil... No la tirará.

   -Pero es que no he montado a caballo en mi vida. Y si ahora lo hiciera lo más probable es que acabara rodando por tierra.

  -Molly es muy mansa..., una yegua de trote muy tranquilo.

  -No debería usted arriesgarse a que le expedienten por sacarla de las caballerizas. Según tengo entendido, es objeto de sanción.

   -Mi sargento de cuadras está en la ciudad. Está casado. Visita a su familia varios días a la semana. Y Molly necesita disfrutar de estos paseos. El sargento es un carcamal muy poco razonable. Le importan muy poco las necesidades de nuestros caballos. Es a él a quien habría que inhabilitar por descuidarlos. Un caballo es un animal perfecto, la criatura más noble del mundo. Necesita sentirse libre de vez en cuando...

  -¿Cómo usted?...

Se hizo un silencio. Lissy descansaba a los pies de Margaret, y Tracy llevó a la yegua hacia un rincón todavía algo soleado.

   -¿Qué ha pasado con su criada? -preguntó luego- ¿Por qué no la ha acompañado?

   -A Roberta le da miedo el bosque- dijo Margaret sonriendo- Asegura que está lleno de misterios.

   -¿Misterios? ¿Qué clase de misterios?

   -Misterios que se cuecen en su ingenua cabecita. Misterios que ni ella misma sabría explicar... Pero la quiero. Su cariño es un gran alivio para mí. La vida en este campamento es tan monótona... Pero usted no se aburre. Tiene a sus caballos...y su bosque.  En cuanto a mí, creo que algún día Roberta y yo nos marcharemos de aquí.

   -¿Abandonará usted al capitán?... 

    -Es muy posible que acabe haciéndolo...

En lugar de responder, Tracy hizo un gesto con la cabeza, desviándose prudentemente de la cuestión.   

   -Bien, soldado, creo que deberíamos regresar. Va a oscurecer muy pronto... y mi pobre Roberta estará muy preocupada por mi seguridad. Teme que la noche y sus inocentes misterios puedan devorarnos a Lissy y a mí... Uff, y está goteando,... me parece que tendremos un chaparrón nocturno.

   -Puedo acompañarla hasta su casa- dijo Tracy.

   -No, no,... no hace falta. Vuelva usted a las caballerizas, soldado,  y ponga a cubierto a su Molly. No debemos olvidar que es una futura mamá y hay que mimarla mucho... Bueno, no es que yo dude de que usted lo hará...

   -Cuando el potrillo venga al mundo, podrá usted visitarlo en las cuadras.- dijo Tracy

   -Eso me gustaría mucho. Pero no creo que yo ande todavía por aquí cuando eso ocurra... Buenas noches, soldado.

Aquella noche, cuando el capitán volvió de su cena en el comedor de oficiales, el tiempo cambió de repente. Se alzó un viento huracanado y había empezado a llover con tanta fuerza que las gotas eran como dardos. Y el vendaval las empujaba como si barriera la lluvia en el aire. Huntington regresaba embozado en su gabán militar completamenrte empapado. El aguacero, desde la visera de su gorra militar resbalaba por el pecho y toda la espalda, y lo hacía tan violentamente que el agua se le metía en las botas, y hasta los calcetines estaban ya tan mojados que al andar a toda prisa por la avenida que subía hacia las casas de los oficiales parecía estar chapoteando entre charcos, como si sus pies hubiesen sido abatidos por la resaca de una playa invisible y no era fácil caminar porque podría sufrir un tremendo resbalón y hasta partirse una pierna. Franqueó con rapidez el encharcado jardín, y una vez en el porche intentó sacudirse el agua del gabán. La casa estaba completamente a oscuras. Margaret y Roberta se habían retirado ya a sus respectivas habitaciones. Pero había tardado tanto en llegar que no pudo contener su orina, y el pantalón, aunque protegido por el chorreante gabán, estaba completamente humedecido. Encendió en seguida la luz del salón sin molestarse en restregar las mojadas botas en la alfombra de la entrada. Se deshizo del gabán y lo lanzó al suelo apartándolo de un puntapié antes de llegar a la escalera que ahora estaba únicamente iluminada por la lámpara del salón. La lluvia y su incontinencia lo habían puesto furioso, y además estaba asustado. Su miedo naturalmente era físico, pero su mente actuaba de manera inconsciente como si todo él se viese ahora reflejado en un enorme espejo que lo mostrara como un perfecto mamarracho significativamente amplificado y deformado. Si Margaret apareciera de pronto encendiendo la luz de la parte alta donde estaban las habitaciones, con toda seguridad le repugnaría verlo así, jadeando, y más empapado de orina que del agua de la lluvia. Incluso podría llegar a notar el olor fétido bacteriúrico de su prolongada micción que, según temía, despediría el pantalón. Tenía que subir a su habitación tan lentamente como pudiera antes de que la maldita Lissy husmeara su presencia y empezara a gruñir o ladrar. Aquella irritante perra a la que tanto odiaba, y cuyo odio era recíproco por parte del vengativo chucho, glotón, mimado y favorecedor instintivo de todos los defectos que el capitán achacaba a Margaret y a la tonta de su sirvienta, era el equivalente de una permanente tortura  que se veía obligado afrontar tanto como esquivar en su propia casa. Ya hacía tiempo que daba por hecho que al indignarse de continuo por la presencia del insoportable animal del que hubiese deseado librarse desde el primer día en que Margaret llegó a casa con él le hacía parecer como un idiota. La situación desde entonces tenía algo de sainete cómico y humillante en muchos y variados actos de estupidez cuya apoteosis siempre recaía sobre él. Entonces, antes de pisar el primer escalón, la luz del fondo donde se abría la cocina lo iluminó. Y con toda seguridad su cara debió de palidecer como si fuera a desvanecerse. Se sintió tan trastornado, tan inquieto que la cabeza le daba vueltas. Y porque sin duda había cogido frío por el camino desde los comedores, aunque por suerte, ya se había mejorado del catarro que padeció días anteriores. Apareció Roberta. Se detuvo, llevaba un vaso de leche en la mano, y lanzó una de sus clásicas preguntas incoherentes.

   -¿”E’usté”, capitán?...

   -¿Quién si no, pedazo de estúpida? – repuso indignado Huntington, asintiendo con la cabeza y un gesto despectivo.

   -Me ha asustado... ahora le llevaba un vaso de leche a la señorita Margaret...

   -¡Apaga esa maldita luz en seguida! – gritó el capitán que ya se veía ante Roberta como el intérprete más torpe de aquella especie de situación inesperada.

    -Pero es que tengo que llevar la leche...

    -Pues suelta el vaso... pero apaga esa luz de una vez.

    -Tenga “usté” cuidado, capitán... está muy mojado... le puedo traer...

    -No necesito que me traigas nada... Anda, y llévale la leche a tu señorita... Da lo mismo.Ya apagaré yo las luces- Huntington  temió que Roberta se fijara demasiado en su apariencia o que notara el tufo a orina- ¡Y quítate ya de en medio!

 Dio la vuelta, y apagó la lámpara del salón.

    -¿No va “usté” a subir, capitán? – Roberta, ahora con la luz de la cocina a su espalda, esbozó una especie de magnánima sonrisita que le hinchaba los pómulos y le descubría la blancura de los dientes en su rostro de color.

