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Durante la semana, algunas tardes, el comandante Peterson, su esposa Yvonne, y algunos oficiales más, que eran avezados caballistas, ordenaban que les ensillaran sus potros favoritos, que aunque se quedaban muy quietos, aceptaban el peso humano con algún que otro resoplido. Luego, de inmediato, se perdían en el sendero boscoso, cabalgando al trote caprichoso de aquellos jinetes ya habituales y dedicados a la equitación en sus horas de paseo. Tan sólo los sábados los caballos se impacientaban en los pesebres porque ese día de la semana tenían lugar las clases de equitación para familiares del puesto, entre los que se encontraban especialmente mujeres y algunos niños. El capitán Huntington odiaba los caballos. Y desde que se le asignó su puesto en el fuerte había renunciado a montarlos. Sabía que por aquella decisión, propia de su acendrada cobardía, era objeto de alguna que otra burla socarrona por parte de muchos de los soldados que cuidaban de las cuadras, así como de otros oficiales y sus esposas que profesaban una alta estima a dicho deporte. Margaret también había sido repetidas veces invitada a las clases de los sábados. Pero era lo suficientemente fría y distante como para mantenerse al margen del entorno criticador (porque se sabía reprobada) del resto de esposas de oficiales. Detestaba a aquellas snobs que formaban una especie de corrillos de presuntuosa clausura en el fuerte, atiborrándolos con sus opiniones y alocuciones viriles al ejército. Y que, con sus resabios de casta superior, equitación incluida, así participaban o fingían participar (según opinión de Margaret, y no se equivocaba) de las mismas pasiones de sus cónyuges. Margaret podía presencíar sin inmutarse aquel boato arrogante del ejército, aceptar sus críticas, e incluso adivinar las actitudes sarcásticas hacia su incoherente matrimonio. Sabía perfectamente que era una especie de carcoma que, a sus espaldas, era comentada maliciosamente como un silencio entre ondas de otros tantos silencios encubiertos. Y en cuanto se refería al capitán Huntington, objeto de aquella detracción malintencionada, éste seguía transitando ante ella entre el hastío de su mundo en el fuerte, con su manifestación constante de reproches y sus palabras rotas.
Las cuadras se hallaban lejos de los barracones, en lo que se conocía como zona reservada. Aquella mañana, el mes de marzo se hallaba ya muy avanzado, y la boscosa zona próxima empezaba a teñirse con el color verdoso, muy vivo, que salpicaba las arboledas, anunciando la inmediata primavera. Y cuando el sol derramaba su lumbre tostada, el hondo bosque parecía ofrecer esas encarnaciones que son como el estado de gracia de los panoramas coloreados de la naturaleza. Y el distante puesto militar, siempre dormido en su inamovible ubicación, parecía no advertir la gloria de los horizontes ni los primeros rescoldos morados de la amanecida. Porque aquel fuerte, que carecía de los elementos clásicos de la alegría del campo y de las ondulaciones suaves del boscaje, tan sólo ofrendaba sus pliegues verticales, amarronados y metálicos, semejando estampas envejecidas del mundo militar. Era una mañana de gran pureza y quietud junto a la exaltación verde de las arboledas, como si el bosque exigiera también una clausura íntima e imperturbable. El sol brillaba con más fuerza, y para Margaret y la pequeña Lissy en aquellos momentos, al emprender uno de sus acostumbrados paseos, no había más que la brisa sosegada y el rebullir de los insectos voladores bajo la solana. Su escapada de la zona de casonas militares era como huir de la ciudad al campo para internarse en su silencio, su calma y su olor. Y al final, dejarse atrapar por la atmósfera interior del bosque.
