Autor: Tassilon-Stavros
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Un
puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir
algunas cosas, pero se repiten una y otra vez [Carson Mc Cullers]... Me hablaron de un fuerte en el Noroeste de Estados Unidos donde, hace pocos
años, 1949 para ser más exactos, tuvo lugar un suicidio y un asesinato.
Los participantes en esta fatalidad fueron: un sacerdote militar, un
soldado, un capitán, una mujer y un perro.
A
military post in peacetime is a monotonous place. Some things may
happen, but they are repeated again and again [Carson MC Cullers]... "They told me about a fort in the Northwest United States where, a few years ago, 1949
to be more exact, suicide and murder took place. The
participants in this fatality were: a military priest, a soldier, a captain, a
woman and a dog.
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El enemigo más letal del ejército de EEUU: el suicidio. Un
estudio analiza datos de 200 años. Tradicionalmente las tasas de
suicidio entre los militares descienden en periodos de guerra, y la
tendencia comienza a cambiar en tiempos de paz. [JAMA Network Open]
The deadliest enemy of the US army: suicide. A study analyzes
data of 200 years. Traditionally, suicide
rates among the military drop in periods of war, and the trend begins to change in peacetime. [JAMA Network Open]
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Las noticias que llegaban de Asia (Corea y China) no eran
buenas. Corea del Norte contaba con el apoyo de la República Popular China y
la Unión Soviética –RPDC-, mientras que la Parte del Sur de Corea tan sólo
contaba con el apoyo de Las Naciones Unidas –UNC- La península coreana había
sido una colonia japonesa durante 35 años, y tras la Segunda Guerra Mundial fue
dividida por la Unión Soviética y los Estados Unidos en dos zonas de ocupación
en el llamado Paralelo 38 Norte. La China Popular y la URRS trataban ahora de
aprovechar el desamparo en que las Naciones Unidas dejaron la zona del Paralelo
38 Sur. No era por tanto de extrañar que se avecinara una temida ofensiva en la
pequeña península. El tiempo se acortaba teñido con cierto tono triunfal por
parte de la Norteamérica más patriotera. Pese a todo, la grandilocuencia
entusiástica en que se afianzaba de nuevo el famoso y visionario paladín
Douglas MacArthur, que se hallaba en activo al servicio de la causa que esta
vez era la defensa de Corea del Sur contra los comunistas, y a liderar las
fuerzas de las Naciones Unidas para defenderla, no bastaba para evitar el
enfriamiento de una inmensa mayoría del ejército norteamericano, que se veía
abocado de nuevo a una nueva rebelión militarista en un lejano país de olvidados campesinos y militarmente empobrecido, hendido también profundamente en la hambruna
de sus varios millones de estómagos vacíos, y a cuyos ancianos mujeres y niños
no debía parecerles gran cosa que su apenas reconstruida dignidad fuese más o
menos ultrajada por segunda vez, ya fuera por soviéticos o demócratas americanos, tras
haber dejado atrás finalmente la tiranía japonesa y el resto de la terrible
contienda mundial que había asolado tanto al pequeño país como a medio planeta. En las
penalidades, la pobreza y el hambre son mucho más trascendentes que todo un mundo
de ingenio militar.

El nuevo esquema de futuro inmediato estaba concretado por
tercera vez desde la prepotente Norteamérica hacia la Unión Sovíética, la
República Popular China y la antigua y asediada península de Corea, esclava
asiática de flancos desgastados por los imperialismos que la habían corroído,
como una inmensa excrecencia abrasada por los rayos solares del Mar Amarillo,
la aguzada roca caliza de sus cordilleras, la rigidez enmarañada e intrincada
de sus costas y playas de negra grava que se derramaban sobre el mar como miles
de boquetes saqueados por los siglos, y en la que la gigantesca locura del
Oriente vivió metodizada lejos del arte militar, siempre tolerante y mendiga
bajo la sentencia del terror que le impusieron secularmente sus conquistadores.
Corea del Sur, para el ciudadano de a pie y el soldado raso americano o
europeo, carecía del necesario
prestigio para unir en un conjunto homogéneo los diversos y aun contradictorios
elementos de un ejército defensivo. Durante los 35 años en que Japón la
convirtió en una colonia, aunque Corea jamás impugnó sus juicios de etnia ni
discutió la sabiduría de sus antepasados frente al imperialismo inapelable,
definitivo e inmutable de un Japón recién salido de su etapa medieval y conmemorador de su triunfo bélico de 1904 contra Rusia, y se mantuvo en el paciente y aceptable examen de
la fuerza superior y sanguinaria que la sojuzgaba, aunque interiormente se
mantuviera el vivo sentido de la idea nacionalista.
El
ejército acuartelado, pese a ser esclavo de tantos
innecesarios apetitos, puede ser además un ejemplo de satisfecha
simplicidad.
Pero ni la excitante armonía de los himnos patrios, su bandera, ni el
eco repetitivo, seco,
sofocante y hostil de los rugidos guturales del oficial instructor, ante
una
nueva amenaza bélica, pueden dejar de ser para el soldado un perdido e
inalcanzable recuerdo del mundo antes de que la guerra nos volviera
locos. Y el
fuerte se queda entonces sumido en un silencio de muerte. Pero tras esos
silencios embarazosos del temido y cercano belicismo, nada altera más el
orden obligado que los chismorreos, las habladurías que campan
diariamente a sus anchas
entre la excitada soldadesca que forma su círculo vicioso durante los
desayunos, el rancho o el esparcimiento del gimnasio o de la cantina. La
murmuración es siempre como un primer movimiento que se realiza con
cautela,
hasta que las risas parten limpiamente de las bocas, donde el chisme es
manipulado con todas las reglas del arte malsano. Es como un engrudo
grasiento pero alimenticio,
caliente y frío a la vez, o como una golosina cuyo chupeteo regocija al
individuo, y a la que no se ataca nunca con aire de reprobación, porque
la
injuria cobra la calidad de un manjar, y con total rapidez se retuerce en la boca, se envuelve en la saliva como un veneno que
no daña ni mata, y se succiona una y otra vez, y hasta se relame sin amenguar su
voracidad.
Las palabras, afiebradas por las habladurías, se
centraron ya, intratables y sucias, en la última aparición nocturna del páter
Merrick en el barracón que ocupaba el soldado Tracy. El sacerdote, al día
siguiente, no volvió a aparecer ni a la hora del rancho del mediodía ni a la
cena después de la retreta. Se mantuvo recluido en el fondo de su capilla, con
la cabeza caída sobre el pecho, meditabundo como un ermitaño. Probablemente el
poder de las murmuraciones había empezado a irritarle más que aterrorizarle.
Sabía a ciencia cierta que el centinela de aquella pasada noche desgranaría entre
sus compañeros la amarga indignidad del acto cometido ante el soldado dormido.
¡Qué bajeza! Y tras ella su autoridad clerical en el campamento se
desvanecería ya definitivamente en medio de una bruma de burla y envilecimiento. La
pasión principal que encerraba su alma, que no tenía nada de anímica, se había
sublevado a ojos de todos contra la religión, que, por supuesto le reprochaba
sus tentativas voluptuosas como otra clase de sacrilegio, que a fin de cuentas
era el mismo que ha perdido al género humano desde su existencia en este mundo, con sus
reputaciones insinuantes y hasta decadentes cuando sueñan con el amor. Pero la
ansiedad sensual posee una amplitud y consistencia inamovible. Y el hecho de que un hombre tenga el germen del vicio
no significa que sea vicioso. La hipocresía cristiana sostiene la omnipotencia divina para permitir la
procreación, pero rechaza las inclinaciones sexuales. Y a Merrick
Dios
le parecía injusto haciéndole pasar por el ojo de la aguja. Ocultar una
pasión
es como morir si no se consigue el favor deseado. Y en efecto,
verificados ya
los estragos de su vergonzoso comportamiento, la esencia de su obligada
religiosidad a partir de aquella noche y de la jornada siguiente
perecería como
arrinconada en un callejón sin salida. El sacerdote había rehuido a los
ojos de
todos sus creyentes, y muy especialmente de la innoble tropa del cuartel
que ahora abusaba de su victoria, pero siempre tan preocupada, sin
embargo, por
su propia lujuria, las leyes del espíritu por las de la carne, que
también son
las leyes del universo que nos ha creado. La razón del hombre era, por
tanto,
idéntica a la de Dios se creyera o no en Él. Pero gran parte del
aquella sociedad militarizada ignoraba que todo lo racional es tan
legítimo como necesario, ya
sea a través del dolor o del placer. Y si al mundo que le rodeaba
ofendía ahora
la evidencia de aquella abominable paradoja, el eclesiástico no dejó de
repetirse a sí mismo estoicamente que lo que en su interior había
sucedido era
ya algo tan justo como irrevocable, y que las difamaciones que iban a
circular
inequívocamente por el campamento militar, como sostenían tesis
inmorales entre
el cruel sentido de aquella turba acuartelada y de sus decepcionadas e
indiscretas mujeres, también como pueblo bajo e ignorante que era no
podía por menos que mostrar el obsceno perfil de la chusma. Y Merrick,
sin miramientos, se dispuso
a responder qué poco le importaban los frutos de aquel fango.
Al capitán Huntington, por aquellos días de octubre, las malditas noticias
que iba leyendo últimamente en los periódicos sobre el conflicto bélico que se
avecinaba en la península de Corea le enfurecían hasta el espanto por los
recuerdos bélicos que había dejado tras él, y a los que había logrado
sobrevivir casi milagrosamente. Y le resultaba intolerable escuchar las
reflexiones absurdas de aquellos vejestorios condecorados del fuerte sobre la
probidad del Gobierno, y el buen sentido defensor del Presidente Harry Truman
frente al rechazo intolerante del comunismo, que era como insistir en que la
dura paz conseguida por fin en el mundo perdía de nuevo toda importancia. Y no
podía por menos que tolerar tanta
necedad con cierto aire lúgubre frente a sus superiores a los que en su
interior, si el conflicto de Corea se producía, consideraba unos auténticos
patanes que naturalmente se mantendrían a salvo en su ya senil retaguardia.
Huntington, en soledad, deliberaba una y otra vez con aquella odiosa idea de
que la salvaguarda pacifista y la adversidad de sus extravíos volvían a equilibrarse
entre aquellas mentes para las que el bien de la especie humana no era más que
un consuelo trivial y fugaz. Y en su mente el miedo se distribuía con la misma
ferocidad que una fortuna que se prorrateara entre mendigos. Y la guerra, como
ya había discurrido en otra ocasión Huntington, sólo servía para devolver a la
Naturaleza lo prestado. Durante la noche, después de la cena en el comedor de
oficiales, volvía a encerrarse en su despacho, se quedaba de codos sobre el
escritorio, apático y sumido en un desmayo
continuo imaginándose otra vez en el frente, temiendo al cabo perder aquella
existencia militar, monótona, absurda, pero inmune. Pese a todo, no era la
primera vez que la cuestión del suicidio le rondaba por la cabeza. Pero el
procedimiento para llegar hasta el mismo le aterrorizaba, y porque el miedo no
sabía nada de esas triquiñuelas. Aunque ahorcarse o morir de un disparo no era
en realidad una cobardía, por más que así se diga. Pero como acción
vituperable no podía por menos que considerarla como una burla, un desequilibrio siniestro en
detrimento propio. Y abandonaba el proyecto, no sólo por miedo, sino también
por la abominación que representaba aceptar semejante desorden mental. Y ante el cual,
si se dejaba arrebatar por la ira o más bien por esa especie de locura, era
como aceptar que aquella perturbación mental jamás hubiera conocido el orden. Aquella noche, antepenúltima
semana de octubre, la temperatura resultaba extrañamente tibia para la estación
otoñal, se asomó a la ventana, aspiró la brisa nocturna que le causó un raro
bienestar, y sus pensamientos, rigurosos hasta poco antes, se mitigaron como
olas de un mar encrespado que se apaciguan inesperadamente. De todas formas,
para el capitán, que había logrado burlar a la muerte en la anterior contienda bélica,
aquella hipérbole (así le gustaba denominarla) que para él era la palabra
guerra, como un estallido inicuo y sangriento entre dos mundos siempre
dominados por las continuas disensiones políticas, y las inocentes matanzas de
los pueblos, en realidad eran de una inmoralidad social absoluta (Huntington no
sabía describirlo de otra manera). Y porque la guerra sólo acostumbraba a
satisfacer sus apetitos con esa maldita ley que todo lo rige: la valentía del
soldado que se ofrece como víctima propiciatoria en sus campos de muerte.
En efecto, antes de que finalizara octubre la atmósfera estaba menos pesada y no
excesivamente fría. La savia de las plantas seguía descubriendo sus misterios
como una primavera que no hubiese deseado marchitarse con la llegada del otoño.
Los insectos seguían zumbando entre brisas tibias, y las nubes, la naturaleza
toda del bosque que rodeaba una parte del fuerte fluía entre colores cobrizos,
refulgentes, como hechos de una materia
inquebrantable, sin perder por ello su belleza, y seducidos por la
fuerza de un sol matutino muy amarillento y muy rojo en su mortecino horizonte
crepuscular. A Merrick el buen tiempo también lo envalentonó, y había decidido
reanudar con aplomo el ejercicio de sus deberes parroquiales ya fuera con la
mínima parte de la tropa católica y el resto de habitantes del campamento formado por la oficialidad y sus esposas. El
eclesiástico imponía ahora la lógica junto al desatino. No era una empresa
imposible querer apartar de su locura los días y las noches de sus angustias.