    -Subiré cuando me dé la gana... ¡Lárgate ya!

    -Está bien, capitán... Pero la escalera está muy oscura. ¿Me dejará “usté” que encienda la luz?...

    -“Ojalá te rompas la crisma” – musitó Huntington- Enciéndela... No vas a subir a oscuras... No sé de qué demonios te sirve la sesera. Pero que no se levante tu señorita y no ladre su repelente bicho.

   -Sí, capitán... lo que "usté" diga - admitió Roberta con voz tímida.

Huntington se dirigió entonces a la cocina y esperó a que la apocada sirvienta desapareciera. Cuando ya estaba seguro de que Margaret  y  Lissy no se habían movido de la habitación, y que Roberta a buen seguro habría explicado a Margaret su repentina aparición unos minutos antes empapado por la lluvia, decidió subir a oscuras, y ya cerca de los últimos escalones que eran de una madera excesivamente alisada, no pudo retener una nueva e imperiosa necesidad de orinar, y trató de evitarlo con tal rabia que encogió una de las piernas, perdió el equilibrio, y rodó escaleras abajo como un balón. El estrépito que ocasionó la caída provocó estridentes ladridos de Lissy. Margaret se alzó de la cama, y apareció en el corredor que daba a la escalera y a las habitaciones, y encendió la luz. Roberta salió también.

   -¡Callate, Lissy! – exclamó Margaret, observando despreocupadamente al capitán encogido en el primer escalón de abajo- ¿Te has hecho daño?...

Roberta estaba aterrorizada. En su ingenuo cerebro, tras el brutal batacazo, daba ya por muerto al capitán, que ni se movía ni se incorporaba, manteniéndose en la misma postura de su caída.

  -Lissy, no te muevas- dijo Margaret, disponiéndose a bajar- Probablemente te has roto algo... – añadió- Roberta ve a la cocina y trae...

   -¡No necesito nada!- gritó Huntington. Sus ojos llameaban sin mirarlas. Había enrojecido de cólera y no se decidía a levantarse porque todo el cuerpo le temblaba- ¡Maldita la falta que me hace vuestra ayuda! ¡Dejadme en paz, puedo arreglármelas solo...! ¡Iros al infierno las dos! – Y como Lissy empezó a ladrar de nuevo, exclamó fuera de si- ¡Y haz callar a ese maldito chucho!... Hasta esa cotilla de la Peterson nos estará escuchando y es capaz de presentarse aquí imaginando Dios sabe qué...

    -Está bien- dijo Margaret- Vamos Lissy, y tú Roberta puedes volver a tu habitación. Con el capitán no hay remedio que valga. Debemos honrar al valeroso soldado- ironizó- Y que se las componga como le dé la gana. Te dejaremos la luz encendida por lo menos, no sea que esta vez te mates al intentar subir... suponiendo que puedas hacerlo.

Las palabras de Margaret, mientras yacía en el suelo, significaban otro duro golpe. Las dos mujeres no tardaron en volver sobre sus pasos desapareciendo de la vista del capitán en lo alto del corredor.

   -"Maldita estúpida, cómo te detesto" - refunfuñó Huntington, mientras se levantaba cojeando y con expresión irritada, aunque al parecer tan sólo había sufrido algún esguince en un pie, y sintió un pequeño dolor en ambos codos. Recordó entonces la pistola que guardaba en uno de los cajones del escritorio de su despacho.

    -“Algún día me obligarás a utilizarla, te lo juro... y también quitaré de en medio a tu repelente chucho” – despotricó para sus adentros. 

 Cuando Huntington logró llegar hasta su habitación, se desnudó inmediatamente. Estaba helado. Una hoja de la ventana estaba entreabierta, el viento la golpeaba sin cesar y algo de agua había entrado en la estancia, mientras la lluvia repiqueteaba incansablemente contra la otra cristalera. No recordaba haber dejado abierta su ventana por la mañana antes de irse a las clases.

   -"Habrá sido esa pedazo de idiota" - se dijo para sí pensando en Roberta- "Seguro que ha estado husmeando por aquí... Y eso que le tengo prohibida la entrada en mi habitación mientras yo estoy fuera... Aunque seguramente habrá sido cosa de Margaret... Esa tonta sólo hace lo que ella manda y lo que yo diga les importa un bledo a las dos... Algún día me hartaré de verdad..." 

Pero la realidad era que se sentía enormemente herido en su amor propio, y ofendido por la insultante trivialidad de Margaret y su sirvienta. Sabía muy bien, aunque se hubieran ofrecido a ayudarle, cuánto le detestaban. Y ahora le abrumaba un vacío enorme, como si saliera de una noche sin sueño.

   -"Sí... no voy a poder ni dormir. Quizá necesite tres pastillas de seconal y una aspirina"

Abrió el grifo de la ducha y esperó a que partiera el agua caliente del cabezal. Tenía un tobillo algo hinchado y  lo remojó insistentemente al calor del agua. Y cuando salió de la ducha, como el espejo del baño estaba empañado, se miró los codos en el de la habitación. Los tenía completamente rasguñados y uno de ellos le había sangrado manchando la toalla. Intentó restañar la sangre cubriéndolo con un trozo de papel higiénico. Luego echó mano del seconal y de la aspirina, pero antes de meterse en la cama se detuvo como acostumbraba hacer cada noche ante la ventana. El distante resplandor de las farolas que iluminaban el fuerte parecía alejarse más y más a medida que el enfurecido velo de la lluvia estremecía sus destellos. Los arces, envueltos también en un cristalino rebozo, se abatían por la fuerza del viento y no se confundían en una sola masa de hilera sombría, sino individualizados por completo, cada uno con su silueta tremendamente maltratada.

   -¡Qué asco de tiempo! -exclamó Huntington- El final del maldito otoño para dar paso al más que irritante invierno.

Tuvo que ir al baño de nuevo. Luego, una vez en la cama, el seconal tardaba en hacer su efecto. Aún le dolía la cabeza, aunque su mente se hallaba ahora en blanco. En la oscuridad, lo único que lograba identificar mientras esperaba dormirse era el salpicado insistente del aguacero contra los cristales y el roce del viento, como un soplo frío y salvaje que se había adherido con intensidad y plenitud a la tromba nocturna.