De pronto, a Margaret le pareció oír un ruido cercano, y Lissy empezó a ladrar exageradamente. El animal se internó en la arboleda hasta desaparecer de la vista de su dueña, que miró en torno asustada, gritando a la perrita para que volviera junto a ella. Y se dijo para sí, incrédula y fastidiada, aunque cediendo a la curiosidad, que era muy extraño que algo o alguien se moviera por entre el remanso del bosque, aunque sabía que habían zorros, ciervos y jabalíes. Lissy parecía haberse perdido, pero sus ladridos de hostilidad no cesaban. Siguiéndolos, Margaret se internó en un sendero desconocido que la condujo hasta un claro. Apareció entonces, para su sorpresa, uno de los jóvenes soldados, Jason Tracy, que trataba de calmar los ladridos de Lissy mientras acariciaba el hocico inquieto de un caballo.
-Lissy ¡ven aquí!- gritó Margaret- ¡Y deja de ladrar de una vez! Perdónela usted, soldado. No está acostumbrada a encuentros inesperados durante nuestros paseos.
Margaret imaginó que no se hallaba ahora a mucha distancia del campamento tras tropezar con uno de sus soldados.
-¿Monta usted a solas? - preguntó.
Lissy había dejado de ladrar, pero el soldado Tracy no contestó. Se apartó del caballo para que hozara libremente y se sentó en un tronco caído y cubierto de musgo, sin mirar a Margaret que sostenía a la perrita entre sus brazos. El joven, como si se creyera solo todavía, ni siquiera esperaba que la mujer le dirigiera una nueva mirada. Con una pequeña rama removió la tierra cubierta de hierba. Y Margaret, aceptando aquella expresión que al parecer entrañaba cierta hostilidad, tras haber aparecido repentinamente en aquel solitario claro del bosque donde el soldado parecía ocultarse a la vista de los demás compañeros del fuerte, dio media vuelta para continuar su paseo. Entonces la voz ruda del joven y literalmente contenida durante aquellos segundos, comentó:
-No debería usted pasear con su perro por estos andurriales solitarios del bosque. Merodean los jabalíes... Podrían atacarla. Además, bastaría una de sus embestidas para acabar con el pobre chucho.
-Nunca he visto ninguno... A lo sumo un zorro, sí,... alguna vez. Y hasta un ciervo. Pero tanto el uno como el otro siempre han salido huyendo, probablemente a causa de los ladridos de mi perrita. Y en cuanto a mi presencia, ¿de veras cree usted que podría intimidar a un jabalí?
-Un jabalí no es un zorro ni un ciervo, ni tampoco se les puede considerar como a dóciles y glotones cerdos de granja...
-De eso estoy segura. - sonrió Margaret
-Los jabalíes son desconfiados por naturaleza. No se fían de la gente. Viven en estado salvaje, y sus reacciones pueden ser imprevisibles. Es mejor rehuirlos, especialmente si hay un perro de por medio y les ladra. Créame, señora, resulta peligroso alejarse tanto del campamento...
-¿Y usted no les teme, soldado?... A los jabalíes, me refiero. - aventuró Margaret.
-Los jabalíes me conocen y me rehuyen...
-¿No será usted un nuevo Robín de los Bosques? ... Otro Errol Flynn - bromeó Margaret
-¿Robín de los Bosques? ¿Errol Flynn? No sé quiénes son.- confesó Tracy.
-Son personajes cinematográficos. De mentirijillas, comprende. Aventuras para niños.
-Ya.
-¿No va usted nunca al cine en sus horas de permiso, cuando tiene la oportunidad de salir de este aburrido campamento?
-No.
-Pues hace usted mal. El cine es muy instructivo. También se proyectan dramas muy interesantes. Dramas bélicos. Hay muy buenas películas incluso últimamente del famoso ataque a Pearl Harbor... ¿Estuvo usted allí, soldado?
Había algo ahora muy especial en la pregunta que Margaret dirigió a Tracy. Una curiosodad con filo ardiente en su mirada de mujer, como una especie de asombro moral en sus ojos observando un viejo trofeo militar.
-Estuve allí - afirmó el soldado Tracy- Pero prefiero olvidarlo.