Las murmuraciones, la maledicencia de la soldadesca, cuyas reprobaciones y
burlas se debían haber extendido ya como regueros de pólvora por todo el
cuartel, le obligaban, no obstante, a no salirse de sus sendas, y, pese a las
miradas con recelos insaciables de dura condena que le aguardaban por parte de
su escasa feligresía, y ante todo de las censuradoras esposas de los oficiales,
ante las cuales no tenía ya por qué ocultar con el exigible rigor de su
dignidad el mal que le corroía, Merrick, conociendo sus dengues y estupideces,
y una vez estaba ya decidido a recuperar sus funciones, muy poco podía
importarle acabar irritándolas con su nueva circunspección sacerdotal, y que
interiormente, aunque asistieran a misa, las devorase una especie de tortura
que también las quemaría por dentro al no poder reprocharle abiertamente su pecaminosa conducta contraria al pudor
masculino y clerical. Y porque con su misa estaba dispuesto a reírse en las
narices de aquellos pensamientos malsanos que en todas partes gobiernan el
mundo. Y si el demonio se había mezclado en su carne dejando que el espíritu se
encogiera de hombros, con el mismo argumento podría incluir en su sustancia la
envoltura carnal que también reviste la segunda persona de la Trinidad. Pero lo
cierto es que al sacerdote no se le cerraron las puertas. Siguió acuartelado
con respeto, aceptando los rumores que fuera de la iglesia lo apuntaban como un
rifle. La oficialidad se reunió. No podían descuidarse los deberes e
inspecciones de sus ideales castrenses, y mucho menos encharcarse en
observaciones obscenas, especialmente durante aquellos días en que los
problemas políticos resultaban más acuciantes y ensombrecían al ejército
norteamericano. Se trataba de equilibrar de nuevo la evidencia honrosa de su
superioridad evitando sospechas de inmoralidad en el cuartel. Y las censuras a
cuantos comentarios ignominiosos se achacasen a uno de sus miembros,
representante de la iglesia católica, como comidillas que pudieran encrespar
también el honor militar del campamento, fueron silenciadas. Que el sacerdote,
mientras la calumnia circulaba, pretendiera reconciliarse ahora con el mundo al
que pertenecía, aunque en su interior sostuviera ciertas tesis licenciosas, no
era en tales momentos el peor de los
reveses a que se abocaba el ejército. De que se debía respetar el decoro
castrense no había duda alguna. Pero por desgracia el decoro varía, por más
pureza que se le quiera exigir, y no siempre será irreprochable. Merrick había
minado las bases de su probidad, de su castidad, como si se tratase de un mal
sueño. Aunque las únicas pruebas de tales actos eran producto de cierta
difamación por parte de la tropa y no se podían probar. Tan sólo se suponía que
el páter había arrastrado, -¿sin arrepentimiento?, la duda quedaba en el
aire-, su cometido eclesiástico hasta esos extremos de inmundicia. Pero como el
mal de la especie tampoco consuela a nadie,
justo era que fuera únicamente el sacerdote quien sintiera sobre sí el
peso de toda la tierra.
El soldado Jason Tracy no leía periódicos. Nunca
había estado interesado en las noticias del mundo ni antes ni después de la
guerra. Y porque a su escasa palabrería se unía
también una total carencia de aprendizaje escolar. En cuanto a leer y
escribir, lo poco que había aprendido se lo debía a su desgraciado amigo
de infancia Maverick Bell porque
en la comunidad negra, los “shaks negros” según los blancos de
White
County, que Jason frecuentaba junto a Maverick, existía una desvencijada
escuela donde un viejo párroco de color se esforzaba en impartir
lecciones y escritura de la
lengua inglesa a la ínfancia que por allí correteaba, Y Maverick Bell
asistía de vez en cuando a dichas clases, aunque a duras penas había
logrado hacerse con los complicados rudimentos de las letras y de su
lectura.
Escasas nociones que, por medio de un libro de lectura que le regaló el
párroco, compartió con Jason durante sus paseos solitarios por los
algodonales y sus tertulias infantiles a las orillas del río
Chattahoochee.
Y cuando Tracy decidió presentarse en la oficina de alistamientos, el
sargento
encargado de las inscripciones, un militar huraño que solía atender a
los recién
llegados sin un ápice de singular calma que le moviera a la indulgencia,
avivando sus probables
malos humores en aquella tarea que acometía con irritante cotidianidad, y con la evidencia de la superioridad que le
conferían sus galones para poder tratar
a aquellos muchachos como patanes sin futuro en el ejército, preguntó su
nombre. Tracy, aunque quiso responder, permaneció ensimismado como si buscase
no se sabe dónde la contestación a aquella sencilla pregunta.
-¿Qué
demonios te pasa, eres mudo
o idiota? – inquirió el sargento- ¿A qué esperas? Aquí no tenemos moscas
informativas si es eso lo que estás buscando... ¿O eres acaso tan memo,
so destripaterrones, que no
sabes ni cómo te llamas? Ten por seguro que si quieres ingresar en el ejército de los Estados Unidos tendrás
que empezar a hablar, y lo primero que te vamos a exigir es que tengas un
nombre, so botarate!
Tracy ni siquiera se inmutó ante aquel arrebato de brusca supremacía del
oficial de reclutamientos. No le importó tampoco verse examinado como si fuera
un elemento muy alejado de
aquellas disposiciones institucionales.
-¡Tu nombre,... me lo vas a decir de
una vez!- exigió el sargento- Pero tú, ¿de dónde diablos te has escapado? – y
soltó una carcajada – En lugar de un ejército de soldados con caletre nos vamos
a cubrir de gloria con tanto memo como...
-Jason... Jason Tracy... – fue una
respuesta fría, muy alejada del inexorable temor que podía provocar el
áspero militar.
-¿Tracy, eh?... Demasiado apellido
para un patán como tú – añadió el sargento, y ofreciéndole su ficha de
alistamiento, gritó: ¡Venga... escríbelo y firma... firma con tu nombre
completo... eso suponiendo que no escribas como hablas... ¿A qué esperas? ¿O es que
tampoco sabes escribir?...
Tracy observó todo aquel papeleo con la misma mirada de indiferencia que
cuando le fue requerido su nombre.
-¿Qué, sabes o no sabes escribir
tu puñetero nombre? ¿Va a resultar que también eres analfabeto? ¡Valiente
ejército de inútiles sin cerebro el que estamos reclutando para defender nuestra
bandera!...
Tracy tomó la pluma, se quedó observando la papeleta pero no hizo ningún
movimiento.
-Aquí... ¿me oyes? ¡Qué firmes, idiota! – gritó el sargento
con su tono altanero.
Para
Tracy no resultaba fácil arrancar de su cerebro el espíritu de la letra
que nunca se había iniciado sobre una base sólida de escolaridad, y con
el que poder acotar su nombre en aquella hoja de papel llena de una
caligrafía
que no comprendía. Pero firmó con trazos de una irregularidad casi
ilegible.
-Bien,
es suficiente... – aceptó el malhumorado sargento observando el
garabateado nombre de Tracy - Espero que aprendas a empuñar el rifle
mejor que la pluma, aunque no me gustaría estar delante de ti cuando lo
hagas... ¡Anda, lárgate ya, y
preséntate al cabo de guardia... El ejército va a ser tu única escuela a
partir
de hoy... ¡Largo!... – Y volviendo a sus papeles, musitó- “Conque Tracy, eh,... demasiado apellido
para un destripaterrones”... – Luego gritó- ¡El siguiente inútil...!,,,
En
la cola de alistamiento los muchachos miraban y miraban en torno con
pupilas atemorizadas, como jóvenes gatos espantados. Y cuando otro de
ellos se llegó hasta
la mesa de alistamiento, se mantuvo muy erguido durante un segundo, y llevando
la palma de la mano a su frente inició un intento de saludo castrense al sargento.
-¿Pero qué haces, so idiota?
– gritó el militar.
-Perdón, señor, pero yo creía...
– se excusó el joven.
-¡Tú no
tienes que creer nada, mequetrefe! Así que déjate de saluditos... Ya te
hartarás de saludar cuando estés uniformado. ¡Menuda tropa de imbéciles estoy
reclutando! A ver, ¿cómo diantres te llamas?...
Corregir
la inteligencia y modelar el carácter del soldado Tracy era como
intentar refrenar en el avaro la economía y en el despilfarrador la
prodigalidad. Los únicos aspectos que convenían considerar en su
carácter ni concordaban como ya era sabido con las sutiles
consideraciones de la disciplina militar ni mucho menos con el siempre
confuso orden político de su país. Obedecía las solicitaciones de la
oficialidad como un complicado galimatías de múltiples aspectos, en los
que también se incluían las reprimendas por algún descuido, de los pocos
que pudiera llegar a cometer, en las caballerizas. Para el soldado no
existía más consecuencia natural que la de una propensión no demasiado
exigente con el orden físico, y por ello no solía casi nunca
reflexionar, ni ahora ni durante los pasados combates bélicos, sobre el
instinto de conservación que es lo que más ha preocupado siempre al
género humano. Su mente era una especie de laberinto donde se embrollaba
el mundo, sus hombres y sus mujeres, y naturalmente los siglos y los
países. Desde los desayunos hasta el rancho nocturno engullía los
alimentos con la avidez de un bruto y con el mutismo de un
animal. Desde su última trifulca en el dormitorio, de la que no trató de
justificarse, se encerró en un silencio que parecía expresar el largo
vacío de toda una vida. El clima otoñal era poco adecuado para sus
escapadas al bosque, por eso, en sus horas de asueto durante las
atardecidas, se le veía pasear por la avenida del cuartel, o sentado en
uno de los bancos, evitando ahora la cantina, fumando un cigarrillo tras
otro, inalterable, aislado del resto de soldados del cuartel, aunque
con toda probabilidad en algún repliegue de su inextricable
subsconciente le inquietara una secreta y profunda nostalgia por sus
pasadas escapadas al bosque. Pero para todo ello había una excepción:
Tracy adoraba a sus caballos. En las cuadras se agudizaba esa
sensibilidad casi rayana en el delirio que lo aislaba de los hombres
para amar a sus animales. Los cepillaba como si sacara brillo a
preciosos talismanes, los mimaba con terrones de azúcar que robaba del
desayuno, jugueteaba con sus orejas y hasta besaba sus hocicos
murmurándoles algún que otro halago que los pencos parecían comprender. Y
si Tracy hubiese creído alguna vez en las excelencias gloriosas aunque
misteriosas del alma humana que preconizaban los curas, se la habría
arrebatado a los hombres para concedérsela a los caballos. Fue entonces
cuando una nueva luz intensa iluminó los grises días de finales de
octubre. Y el olor de la hierba revivió a pleno sol como un suspiro
primaveral que arrebatara a la estación otoñal las sensaciones brutales
de sus frías y lluviosas caricias. Los días recuperaron inusitadamente
largos instantes de una bonanza casi veraniega y el bosque se saturó de
esta máxima verdeante como si la halagada Naturaleza, aunque fiar de tal
esperanza resultara dudoso, recuperara su consecuencia originaria antes
de doblegarse de nuevo al otoño y al próximo invierno.
Margaret Huntington había tenido una mañana muy negra de esas en las
que uno
no sabe si reír o llorar porque cuando bajó a desayunar se encontró a
Roberta
gimoteando desconsoladamente, y cuando Roberta lloraba su repertorio de
penas se
exteriorizaba en una especie de predilección por exageraciones que por
lo
general carecían de importancia, y entonces Margaret suspiraba,
intentaba por
todos los medios poner cara consternada y volvía a usar con ella ese
tono cariñoso como si se dirigiera a una jovencita de pocas luces. Pero
esa mañana,
el hecho que motivaba aquella pequeña llantina de la muchacha era
indiscutible.
-No puedo servirle su desayuno,
señorita Margaret – dijo Roberta sin que su lloriqueo cesara.
-¿Por qué, cariño? – pregunto
Margaret- ¿Qué te ha pasado?
-A mí no me ha pasado nada,
señorita, pero ya se lo he dicho,... no puedo prepararle su desayuno.
-A ver, corazoncito, si es eso
lo que te preocupa o cualquier otra cosa, debes decírmelo. Y en cuanto al
desayuno, eso no tiene importancia, yo
misma puedo preparármelo.
-No, señorita Margaret, no va a
“podé”...
-Pero ¿por qué cariño? ¿Es otro de esos misterios que tanto se
meten en tu cabecita?
-No esta vez no es ningún
misterio, señorita Margaret... “E’ que en la cocina ya no queda nada... No hay
leche, ni huevos... y ni pan ni patatas... Nada... Sí... un par de tomates. Pero “tenemo” el refrigerador
vacío...
-¿Cómo es posible, Roberta? No
puedo creerlo...- se asombró Margaret.
-Pues va “usté” a “tené” que
creérselo, señorita Margaret- volvió a sus sollozos la muchacha.
-Pero si no teníamos
provisiones, tenías que habérmelo dicho antes de que se acabaran.
-¿Se acuerda “usté” de aquel
soldado,... aquel soldado tan simpático que se encargaba de traernos esas
provisiones de la cocina del cuartel para los “almuerso” y la cenas...?
-¿Henry? ¿El de la bicicleta?...
-Si, señorita, ése. Pues desde
que el capitán no desayuna, ni “almuersa” ni cena en la casa...
-¿Vas a decirme que ha dejado
de proveernos?
-Sí, señorita Margaret, lleva
más de dos semanas sin “aparesé” por aquí... ¿Qué vamos a “hacé”?
-Eso es cosa de nuestro
capitán. ¡La culpa es suya, estoy segura! Ese ladino sigue enfurruñado con
nosotras y ahora quiere matarnos de hambre. No me extrañaría nada que haya
ordenado a Henry que no nos proporcione más provisiones como es su obligación.
-Sí, señorita... – siguió
gimoteando Roberta.