Ya se ha dicho que en el fuerte las casas que habitaban los oficiales no estaban muy aisladas unas de otras. Y para colmo, la del general Peterson era una de las más próximas a la de los Huntington, mucho menos suntuosa, desordenada hasta el límite y por tanto peor cuidada que la mayoría de las que se alzaban cerca de allí tan ostentosas. De ello se desprendía el temor del capitán a que la fisgona y murmuradora señora Peterson pudiera estar siempre al tanto de todo cuanto ocurriera en su casa, como una insoportable conventillera que anduviera con los oídos pegados a sus puertas. Aquello para Huntington era como un nuevo e insufrible delirio de los sentidos, como si aquella especie de caudillo femenino adoptara ante cada una de las pocas familias que vivían en el campamento un tono policial más autoritario que el de su propio marido, que a fin de cuentas no era ya más que un viejo arrogante dominado por su mujer. El capitán que había vivido la mayor parte de su infancia y juventud intransigentemente atrapado por la vejatoria tutela de su tía paterna, siempre consideró a las mujeres con una mordacidad muy próxima al odio. Y por eso mismo, incapaz de aventurarse a conquistar el afecto ya que no el amor de alguna posible novia, recurrió a la más titubeante y ridícula perspectiva de conseguir una esposa. El temor que le invadió durante mucho tiempo creyendo que podría conseguir que aquella empleada del Coffee Bar a la que había echado el ojo cediera por fin a su absurda pretensión lo atormentó y le hizo palpitar el corazón  antes de decidir proponerle semejante despropósito que podría resultar tan humillante como rechazable. Por eso jadeaba empapado en sudor cada vez que Margaret se mostraba amable sirviéndole sus acostumbrados sándwiches domingueros en el bar. Tenía tantas tachas en su vida, antes y después de haberse implicado en su reclutamiento militarista -nunca deseado-, que nada de las restantes cosas terrenales habían impedido que se convirtiera no tan sólo en un cobarde sino también en un austero frustrado, aunque sus bases culturales e intelectuales lo elevaran muy por encima de otros militares. Y que también su conducta se hallase muy alejada de ciertas aserciones como las de la benevolencia, de la virilidad que se atribuía a todo militar y especialmente del dinamismo amoroso, vulgo erotismo. El colmo de todo ello era que temía que sus tensiones demasiado profundas perjudicaran su cerebro de soltero pertinaz. Había leído no sabía dónde, siendo aún muy joven, que si el sexo no se ejercita se atrofia. Estaba pues obligado a terminar con aquella soltería degradante por emulación con la mayor parte de soldados casados e incluso con hijos que conocía, y que su celibato pudiera además favorecer los defectos que interiormente le reconcomían con sus múltiples aspectos inconfesables, o que el orden físico de su presuntuosa masculinidad pudiera ser objeto de perniciosas suspicacias. Hasta ese punto llegaba su amilanamiento. Había meditado una y mil veces sobre su envoltura visible como hombre vigoroso frente al impulso erótico hacia la mujer, pero en sus reflexiones únicamente se combinaba una  persuasión timorata y equívoca hacia el sexo opuesto, y el soplo de una simple y normal idea de atracción que pudiera acercarlo a ellas impulsándole a la aventura de conseguir una pareja, desaparecía con un escalofrío de cobardía y vergüenza. Aquella era sin lugar a dudas una nueva tragedia que excedía sus límites como varón sexualmente limitado, y que despertaban en su mente otras ideas más verosímiles, frías e inquietantes: las de no ver por parte alguna la utilidad del matrimonio, e imponer a todo esto la abrumadora certeza de un nuevo desorden físico conocido como misoginia. Una misoginia nacida de una conciencia fracasada, y como hurgada y escudriñada en los enigmas de una metafísica aplicable a la moral humana. Por tanto, todo era como si la Naturaleza hubiese obrado con un fin cruel en él. O quizá como si los principios educacionales, positivos o negativos, que inevitablemente existen para felicidad o dolor de los individuos, se reiteren tanto más perjudiciales cuanto menos se necesitan. Y que por eso mismo aquel desbarajuste físico que estaba convencido de padecer no fuese con toda probabilidad más que un desquite contra la seca y reglamentaria educación moral que había recibido por parte de una mujer, y de la cual hubiese germinado un giro indecoroso que aplicar a las pasiones; y hasta una discordancia fácil de entender; o la consecuencia de unos principios tan genéricos como la muerte misma que habían sumido a Huntington en medio de unas tinieblas reforzadas por un decoro ético totalmente absurdo. Y ni un dogma ni exigencia física alguna, salvo la de una profunda virginidad en cuya red inextricable únicamente se hallase atrapada una opresiva e inmunda impotencia hacia el sexo. 

Y por más que el capitán buscara una respuesta a sus oscilaciones mentales no la halló. Sus tergiversaciones tan sólo lograban deliberar sobre una única motivación determinativa: experimentar un desprecio y rechazo hacia el sexo femenino por considerar a todas las mujeres iguales, y alejarse así de las cosas más sagradas de este mundo, la familia, el matrimonio y los hijos. Pero quien se condena a sí mismo, frente a tan infinita incertidumbre, su castigo también debe ser infinito. Al aceptar aquel turbio acuerdo con una desconocida empleada de bar como Margaret -y de cuya vida no sabía nada-, profundizar en él no valía la pena, porque ya estaba metido de cabeza en una corriente peligrosa. Y cuando ella lo aceptó sin concederle tampoco ningún detalle de aquella aquiescencia ni con qué fin se vendía a un introvertido y agrio postor que le ofrecía techo y comida, había vuelto a engañar el término de la moralidad con ese ámbito desnudo de la misoginia. Y tras todo ello, ¿qué podía haber esperado? Nada más que de bien poco le había servido la transacción marital. Era exigible por tanto un culpable a tal disparate, y si él jugaba por orgullo a omitir el suyo, había de ser el de otro, en este caso el de Margaret, aunque, por supuesto, ella nunca se había ofrecido a quererle ni como hombre ni mucho menos como cónyuge, aunque se aviniese a compartir techo con él, pero no la cama. ¡Valiente parodia! El mundo del capitán, tan indefenso y puro, pero también sexualmente inconcebible, iba a seguir rodando entre la multitud infinita de sus iguales. Afortunadamente, se repetía a sí mismo, estaba también convencido de que era  un reticente misántropo, y por ello mismo la constatación de poder llegar a considerarse un "invertido" era por completo tan cuestionable como inaceptable. 

De una cosa sí estaba seguro Thomas Huntington, aunque ante aquel prosaico monopolio de acechos femeninos en que se hallaban cómodamente instaladas las censuradoras y presuntuosas esposas de la oficialidad siguiera encubriendo este rechazo marital por parte de Margaret y al que tampoco él era ajeno: jamás le permitiría, al cabo de tanta predestinada y frustrante cohabitación, abusar de sus laureles hasta el punto de que pudiera llegar a abandonarle. En una palabra: tampoco le importaba que aquella extraña viviese como mejor le apeteciera. Y que tan ilógico contrato matrimonial anduviese tan dispersado como el viento barre las nubes. Pero su cobardía lo atormentaba hasta el extremo de tener que mirarse a sí mismo incapacitado para expiar a la vista de todos los soldados y oficiales del fuerte, -para los cuales la única virtud inadmisible en un hombre era la de la castidad- aquel humillante fermento de impotencia conyugal. Y muy especialmente en aquellos últimos días en que hasta el espíritu enardecido de un sacerdote militar como Russell Merrick había sido capaz de manifestar un inesperado precepto pasional contrario al pudor y a la virilidad, provocando una malevolencia antirreligiosa, ampliamente reprobada entre los cuchicheos del campamento, más persuasiva con el deseo carnal hacia un soldado que la de un destripado mártir por la fe. 