-No ha sido usted el único en este fuerte. Lo sé porque en las fiestas de oficiales sus presuntuosas esposas comentan muy a menudo las heroicas hazañas de sus condecorados consortes, seguramente inventadas, y de cómo sobrevivieron al famoso ataque de los japoneses. Bah, nunca sabremos que hay de cierto en todo lo que cuentan. De haber sido verdad, muchos de ellos ya no estarían aquí. También mi marido estuvo allí, aunque lo único que puedo decir en su favor, es que nunca habla de ese horrible día. Es probable -rió Margaret- que anduviese escondido en algún refugio. Le conozco bien y no puedo imaginármelo como un héroe de guerra.
-Usted es la esposa del capitán Huntington... También yo le conozco bien...
-¿Ah, si?
-En efecto, estuvo en Pearl Harbor durante el ataque...
-Y escapó sano y salvo, aunque siempre presume de esas cuatro cicatrices que tiene en la cara. Comprendo entonces que para usted ver películas sobre lo que vivió personalmente no le pueda resultar muy gratificante. Hace bien no yendo al cine a tragarse tantos y tantos embustes sobre las heroicidades militares que no se cansan de contarnos.
-Prefiero pasar mis horas libres cuidando a mis criaturas.
-Pero eso será en las cuadras... Y es de una gran ternura por su parte que las llame usted criaturas... Desde luego son mejor que muchas de las personas que conozco... y de las que he conocido. ¿Y siempre está usted en las cuadras, soldado?
-Sí- afirmó Tracy, que acariciaba ahora a su caballo.
-Es un hermoso animal... -dijo Margaret- Pero yo creo que también usted se arriesga al llevarse un caballo de las cuadras y cabalgar en solitario en el interior del bosque. Mi marido sería capaz de someterlo a un Consejo de Guerra si lo descubriera.
-La cabeza de su marido no es más que una encíclopedia de estadísticas y ordenanzas... Lo haría, sin duda... - siguió el soldado Tracy acariciando el dócil hocico del animal, y Margaret esbozó una sonrisa comprensiva- Este caballo está enfermo... una infección equina sin cura - añadió su afectuoso cuidador.
-No sabía que un caballo pudiera enfermar... - se extrañó Margaret.
-Me lo he llevado antes del amanecer de la cuadra, para ofrecerle un último paseo en libertad... Van a sacrificarlo hoy en el matadero de la ciudad... Sé que esto me acarreará problemas con la oficialidad... Quizás sea su marido quien juzgue mi conducta... - acercó una pequeña porción de azúcar al hocico del potro condenado- Nada hay tan magnífico en el mundo como estas criaturas. -lo besó repetidamente- Aquí, en ellos, está mi Dios...Y hoy lo sacrificarán...
-Odio el ejército... - exclamó Margaret- Usted es muy joven... ¿Por qué no renuncia a él? Aún está a tiempo de salir de aquí...
-No creo que su esposo estuviera muy de acuerdo con usted.
-Bah, un oficial más... Otro esclavo de reglamentos y ordenanzas. Como usted ha dicho, en su cabeza no caben más que las estadísticas militares... Siento mucho lo de su caballo... Es muy triste que tengan que sacrificarlo.
Margaret decidió dar por terminado su paseo. Volvió al campamento conmovida por la ternura del soldado que acababa de conocer. Aquel credo agónico y dramático del militarismo seguía trastornando su fondo de cielo y de su mundo de mujer. Prissy, la sirvienta de color, que, ciertamente, en todo momento echaba de menos el oído complaciente que Margaret siempre le prestaba, cuando aquélla, en aquel preciso momento, entraba ya por la puerta, se hallaba frente al capitán Huntington tratando de vencer las constantes acometidas verbales del militar con que éste acostumbraba a sumirla en la indiferencia más completa. Huntington pagaba ahora con Prissy su enfurecimiento por el hecho de que Margaret no se hallase en casa, y la joven sirvienta, que siempre se mostraba ante él humildemente resignada, nunca parecía tampoco experimentar la menor nerviosidad y le escuchaba sin impaciencia y sin desesperación. Las especulaciones abstractas en que siempre se mecía su mente formaban un muro infranqueable y de pura esterilidad a cualquier alteración malhumurada de las que acostumbraba a hacer gala el capitán.