-Deja de llorar, cariño...
Hablaré con el capitán, y te juro que tendrá que escucharme, nos hable o no,...
o le guste o no... Y si lo que pretende es que nos alimentemos con el rancho del
cuartel, te aseguro que no lo va a conseguir. Su deber le obliga a proveer nuestra
manutención... ¡El muy canalla! Y si tengo que recurrir... aunque me resulte
vergonzoso...
-¿A quién, señorita Margaret? Mi
mamá no va a "podé" ayudarnos...
-No, no se trata de tener que
limosnear en casa de la Peterson, pero será su marido quién tendrá que
escucharme... Hoy no desayunaremos, pero almorzar, te aseguro que lo haremos...
Y el capitán, ¿ha bajado ya?...
-Sí, señorita Margaret, salió muy
temprano. Ya sabe “usté” que desde que no desayuna en la casa... Además, está muy acatarrado.
-Sí,
lo sé. Le he oído toser toda la noche- rió Margaret- Que se aguante. Y
si sale tan temprano es porque teme
perderse su asqueroso desayuno militar en los comedores. Además, es
mejor así,... no tengo
ningunas ganas de mantener una discusión violenta con ese monstruo. Voy a
recurrir
al general Peterson... En un caso como este hay que acudir a la
oficialidad
superior, y que ese mamarracho con uniforme se atenga a las
consecuencias. No
creo que le vaya a resultar tan divertido como se imagina. Nuestro
soldadito
Henry no tardará en aparecer de nuevo por aquí con las provisiones
necesarias,
tenlo por seguro, cariño, así que deja de gimotear y de preocuparte. Y
deja de comportarte como la Prissy de "Lo que el viento se llevó". Sigo
empeñada en que dejes ese acento y de que no sigas comiéndote las palabras.
Eres Roberta y estás obligada a hablar correctamente, como una
verdadera señorita.
-Pero ya sabe "usté" que eso es muy "difici" para mi...
-Usted, Roberta... y nada de "difici": difícil,... difícil, cariño.
Ya sabes que cada vez estoy más decidida a dejar este odioso campamento
militar...
-¿Y a su marido? -se asombró Roberta- Eso no le va a "sentá" muy bien al capitán.
-Que le siente como le venga en gana. No me importa en absoluto.
Estoy tan harta de él como del campamento. Estoy segura que aceptará
concederme el divorcio.
Alegaré malos tratos. La primera prueba la tenemos ya asegurada: su
pretensión a dejarnos sin alimentos. Y el ejército, como esposa de
un oficial, estará obligado a pasarme una pensión. Claro que si me divorcio... -dudó Margaret- Bueno, ya me lo pensaré... Alguna solución habrá. Pero si me voy de aquí,
tú
vendrás conmigo. Por eso quiero que te comportes y hables como
corresponde a una señorita.
-No creo que a mi mamá eso le guste mucho tampoco...
-A tu mamá será fácil convencerla, ya lo verás. No te vas a pasar la
vida sirviendo a estos insoportables militares como ha hecho ella. Hay
que salir al mundo, cariño. Y el mundo no se compone únicamente de
señoras Peterson ni de capitanes canallas como el nuestro.
-¿Y a dónde iremos, señorita Margaret?
-No lo sé todavía, cariño. Ya lo pensaré cuando llegue el momento. Por
lo pronto, seguiremos aguantando... pero no por mucho tiempo.
El siguiente procedimiento ya estaba decidido. Margaret, en el fondo, disfrutaba
imaginando el efecto que su protesta
causaría en el cuartel. Recordó un dicho al que muchas veces recurría su padre
cuando lanzaba sus sermones evangélicos entre sus creyentes:“Un avaro
suele descubrir en su granero un ejército de ratas y..." El resto de la prédica no le interesaba. Y
Margaret, por complacencia, lo cedía a los ilusos y fieles evangelistas de su
padre..
-Pero en mi granero no vas
descubrir ratas... – dijo Margaret.
-¿Ratas, señorita? ¡En nuestra
cocina nunca “hemo” tenido ratas!- replicó vivamente Roberta.
-Hay
muchas clases de ratas, cariño. Y aquí tenemos una muy grande- dijo Margaret-
Pero esto es ya demasiado. Ni tú ni yo vamos a someternos a semejantes
estupideces. A nuestro capitán le gustaría que reventásemos. Pero no lo va a
conseguir. No temas, corazoncito, no nos vamos a morir de hambre. Ese bruto con
sus pobres galones necesita un buen rapapolvo. Desde que vive encerrado en su
mutismo, lo que en realidad anda buscando a gritos es una buena reprimenda de
sus jefazos.... Vamos, Lissy, tengo que vestirme para la ocasión. – añadió
Margaret, mientras se dirigía a su habitación, decidida a presentarse en las
oficinas de la oficialidad para exponer la penosa situación de la falta de
provisiones- Vuelve a la cocina, Roberta, y deja de preocuparte. Ya verás que
pronto aparecerá por aquí nuestro simpático Henry en su bicicleta y con todo lo que
necesitamos.
De que el capitán Huntington, tras la visita de Margaret al general Peterson ya
había recibido la consabida reprimenda de su oficial superior no cabía
la menor duda. La siguiente jornada, hacia el mediodía, regresó a casa
sin articular palabra, según acostumbraba últimamente, lleno de
desaliento, con la mirada desencajada y tosiendo sin parar porque en
efecto tenía un tremendo catarro y algunas décimas de fiebre desde hacía
un par de días. La amonestación del general le significaba un
manifiesto y desagradable perjuicio moral que recaía sobre la sólida
base de su prestigio como modélico capitán condecorado y sin tacha
alguna hasta ese momento en su expediente militar. Y ahora, por las
intrigas de aquellas dos zorras odiosas como consideraba a Margaret y a
su criada negra, había hecho el papel de papanatas negándoles
vengativamente durante un par de semanas el obligado avituallamiento. Sus problemas prostáticos seguían agudizados, y recurría
al cuarto de baño constantemente. Y para colmo el maldito catarro no aminoraba,
sus bronquios emitían un sonido infernal, y cuando se metía en la cama
se asfixiaba y la tos no cesaba. Pero no por ello se decidía a solicitar
ayuda médica. Había recurrido a las aspirinas, pero no le habían
servido de nada. En uno de los vademecums medicinales que guardaba en su
biblioteca había leído algunos remedios milagrosos sobre baños con
cinabrio y sobre el yoduro de potasio que tenía efectos
expectorantes indicados para problemas respiratorios, como asma, y
bronquitis. Pero como el capitán era tan matemático y miedoso tenía que
enterarse a rajatabla de cualquier efecto, ya fuera positivo o negativo,
antes de ingerir cualquier medicamento de los que aparecían en el
vademecum. En una farmacia de la ciudad preguntó sobre las propiedades
que el yoduro podía aportar a su catarro. Y Huntington observó cierta
mirada de sonriente ironía en el semblante del farmacéutico cuando
preguntó sobre los posibles efectos sanadores de dicho yoduro en su
insufrible constipado. El yoduro, repuso el farmacólogo, era ya
medicinalmente un elemento muy alejado del progreso terapéutico, aunque
su uso había sido erróneamente muy utilizado en el pasado siglo
diecinueve. Así que el capitán tuvo que conformarse con adquirir, por
consejo del farmacéutico, un jarabe con sabor a menta para la tos, con
la recomendación al mismo tiempo de que hiciera vahos de eucalipto y
alcanfor. Entonces, el capitán, durante la noche, anduvo rondando por la
cocina hirviendo agua que luego vertía en una pequeña jofaina. Y con
sumo cuidado subía a su habitación, a fin de que ni Margaret ni la
criadita se percataran de lo que hacía para efectuar las sofocantes
aspersiones que le habían recomendado. Pero lo cierto era que no veía su
utilidad terapéutica por ninguna parte.
Inesperadamente,
una mañana después, Octavia la mamá de Roberta, que servía en casa del general
Peterson, se presentó en casa de los Huntington con el rostro radiante
de satisfacción. Llevaba consigo un suculento desayuno que había
preparado para Margaret y su hija, incluyendo por supuesto al capitán si
se dignaba apreciar la atención debida a la generosidad petulante de la
señora Peterson que había ordenado dicho refrigerio,
confidencialmente informada por su esposo sin ningún lugar a dudas del
embrollado suceso que había generado la falta de avituallamiento en casa
de Margaret Huntington. En el fondo, la Peterson detestaba el orgullo
despectivo e intratable que según ella evidenciaba aquel matrimonio.
Margaret había dejado de asistir a sus fiestas, y el capitán solía
esfumarse cuanto antes de las mismas como si se escondiera detrás de las
faldas de su mujer. Y aquella muestra de dadivosidad al enviarles un
buen desayuno, ante la perplejidad de los Huntington, no necesitaba de
más explicación. La entrometida Peterson repartía sus gestos de
preponderancia sabelotodo como si repartiera estampitas
del Sagrado Corazón, aunque su jactancioso materialismo, que nada tenía
de espiritual, era bien conocido en el campamento. Y a fuerza de pensar
en aquella fingida y humillante generosidad, Huntington no probó el
desayuno. Estaba harto del general Peterson y de su mujer. Harto de
Margaret y de la negrita, a la que nunca llamaba por su nombre. Y salió
de casa a toda prisa, encolerizado, tanto por la tos del maldito catarro
como por las urgencias mingitorias que trataba de camuflar. Y siendo
como era un minucioso gourmet, durante aquellas últimas semanas
había perdido todo interés por la comida. Ciertamente no tenía excusa
para tanta estupidez, pero había tenido que conformarse con el
escasamente apetecible rancho del fuerte, renunciando a alguno de los
platos especiales que Margaret y su criada cocinaban. Y en cuanto al
desayuno de aquella mañana, tampoco Margaret quiso probarlo.
-¿Entonces, no va "usté" a "desayuná", señorita Margaret?- preguntó
Roberta extrañada, después de que su madre volviera a la residencia de
los Peterson.
-No, cariño... No tengo hambre... Esperaremos a nuestro ciclista...
Estoy segura de que no tardará mucho en aparecer. Prepararemos entonces
un buen almuerzo- Y como Lissy no dejaba de ladrar, añadió- Regálale una
parte del desayuno a nuestra Lissy. Ella dará buena cuenta de él...
Lissy afortunadamente no entiende de cortesías piadosas...
No
hay que olvidar tampoco que Thomas Huntington había sido siempre tan
poco sociable que ni siquiera había logrado conseguir la menor simpatía
entre sus alumnos en las clases de ética y tácticas militares que
impartía en la escuela cada mañana. Bah, en su enraizada convicción de
erudito, por más que machacara sus enseñanzas, daba por sentado que las
cabezas de sus alumnos no tenían nada de particular. Así que no valía la
pena esforzarse por instruirles. Respondía a sus saludos y nada más.
Tampoco sostenía ninguna charla amigable durante las horas de rancho,
manteniendo la misma circunspección inactiva y solitaria de aquellos
lejanos domingos cuando Margaret lo conoció en el Coffee Bar de la
ciudad. Era como si viviera su veteranía militar en una umbría social de
ahogo inexplicable, de actitudes herméticas, y de un pesar muy amargo
en su interior como si el agua o el poco alcohol que bebía fuesen de
hiel abrasadora. Y para colmo de sus males, ahora se añadían los temores
bélicos que sin duda se avecinaban. Se sentía muy enfermo, (quizás
imaginario), pero trataba por todos los medios, por su bien uniformado
porte, seguir pareciendo un correcto militar en activo, ya que no habría
podido sufrir que alguien le dirigiese la menor mirada de
conmiseración. Un antiguo compañero de su misma graduación, promoción y
edad con el que mantuvo cierta relación amistosa, aunque escasamente
servicial, durante la pasada guerra, había caído gravemente enfermo. Se
le había diagnosticado un cáncer terminal, se le concedió una inmediata
excedencia, y junto a su esposa y dos hijas abandonó el fuerte para
ingresar en un hospital militar muy lejos del cuartel. Thomas Huntington
ni siquiera se decidió a despedirse de él. Estaba tan horrorizado que
no se atrevía ni a preguntarse que iba a ocurrir con aquel superviviente
del conflicto bélico como lo había sido él mismo; aunque lo más
horrible de todo era que su casa, muy cercana a la suya, ahora en un
silencio absoluto sin la alternancia del compañerismo que el enfermo
había mantenido con otros compañeros ni las risas de sus ya creciditas
hijas, que poco tiempo antes aún jugueteaban en el jardín, le parecía
como poseída por una especie de inquietante infortunio tan enigmático
que permitía al acobardado Huntington traspasar las paredes y sentir en
sus salas el vaho sentimental de aquella familia ahora desaparecida, y hasta notar en su
dormitorio principal donde hubo un enfermo terminal la presencia
de un difunto al que nunca acababan de sacar de allí. Tenía por
tanto que desterrar de su mente toda idea metafísica, y aquella funesta
prueba, tan agónica como dolorosa, conque a todos nos puede llegar a
zarandear la vida. Finalmente aceptaba con cierta satisfacción que su
despacho era su refugio, su escudo y su llave para alejarse de la
intimidad de cada casa, y que dar de lado cada aflicción ajena era lo
que más podía favorecer su tranquilidad de espíritu. Cierto que en los
días en que se había sentido más inquieto, había permanecido fuera del
mismo todo el tiempo posible, porque su mente divagaba con aquella
insufrible sensación de verse como aprisionado en una trampa. Pero desde
que su compañero enfermo desapareció para siempre del cuartel quiso
ejercitarse en un nuevo género de abnegación, y sumirse en una especie
de vida espiritual, otorgando a su inteligencia virtudes monásticas como
lo habría hecho algún santo. Pero no fue una solución perfecta, porque
la congoja, el mal humor por lo mal que se sentía y la necesidad de
seguir detestando todo lo que le rodeaba, volvió a apoderarse de él cada
madrugada, y no pudo prescindir del seconal.