 

La vida de los soldados en el cuartel, tras la monotonía que imponen las diarias reglamentaciones militares, solamente se vuelve más soportable cuando pueden hacer todo lo que les pasa por la cabeza sin pensar ni un momento en los demás. Pero sus vidas no son más que ruido y desorden constante, y muy especialmente cuando el permiso de salida los empuja hacia la ciudad vecina y vuelven al cuartel bajo los efectos del alcohol a la hora de retreta. Es una agitación que rompe de igual forma en menudos fragmentos casi todos sus sentimientos. Por eso se dan casos de imprevistas deserciones. Tan sólo el soldado Tracy se mantenía siempre inamovible y casi solemne frente a la inquina que todos sus compañeros sentían por él. Pero seguían temiéndole porque su mirada intensa, indiferente como una máscara en aquel rostro atractivo, a todos les podía oler demasiado no únicamente a su acreditado antagonismo sino también a repugnancia con esa forma de vida que nunca compartía. Se levantaba antes de que sonara la corneta y se duchaba con agua helada. Luego desaparecía de la letrinas y sus lavabos anexos apenas comenzado el bullicio matutino del resto de compañeros del dormitorio. Y con infinita calma y serenidad se dirigía a las cuadras para comprobar que los caballos habían pasado cómodamente la noche, y los acariciaba y hasta besaba sin articular una palabra, aunque en su interior se dijera a sí mismo: “Todo anda bien, eh..., anda bien” Tracy no era tampoco el zoquete que semejaba hallarse siempre concentrado en no se sabía qué, o en una actitud de silencioso trance como si se hallara en la luna. Y pese a ser el mejor cuidador de caballerizas que había tenido el cuartel, donde a fuerza de hábito y pasión por sus animales, sus labores se coordinaban y encadenaban a la perfección, el sargento de cuadras lo detestaba. 

El soldado encargado de traer en camión el forraje para los caballos dos días antes, bajo la fuerza torrencial de un aguacero en aquella primera semana de noviembre, había abandonado el camión en la ciudad y se había dado a la fuga. Se comentó que ya llevaba varios días con aquella idea en la cabeza porque añoraba a una lejana novia de la que hacía más de un año que no sabía nada y aquel silencio le resultaba insoportable. Y como desertor se hallaba en caza y captura por la policía militar. El sargento casi había llegado a perder el dominio de sí mismo por lo sucedido, aunque su actitud no resultaba inusual, mientras Tracy daba la impresión de estar esperando una habitual reprimenda por algo de lo que él no tenía culpa alguna.

   -¿Y a ti, pedazo de acémila, no se te ocurre ninguna solución? – exclamó el sargento- ¿Te vas a quedar ahí, callado como un pasmarote? A veces me pregunto si piensas alguna vez.

Aquella circunstancia externa que ponía en peligro la alimentación de sus caballos, para sorpresa del sargento, arrancó a Tracy de sus singulares inconstancias de lunático, y por primera vez desde que cuidaba las cuadras dejó de lado su  fría serenidad, y clavó su mirada con una viveza retadora en el  trastornado ánimo del sargento.

   -Deme un pase de salida... y traeré el camión y el forraje – propuso Tracy.

   -¿Tú?- se sorprendió el oficial- ¡Qué bicho raro eres, destripaterrones! ¿No irás a decirme ahora que sabes conducir... no un automóvil, sino nada menos que un camión?...

   -Aprendí en Pearl Harbor...

   -¿Y lo has mantenido en secreto hasta ahora? ¡Siempre he creído que haciéndote el mudo eres desde luego mucho más cuadrúpedo que un asno!... Está bien, te daré el pase, pero como me estés mintiendo...

La mirada de Tracy destacaba ahora con más fuerza, brillante y viva, pero no respondió al sargento. Era como si por un instante, el taciturno Tracy mostrara otro inesperado aspecto de su insondable personalidad y que experimentara la necesidad de volver a las cosas del mundo positivo al que militarmente pertenecía.

  -Bueno espero que no seas capaz de ello... y que tampoco se te ocurra hacer lo mismo que ha hecho ese  mujeriego desertor...- dijo el sargento que hasta aquel momento parecía haber sido el único que participaba de semejante índole con su acostumbrada e insultante intemperancia-  Bah, me voy a permitir dudarlo, porque no puedo imaginar que a ti te esté esperando una novia en alguna parte. ¿Y cómo encontrarás el camión...? Dímelo, sabelotodo.

    -Lo traeré...

   -¿No te gusta tanto cuidar de nuestros caballos? Pues, si hubieras hablado cuando se te encargó el cuidado de las cuadras, hace tiempo que podrías haberte encargado también del forraje. No dejo de preguntarme por qué demonios te gusta tanto hacerte el mudo... Y en cuanto a mí, seguro que piensas que debería atragantarme con tanta palabrería, o que, al contrario que tú, hablo más de la cuenta, ¿verdad?....

     -No pienso nada... Pero deme el pase.

     -¡Ah, eres insufrible!... ¡Insisto! ¡Aquí no tenemos mulas, pero con un cuadrúpedo tan asno como tú, maldita la falta que nos hacen! Te daré el maldito pase... Ah, y que no se te ocurra otra vez llevarte a Molly de paseo por tu dichoso bosque. ¿Creías que no iba a enterarme? Debería meterte un buen puro. Pero por esta vez haré la vista gorda... ¡Estamos, destripaterrones!... Y no hagas que me arrepienta.
 

Tracy había vuelto al cuartel con el camión abandonado y el forraje para las caballerizas. Algunos de sus compañeros resumieron su asombro en un simple “¡Oh!” por lo que sus ojos acababan de comprobar: ¡ver a aquel palurdo de Tracy, con su impenetrabilidad, su solidez y su gravedad, conduciendo un camión militar! Para explicar aquella “ilustración” mundanal de semejante bruto habría sido necesario que un vetusto Aristóteles volviese al mundo de los vivos para perpetuar entre aquella cáfila de cafres uniformados que si el universo estaba formado por cinco clases de átomos, y casi con seguridad la vida humana llegó a este mundo por obra de los mismos, el espíritu del hombre seguiría siendo eternamente intrincado. Claro que meter a cualquiera de ellos, incluido Tracy y su sargento, en consideraciones tan sutiles, era como confundir los hombres, los siglos y las naciones actuales con un gallinero en la olla de Arístides “el Justo”, y que fuese Alejandro “el Grande” quien se la embuchara. 
 

Todo habría quedado en esa combinación: tanto la racional como la anecdótica de no ser porque en la parte alta del fuerte que dominaba los primeros planos del resto de acuartelamientos se elevó de pronto una especie de pavesa volcánica, entre una gran columna de humo. E inmediatamente la humareda dio vía libre a una poderosa llamarada que empezó a lamer la casa del capitán Huntington.
 
El inesperado incendio, a lo lejos se intensificaba, aunque desde la parte baja del cuartel no semejaba más que una inocente fogata prendida por distracción. Pero en todos los que ahora contemplaban aquel siniestro cundió un terrible sentimiento de pánico e impotencia. La tropa y la oficialidad no iban a  preocuparse en tales instantes de cuál podía haber sido la causa de aquellas llamas devoradoras del edificio de la parte alta, que, además, podía propagarse hacia las viviendas próximas. La desbandada de la tropa, a la que se unió el soldado Tracy, en busca de extintores, fue inmediata ante las órdenes desasosegadas de sus superiores. Más de una docena de hombres y una par de jeeps se desplazaron precipitadamente hasta la silueta crepitante de la vivienda, mientras que los angustiados vecinos –la Peterson y la aterrorizada Octavia, madre de Roberta que temía por la vida de su hija- se apretujaban en los parterres cercanos observando con ojos desorbitados aquella feroz fosforecencia. De los tres habitantes de la casa, únicamente Margaret y Lissy, que no cesaba de ladrar, habían logrado salir de la casa y se hallaban fuera de peligro a una pequeña distancia del incendio. El capitán había bajado también a dar sus clases y todavía no había vuelto, pero de la ubicación de la joven Roberta en el interior de la vivienda no se sabía nada. Margaret había enmudecido mientras observaba las llamaradas, pero cuando varios soldados llegaron hasta ella tratando de sofocar el fuego con los extintores, súbitamente, sacudiendo violentamente la cabeza, gritó:

   -¡Roberta... mi pobre Roberta...¡Está dentro,... está dentro... atrapada...! ¡No ha logrado salir! ¡Dios..., Dios... hay que salvarla...!No quiero que muera... no quiero...!