-¡Inútil! - gritaba Huntington- ¡Ya te lo he preguntado dos veces! ¡Vas a ver...! El día que acabes con mi paciencia...
-Pero... la señorita Margaret siempre me dice... - trataba de explicarle Prissy.
-¡No me vengas ahora con los chismes que te traes con ella, estúpida! No me interesan en absoluto. ¡Sois tal para cual!...
Margaret sintió unos deseos locos de estallar en carcajadas observando a su enfurecido marido y la mirada complacida de Prissy al verla aparecer.
-Señorita... -dijo Prissy- El capitán...
-Lo sé, Prissy... No tienes que explicarme nada. - interrumpió Margaret
Prissy observó con infantil satisfacción a su señora.
-¡Prissy, Prissy! ¿De qué manga os habéis sacado un nombre tan absurdo?...
-Verá "usté", capitán... - trató la muchacha, no son cierto apuro, de evidenciar el origen de su devoción por aquel apelativo.
-Déjalo, Prissy- volvió a interrumpirla Margaret- Nuestro capitán no suele asistir a las salas de cine. Lo más probable es que también sus reglamentos militares se lo prohiban -ironizó- Lo mejor es que te vayas a la cocina. Yo me entenderé con "nuestro malhumurado capitán"
Prissy se esfumó en un instante Y Margaret y su marido se miraron de hito en hito,... es decir él la miraba y ella le veía con ojos de burla y rencor, a la espera de su falta de contención, sin llegar a sentirse cómplice en tales instantes de esa mirada. En efecto, el capitán no escondió su inquietud, por más vergüenza y repugnancia que interiormente sintiera.
-¡Esa criada tuya no deja de atacarme los nervios! - exclamó.
-Pobre Prissy. ¿Tan fácilmente te excita el hecho de que no te haya sabido aclarar mi acostumbrada excursión por el bosque con Lissy?
-¿Qué otra cosa podía esperar de esa idiota? No veo la necesidad de tener sirvienta, te lo he repetido cientos de veces. No la necesitamos... No es más que una presencia inútil...
-¿Tú crees?- Margaret, una vez más, se veía obligada a defenderse del rigor de la conciencia militar de su marido, y a no disculpar sus aborrecidas actitudes- ¿Sabes una cosa? Creo que eres como el cazador que odia a la presa pero que no tiene las suficientes agallas para dispararle y librarse de ella. Y que esperas a que sea otro quien la mate... aunque quien la odia eres tú... Y aún así te sigues creyendo un amo y señor, no sólo mío sino también de la inofensiva Prissy... Imagina los cotilleos de nuestros engreídos oficiales y de sus arrogantes esposas si despidiéramos a Prissy. ¡Todo un capitán de la orgullosa infantería estadounidense sin criada! ¿En qué quedamos entonces? ¿Vas a revolverte y matar finalmente a la pobre presa? ¿O decides salvarla? Porque no seré yo quien la mate.
La ironía de Margaret le pateaba el corazón. Sus palabras llegaban hasta él con burlona risa en sus ojos enjuiciadores. Pero también en la mirada de Huntington todo era saña y desprecio. Y por un momento se dijo a sí mismo que no podía resisitirlo,... ¡no podía! Y con su sadismo autoritario, trató de herir a Margaret en lo que más le dolía.
-Considérate afortunada, porque si yo fuese ese cazador que dices, la primera presa a la que daría caza, despachándolo de un tiro, sería a tu maldito chucho... que no deja de gruñirme. Sé que me odia por culpa tuya.
Eso era lo horrible para Huntington: tener que convivir interiormente a solas con ambos.
-Si Lissy te gruñe es porque ha aprendido a censurar tu mal carácter- profirió con rabia Margaret.
-¡De todas maneras, tú lo enseñaste a odiarme!
La mirada de Margaret lo negó con gesto sarcástico. Y Huntington, aunque le pesara, tuvo que cambiar la conversación-
-Así que habéis estado paseando por el bosque. Tus dichosos paseos... - ahora se miraron despectivamente- Los jabalíes andan sueltos... y por si no eres consciente de ello, entérate de que la presencia humana les asusta,... y hasta pueden acabar atacando. Y el primero en volar por los aires sería tu insoportable chucho.