Una
de aquellas últimas tardes de octubre, cuando todavía no había
oscurecido, antes de la retreta, el capitán recorría abstraído y ya más
recuperado del resfriado, la avenida que bordeaban las dos hileras de
arces cuyos ramajes, que no habían perdido del todo sus hojas de color
coral, concedían a la calle una cubierta como de lienzo protector pero
desgarrado. Entonces divisó al soldado Tracy sentado en uno de los
bancos. Pensó en dar media vuelta y alejarse de él, porque era la suya
una silueta que le removía un impulso interno de mal vergonzante. Su
aversión se centraba siempre en el recuerdo del que tan sólo el soldado
era portador, y por ello su presencia, que siempre trataba de rehuir
como la de un perro tiñoso, había adquirido en el capitán esa
insuficiencia emocional que alimenta el odio. Pero no retrocedió, y el
soldado se alzó sumiso bajo la última claridad del atardecer, tendió la
mano hacia su frente y le saludó con una efusión nada excesiva, tan
moderada e indiferente que Huntington hubiese preferido que no se
levantara del banco para saludarle, aunque aquello le habría obligado a
reprender al muchacho. Entonces la mano seca y nerviosa del capitán
respondió al saludo. La corrección militar debía ser ante todo la
escuela del respeto a las reglas militares, y como el soldado le había
correspondido, podía disculparlo. Pero el capitán las pocas veces que
coincidía con él únicamente consideraba que la suya era una mirada que
desprendía un acecho chocarrón, porque su cobardía vivía encerrada en la
desconfianza de aquella mente juvenil, desnudándole con ojos ávidos y
duro ceño. "Sigue sin fiarse de mí" se dijo para sus adentros Huntington.
-Descanse, soldado. - ordenó, aunque en su interior la voz se le rompía de acritud.
Tracy
no esperó, y volvió a sentarse en el banco. Huntington aligeró el paso
todo cuanto pudo, y temblaba porque aquella ira que se le instalaba en
el corazón era tan tonta como insoportable.
-"No quiero volver a encontrarme nunca más con ese maldito... " - pensó mientras se alejaba.
En
el fondo, aquella decisión resultaba tan absurda e improbable como si
se repitiera a sí mismo que lo que pretendía era librarse de la innata
insolencia de los hombres. Pero el motivo de tanta prisa se debía en
realidad a una acuciante necesidad de ir al baño.
A
finales de octubre lo natural era que los días se
acortasen considerablemente. Pero las tardes no eran demasiado frías,
aunque las predicciones de los servicios metereológicos anunciaban ya
por radio próximas tormentas e inevitables y fuertes bajadas de
temperatura. Por lo menos el cambio horario antes de la entrada del
invierno había alargado un poco más las tardes El soldado Tracy se había
entregado ya durante la última semana de octubre al regocijo de sus
escapadas al bosque, a aquel
recogimiento íntimo del atardecer. Y sentir bajo sus pies la hojarasca
caída sobre la hierba muerta y en su cuerpo el roce del follaje y de los troncos
húmedos del otoño era como percibir íntimamente la circulación
misteriosa que daba vida a la fronda y sus arboledas. El bosque se
llenaba todavía de unas nubes blancas como una vestidura saludable,
cautiva y gloriosa que lo protegía bajando hasta las enramadas, y Tracy
se quedaba ensimismado bajo aquella intacta desnudez del cielo hasta
que el ocaso lo devoraba complacientemente con la roja llama del sol
poniente, tiñendo de escarlata sus nubes, y la claridad azul moría
virgen y pura para dar paso a la inmediata oscuridad del anochecer.
Entonces el soldado, aunque no sabría explicarlo, se sentía a sí mismo
inmovilizado en instantes de una sensualidad deliciosa cuando emprendía
el regreso al cuartel atrapado por las fragancias que el relente
exhalaba. Y al entrar en el enorme comedor para cenar era como si
un príncipe llegase de su complaciente reino. Luego, sin alejarse de
aquellos grupos sediciosos que formaban sus compañeros con los que
siempre se había mostrado tan poco sociable, Tracy, sin articular
palabra y recogiendo el variado rancho que le era servido por el
cocinero en una amplia bandeja, se sentaba inesperadamente en la esquina
de alguna mesa compartida por seis o siete soldados, y el estruendo de
sus voces, comentarios y risotadas cesaba por un instante, sorprendidos
de que el introvertido Tracy se dignara sentase a cenar con ellos. Lo
cierto era que el soldado no había tenida la menor constancia de lo
sucedido en el dormitorio la última noche en que Russell Merrick
apareció por allí para espiar su sueño, y sumido cautelosamente en la
oscuridad, forzar sin el menor titubeo el sensual atrevimiento de
besarle mientras dormía, al tiempo que el imaginaria se llegaba hasta él
iluminándole con su linterna, asombrado y divertido. La muda y singular
calma de Tracy mientras daba buena cuenta de la cena los movíó la
siguiente noche a cierta indulgencia con el silencioso compañero, aunque
no faltaron
algunas risitas y miradas irónicas entre ellos,. Y Tracy, aunque se
había dado clara cuenta de aquellas muecas que no comprendía, los había
observado un par o tres de veces y parecía que estaba a punto de
preguntarles alguna cosa. Pero no dijo nada, y siguió cenando. Minutos
después se levantó de la mesa, seguido por las miradas socarronas de sus
compañeros, y se marchó
tan calladamente como había llegado, aunque aún tuvo
tiempo de escuchar las palabras de uno de ellos, exclamando:
-¡Cuidado con el cura, Tracy, y sus padrenuestros nocturnos!
Sonaron algunas carcajadas incomprensibles para Tracy, al tiempo que otro de los soldados advertía:
-¡No le busquéis las cosquillas a ése, que ya sabéis como las gasta!
Una
tarde de ese mismo mes, una vez solucionado el problema del
avituallamiento, que le había provocado al capitán una nueva
malquerencia doméstica con Margaret, ésta propuso a Roberta que la
acompañara a dar uno de aquellos acostumbrados paseos por el bosque que
mantuvo durante el verano. Pero la muchacha por mucho que estimara a su
señorita se negó en redondo a unirse a otra de aquellas escapadas que
la atemorizaban.
-Ya sabe el miedo que a mí me da ese bosque - admitió Roberta- Y
"usté" tampoco debería meterse sola otra vez por esos andurriales...
-No voy sola, cariño, Lissy viene conmigo.
-Pero señorita Margaret, está a punto de "oscurecé". La noche se le va a "echá" encima... ¿No tiene usted miedo?
-No, corazoncito, no tengo miedo. Además, aún tenemos una hora o más de sol antes de que oscurezca.
-Ese bosque, ya lo sabe "usté", está lleno de misterios, y no quiero ni
"pensá" que ande usted por ahí de noche. ¿Y si se encuentra "usté" con
aquel soldado... ¿Es que no se acuerda de que andaba por ahí paseándose
desnudo?
-Entonces estábamos en verano, y el calor era tan insoportable que hasta yo misma me habría paseado por ahí en cueros.
-¡Señorita!...
-Sí cariño. Comprendo muy bien que el pobre soldado anduviera por el
bosque como vino al mundo. Aunque ahora dudo mucho que lo haga. De todas
formas, fue muy amable con nosotras, y tú sabes que yo no me
escandalizo fácilmente... Está bien, corazoncito, quédate en casa, y
prepara algo para cuando yo vuelva...
-Señorita Margaret, y si viene el capitán y pregunta por usted, ¿qué le digo?
-El capitán, ¿preguntar por mí?- rió Margaret- ¿Pero de qué guindo te
has caído, cariño mío? Hace ya mucho tiempo que a nuestro capitán le
tiene sin cuidado nada de lo que tú y yo podamos hacer. Y en cuanto cene
en el cuartel, lo único que hará es encerrarse en su despacho. Así que
deja de preocuparte... Vamos Lissy...

Había
refrescado, y probablemente en cuanto el sol desapareciera, la brisa
nocturna sería algo fría. Por tanto, Margaret penetró en la floresta
corriendo sobre la crujiente pinocha y seguida felizmente por Lissy,
para tratar de aprovechar la tibieza de aquellos últimos rayos solares. Y
quizás a fuerza de pensarlo, unos minutos después lo primero que la
pasmó fue que un caballo y su jinete pasaron con una velocidad moderada
muy cerca de ella, y que su trote se había apoderado por unos segundos
del jolgorio que emitían todavía a aquella hora los pájaros instalados
en la dulzura de sus nidos y de su soledad. La escasa hierba muerta y la
hojarasca caída exhalaban ahora un olor fresco y ácido de día desnudo
de otoño. Margaret se detuvo esperando que jinete y caballo volvieran a
aparecer. Y Lissy ladraba sin cesar. Era el soldado Tracy quien
cabalgaba a pelo, se detuvo en seguida y desmontó.
-¿La he asustado?- preguntó.
-No, en absoluto, sabía que no podía ser otro más que usted quien
disfrutaba de nuevo de sus paseos por el bosque. Y esta vez a caballo.
El soldado acarició unos instantes a Lissy, y Margaret se quedó observándole complacida.
-Nunca deja usted de sorprenderme.
-¿Por qué?...
Pero Margaret no respondió, se acercó al caballo y pasó una mano por su lomo, y el animal acepto dócilmente aquel agasajo.
-Es un caballo muy hermoso.
-Es una yegua... - aclaró Tracy.
--No entiendo de caballos. Pero no por eso deja de ser un hermoso ejemplar. ¿No estará enferma también?
-Está preñada... Necesita cabalgar de vez en cuando, así cuando le llegue el momento de parir, sufrirá menos.
-Así que va a tener un potrillo.
-Aún le faltan siete meses.
-Espero que el potrillo sea tan hermoso como ella.
-Su padre también lo es. Un semental de raza...
-Los únicos caballos que yo había visto en mi vida eran los pobres
percherones que tiraban de los carromatos o araban en los campos muy
cerca de donde yo vivía.
¿Quiere usted montarla?... - propuso Tracy.
-¿A pelo? - exclamó sonriente Margaret- ¡No, por Dios!
-Es muy dócil... No la tirará.
-Pero es que no he montado a caballo en mi vida. Y si ahora lo hiciera lo más probable es que acabara rodando por tierra.
-Molly es muy mansa..., una yegua de trote muy tranquilo.
-No debería usted arriesgarse a que le expedienten por sacarla de las
caballerizas. Según tengo entendido, es objeto de sanción.
-Mi sargento de cuadras está en la ciudad. Está casado. Visita a su
familia varios días a la semana. Y Molly necesita disfrutar de estos
paseos. El sargento es un carcamal muy poco razonable. Le importan muy
poco las necesidades de nuestros caballos. Es a él a quien habría que
inhabilitar por descuidarlos. Un caballo es un animal perfecto, la
criatura más noble del mundo. Necesita sentirse libre de vez en
cuando...
-¿Cómo usted?...
Se hizo un silencio. Lissy descansaba a los pies de Margaret, y Tracy llevó a la yegua hacia un rincón todavía algo soleado.
-¿Qué ha pasado con su criada? -preguntó luego- ¿Por qué no la ha acompañado?
-A Roberta le da miedo el bosque- dijo Margaret sonriendo- Asegura que está lleno de misterios.
-¿Misterios? ¿Qué clase de misterios?
-Misterios que se cuecen en su ingenua cabecita. Misterios que ni ella
misma sabría explicar... Pero la quiero. Su cariño es un gran alivio
para mí. La vida en este campamento es tan monótona... Pero usted no se
aburre. Tiene a sus caballos...y su bosque. En cuanto a mí, creo que
algún día Roberta y yo nos marcharemos de aquí.
-¿Abandonará usted al capitán?...
-Es muy posible que acabe haciéndolo...
En lugar de responder, Tracy hizo un gesto con la cabeza, desviándose prudentemente de la cuestión.
-Bien,
soldado, creo que deberíamos regresar. Va a oscurecer muy pronto... y mi pobre
Roberta estará muy preocupada por mi seguridad. Teme que la noche y sus inocentes
misterios puedan devorarnos a Lissy y a mí... Uff, y está goteando,... me parece que tendremos un chaparrón nocturno.
-Puedo acompañarla hasta su casa- dijo Tracy.
-No, no,... no hace falta. Vuelva usted a las caballerizas, soldado, y
ponga a cubierto a su Molly. No debemos olvidar que es una futura mamá y
hay que mimarla mucho... Bueno, no es que yo dude de que usted lo hará...
-Cuando el potrillo venga al mundo, podrá usted visitarlo en las cuadras.- dijo Tracy
-Eso me gustaría mucho. Pero no creo que yo ande todavía por aquí cuando eso ocurra... Buenas noches, soldado.