 

Margaret se quedaba sin aliento, los brazos pegados a Lissy que había cesado de ladrar. Era el suyo un llanto desesperado, y los reflejos rojos del incendio jugueteaban en la crispación de su descompuesto rostro envolvíéndolo de tal forma que también sus mejillas parecían arder. Y fue el soldado Tracy quien corrió hacia ella para apartarla de allí. Aquella incandescencia fantasmagórica recibía ya los constantes chorros de las níveas polvaredas de los extintores que se habían multiplicado. Pero el cuerpo de Margaret aún temblaba apretando a Lissy contra su pecho, y arrancándose de los fuertes brazos de Tracy que la habían sujetado para alejarla de los extintores, sin que la primera excitación la hubiera abandonado, avanzó de nuevo hacia el edificio, cegada por los sollozos. 
 

    -¡¡Señora... señora... apártese...!! ¡¡La casa todavía arde!!...¡¡No ve que es una locura!!– gritó uno de los soldados.

Entonces soltó a Lissy, en un intento por librar sus ojos de aquel líquido que se desbordaba en lágrimas. Y Tracy corrió hacia ella, cogiéndola del brazo. Margaret se volvió hacia el joven, y al reconocerlo, ya que antes no se había fijado en él, se apoyó en uno de sus hombros y exclamó:

   -¡Roberta, soldado... mi pobre Roberta!! ¡Iba a reunirme con ella! ¡Quería... hacerlo... Dios!...

   -Déjelo ya, señora... Es imposible...

   -¡¡Tienen que echarse para atrás de una vez...!! – gritó otro de los soldados que intentaban sofocar el fuego.

    -Compréndalo, señora – trató de consolarla Tracy- Es inútil... Ya no se puede hacer nada...

Se alejaron de las llamas seguidos por Lissy, Margaret apoyada en Tracy, sin dejar de volver la cabeza hacia la casa, como si se reprochara haberse dejado arrastrar del lugar del incendio. Muy cerca, ahora que el centelleo iba decreciendo controlado por los nueve o diez extintores que manejaba la tropa, un dolorosa exclamación brotó de entre la aglomeración angustiada del vecindario que no se había apartado del dantesco espectáculo llameante: “¡¡¡Roberta... mi Roberta!!!” Fue un grito desgarrador acompañado de un terebrante llanto, que ascendió por el cielo como coronado por un manojo de aquellas destructoras chispas. Y Octavia cayó desmayada en los brazos de la señora Peterson. Minutos después, cuando Thomas Huntington llegó hasta el incendio, se había apresurado a retroceder dando varias zancadas. Luego vio a Margaret, que no dejaba de llorar, ayudada y apartada de allí por aquel entrometido soldado al que tanto odiaba. El capitán observó como ardía su casa con fría serenidad. No era aquella por su parte una mala interpretación del desastre. Si la dolorida Margaret hubiese podido enfrentarse cara a cara con él, como tantas otras veces, habría observado que sus ojos, mientras observaba las llamaradas, no expresaban ni una simple confusión o desazón por lo sucedido, sino que probablemente para hacerla sufrir hasta lo más profundo de su ser esbozaba una hiriente y maligna sonrisa, o quizás una provocativa y estimulante alegría.
 
 
Vigas, tabiques, suelos y techado, todo de madera, aparecían ya enteramente consumidos. El cuerpo de la desgraciada Roberta había aparecido atrapado bajo la requemada escalera que conducía a la parte alta de la vivienda. Probablemente, la muchacha trató de descender por la misma hasta la cocina y el pequeño parterre exterior, pero la escalinata, convertida en una enorme brasa, cedió y quedó aprisionada bajo la misma. Sus restos no fueron expuestos ni a la curiosidad vecinal ni a su doliente madre. Roberta fue trasladada inmediatamente al depósito militar del campamento. Margaret que había vivido todo aquel horror como si se tratara de una fantasmagoría diabólica,  se hallaba sumida en una angustia sin nombre, y fue hospitalizada bajo el peso de una aflicción infinita. Las facciones todas de su rostro se mantuvieron inexpresivas, atirantadas, semejantes a la triste mueca espectral de un ahogado en su silencio inmóvil. Yvonne Peterson recogió a la pequeña Lissy, y su sirvienta  Octavia se mantuvo apartada de todos, en su habitación, arrebatada ahora de la profunda congoja de su  llanto por el fervoroso consuelo de sus rezos de creyente. 
 
El matrimonio Peterson se hizo cargo del funeral por la desgraciada Roberta. Margaret seguía hospitalizada y Thomas Huntington no asistió al oficio fúnebre. A este respecto, Yvonne Peterson mostró la misma precisión organizadora que solía desplegar en sus reuniones y fiestas domésticas, aunque dotándolas en tan penosa ocasión de su tono devoto más acreditado entre todos los asistentes. Se ofició una misa en la iglesia del campamento, y una de las feligresas, esposa de oficial, ejecutó en el pequeño armonio un luctuoso treno al tiempo que la angustiada Octavia, que en su juventud había hecho sus pinitos en coros de gospel, entonó entre lágrimas un cántico por su hija. Fue el único responso de la ceremonia sacra que fue celebrada en el más absoluto silencio por parte de Russell Merrick. El apostolado eclesiástico transgredido por el sacerdote, alejándose de las grandes verdades fundamentales de la Iglesia: Dios, la fe, lo justo, lo meritorio, el decoro, seguía esparciendo entre la concurrencia femenina, sus esposos, y una pequeña parte de la tropa allí presente, un frío glacial de calladas recriminaciones. Merrick sabía que su destitución militar era ya casi segura. Había que vengar a la moral eucarística que él había escarnecido. ¡Qué estupidez! Porque para Merrick el ejército estaba muy lejos de conocerla, lo mismo que era fácil atribuír todos los crímenes de lesa humanidad, generación tras generación, a las intrigas bélicas de sus capitostes. Y el sacerdote que decidió obviar el rito de la comunión, desapareció de manera  poco edificante al abrigo de su vicaría, dejando en su feligresía lo que muy bien podría definirse con "heridas del alma" que para el páter no diferían mucho de una personal venganza espiritual. Inmediatamente, el féretro fue sacado en hombros por cuatro soldados entre los que se encontraba Tracy. Y unos cinco vehículos de la oficialidad -Octavia compartió uno de ellos con la señora Peterson- lo transportaron para su inhumación en la ciudad vecina. A su regreso, Yvonne Peterson organizó en su espléndida vivienda una clásica velada de luto que acogió a una importante concurrencia con un catering muy variado, ponche y algo de bourbon. La reunión únicamente acogió a una docena de oficiales, a sus esposas y a un par de sirvientas de color que se encargaron de atender cuidadosamente a todos los invitados. Octavia fue así reemplazada de sus funciones por la Peterson y se mantuvo apartada en su habitación durante toda la velada. Pese al luctuoso motivo de la recepción, el ruido de las conversaciones no cesó en toda la tarde, aunque el terrible incidente del incendio no volvió a circular entre los chismes de los asistentes. Los oficiales se enfrascaron por completo en comentarios políticos y el tema más preeminente se centró en el probable conflicto bélico que se avecinaba en la península de Corea. Pero entre las mujeres el asunto más comentado fue el de la inexplicable ausencia del capitán Huntington de cuyo paradero, por el momento, no se sabía nada -claro que conociendo su carácter un tanto hosco quizá se hallara en la ciudad tratando de rehuir la penosa situación en que lo situaba el terrible suceso-, y el del inconsolable estado de su esposa por la muerte de la joven sirvienta que la mantenía todavía en una dolorosa postración hospitalaria. Alguna voz femenina algo desafinada consideró aquel emocional decaimiento de la Huntington por la muerte de una criada un tanto desorbitado. Otras se creyeron en la obligación de traer a colación el cúmulo de reveses y peligros sufridos durante la pasada Contienda Mundial en la que algún que otro familiar había caído en los campos de batalla. Pero la señora Peterson, que sentía verdadera adoración por Octavia, aguantó firmemente su presencia de ánimo alejándose de aquellas susurradas impertinencias de algunas de sus amigas, que observando en ella cierta gesto de contrariedad,  pasaron en seguida a otro papel.
 