Margaret no quiso contestarle.
-Siguen sin importarte mis advertencias... Crees que sigo acosándote... Un estúpido mandato más de los que el militarismo impone en este puesto. ¡Y ya está!... Pero es que en realidad soy yo quien vive acosándose,... ¡Sí! Aunque te rías, soy yo el único que sigue acosándose... Y es mi vida la que está parada... en vía muerta, porque no puedo deshacer nuestro vínculo. Es otro precepto que también ha ido sumándose a esta vida militar... aunque tú te hayas propuesto arrancármelo.
-Estoy dispuesta a abandonarte... Lo sabes muy bien. No tienes más que proponérmelo - precisó Margaret el sentimiento de aquella evidencia un tanto incongruente que exponía Huntington- También mi vida está parada. Eso es lo que significa vivir en este este maldito puesto militar que odio tanto como tú, aunque te esfuerces en nagártelo a ti mismo.
-Te equivocas, querida - aclaró con gesto triunfante Huntington- Mi casa, mis amistades, mi ideal de militar y hasta de católico, al contrario que tú,... todo está aquí, asegurado en este fuerte. ¿Y estás dispuesta a abandonarme cuando eres tú quien no tienes nada?... ¿Tengo acaso que recordarte lo que te trajo hasta mí?...
Ahora a Margaret le dolieron los latidos del corazón y se le heló la frente.
-No voy a seguir escuchándote. Más que un militar pareces una criatura en pena. ¿De verdad esas cicatrices que tan orgullosamente luces en la cara se debieron a algún acto heroico por tu parte, porque yo lo dudo?... Y aunque sentí miedo, sé que me equivoqué. Te seguí el juego, es verdad, pero no ha valido la pena... Ya no fingiré más- Aseveró ahora Margaret, como si en aquel momento le resultara preciso descargar con más fuerza su aborrecimiento- ¡Ánimo, pues, capitán, demuestra de una vez tu temple militar y échanos de aquí... a las dos. Me estoy refiriendo a Prissy y a mí, porque Lissy naturalmente vendrá conmigo, y te librarás también de ese odio irracional que, según tú imaginas, siente por ti! Y es que en tu manía persecutoria no hay distinción entre los animales y las personas- exclamó con todo desenfado- ¡Atrévete a echarnos! Te lo vuelvo a repetir. ¡Y que no haya sido en balde tu heroico militarismo! Quédate solo otra vez, quizás así logres poner en marcha de nuevo esa locomotora de tu aburrida vida de militar, la que aseguras que se halla en vía muerta. Aunque, a tus espaldas, como ya puedes imaginar, no cesarán las risas y los cotilleos. ¿O es que sigues siendo tan cobarde que aún te asustan esos comadreos que, cuando me vaya, se desatarán en el puesto entre tus engreidos compañeros, esos oficiales tan aburridos como tú, y hasta en los soldados que por lo menos son mucho más divertidos? ¡Por Dios, enfréntate a ellos, aunque calles por no oírlos, o que callen también sus maliciosas mujercitas ante tus silencios!... En tu mundo militar sólo se cuentan el número de enemigos después de la victoria...
Huntington, enfurecido, atajó definitivamente aquella especie de maliciosa arenga de Margaret, y Lissy empezó a gruñir de nuevo.
-Haz callar a ese maldito animal...
-No llores Lissy- ironizó ella.
Y Huntington le preguntó de pronto
-Si has estado paseando por el bosque, es muy probable que te hayas tropezado con un soldado y un caballo. Un estúpido exaltado que cuida de las cuadras, y ha desaparecido al amanecer con uno de los caballos. Un potro enfermo a quien el veterinario del puesto ha ordenado sacrificar para evitar el contagio de los demás.
Margaret, dejando de lado el consternado ánimo de sus arrebatos, dijo:
-No suelo saludar a tus soldados...
Huntington desconfió más.