Aquella
noche, cuando el capitán volvió de su cena en el comedor de oficiales,
el tiempo cambió de repente. Se alzó un viento huracanado y había
empezado a
llover con tanta fuerza que las gotas eran como dardos. Y el vendaval
las
empujaba como si barriera la lluvia en el aire. Huntington regresaba
embozado
en su gabán militar completamenrte empapado. El aguacero, desde la
visera de su
gorra militar resbalaba por el pecho y toda la espalda, y lo hacía tan
violentamente que el agua se le metía en las botas, y hasta los
calcetines estaban ya
tan mojados que al andar a toda prisa por la avenida que subía hacia las
casas
de los oficiales parecía estar chapoteando entre charcos, como si sus
pies
hubiesen sido abatidos por la resaca de una playa invisible y no era
fácil
caminar porque podría sufrir un tremendo resbalón y hasta partirse una
pierna. Franqueó con rapidez el encharcado jardín, y una vez en el
porche intentó sacudirse el agua del gabán. La casa estaba completamente
a oscuras. Margaret y Roberta se habían retirado
ya a sus respectivas habitaciones. Pero había tardado tanto en llegar
que no pudo contener
su orina, y el pantalón, aunque protegido por el chorreante gabán,
estaba
completamente humedecido. Encendió en seguida la luz del salón sin
molestarse
en restregar las mojadas botas en la alfombra de la entrada. Se deshizo
del gabán
y lo lanzó al suelo apartándolo de un puntapié antes de llegar a la
escalera que ahora estaba únicamente
iluminada por la lámpara del salón. La lluvia y su incontinencia lo
habían
puesto furioso, y además estaba asustado. Su miedo naturalmente era
físico, pero
su mente actuaba de manera inconsciente como si todo él se viese ahora
reflejado
en un enorme espejo que lo mostrara como un perfecto mamarracho
significativamente amplificado y deformado. Si Margaret apareciera de
pronto
encendiendo la luz de la parte alta donde estaban las habitaciones, con
toda
seguridad le repugnaría verlo así, jadeando, y más empapado de orina que
del
agua de la lluvia. Incluso podría llegar a notar el olor fétido
bacteriúrico de su
prolongada micción que, según temía, despediría el pantalón. Tenía que
subir a
su habitación tan lentamente como pudiera antes de que la maldita Lissy
husmeara su presencia y empezara a gruñir o ladrar. Aquella irritante
perra a la
que tanto odiaba, y cuyo odio era recíproco por parte del vengativo
chucho,
glotón, mimado y favorecedor instintivo de todos los defectos que el
capitán
achacaba a Margaret y a la tonta de su sirvienta, era el equivalente de
una
permanente tortura que se veía obligado afrontar tanto como esquivar en
su propia casa. Ya hacía tiempo que daba por hecho que al indignarse de
continuo
por la presencia del insoportable animal del que hubiese deseado
librarse desde
el primer día en que Margaret llegó a casa con él le hacía parecer como
un idiota. La situación desde entonces tenía algo de sainete cómico y
humillante en muchos y variados actos de estupidez cuya apoteosis
siempre recaía
sobre él. Entonces, antes de pisar el primer escalón, la luz del fondo
donde se
abría la cocina lo iluminó. Y con toda seguridad su cara debió de
palidecer
como si fuera a desvanecerse. Se sintió tan trastornado, tan inquieto
que la cabeza le daba vueltas. Y porque sin duda había cogido frío por
el camino desde los comedores, aunque por suerte, ya se había mejorado
del catarro que padeció días anteriores. Apareció Roberta. Se detuvo,
llevaba un vaso de
leche en la mano, y lanzó una de sus clásicas preguntas incoherentes.
-¿”E’usté”, capitán?...
-¿Quién si no, pedazo de estúpida? – repuso indignado
Huntington, asintiendo con la cabeza y un gesto despectivo.
-Me ha asustado... ahora le llevaba un vaso de leche a la señorita
Margaret...
-¡Apaga esa maldita luz en seguida! – gritó el capitán que ya se
veía ante Roberta como el intérprete más torpe de aquella especie de situación inesperada.
-Pero es que tengo que llevar la leche...
-Pues suelta el vaso... pero apaga esa luz de una vez.
-Tenga “usté” cuidado, capitán... está muy mojado... le
puedo traer...
-No necesito que me traigas nada... Anda, y llévale la leche a tu
señorita... Da lo mismo.Ya apagaré yo las luces- Huntington temió que Roberta se
fijara demasiado en su apariencia o que notara el tufo a orina- ¡Y quítate
ya de en medio!
Dio la vuelta, y apagó la lámpara del salón.
-¿No va “usté” a subir, capitán? – Roberta, ahora con la
luz de la cocina a su espalda, esbozó una especie de magnánima sonrisita que le
hinchaba los pómulos y le descubría la blancura de los dientes en su rostro de
color.
-Subiré cuando me dé la gana... ¡Lárgate ya!
-Está bien, capitán... Pero la escalera está muy oscura. ¿Me
dejará “usté” que encienda la luz?...
-“Ojalá te rompas la crisma” – musitó Huntington- Enciéndela...
No vas a subir a oscuras... No sé de qué demonios te sirve la sesera. Pero que
no se levante tu señorita y no ladre su repelente bicho.
-Sí, capitán... lo que "usté" diga - admitió Roberta con voz tímida.
Huntington se dirigió entonces a la cocina y esperó a que la apocada sirvienta
desapareciera. Cuando ya estaba seguro de que Margaret y Lissy no
se habían movido de la habitación, y que Roberta a buen seguro habría explicado
a Margaret su repentina aparición unos minutos antes empapado por la lluvia,
decidió subir a oscuras, y ya cerca de los últimos escalones que eran de una
madera excesivamente alisada, no pudo retener una nueva e imperiosa necesidad
de orinar, y trató de evitarlo con tal rabia que encogió una de las piernas,
perdió el equilibrio, y rodó escaleras abajo como un balón. El estrépito que
ocasionó la caída provocó estridentes ladridos de Lissy. Margaret se alzó de la
cama, y apareció en el corredor que daba a la escalera y a las habitaciones, y encendió la luz.
Roberta salió también.
-¡Callate, Lissy! – exclamó Margaret, observando despreocupadamente al
capitán encogido en el primer escalón de abajo- ¿Te has hecho daño?...
Roberta estaba aterrorizada. En su ingenuo cerebro, tras el brutal batacazo,
daba ya por muerto al capitán, que ni se movía ni se incorporaba, manteniéndose en
la misma postura de su caída.
-Lissy, no te muevas- dijo Margaret, disponiéndose a bajar-
Probablemente te has roto algo... – añadió- Roberta ve a la cocina y trae...
-¡No necesito nada!- gritó Huntington. Sus ojos llameaban sin mirarlas.
Había enrojecido de cólera y no se decidía a levantarse porque todo el
cuerpo le temblaba- ¡Maldita la falta que me
hace vuestra ayuda! ¡Dejadme en paz, puedo arreglármelas solo...! ¡Iros
al
infierno las dos! – Y como Lissy empezó a ladrar de nuevo, exclamó fuera
de si-
¡Y haz callar a ese maldito chucho!... Hasta esa cotilla de la Peterson
nos
estará escuchando y es capaz de presentarse aquí imaginando Dios sabe
qué...
-Está bien- dijo Margaret- Vamos Lissy, y tú Roberta
puedes volver a tu habitación. Con el capitán no hay remedio que valga.
Debemos honrar al valeroso soldado- ironizó- Y que se las componga como
le dé
la gana. Te dejaremos la luz encendida por lo menos, no sea que esta vez
te mates al intentar subir... suponiendo que puedas hacerlo.
Las
palabras de Margaret, mientras yacía en el suelo, significaban otro
duro golpe. Las dos mujeres no tardaron en volver sobre sus pasos
desapareciendo de la vista del capitán en lo alto del corredor.
-"Maldita estúpida, cómo te detesto" - refunfuñó Huntington, mientras
se levantaba cojeando y con expresión irritada, aunque al parecer tan
sólo había sufrido algún esguince en un pie, y sintió un pequeño dolor
en ambos codos. Recordó entonces la pistola que guardaba en
uno de los cajones del escritorio de su despacho.
-“Algún día me obligarás a utilizarla, te lo juro... y
también quitaré de en medio a tu repelente chucho” – despotricó para sus adentros.
Cuando
Huntington logró llegar hasta su habitación, se desnudó inmediatamente.
Estaba helado. Una hoja de la ventana estaba entreabierta, el viento la
golpeaba sin cesar y algo de agua había entrado en la estancia,
mientras la lluvia repiqueteaba incansablemente contra la otra
cristalera. No recordaba haber dejado abierta su ventana por la mañana
antes de irse a las clases.
-"Habrá sido esa pedazo de idiota" - se dijo para sí pensando en
Roberta- "Seguro que ha estado husmeando por aquí... Y eso que le tengo
prohibida la entrada en mi habitación mientras yo estoy fuera... Aunque
seguramente habrá sido cosa de Margaret... Esa tonta sólo hace lo que
ella manda y lo que yo diga les importa un bledo a las dos... Algún día
me hartaré de verdad..."
Pero
la realidad era que se sentía enormemente herido en su amor propio, y
ofendido por la insultante trivialidad de Margaret y su sirvienta. Sabía
muy bien, aunque se hubieran ofrecido a ayudarle, cuánto le detestaban.
Y ahora le abrumaba un vacío enorme, como si saliera de una noche sin
sueño.
-"Sí... no voy a poder ni dormir. Quizá necesite tres pastillas de seconal y una aspirina"
Abrió
el grifo de la ducha y esperó a que partiera el agua caliente del
cabezal. Tenía un tobillo algo hinchado y lo remojó insistentemente al
calor del agua. Y cuando salió de la ducha, como el espejo del baño
estaba empañado, se miró los codos en el de la habitación. Los tenía
completamente rasguñados y uno de ellos le había sangrado manchando la
toalla. Intentó restañar la sangre cubriéndolo con un trozo de papel
higiénico. Luego echó mano del seconal y de la aspirina, pero antes de
meterse en la cama se detuvo como acostumbraba hacer cada noche ante la
ventana. El distante resplandor de las farolas que iluminaban el fuerte
parecía alejarse más y más a medida que el enfurecido velo de la lluvia
estremecía sus destellos. Los arces, envueltos también en un cristalino
rebozo, se abatían por la fuerza del viento y no se confundían en una
sola masa de hilera sombría, sino individualizados por completo, cada
uno con su silueta tremendamente maltratada.
-¡Qué asco de tiempo! -exclamó Huntington- El final del maldito otoño para dar paso al más que irritante invierno.
Tuvo
que ir al baño de nuevo. Luego, una vez en la cama, el seconal tardaba
en hacer su efecto. Aún le dolía la cabeza, aunque su mente se hallaba
ahora en blanco. En la oscuridad, lo único que lograba identificar
mientras esperaba dormirse era el salpicado insistente del aguacero
contra los cristales y el roce del viento, como un soplo frío y salvaje
que se había adherido con intensidad y plenitud a la tromba nocturna.
Ya
se ha dicho que en el fuerte las casas que habitaban los oficiales no
estaban muy aisladas unas de otras. Y para colmo, la del general
Peterson era una de las más próximas a la de los Huntington, mucho menos
suntuosa, desordenada hasta el límite y por tanto peor cuidada que la
mayoría de las que se alzaban cerca de allí tan ostentosas. De ello se
desprendía el temor del capitán a que la fisgona y murmuradora señora
Peterson pudiera estar siempre al tanto de todo cuanto ocurriera en su
casa, como una insoportable conventillera que anduviera con los oídos
pegados a sus puertas. Aquello para Huntington era como un nuevo e
insufrible delirio de los sentidos, como si aquella especie de caudillo
femenino adoptara ante cada una de las pocas familias que vivían en el
campamento un tono policial más autoritario que el de su propio marido,
que a fin de cuentas no era ya más que un viejo arrogante dominado por
su mujer. El capitán que había vivido la mayor parte de su infancia y
juventud intransigentemente atrapado por la vejatoria tutela de su tía
paterna, siempre consideró a las mujeres con una mordacidad muy próxima
al odio. Y por eso mismo, incapaz de aventurarse a conquistar el afecto
ya que no el amor de alguna posible novia, recurrió a la más titubeante y
ridícula perspectiva de conseguir una esposa. El temor que le invadió
durante mucho tiempo creyendo que podría conseguir que aquella empleada
del Coffee Bar a la que había echado el ojo cediera por fin a su absurda
pretensión lo atormentó y le hizo palpitar el corazón antes de decidir
proponerle semejante despropósito que podría resultar tan humillante
como rechazable. Por eso jadeaba empapado en sudor cada vez que Margaret
se mostraba amable sirviéndole sus acostumbrados sándwiches domingueros en el bar.
Tenía tantas tachas en su vida, antes y después de haberse implicado en
su reclutamiento militarista -nunca deseado-, que nada de las restantes
cosas terrenales habían impedido que se convirtiera no tan sólo en un
cobarde sino también en un austero frustrado, aunque sus bases
culturales e intelectuales lo elevaran muy por encima de otros
militares. Y que también su conducta se hallase muy alejada de ciertas
aserciones como las de la benevolencia, de la virilidad que se atribuía a
todo militar y especialmente del dinamismo amoroso, vulgo erotismo. El
colmo de todo ello era que temía que sus tensiones demasiado profundas
perjudicaran su cerebro de soltero pertinaz. Había leído no sabía dónde,
siendo aún muy joven, que si el sexo no se ejercita se atrofia. Estaba
pues obligado a terminar con aquella soltería degradante por emulación
con la mayor parte de soldados casados e incluso con hijos que conocía, y
que su celibato pudiera además favorecer los defectos que interiormente
le reconcomían con sus múltiples aspectos inconfesables, o que el orden
físico de su presuntuosa masculinidad pudiera ser objeto de perniciosas
suspicacias. Hasta ese punto llegaba su amilanamiento. Había meditado
una y mil veces sobre su envoltura visible como hombre vigoroso frente
al impulso erótico hacia la mujer, pero en sus reflexiones únicamente se
combinaba una persuasión timorata y equívoca hacia el sexo opuesto, y
el soplo de una simple y normal idea de atracción que pudiera acercarlo a
ellas impulsándole a la aventura de conseguir una pareja, desaparecía
con un escalofrío de cobardía y vergüenza. Aquella era sin lugar a dudas
una nueva tragedia que excedía sus límites como varón sexualmente
limitado, y que despertaban en su mente otras ideas más verosímiles,
frías e inquietantes: las de no ver por parte alguna la utilidad del
matrimonio, e imponer a todo esto la abrumadora certeza de un nuevo
desorden físico conocido como misoginia. Una misoginia nacida de una
conciencia fracasada, y como hurgada y escudriñada en los enigmas de una
metafísica aplicable a la moral humana. Por tanto, todo era como si la
Naturaleza hubiese obrado con un fin cruel en él. O quizá como si los
principios educacionales, positivos o negativos, que inevitablemente
existen para felicidad o dolor de los individuos, se reiteren tanto más
perjudiciales cuanto menos se necesitan. Y que por eso mismo aquel
desbarajuste físico que estaba convencido de padecer no fuese con toda
probabilidad más que un desquite contra la seca y reglamentaria
educación moral que había recibido por parte de una mujer, y de la cual
hubiese germinado un giro indecoroso que aplicar a las pasiones; y hasta
una discordancia fácil de entender; o la consecuencia de unos
principios tan genéricos como la muerte misma que habían sumido a
Huntington en medio de unas tinieblas reforzadas por un decoro ético
totalmente absurdo. Y ni un dogma ni exigencia física alguna, salvo la
de una profunda virginidad en cuya red inextricable únicamente se
hallase atrapada una opresiva e inmunda impotencia hacia el sexo.