Thomas Huntington volvió al campamento tres días después del siniestro, e inmediatamente fue requerido en comandancia presentándose ante dos de los generales del fuerte, Peterson y Miller, con una amplia seriedad impresa en el semblante. No se le recriminó su ausencia del cuartel, muy al contrario aquellos eminentes militares se mostraron muy comprensivos con el motivo por el cual había decidido desvincularse en solitario de las exequias que habían tenido lugar en el fuerte, incluyendo el abatimiento doloroso a que se había visto abocada su esposa, que aquel mismo día saldría ya más recuperada del hospital. Lo que no podían sospechar sus generales es que el capitán había aprovechado el terrible incidente para desligarse a su gusto durante aquellos tres días en la ciudad de toda aquella bullanga funesta, y que hubiese preferido que también Margaret y su odiada Lissy, junto a la tontiloca negrita Roberta, hubiesen perecido pasto de las llamas. Se alojó durante dos noches en un apartado hotelucho, y antes de volver al campamento retiró de su cuenta bancaria unos cien dólares. Margaret figuraba como cotitular de la cuenta, por convenio conyugal que él había aceptado cuando accedió a contraer matrimonio con ella, y no pudo excluirla de la misma porque el trámite era demasiado humillante, ya que sin la presencia física y la firma de renuncia de la esposa no se podía llevar a efecto. De poco había servido por tanto el intento, además, aunque ahora parecía haber olvidado algunas de las escapadas de Margaret a la ciudad con su sirvienta, había permitido insensatamente que Margaret hubiera estado retirando durante aquellos tres años de matrimonio algunas pequeñas cantidades de dinero para algún gasto personal y pagar los servicios domésticos de Roberta. Aquellas cuestiones domésticas de las que siempre había preferido mantenerse al margen y a las que Margaret se suscribía con pleno derecho legal, de pronto cobraron forma en su mente como el delirio de un perfecto imbecil sumido en un infierno marital sin arreglo posible. Se veía por tanto a sí mismo como el hombre perdido incapaz de controlar uno de los momentos más graves de su vida. Era una vulnerabilidad tan grotesca como vergonzosa. Y él no era más que un auténtico cobarde cuyo ánimo únicamente podía recurrir a la ira, y de la ira sólo puede responder la violencia. Recorrió entonces una parte de la ciudad en busca de una armería y, ante el asombro del vendedor por tratarse de un comprador uniformado, adquirió un revólver y una recarga. Pero la inminencia del desastre en la vida del capitán iba a verse agravada por una nueva perspectiva mucho más difusa y agónica.  El general Peterson -pese a las muchas habladurías que corrían en el cuartel haciendo referencia al carácter un tanto insociable que se atribuía a Huntington,- consideraba al capitán como un elemento de integridad castrense muy respetable, porque cumplía a rajatabla con sus meritorias obligaciones de profesorado táctico en la escuela militar. Por esta consideración y por tratarse de un oficial condecorado lo juzgaba digno de una inmediata compensación por la dura eventualidad que tanto él como su joven esposa habían soportado, perdiéndolo todo.
  
    -El sufrimiento vivido, querido capitán Huntington, entre militares, siempre capacitados para librar grandes combates, no tiene por qué ser una expiación - proclamó solemnemente Peterson- sino un remedio, una disciplina, un homenaje a nuestra hermandad militar. Y usted  no puede ni debe ser apartado de estas honrosas disposiciones. 

A Thomas Huntington la pomposa verbosidad del general Peterson, ratificada con una sonrisa de satisfacción por parte de Miller, le sabían a labia de incongruente ropavejero vistiéndole como a un oprimido mendicante desnudo. E igualmente los sufría como a un par de encopetados petimetres con uniforme movidos por una cargante indulgencia que ahora le otorgaban como si hubiera cometido un justificable crimen. .

    -Su nueva vivienda en el campamento está ya decidida, capitán Huntington. Usted y su esposa ocuparán con todo el derecho que les asiste por la tragedia vivida la casa de su compañero Clyton cuya desgraciada enfermedad y muerte todos hemos lamentado en el cuartel.

Ni un cubo de agua helada sobre la cabeza de Huntington habría sido más pernicioso para las circunvoluciones de su conturbado cerebro, a punto de sufrir un derrame, que el de verse obligado ahora a aceptar aquella no menos gélida escarcha terrenal de una recompensa que le ofrendaba un nueva perspectiva vivencial con sabor a muerte.

   -¿Qué le parece, Huntington? - esperó una respuesta el general Peterson.
 
   -Se nos ha quedado usted sin habla por la sorpresa- aventuró Miller.
 
 .-Usted y su esposa podrán ocupar la vivienda de la familia Clyton a partir de ya.... Hoy mismo naturalmente,..  Y el ejército también se preocupará... , bueno, más bien la señora Peterson, de conseguirles una nueva sirvienta que pueda cubrir cuanto antes sus más perentorias necesidades domésticas...
 
Ambos generales estrecharon la mano de Huntington, que expuesto al horror de aquella comunicación, saludó  militarmente a sus oficiales en el más completo silencio.

   -Bien, comprendemos que no tenga nada que decir... Y, por supuesto, no necesita hacerlo.

Si hubiera podido hablar para expresar la llamarada de furor interno que le acometía y que aún no se había extinguido, sus palabras se habrían hallado muy por encima de toda inspiración demoníaca con la que poder fulminar a aquellos dos decrépitos vestigios del más denigrante militarismo. Estaba perdido por completo, aterrorizado, y aquel acto de conmiseración que le ofrendaba su maldito ejército al que en realidad había odiado toda su vida pasaría por una espléndida recompensa más que por el más pernicioso de los castigos a que podía someterse. Desde ese mismo instante comprendió que todo había terminado para él. ¡Jamás aceptaría vivir en la casa de un muerto! Era una opción descabellada, a la que además se unía la angustiosa perspectiva de tener que compartirla con una mujer que le detestaba. 