-Pero ¿te has encontrado con él? No podía andar muy lejos del puesto.
-No he visto a tu soldado ni al pobre caballo enfermo.
-Lo has visto... Estoy seguro...
-¿He de repetirte que yo no suelo saludar a tus soldados?
-Estás mintiendo. Sé que estoy en lo cierto. Pero no importa. De todas formas, ya han salido en su busca... Daremos en seguida con él...
-¡Ya tienes encaminada tu caza! ¿A qué viene por tanto preguntarme con tu maldita insistencia de capitán acostumbrado a dar órdenes?
Un recluta llamó de pronto, y Prissy se dio prisa en abrirle. El soldado, cuadrándose, saludó a Huntington, y exclamó:
-Mi capitán, hemos dado con él... El potro ha sido entregado al veterinario, y el soldado Jason Tracy está detenido..
Margaret posó su mirada en los ojos enjutos de Lissy, y sin mirar a su marido, exclamó
-Lissy, el heroico capitán ya prepara felizmente su Consejo de Guerra.
-¡Maldita estúpida!- exclamó Huntington indignado- ¡Vamos soldado, acompáñeme...!
Margaret, sin el menor cambio de expresión, observó su enfurecida salida de la casa, y dirigiéndose a Prissy, dijo:
-Anda cielo, prepárame un buen almuerzo.
A Thomas Huntington no le bastaba recordar con total arrepentimiento aquella noche en la que aguardó a Margaret para proponerle su inapropiada ocurrencia de acobardado solterón en un puesto militar donde toda la oficialidad andaba emparejada en feliz matrimonio. Sabía que en las fiestas del campamento todas las lenguas de víbora femeninas no se avenían con la soltería del célibe capitán, y no cesaban de picotearlo en dichas tertulias. Y aunque se resignó a que aquella ocurrencia pudiera considerarse el peor de sus pecados, dados sus nefastos resultados, al capitán no le bastaba con odiar su absurdo matrimonio con una mujer que desde el primer momento le confesó que no le amaba, ni lo amaría nunca, y que aceptaba aquella boda por conveniencia. Y es que el estricto capitán Thomas Huntington, tan circunspecto en su sumisión castrense, tan cumplidor con los preceptos de la Iglesia, si se refugiaba en la meditación de su reglamentada vida como militar, no podía evitar incorporar a ella la imagen más opresora de todos sus pecados: el de una necesidad tiránica de fomentar sus odios, que, sin embargo, no le servían ni para las tentaciones. Margaret, Lissy, su inofensivo chucho, y la inocentona Prissy le atacaban los nervios. Pero quien más le erizaba la piel del odio era el soldado Jason Tracy. Aquel recluta, misterioso y pendenciero, al que siempre trataba de evitar, le sacaba de quicio porque se hallaba en deuda con él. Y aunque en realidad no le había dado todavía la menor ocasión para ello, le guardaba todo el rigor de su odio más profundo. El capitán jamás podría olvidar que el soldado Tracy era la única persona en el mundo que había tenido la visión más reveladora y vergonzosa de su cobardía como combatiente durante el terrorífico ataque japonés a Pearl Harbor.
Una vez en su despacho, el capitán Huntington empezaba a sentirse terriblemente nervioso porque estaba obligado a reconvenir el acto de desobediencia cometido por el soldado Tracy. Y los nervios, como era natural, no le ayudaban para nada a resignarse en el cumplimiento de su deber. Era como si se sintiera de nuevo completamente solo contra su mal. Sabía muy bien que era lo que era, y lo sabía por culpa del maldito soldado. Por ello, no tenía más remedio que odiar... odiar. Y aquel era precisamente uno de aquellos momentos en que era preciso descargar en odio sus atribuciones como militar. Huntington, que siempre intentaba eludirlo, no había tenido más contacto con él desde el día en que el enorme roble, debido a aquella gran tormenta invernal, se desplomó sobre la iglesia del puesto. Y pese al tiempo transcurrido desde el incidente de Pearl Harbor, -el peor, el más vergonzoso y cobarde por su parte-, Huntington no pudo olvidar nunca la cara de aquel soldado. Y cuando Tracy se presentó ante él, y correspondió a su saludo, el capitán le preguntó su nombre con un tono bajo, lleno de avergonzada confusión interior
-Tracy, señor, ... Jason Tracy...