Y por
más que el capitán buscara una respuesta a sus oscilaciones mentales no
la halló. Sus tergiversaciones tan sólo lograban deliberar sobre una
única motivación determinativa: experimentar un desprecio y rechazo
hacia el sexo femenino por considerar a todas las mujeres iguales, y
alejarse así de las cosas más sagradas de este mundo, la familia, el
matrimonio y los hijos. Pero quien se condena a sí mismo, frente a tan
infinita incertidumbre, su castigo también debe ser infinito. Al aceptar
aquel turbio acuerdo con una desconocida empleada de bar como Margaret
-y de cuya vida no sabía nada-, profundizar en él no valía la pena,
porque ya estaba metido de cabeza en una corriente peligrosa. Y cuando
ella lo aceptó sin concederle tampoco ningún detalle de aquella
aquiescencia ni con qué fin se vendía a un introvertido y agrio postor
que le ofrecía techo y comida, había vuelto a engañar el término de la
moralidad con ese ámbito desnudo de la misoginia. Y tras todo ello, ¿qué
podía haber esperado? Nada más que de bien poco le había servido la
transacción marital. Era exigible por tanto un culpable a tal disparate,
y si él jugaba por orgullo a omitir el suyo, había de ser el de otro,
en este caso el de Margaret, aunque, por supuesto, ella nunca se había
ofrecido a quererle ni como hombre ni mucho menos como cónyuge, aunque
se aviniese a compartir techo con él, pero no la cama. ¡Valiente
parodia! El mundo del capitán, tan indefenso y puro, pero también
sexualmente inconcebible, iba a seguir rodando entre la multitud
infinita de sus iguales. Afortunadamente, se repetía a sí mismo, estaba
también convencido de que era un reticente misántropo, y por ello mismo
la constatación de poder llegar a considerarse un "invertido" era por
completo tan cuestionable como inaceptable.
De
una cosa sí estaba seguro Thomas Huntington, aunque ante aquel prosaico
monopolio de acechos femeninos en que se hallaban cómodamente
instaladas las censuradoras y presuntuosas esposas de la oficialidad
siguiera encubriendo este rechazo marital por parte de Margaret y al que
tampoco él era ajeno: jamás le permitiría, al cabo de tanta
predestinada y frustrante cohabitación, abusar de sus laureles hasta el
punto de que pudiera llegar a abandonarle. En una palabra: tampoco le
importaba que aquella extraña viviese como mejor le apeteciera. Y que
tan ilógico contrato matrimonial anduviese tan dispersado como el viento
barre las nubes. Pero su cobardía lo atormentaba hasta el extremo de
tener que mirarse a sí mismo incapacitado para expiar a la vista de
todos los soldados y oficiales del fuerte, -para los cuales la única
virtud inadmisible en un hombre era la de la castidad- aquel humillante
fermento de impotencia conyugal. Y muy especialmente en aquellos últimos
días en que hasta el espíritu enardecido de un sacerdote militar como
Russell Merrick había sido capaz de manifestar un inesperado precepto
pasional contrario al pudor y a la virilidad, provocando una
malevolencia antirreligiosa, ampliamente reprobada entre los cuchicheos
del campamento, más persuasiva con el deseo carnal hacia un soldado que
la de un destripado mártir por la fe.

La vida de los soldados en el cuartel, tras la monotonía que imponen las
diarias reglamentaciones militares, solamente se vuelve más soportable cuando
pueden hacer todo lo que les pasa por la cabeza sin pensar ni un momento en los
demás. Pero sus vidas no son más
que ruido y desorden constante, y muy especialmente cuando el permiso de salida los empuja hacia la ciudad
vecina y vuelven al cuartel bajo los efectos del alcohol a la hora de retreta.
Es una agitación que rompe de igual forma en menudos fragmentos casi todos sus
sentimientos. Por eso se dan casos de imprevistas deserciones. Tan sólo el soldado Tracy se mantenía siempre inamovible y casi
solemne frente a la inquina que todos sus compañeros sentían por él. Pero
seguían temiéndole porque su mirada intensa, indiferente como una máscara en
aquel rostro atractivo, a todos les podía oler demasiado no únicamente a su
acreditado antagonismo sino también a repugnancia con esa forma de vida que
nunca compartía. Se levantaba antes de que sonara la corneta y se duchaba con
agua helada. Luego desaparecía de la letrinas y sus lavabos anexos apenas comenzado el
bullicio matutino del resto de compañeros del dormitorio. Y con infinita calma
y serenidad se dirigía a las cuadras para comprobar que los caballos habían
pasado cómodamente la noche, y los acariciaba y hasta besaba sin articular una palabra,
aunque en su interior se dijera a sí mismo: “Todo anda bien, eh..., anda
bien” Tracy no era tampoco el zoquete que semejaba hallarse siempre
concentrado en no se sabía qué, o en una actitud de silencioso trance
como si
se hallara en la luna. Y pese a ser el mejor cuidador de caballerizas
que había
tenido el cuartel, donde a fuerza de hábito y pasión por sus animales,
sus labores se coordinaban y encadenaban a la perfección, el sargento de
cuadras lo detestaba.
El soldado encargado de traer en camión el forraje para
los caballos dos días antes, bajo la fuerza torrencial de un aguacero en
aquella primera semana de noviembre, había abandonado el camión en la ciudad y
se había dado a la fuga. Se comentó que ya llevaba varios días con aquella idea
en la cabeza porque añoraba a una lejana novia de la que hacía más de un año que no sabía
nada y aquel silencio le resultaba insoportable. Y como desertor se hallaba en
caza y captura por la policía militar. El sargento casi había llegado a perder
el dominio de sí mismo por lo sucedido, aunque su actitud no resultaba inusual,
mientras Tracy daba la impresión de estar esperando una habitual reprimenda por
algo de lo que él no tenía culpa alguna.
-¿Y a ti, pedazo de acémila, no se
te ocurre ninguna solución? – exclamó el sargento- ¿Te vas a quedar ahí,
callado como un pasmarote? A veces me pregunto si piensas alguna vez.
Aquella circunstancia externa que ponía en peligro la alimentación de sus caballos,
para sorpresa del sargento, arrancó a Tracy de sus singulares inconstancias
de lunático, y por primera vez desde que cuidaba las cuadras dejó de lado su fría serenidad, y clavó su mirada con una
viveza retadora en el trastornado ánimo
del sargento.
-Deme un pase de salida... y
traeré el camión y el forraje – propuso Tracy.
-¿Tú?- se sorprendió el oficial-
¡Qué bicho raro eres, destripaterrones! ¿No irás a decirme ahora que sabes
conducir... no un automóvil, sino nada menos que un camión?...
-Aprendí en Pearl Harbor...
-¿Y lo has mantenido
en secreto hasta ahora? ¡Siempre he creído que haciéndote el mudo eres
desde luego mucho más cuadrúpedo que un asno!... Está bien, te daré el
pase, pero como me
estés mintiendo...
La mirada de Tracy destacaba ahora con más fuerza, brillante y viva, pero no
respondió al sargento. Era como si por un instante, el taciturno Tracy mostrara
otro inesperado aspecto de su insondable personalidad y que experimentara la
necesidad de volver a las cosas del mundo positivo al que militarmente
pertenecía.
-Bueno espero que no seas capaz de
ello... y que tampoco se te ocurra hacer lo mismo que ha hecho ese mujeriego desertor...-
dijo el sargento que hasta aquel momento parecía haber sido el único que
participaba de semejante índole con su acostumbrada e insultante intemperancia- Bah, me voy a permitir dudarlo, porque no
puedo imaginar que a ti te esté esperando una novia en alguna parte. ¿Y cómo
encontrarás el camión...? Dímelo, sabelotodo.
-Lo traeré...
-¿No te gusta tanto cuidar de
nuestros caballos? Pues, si hubieras hablado cuando se te encargó el cuidado de las cuadras, hace tiempo que podrías haberte
encargado también del forraje. No dejo de preguntarme por qué demonios te gusta tanto
hacerte el mudo... Y en cuanto a mí, seguro que piensas que debería
atragantarme con tanta palabrería, o que, al contrario que tú, hablo más de la
cuenta, ¿verdad?....
-No pienso nada... Pero deme el
pase.
-¡Ah,
eres insufrible!... ¡Insisto! ¡Aquí no tenemos mulas, pero con un
cuadrúpedo tan asno como tú, maldita la falta que nos hacen! Te daré el
maldito
pase... Ah, y que no se te ocurra otra vez llevarte a Molly de paseo por
tu
dichoso bosque. ¿Creías que no iba a enterarme? Debería meterte un buen
puro.
Pero por esta vez haré la vista gorda... ¡Estamos, destripaterrones!... Y
no
hagas que me arrepienta.

Tracy había vuelto al cuartel con el camión abandonado y el forraje para las
caballerizas. Algunos de sus compañeros resumieron su asombro en un simple
“¡Oh!” por lo que sus ojos acababan de comprobar: ¡ver a aquel palurdo de
Tracy, con su impenetrabilidad, su solidez y su gravedad, conduciendo un camión
militar! Para explicar aquella “ilustración” mundanal de semejante bruto habría
sido necesario que un vetusto Aristóteles volviese al mundo de los vivos para
perpetuar entre aquella cáfila de cafres uniformados que si el universo estaba
formado por cinco clases de átomos, y casi con seguridad la vida humana llegó a
este mundo por obra de los mismos, el espíritu del hombre seguiría siendo
eternamente intrincado. Claro que meter a cualquiera de ellos, incluido Tracy y
su sargento, en consideraciones tan sutiles, era como confundir los hombres,
los siglos y las naciones actuales con un gallinero en la olla de Arístides “el
Justo”, y que fuese Alejandro “el Grande” quien se la embuchara.
Todo habría
quedado en esa combinación: tanto la racional como la anecdótica de no ser
porque en la parte alta del fuerte que dominaba los primeros planos del resto
de acuartelamientos se elevó de pronto una especie de pavesa volcánica, entre
una gran columna de humo. E inmediatamente la humareda dio vía libre a una poderosa
llamarada que empezó a lamer la casa del capitán Huntington.
El inesperado incendio, a lo lejos se intensificaba, aunque desde la parte
baja del cuartel no semejaba más que una inocente fogata prendida por
distracción. Pero en todos los que ahora contemplaban aquel siniestro cundió un
terrible sentimiento de pánico e impotencia. La tropa y la oficialidad no iban
a preocuparse en tales instantes de
cuál podía haber sido la causa de aquellas llamas devoradoras del edificio de
la parte alta, que, además, podía propagarse hacia las viviendas próximas. La desbandada
de la tropa, a la que se unió el soldado Tracy, en busca de extintores, fue
inmediata ante las órdenes desasosegadas de sus superiores. Más de una docena de hombres y una par de jeeps se desplazaron precipitadamente hasta la silueta crepitante de la
vivienda, mientras que los angustiados vecinos –la Peterson y la aterrorizada
Octavia, madre de Roberta que temía por la vida de su hija- se apretujaban en
los parterres cercanos observando con ojos desorbitados aquella feroz
fosforecencia. De los tres habitantes de la casa, únicamente Margaret y Lissy,
que no cesaba de ladrar, habían logrado salir de la casa y se hallaban fuera de
peligro a una pequeña distancia del incendio. El capitán había bajado también a
dar sus clases y todavía no había vuelto, pero de la ubicación de la joven Roberta en el interior de la vivienda no se
sabía nada. Margaret había enmudecido mientras observaba las llamaradas, pero
cuando varios soldados llegaron hasta ella tratando de sofocar el fuego con los
extintores, súbitamente, sacudiendo violentamente la cabeza, gritó:
-¡Roberta... mi pobre
Roberta...¡Está dentro,... está dentro... atrapada...! ¡No ha logrado salir!
¡Dios..., Dios... hay que salvarla...!No quiero que muera... no quiero...!
Margaret
se quedaba sin aliento, los brazos pegados a Lissy que había cesado
de ladrar. Era el suyo un llanto desesperado, y los reflejos rojos del
incendio jugueteaban en la crispación de su descompuesto rostro
envolvíéndolo de tal forma que también sus mejillas parecían arder. Y
fue el
soldado Tracy quien corrió hacia ella para apartarla
de allí. Aquella incandescencia fantasmagórica recibía ya los
constantes
chorros de las níveas polvaredas de los extintores que se habían
multiplicado. Pero el cuerpo de
Margaret aún temblaba apretando a Lissy contra su pecho, y arrancándose
de los
fuertes brazos de Tracy que la habían sujetado para alejarla de los
extintores, sin que la primera excitación la hubiera abandonado, avanzó
de nuevo hacia el
edificio, cegada por los sollozos.