Margaret  había abandonado el socorro hospitalario que el campamento le había ofrecido. No podía volver a una vivienda que ya no existía. Se le comunicó que el general Peterson la aguardaba en su despacho. Tenía que hablar con ella de un asunto importante. No obstante, con una mezcla de confusión y duda, no se sintió dispuesta a aguantar el enorme fastidio que aquella reunión podía llegar a generarle. Algunos de los soldados que habían sofocado el incendio comentaron que la mujer del capitán Huntington había perdido el juicio, porque se abstuvo de acudir a la citación del general y respirando penosamente dejó tras de sí los barracones sin decir ni una palabra cuando dos jóvenes reclutas le preguntaron si podían ofrecerle alguna ayuda. Consideraron que aquella dolorosa agitación era una lamentable muestra por la tragedia vivida, y la siguieron convencidos de que semejante perturbación la arrastraban hasta el lugar dode se había desarrollado el drama.

    -Habría que avisar al capitán- aconsejó uno de los soldados.
   
    -El capitán no está en el campamento, imbécil...
 
    -Ha vuelto. ¡Y los dos viejos, Peterson y Miller, lo han pescado ya! - exclamó entre risas otro soldado obviando irónicamente el tratamiento debido a sus oficiales.
 
   -¡Oye! - sonó un gritó- ¡Que esa loca va hacia las cuadras!

   -¡Tracy y la mujer del capitán! ¡Al cura le ha salido competidor!

   -¡Dirás competidora!... ¡Pobre páter, se le acabaron los paseos nocturnos! ¡La Huntington le ha ganado por la mano!... 

Estas últimas exclamaciones llegaron hasta los oídos del capitán, que acababa de abandonar el despacho de los generales. Se sintió mareado, vaciló, y estuvo casi a punto de perder el equilibrio cuando caminó entre los soldados que lo saludaron tratando de disimular algunas muecas de ironía. Fue como si aquellas sarcásticas miradas lo traspasaran de parte a parte. 

   -"También va a acabar chaveta"- oyó Huntington tras de sí aquel otro cuchicheo socarrón acompañado de algunas entrecortadas risitas.

Margartet, en efecto, se dirigió hacia las caballerizas. El soldado Tracy no dijo nada. La observó de hito en hito, y por muy sorprendente que fuera aquella aparición, el motivo que pudiera  haberla llevado hasta allí no hallaba en la mente del joven más que una de sus características asociaciones despreocupadas y silenciosas.
   
    -Necesito su ayuda, soldado - dijo Margaret con ansiosa respiración- Me marcho de aquí... ¡Ayúdeme!
 
  -Si se va usted, señora, no sé cómo puedo ayudarla- le respondió evasivamente Tracy- No creo que el capitán... 
 
  -¡No me importa lo que pueda decir el capitán!- exclamó Margaret- Pienso divorciarme de él... Pero tengo que salir de este maldito campamento. Y estoy segura de que su capitán intentará impedírmelo. El general Peterson me ha citado en su oficina, y me he negado a escucharle.

   -No debería haberlo hecho...

  -¿Cree que no me temo lo que prentendían decirme? Nunca volveré con Huntington. Ayúdeme a escapar de esta trampa, soldado. Sólo puedo recurrir a usted.
 
 El soldado Tracy se volvió hacia uno de los caballos que estaba cepillando, sin asentir con gesto alguno de consentimiento.
 
 -¿No quiere ayudarme? Mi marido no está en el campamento, desde el incendio anda por la ciudad y no ha vuelto.
 
 -¿Y cree usted que no la buscará?...

 -Usted sabe muy bien cómo me odia. Y también sabe usted como lo detesto yo... 

 -Señora, si lo que necesita usted es dinero -reaccionó Tracy de manera muy diferente a como la mujer esperaba- yo puedo... Tengo bastante ahorrado y a mi no me sirve de nada.
 
Margaret sintió que su resistencia se resquebrajaba, y se abrazó a Tracy.
 
   -No haga eso, señora - la rechazó el soldado.
 
Y ella le miró entonces largamente y con asombro.

  -¡No es dinero lo que necesito! Únicamente le estoy pidiendo que me ayude...
 
  -Pero usted es la mujer del capitán... 
 
 -Nunca lo he sido... ¡Ayúdeme soldado!... Mi Lassy está en casa de la Peterson. Acompáñeme... La recogeré... Estoy enterada  de que conduce usted un camión de forraje para sus caballos. Lléveme a la ciudad... Es lo único que le pido. Tenga la seguridad de que encontraré el modo de desaparecer... Creí que podría contar con usted... ¡Compréndalo, debo salir de este infierno de una vez!
 
  -Sabe usted que si la ayudo pueden montarme un Consejo de Guerra.

  -Otras veces se ha arriesgado usted llevando sus caballos al bosque, y nunca le ha importado.

Entonces Tracy decidió no buscar más explicaciones a aquella determinación de la esposa del capitán.  
 
   -Está bien...Vaya a por su Lissy y vuelva aquí... Pero no hable con esa mujer... Tiene la mala costumbre de meter la nariz en todo.
 
 -¿No va a acompañarme?
 
 -Es mucho mejor que no lo haga... Pero la esperaré... - propuso finalmente Tracy.
 
El capitán no andaba muy lejos. No podía dar crédito a los comentarios que había escuchado. Pasó de largo de los restos calcinados de la que había sido su casa desde que fue destinado al fuerte. La vivienda vacía de la familia Clyton no estaba demasiado apartada. Pero tuvo que bordear la de los Peterson, y oyó unos ladridos. La esposa del general no tenía perro, y aquellos ladridos le recordarón a la odiada Lissy. Cuando estuvo frente al marchito jardín de los Clyton se repitió a sí mismo que jamás pondría un pie en aquella casa. Era como si al observar el frío vacio de sus ventanas, de sus tabiques y del porche donde algunas macetas mostraban sus brotes resecados, tan muertos como toda la vivienda, percibiese más alla de las cristaleras una transparencia inmaterial de las figuras humanas que la habían habitado. No era una casa al uso lo que contemplaba Huntington, sino un especie de antro sobrenatural, tan simbólico como la muerte que había albergado. Y un terror que penetraba hasta su corazón le estaba trastornando profundamente, cuando, de improviso, a lo lejos, vio una figura femenina que abandonaba a toda prisa la mansión de los Peterson. Oyó ladridos de contento. Y supo en seguida que se trataba de Lissy en brazos de Margaret. La mujer del general permaneció en su porche recorriendo lentamente con ojos de despecho aquella nerviosa marcha. El sol de la tarde aún se imponía con consistencia suficiente para no eclipsar la imagen de Margaret, cuyo movimiento apresurado se perdía ya como un difuso destello en la distancia. Y Huntington fue tras ella, sin darse cuenta de que la Peterson también le miraba con gran asombro cuando cruzó por su espléndido parterre. Pero ahora toda la atención del capitán se hallaba concentrada en su mujer. Comprendió que los maliciosos comentarios de la tropa no se equivocaban, porque Margaret se dirigía hacia las caballerizas.