Y ahora, allí sentado ante su inferior, en aquel despacho silencioso, el acobardado capitán trató por todos los medios de poner en práctica la actitud militar que más le favoreciera, pese a que interiormente, ante el soldado, siguiese acusándose de su gran pecado,... aunque la oculta confesión del mismo se hallase como encallecida en su pasado, y en la rutina militar del campamento. Huntington se recostó en su butaca antes de acusar al soldado Tracy. Su mente divagaba: "Maldito soldado"... Y se repitió de nuevo a sí mismo: "Sé lo que soy, pero lo soy por tu culpa... Porque tú eres el único que lo sabes... Vienes a contarme tu acto de desobediencia... y el que confiesa, algo quiere. ¿Vas a amenazarme?... ¿Crees que me importa lo que haces o dejas de hacer como soldado en el fuerte? Apuesto a que aún me crees un cobarde, con esa actitud desafiante que tanto te beneficia..."
Huntington apretaba todavía sus labios en una mueca de desprecio, atenazado en su interior por aquellos inevitables pensamientos. Y por fin, fingiendo hablar con mucha calma, dijo:
-Ha infringido usted gravemente las ordenanzas con respecto a su cometido como caballerizo en las cuadras del campamento.
Huntington siguió tratando de disimular su agitación interna con respecto a la insensatez del soldado Tracy, que se mantuvo en silencio. Y al capitán aquel mutismo no le consoló en absoluto. Lo tomó como una burla por su parte, y de nuevo asoció en su mente las cuadras, y la huida hacia el bosque del soldado con el caballo enfermo como si Tracy se estuviera permitiendo ante su superior, cuya debilidad tan bien conocía, una breve, vengativa y sigilosa revelación de todas sus defectos militares. Imperfecciones que eran como males que no pasan nunca. ¡Cuánta angustia, cuánto rencor! Aquella asociación le estallaba ahora en la cabeza. Y allí, sentado en su amplia butaca de oficial, Huntington, ante su reservado acusador, resultaba un hombre pequeño. Su irritación, que seguía quebrándole el habla, le había provocado el mayor de los trastornos cuando supo que quien había desobedecido las ordenanzas como caballerizo de las cuadras era precisamente el soldado Jason Tracy. Huntington habló de nuevo y sin levantar la voz:
-Usted conoce muy bien las instrucciones...
-Sí, mi capitán.
-Sabía que se trataba de un caballo enfermo al que desgraciadamente se tenía que sacrificar por orden del veterinario del puesto... Y que los caballos, enfermos o no, tan sólo pueden abandonar las cuadras para las horas de equitación de la oficialidad. Su deber... su deber es cuidar de ellos... y no llevárselos de paseo al bosque cuando a usted le apetezca.
El soldado Tracy, con los ojos bajos, callado, no negaba sus cometidos ni su incumplimiento.
-Claro que... lo sé muy bien... - trató ahora Huntington de suavizar aquella especie de diálogo de sordos, y haciendo un leve cabeceo hacia el ventanal que se abría tras él, dijo-... Sé... que quien como usted ha cumplido disciplinadamente..., por lo menos hasta esta misma mañana, su labor en las caballerizas... quizás no merezca...
El capitán no acabó la frase.