-¡¡Señora... señora... apártese...!!
¡¡La casa todavía arde!!...¡¡No ve que es una locura!!– gritó uno de los soldados.
Entonces soltó a Lissy, en un intento por librar sus ojos de aquel líquido
que se desbordaba en lágrimas. Y Tracy corrió hacia ella, cogiéndola del brazo.
Margaret se volvió hacia el joven, y al reconocerlo, ya que antes no se había
fijado en él, se apoyó en uno de sus hombros y exclamó:
-¡Roberta, soldado... mi pobre
Roberta!! ¡Iba a reunirme con ella! ¡Quería... hacerlo... Dios!...
-Déjelo ya, señora... Es
imposible...
-¡¡Tienen que echarse para atrás de
una vez...!! – gritó otro de los soldados que intentaban sofocar el fuego.
-Compréndalo, señora – trató de
consolarla Tracy- Es inútil... Ya no se puede hacer nada...
Se alejaron de las llamas seguidos por Lissy,
Margaret apoyada en Tracy, sin dejar de volver la cabeza hacia la casa, como si
se reprochara haberse dejado arrastrar del lugar del incendio. Muy cerca, ahora
que el centelleo iba decreciendo controlado por los nueve o diez extintores que
manejaba la tropa, un dolorosa exclamación brotó de entre la aglomeración
angustiada del vecindario que no se había apartado del dantesco espectáculo
llameante: “¡¡¡Roberta... mi Roberta!!!” Fue un grito desgarrador
acompañado de un terebrante llanto, que ascendió por el cielo como coronado por
un manojo de aquellas destructoras chispas. Y Octavia cayó desmayada en los
brazos de la señora Peterson. Minutos después, cuando Thomas Huntington llegó hasta el incendio,
se había apresurado a retroceder dando varias zancadas. Luego vio a Margaret,
que no dejaba de llorar, ayudada y apartada de allí por aquel entrometido
soldado al que tanto odiaba. El capitán observó como ardía su casa con fría
serenidad. No era aquella por su parte una mala interpretación del desastre. Si
la dolorida Margaret hubiese podido enfrentarse cara a cara con él, como tantas otras veces, habría observado
que sus ojos, mientras observaba las llamaradas, no expresaban ni una simple
confusión o desazón por lo sucedido, sino que probablemente para hacerla sufrir
hasta lo más profundo de su ser esbozaba una hiriente y maligna sonrisa, o quizás
una provocativa y estimulante alegría.

Vigas, tabiques, suelos y techado, todo de madera, aparecían ya enteramente consumidos.
El cuerpo de la desgraciada Roberta había aparecido atrapado bajo la
requemada escalera que conducía a la parte alta de la vivienda.
Probablemente, la muchacha trató de descender por la misma hasta la
cocina y el pequeño parterre exterior, pero la escalinata, convertida en
una enorme brasa, cedió y quedó aprisionada bajo la misma. Sus restos
no fueron expuestos ni a la curiosidad vecinal
ni a su doliente madre. Roberta fue trasladada inmediatamente al
depósito militar del campamento. Margaret que había vivido todo aquel
horror como si se tratara de una fantasmagoría diabólica, se hallaba
sumida en una angustia sin nombre, y fue hospitalizada bajo el peso de
una aflicción infinita. Las facciones todas de su rostro se mantuvieron
inexpresivas, atirantadas, semejantes a la triste mueca espectral de un
ahogado en su silencio inmóvil. Yvonne Peterson recogió a la pequeña
Lissy, y su sirvienta Octavia se mantuvo apartada de todos, en su
habitación, arrebatada ahora de la profunda congoja de su llanto por el fervoroso consuelo de sus rezos de creyente.
El matrimonio Peterson se hizo cargo del funeral por la desgraciada Roberta. Margaret seguía hospitalizada y Thomas Huntington no asistió al oficio fúnebre. A
este respecto, Yvonne Peterson mostró la misma precisión organizadora
que solía desplegar en sus reuniones y fiestas domésticas, aunque
dotándolas en tan penosa ocasión de su tono devoto más acreditado
entre todos los asistentes. Se ofició una misa en la iglesia del
campamento, y una de las feligresas, esposa de oficial, ejecutó en el
pequeño armonio un luctuoso treno al tiempo que la angustiada Octavia,
que en su juventud había hecho sus pinitos en coros de gospel, entonó
entre lágrimas un cántico por su hija. Fue el único responso de la
ceremonia sacra que fue celebrada en el más absoluto silencio por parte
de Russell Merrick. El apostolado eclesiástico transgredido por el
sacerdote, alejándose de las grandes verdades fundamentales de la
Iglesia: Dios, la fe, lo justo, lo meritorio, el decoro, seguía esparciendo entre la
concurrencia femenina, sus esposos, y una pequeña parte de la tropa allí
presente, un frío glacial de calladas recriminaciones. Merrick sabía
que su destitución militar era ya casi segura. Había que vengar a la
moral eucarística que él había escarnecido. ¡Qué estupidez! Porque para
Merrick el ejército estaba muy lejos de conocerla, lo mismo que
era fácil atribuír todos los crímenes de lesa humanidad, generación tras generación, a las intrigas
bélicas de sus capitostes. Y el sacerdote que decidió obviar el rito de la comunión, desapareció de manera poco
edificante al abrigo de su vicaría, dejando en su feligresía lo que muy bien
podría definirse con "heridas del alma" que para el páter no diferían mucho
de una personal venganza espiritual. Inmediatamente, el féretro fue sacado en hombros por cuatro
soldados entre los que se encontraba Tracy. Y unos cinco vehículos de la
oficialidad -Octavia compartió uno de ellos con la señora Peterson- lo
transportaron para su inhumación en la ciudad vecina. A su regreso, Yvonne Peterson organizó en su espléndida vivienda una clásica velada de luto que acogió a una importante concurrencia con un catering muy variado, ponche y algo de bourbon. La reunión únicamente acogió a una docena de oficiales, a sus esposas y a un par de sirvientas de color que se encargaron de atender cuidadosamente a todos los invitados. Octavia fue así reemplazada de sus funciones por la Peterson y se mantuvo apartada en su habitación durante toda la velada. Pese al luctuoso motivo de la recepción, el ruido de las conversaciones no cesó en toda la tarde, aunque el terrible incidente del incendio no volvió a circular entre los chismes de los asistentes. Los oficiales se enfrascaron por completo en comentarios políticos y el tema más preeminente se centró en el probable conflicto bélico que se avecinaba en la península de Corea. Pero entre las mujeres el asunto más comentado fue el de la inexplicable ausencia del capitán Huntington de cuyo paradero, por el momento, no se sabía nada -claro que conociendo su carácter un tanto hosco quizá se hallara en la ciudad tratando de rehuir la penosa situación en que lo situaba el terrible suceso-, y el del inconsolable estado de su esposa por la muerte de la joven sirvienta que la mantenía todavía en una dolorosa postración hospitalaria. Alguna voz femenina algo desafinada consideró aquel emocional decaimiento de la Huntington por la muerte de una criada un tanto desorbitado. Otras se creyeron en la obligación de traer a colación el cúmulo de reveses y peligros sufridos durante la pasada Contienda Mundial en la que algún que otro familiar había caído en los campos de batalla. Pero la señora Peterson, que sentía verdadera adoración por Octavia, aguantó firmemente su presencia de ánimo alejándose de aquellas susurradas impertinencias de algunas de sus amigas, que observando en ella cierta gesto de contrariedad, pasaron en seguida a otro papel.
Thomas Huntington volvió al campamento tres días después del siniestro, e inmediatamente fue requerido en comandancia presentándose ante dos de los generales del fuerte, Peterson y Miller, con una amplia seriedad impresa en el semblante. No se le recriminó su ausencia del cuartel, muy al contrario aquellos eminentes militares se mostraron muy comprensivos con el motivo por el cual había decidido desvincularse en solitario de las exequias que habían tenido lugar en el fuerte, incluyendo el abatimiento doloroso a que se había visto abocada su esposa, que aquel mismo día saldría ya más recuperada del hospital. Lo que no podían sospechar sus generales es que el capitán había aprovechado el terrible incidente para desligarse a su gusto durante aquellos tres días en la ciudad de toda aquella bullanga funesta, y que hubiese preferido que también Margaret y su odiada Lissy, junto a la tontiloca negrita Roberta, hubiesen perecido pasto de las llamas. Se alojó durante dos noches en un apartado hotelucho, y antes de volver al campamento retiró de su cuenta bancaria unos cien dólares. Margaret figuraba como cotitular de la cuenta, por convenio conyugal que él había aceptado cuando accedió a contraer matrimonio con ella, y no pudo excluirla de la misma porque el trámite era demasiado humillante, ya que sin la presencia física y la firma de renuncia de la esposa no se podía llevar a efecto. De poco había servido por tanto el intento, además, aunque ahora parecía haber olvidado algunas de las escapadas de Margaret a la ciudad con su sirvienta, había permitido insensatamente que Margaret hubiera estado retirando durante aquellos tres años de matrimonio algunas pequeñas cantidades de dinero para algún gasto personal y pagar los servicios domésticos de Roberta. Aquellas cuestiones domésticas de las que siempre había preferido mantenerse al margen y a las que Margaret se suscribía con pleno derecho legal, de pronto cobraron forma en su mente como el delirio de un perfecto imbecil sumido en un infierno marital sin arreglo posible. Se veía por tanto a sí mismo como el hombre perdido incapaz de controlar uno de los momentos más graves de su vida. Era una vulnerabilidad tan grotesca como vergonzosa. Y él no era más que un auténtico cobarde cuyo ánimo únicamente podía recurrir a la ira, y de la ira sólo puede responder la violencia. Recorrió entonces una parte de la ciudad en busca de una armería y, ante el asombro del vendedor por tratarse de un comprador uniformado, adquirió un revólver y una recarga. Pero la inminencia del desastre en la vida del capitán iba a verse agravada por una nueva perspectiva mucho más difusa y agónica. El general Peterson -pese a las muchas habladurías que corrían en el cuartel haciendo referencia al carácter un tanto insociable que se atribuía a Huntington,- consideraba al capitán como un elemento de integridad castrense muy respetable, porque cumplía a rajatabla con sus meritorias obligaciones de profesorado táctico en la escuela militar. Por esta consideración y por tratarse de un oficial condecorado lo juzgaba digno de una inmediata compensación por la dura eventualidad que tanto él como su joven esposa habían soportado, perdiéndolo todo.
-El sufrimiento vivido, querido capitán Huntington, entre militares, siempre capacitados para librar grandes combates, no tiene por qué ser una expiación - proclamó solemnemente Peterson- sino un remedio, una disciplina, un homenaje a nuestra hermandad militar. Y usted no puede ni debe ser apartado de estas honrosas disposiciones.
A Thomas Huntington la pomposa verbosidad del general Peterson, ratificada con una sonrisa de satisfacción por parte de Miller, le sabían a labia de incongruente ropavejero vistiéndole como a un oprimido mendicante desnudo. E igualmente los sufría como a un par de encopetados petimetres con uniforme movidos por una cargante indulgencia que ahora le otorgaban como si hubiera cometido un justificable crimen. .
-Su nueva vivienda en el campamento está ya decidida, capitán Huntington. Usted y su esposa ocuparán con todo el derecho que les asiste por la tragedia vivida la casa de su compañero Clyton cuya desgraciada enfermedad y muerte todos hemos lamentado en el cuartel.
Ni un cubo de agua helada sobre la cabeza de Huntington habría sido más pernicioso para las circunvoluciones de su conturbado cerebro, a punto de sufrir un derrame, que el de verse obligado ahora a aceptar aquella no menos gélida escarcha terrenal de una recompensa que le ofrendaba un nueva perspectiva vivencial con sabor a muerte.
-¿Qué le parece, Huntington? - esperó una respuesta el general Peterson.
-Se nos ha quedado usted sin habla por la sorpresa- aventuró Miller.
.-Usted y su esposa podrán ocupar la vivienda de la familia Clyton a partir de ya.... Hoy mismo naturalmente,.. Y el ejército también se preocupará... , bueno, más bien la señora Peterson, de conseguirles una nueva sirvienta que pueda cubrir cuanto antes sus más perentorias necesidades domésticas...
Ambos generales estrecharon la mano de Huntington, que expuesto al horror de aquella comunicación, saludó militarmente a sus oficiales en el más completo silencio.
-Bien, comprendemos que no tenga nada que decir... Y, por supuesto, no necesita hacerlo.
Si hubiera podido hablar para expresar la llamarada de furor interno que le acometía y que aún no se había extinguido, sus palabras se habrían hallado muy por encima de toda inspiración demoníaca con la que poder fulminar a aquellos dos decrépitos vestigios del más denigrante militarismo. Estaba perdido por completo, aterrorizado, y aquel acto de conmiseración que le ofrendaba su maldito ejército al que en realidad había odiado toda su vida pasaría por una espléndida recompensa más que por el más pernicioso de los castigos a que podía someterse. Desde ese mismo instante comprendió que todo había terminado para él. ¡Jamás aceptaría vivir en la casa de un muerto! Era una opción descabellada, a la que además se unía la angustiosa perspectiva de tener que compartirla con una mujer que le detestaba.