"Más tarde el capitán se diría que en aquel instante lo supo todo" [Carson McCullers]

Huntington tuvo que detenerse un momento. En aquel.despejado cielo de un noviembre todavía no demasiado frío tenía aún todo el sol de frente. E intentó detener aquella reverberación del astro, como si también le quemase, bajando la visera de su gorra militar. Trataba de reflexionar sobre el porqué de haber emprendido aquella desquiciada persecución. Pero su mente repetía una y otra vez que algún otro día lo haría. Y porque en su cerebro tan sólo se reproducía el extremo distante de un horizonte inexplicablemente amenazador, en el que, si no se daba demasiada prisa, el sol se ocultaría muy pronto para ofrendarle tan sólo una línea perdida en la oscuridad, y luego una consecuencia final que podía ser tan inextricable como la muerte misma. 
 
Enfrentarse a un propósito misterioso de la mente es como tratar de presentir sucesos decisivos que todavía no existen. Pero hay un grado superior en el pensamiento capaz de retomar las cosas de este mundo para convertirlas en sorpresas inesperadas. Y cuando una de estas sorpresas surgen y se agudizan ante nosotros, los razonamientos cobran una especie de valor que descansa sobre una base sólida pero engañosa, porque en muchas ocasiones su materia primordial también se apoya en el desastre. Un desastre que nuestra racionalidad, por no ser sobrenatural, jamás hubiese llegado a presentir, aunque cuando tiene lugar, nuestra maltrecha sensibilidad acaba por legitimarlo.
 
El capitán se cercioró de que su revólver seguía en uno de los bolsillos de su cazadora militar cuando llegó hasta las cuadras. No había podido evitar orinarse encima, y el pantalón, medio oculto por la cazadora, se hallaba completamente empapado. Era su tortura silenciosa. Una aspereza corporal que seguía y seguía maltratándolo. Una posesión demoniáca que deterioraba su cuerpo. Y cuando vio a Margaret con Lissy en sus brazos y al  soldado que tanto odiaba junto a ella, se dijo que sabía lo que ambos pretendían. Aquella idea lo dejó como petrificado, y una especie de pudor por no haber podido contener su micción le impidió por un instante dar un paso más. El recuerdo de su cobardía en el ataque japonés a Pearl Harbor, de su pantalón nuevamente empapado por su orina, y la mirada silenciosa, pero que él capitán juzgó como altanera y heroíca del soldado Tracy, lo asaltaron como angustiosas rememoraciones que no había logrado olvidar. Aquel recuerdo y la presencia de Margaret y Tracy ignorándole como prueba de un nuevo fracaso, de una nueva cobardía, lo trastornaba de tal manera que, encolerizado, sacó de su bolsillo la pistola. Entonces Lissy, movida por la instintiva fobia animal que sentía por Huntington, saltó de los brazos de su dueña y corrió hacia el capitán gruñéndole amenazadoramente.

   -¡¡No Lissy!! - gritó Margaret- ¡¡Basta... vuelve aquí!!... ¡¡Lissy!!
 
En el paroxismo de su exasperación,  el capitán que era un tirador experto, acabó con la vida del animal  de un solo disparo. La bala atravesó el pequeño cuerpo del pit bull que, con el tiro en sus entrañas, se desplomó vertiginosamente, en un instante, lanzando un aullido agudo, sangrando y muerto no muy lejos de Margaret.

   -¡¡Lissyyyyyy!! - gritó convulsivamente su dueña corriendo hacia el animal- ¡¡Bastardo!!... ¡¡Has matado a mi Lissy!!... ¡¡Maldito seas!!... ¡¡Cobarde!!
 
La claridad del sol iba decreciendo rumbo al ocaso, pero todavía era suficiente para arrojar sobre los tres una luz otoñal ahora algo más desvaída. Entonces Huntington fingió no escuchar a Margaret y la apuntó con el revólver. ¡Tantos desdenes, tantas contenciones, tantos tormentos!... Su sentido moral seguía por los suelos. Tenía que acabar de una vez con aquella mujer.

    -¡¡No capitán!!... - gritó entonces Tracy- ¡¡No sea loco!!...
 
 
Aquel insulto se clavó en el exasperado ánimo de Huntington como un puñal en busca de su sangre, como si fuera Tracy y no él quien se dispusiera a disparar contra Margaret. Y al mismo tiempo, se sentía  invadido por una insensibilidad tan desorbitada que la voz del soldado, como si atravesara un tiempo lejano pero lleno de odio, resonó de nuevo en su mente al igual que una renovada acusación de cobardía. Entonces apartó su revólver de Margaret y maquinalmente, como una marioneta manipulada por un destino de fatídico derrotismo, disparó dos veces contra el soldado Tracy, atravesándole el pecho muy cerca del corazón. Y el cuerpo del joven se desplomó sobre una inmediata efusión sangrienta. Margaret gritaba sin poder creer que aquella tragedia horrible estuviera sucediendo. El capitán Huntington soltó la pistola, y cayó de rodillas como si no pudiera creer tampoco en lo que acababa de hacer. El sol se recortaba ahora sobre aquel cruento desastre sesgado por unas oscilaciones ensangrentadas con una leve y fría claridad crepuscular de color escarlata. Llegaba el anochecer y nada más...
 
"Entonces el capitán empezó a llorar con fuertes gemidos" [Carson McCullers]
 
... La horrorizada Margaret abandonó muy pronto el campamento. ¡Cuántas cosas habían sucedido en aquellos tres años! Un Juzgado Militar tendría que dictaminar la culpabilidad del Capitán Huntington por disparar y matar "presuntamente" a un soldado de los que se hallaban bajo su jurisdicción. El capitán fue encarcelado a la espera de un Consejo de Guerra. La Corte Marcial y su Fiscal Jurídico Militar asumiría el caso y el prisionero debía enfrentarse a las medidas disciplinarias que imponía el ejército por aquel asesinato inconcebible.

 
Tres días después del sangriento suceso, el páter Russell Merrick se suicidaba en su vicaría de un disparo. La oficialidad del fuerte, tras notificarlo al Obispado de la ciudad, juzgó conveniente solapar los motivos que podíán haber impulsado al sacerdote hacia el suicidio.
 
 
El capitán Thomas Huntington fue declarado como "no culpable" por la Corte Marcial que lo juzgó, dado que la muerte del soldado Jason Tracy fue considerada como un lamentable caso de insubordinación militar hacia un superior. A este respecto, fue puesto en libertad cinco meses después del trágico episodio.
El 25 de junio de ese año 1950, los Estados Unidos se involucraron en el conflicto armado que  se libraría  en la península de Corea hasta el 27 de julio de 1953. Thomas  Huntington, tras ser considerado apto para el combate y alistado en la contienda coreana, fue dado como desaparecido en la batalla de Osan, el primer choque de guerra entre norcoreanos y estadounidenses que tuvo lugar el 5 de julio de de 1950. Al término de dicho conflicto, la viuda del capitán Huntington -ya que el divorcio nunca se llevó a efecto-, dado ya por muerto en combate, reclamó al Ministerio de Inclusión Militar y Seguridad Social Norteamericano una solicitud de pensión que le fue concedida y  siguió cobrando durante toda su vida.




                                                  Reflections on a Scarlet Background -XX- [English] -The End-