Margaret había abandonado el socorro hospitalario que el campamento le había ofrecido. No podía volver a una vivienda que ya no existía. Se le comunicó que el general Peterson la aguardaba en su despacho. Tenía que hablar con ella de un asunto importante. No obstante, con una mezcla de confusión y duda, no se sintió dispuesta a aguantar el enorme fastidio que aquella reunión podía llegar a generarle. Algunos de los soldados que habían sofocado el incendio comentaron que la mujer del capitán Huntington había perdido el juicio, porque se abstuvo de acudir a la citación del general y respirando penosamente dejó tras de sí los barracones sin decir ni una palabra cuando dos jóvenes reclutas le preguntaron si podían ofrecerle alguna ayuda. Consideraron que aquella dolorosa agitación era una lamentable muestra por la tragedia vivida, y la siguieron convencidos de que semejante perturbación la arrastraban hasta el lugar dode se había desarrollado el drama.
-Habría que avisar al capitán- aconsejó uno de los soldados.
-El capitán no está en el campamento, imbécil...
-Ha vuelto. ¡Y los dos viejos, Peterson y Miller, lo han pescado ya! - exclamó entre risas otro soldado obviando irónicamente el tratamiento debido a sus oficiales.
-¡Oye! - sonó un gritó- ¡Que esa loca va hacia las cuadras!
-¡Tracy y la mujer del capitán! ¡Al cura le ha salido competidor!
-¡Dirás competidora!... ¡Pobre páter, se le acabaron los paseos nocturnos! ¡La Huntington le ha ganado por la mano!...
Estas últimas exclamaciones llegaron hasta los oídos del capitán, que acababa de abandonar el despacho de los generales. Se sintió mareado, vaciló, y estuvo casi a punto de perder el equilibrio cuando caminó entre los soldados que lo saludaron tratando de disimular algunas muecas de ironía. Fue como si aquellas sarcásticas miradas lo traspasaran de parte a parte.
-"También va a acabar chaveta"- oyó Huntington tras de sí aquel otro cuchicheo socarrón acompañado de algunas entrecortadas risitas.
Margartet, en efecto, se dirigió hacia las caballerizas. El soldado Tracy no dijo nada. La observó de hito en hito, y por muy sorprendente que fuera aquella aparición, el motivo que pudiera haberla llevado hasta allí no hallaba en la mente del joven más que una de sus características asociaciones despreocupadas y silenciosas.
-Necesito su ayuda, soldado - dijo Margaret con ansiosa respiración- Me marcho de aquí... ¡Ayúdeme!
-Si se va usted, señora, no sé cómo puedo ayudarla- le respondió evasivamente Tracy- No creo que el capitán...
-¡No me importa lo que pueda decir el capitán!- exclamó Margaret- Pienso divorciarme de él... Pero tengo que salir de este maldito campamento. Y estoy segura de que su capitán intentará impedírmelo. El general Peterson me ha citado en su oficina, y me he negado a escucharle.
-No debería haberlo hecho...
-¿Cree que no me temo lo que prentendían decirme? Nunca volveré con Huntington. Ayúdeme a escapar de esta trampa, soldado. Sólo puedo recurrir a usted.
El soldado Tracy se volvió hacia uno de los caballos que estaba cepillando, sin asentir con gesto alguno de consentimiento.
-¿No quiere ayudarme? Mi marido no está en el campamento, desde el incendio anda por la ciudad y no ha vuelto.
-¿Y cree usted que no la buscará?...
-Usted sabe muy bien cómo me odia. Y también sabe usted como lo detesto yo...
-Señora, si lo que necesita usted es dinero -reaccionó Tracy de manera muy diferente a como la mujer esperaba- yo puedo... Tengo bastante ahorrado y a mi no me sirve de nada.
Margaret sintió que su resistencia se resquebrajaba, y se abrazó a Tracy.
-No haga eso, señora - la rechazó el soldado.
Y ella le miró entonces largamente y con asombro.
-¡No es dinero lo que necesito! Únicamente le estoy pidiendo que me ayude...
-Pero usted es la mujer del capitán...
-Nunca lo he sido... ¡Ayúdeme soldado!... Mi Lassy está en casa de la Peterson. Acompáñeme... La recogeré... Estoy enterada de que conduce usted un camión de forraje para sus caballos. Lléveme a la ciudad... Es lo único que le pido. Tenga la seguridad de que encontraré el modo de desaparecer... Creí que podría contar con usted... ¡Compréndalo, debo salir de este infierno de una vez!
-Sabe usted que si la ayudo pueden montarme un Consejo de Guerra.
-Otras veces se ha arriesgado usted llevando sus caballos al bosque, y nunca le ha importado.
Entonces Tracy decidió no buscar más explicaciones a aquella determinación de la esposa del capitán.
-Está bien...Vaya a por su Lissy y vuelva aquí... Pero no hable con esa mujer... Tiene la mala costumbre de meter la nariz en todo.
-¿No va a acompañarme?
-Es mucho mejor que no lo haga... Pero la esperaré... - propuso finalmente Tracy.
El capitán no andaba muy lejos. No podía dar crédito a los comentarios que había escuchado. Pasó de largo de los restos calcinados de la que había sido su casa desde que fue destinado al fuerte. La vivienda vacía de la familia Clyton no estaba demasiado apartada. Pero tuvo que bordear la de los Peterson, y oyó unos ladridos. La esposa del general no tenía perro, y aquellos ladridos le recordarón a la odiada Lissy. Cuando estuvo frente al marchito jardín de los Clyton se repitió a sí mismo que jamás pondría un pie en aquella casa. Era como si al observar el frío vacio de sus ventanas, de sus tabiques y del porche donde algunas macetas mostraban sus brotes resecados, tan muertos como toda la vivienda, percibiese más alla de las cristaleras una transparencia inmaterial de las figuras humanas que la habían habitado. No era una casa al uso lo que contemplaba Huntington, sino un especie de antro sobrenatural, tan simbólico como la muerte que había albergado. Y un terror que penetraba hasta su corazón le estaba trastornando profundamente, cuando, de improviso, a lo lejos, vio una figura femenina que abandonaba a toda prisa la mansión de los Peterson. Oyó ladridos de contento. Y supo en seguida que se trataba de Lissy en brazos de Margaret. La mujer del general permaneció en su porche recorriendo lentamente con ojos de despecho aquella nerviosa marcha. El sol de la tarde aún se imponía con consistencia suficiente para no eclipsar la imagen de Margaret, cuyo movimiento apresurado se perdía ya como un difuso destello en la distancia. Y Huntington fue tras ella, sin darse cuenta de que la Peterson también le miraba con gran asombro cuando cruzó por su espléndido parterre. Pero ahora toda la atención del capitán se hallaba concentrada en su mujer. Comprendió que los maliciosos comentarios de la tropa no se equivocaban, porque Margaret se dirigía hacia las caballerizas.
"Más tarde el capitán se diría que en aquel instante lo supo todo" [Carson McCullers]
Huntington tuvo que detenerse un momento. En aquel.despejado cielo de un noviembre todavía no demasiado frío tenía aún todo el sol de frente. E intentó detener aquella reverberación del astro, como si también le quemase, bajando la visera de su gorra militar. Trataba de reflexionar sobre el porqué de haber emprendido aquella desquiciada persecución. Pero su mente repetía una y otra vez que algún otro día lo haría. Y porque en su cerebro tan sólo se reproducía el extremo distante de un horizonte inexplicablemente amenazador, en el que, si no se daba demasiada prisa, el sol se ocultaría muy pronto para ofrendarle tan sólo una línea perdida en la oscuridad, y luego una consecuencia final que podía ser tan inextricable como la muerte misma.
Enfrentarse a un propósito misterioso de la mente es como tratar de presentir sucesos decisivos que todavía no existen. Pero hay un grado superior en el pensamiento capaz de retomar las cosas de este mundo para convertirlas en sorpresas inesperadas. Y cuando una de estas sorpresas surgen y se agudizan ante nosotros, los razonamientos cobran una especie de valor que descansa sobre una base sólida pero engañosa, porque en muchas ocasiones su materia primordial también se apoya en el desastre. Un desastre que nuestra racionalidad, por no ser sobrenatural, jamás hubiese llegado a presentir, aunque cuando tiene lugar, nuestra maltrecha sensibilidad acaba por legitimarlo.
El capitán se cercioró de que su revólver seguía en uno de los bolsillos de su cazadora militar cuando llegó hasta las cuadras. No había podido evitar orinarse encima, y el pantalón, medio oculto por la cazadora, se hallaba completamente empapado. Era su tortura silenciosa. Una aspereza corporal que seguía y seguía maltratándolo. Una posesión demoniáca que deterioraba su cuerpo. Y cuando vio a Margaret con Lissy en sus brazos y al soldado que tanto odiaba junto a ella, se dijo que sabía lo que ambos pretendían. Aquella idea lo dejó como petrificado, y una especie de pudor por no haber podido contener su micción le impidió por un instante dar un paso más. El recuerdo de su cobardía en el ataque japonés a Pearl Harbor, de su pantalón nuevamente empapado por su orina, y la mirada silenciosa, pero que él capitán juzgó como altanera y heroíca del soldado Tracy, lo asaltaron como angustiosas rememoraciones que no había logrado olvidar. Aquel recuerdo y la presencia de Margaret y Tracy ignorándole como prueba de un nuevo fracaso, de una nueva cobardía, lo trastornaba de tal manera que, encolerizado, sacó de su bolsillo la pistola. Entonces Lissy, movida por la instintiva fobia animal que sentía por Huntington, saltó de los brazos de su dueña y corrió hacia el capitán gruñéndole amenazadoramente.
-¡¡No Lissy!! - gritó Margaret- ¡¡Basta... vuelve aquí!!... ¡¡Lissy!!
En el paroxismo de su exasperación, el capitán que era un tirador experto, acabó con la vida del animal de un solo disparo. La bala atravesó el pequeño cuerpo del pit bull que, con el tiro en sus entrañas, se desplomó vertiginosamente, en un instante, lanzando un aullido agudo, sangrando y muerto no muy lejos de Margaret.
-¡¡Lissyyyyyy!! - gritó convulsivamente su dueña corriendo hacia el animal- ¡¡Bastardo!!... ¡¡Has matado a mi Lissy!!... ¡¡Maldito seas!!... ¡¡Cobarde!!
La claridad del sol iba decreciendo rumbo al ocaso, pero todavía era suficiente para arrojar sobre los tres una luz otoñal ahora algo más desvaída. Entonces Huntington fingió no escuchar a Margaret y la apuntó con el revólver. ¡Tantos desdenes, tantas contenciones, tantos tormentos!... Su sentido moral seguía por los suelos. Tenía que acabar de una vez con aquella mujer.
-¡¡No capitán!!... - gritó entonces Tracy- ¡¡No sea loco!!...
Aquel
insulto se clavó en el exasperado ánimo de Huntington como un puñal en
busca de su sangre, como si fuera Tracy y no él quien se dispusiera a disparar contra Margaret. Y al mismo tiempo, se sentía invadido por una insensibilidad tan desorbitada que la voz del soldado, como si atravesara un tiempo lejano pero lleno de odio, resonó de nuevo en su mente al igual que una renovada acusación de cobardía. Entonces apartó su revólver de Margaret y maquinalmente, como una marioneta manipulada por un destino de fatídico derrotismo, disparó dos veces contra el soldado Tracy, atravesándole el pecho muy cerca del corazón. Y el cuerpo del joven se desplomó sobre una inmediata efusión sangrienta. Margaret gritaba sin poder creer que aquella tragedia horrible estuviera sucediendo. El capitán Huntington soltó la pistola, y cayó de rodillas como si no pudiera creer tampoco en lo que acababa de hacer. El sol se recortaba ahora sobre aquel cruento desastre sesgado por unas oscilaciones ensangrentadas con una leve y fría claridad crepuscular de color escarlata. Llegaba el anochecer y nada más...
"Entonces el capitán empezó a llorar con fuertes gemidos" [Carson McCullers]
... La horrorizada Margaret abandonó muy pronto el campamento. ¡Cuántas cosas habían sucedido en aquellos tres años! Un Juzgado Militar tendría que dictaminar la culpabilidad del Capitán Huntington por disparar y matar "presuntamente" a un soldado de los que se hallaban bajo su jurisdicción. El capitán fue encarcelado a la espera de un Consejo de Guerra. La Corte Marcial y su Fiscal Jurídico Militar asumiría el caso y el prisionero debía enfrentarse a las medidas disciplinarias que imponía el ejército por aquel asesinato inconcebible.
Tres días después del sangriento suceso, el páter Russell Merrick se suicidaba en su vicaría de un disparo. La oficialidad del fuerte, tras notificarlo al Obispado de la ciudad, juzgó conveniente solapar los motivos que podíán haber impulsado al sacerdote hacia el suicidio.
El capitán Thomas Huntington fue declarado como "no culpable" por la Corte Marcial que lo juzgó, dado que la muerte del soldado Jason Tracy fue considerada como un lamentable caso de insubordinación militar hacia un superior. A este respecto, fue puesto en libertad cinco meses después del trágico episodio. El 25 de junio de ese año 1950, los
Estados Unidos se involucraron en el conflicto armado que
se libraría en la península de Corea hasta el 27 de julio de 1953. Thomas Huntington, tras ser considerado apto para el combate y alistado en la contienda coreana, fue dado como desaparecido en la batalla de Osan, el primer choque de guerra entre norcoreanos y estadounidenses que tuvo lugar el 5 de julio de de 1950. Al término de dicho conflicto, la viuda del capitán Huntington -ya que el divorcio nunca se llevó a efecto-, dado ya por muerto en combate, reclamó al Ministerio de Inclusión Militar y Seguridad Social Norteamericano una solicitud de pensión que le fue concedida y siguió cobrando durante toda su vida.

Reflections on a Scarlet Background -XX- [English] -The End-