La mirada del soldado Tracy pareció ahora expresar una de esas contradicciones de quien no requiere la plática sobria de un superior, y se apodera rápidamente de una verdad autocomplaciente, y así se la lanza a la cara: "Qué sabrá usted de caballos, si no sabe ni montarlos" Aquella nueva asociación en la mente de Huntington se apoderaba de él de manera exacta, acendrada y fría. Lentos, los ojos de ambos parecieron pasar vindicativamente de mirada en mirada. Pero era Huntington quien tenía que decirlo casi todo, y el soldado acatarle. El capitán, como dejando ahora de lado su acobardada timidez del principio, antes de confirmar que con sus frases inacabadas ya estaba todo dicho, se arriesgó a reprenderle:
-Tengo entendido... y así lo comenta tanto su brigada como algunos de sus compañeros de barracón que es usted algo pendenciero. Este invierno pasado, en la cantina del puesto, arremetió usted contra el jukebox de discos... y desafió y golpeó a otros soldados que trataron de obstaculizarle. ¿Se debió quizás a que se hallaba usted algo bebido?... ¿Se emborracha usted a menudo?...
-No me gustaba la canción... - repuso lacónicamente el soldado Tracy.
-¿No le gustaba la canción?- repitió Huntington, que temió de nuevo mostrarse más rudo ya que Tracy empezaba temerariamente a mostrarse un tanto impertinente.
-No
-Está bien, soldado.
El capitán se levantó de su butaca, dirigiéndose hacia el ventanal a través del cual el luminoso mediodía se ensanchaba esplendorosamente entre las rancias suntuosidades del campamento militar. Y así, de espaldas a su subordinado, cruzó los brazos adoptando una forzada presunción castrense. Y añadió:
-Queda usted relevado durante un mes como caballerizo de las cuadras. Y durante dicho mes se encargará también de la limpieza de las letrinas de su barracón. Trate usted de ser más disciplinado, y si es posible por su parte, evite cualquier tipo de nuevos incidentes en el campamento, ya sea en la cantina o en las cuadras más adelante... Tómeselo como una orden contundente porque no deseo en absoluto verme obligado a tener que amonestarle otra vez. Debería usted también recapacitar sobre la necesidad de reconsiderar la importancia de mantener un buen compañerismo con el resto de los soldados. Eso es todo. Hablaré con el brigada. Ya puede usted marcharse.
-A sus órdenes, mi capitán- saludó el soldado Tracy con toda llaneza.
Huntington observó la salida del soldado desde la ventana. Su aspecto era pletórico, su paso ágil y dilatado, como si al caminar se fuese cerrando el paisaje castrense a su espalda, y se abrieran para él sendas desincorporadas de la intolerante milicia. Era la del capitán una mirada de total menosprecio. En aquel despacho donde solía atrincherarse trituraba ahora entre sus dientes la palabra secreto hasta hacerla añicos; y al mismo tiempo se enfurecía consigo mismo negándola. En efecto, el capitán Huntington y el soldado Tracy habían estado escondiéndose su secreto: un secreto que todavía se extendía como un cadáver de guerra sobre el corazón de Huntington.
[The fort had stables with beautiful foals, a couple of mares and some mules owned by the army. And Private Tracy, who dearly loved those noble animals and cared for them with care, was assigned most of the year to the care of said stables. He always arrived at the moment when the sun began to rise, before other companions also came to fish in the stables. And the horses, who knew him well, meekly acquiesced in Tracy's tender treatment of them. It was as if those wonderful animals seemed to sense, with their warm docility, the sensitivity of the young caretaker who appeared every dawn in the heated environment of the mangers; and between his slow breathing and the occasional sleepy relic, they eagerly offered him his slimy lips when he lavished on them with the palm of his hand some portion of sugar from the packet that he always hid in his pants, satisfying them lovingly . Then Tracy would rub his sticky, drool-warmed hand on his leg.
During the week, some afternoons, Commander Peterson, his wife Yvonne, and a few other officers, who were seasoned horsemen, ordered their favorite colts to be saddled, which, although they remained very still, accepted the human weight with the occasional snort. Then, immediately, they would get lost in the wooded path, riding at the capricious trot of those horsemen already habitual and dedicated to horsemanship in their hours of walk. Only on Saturdays did the horses get impatient in the mangers because that day of the week the riding classes for relatives of the post took place, among whom were especially women and some children. Captain Huntington hated horses. And ever since he had been assigned his post at the fort he had given up riding them. He knew that for that decision, typical of his pure cowardice, he was the object of occasional mocking ridicule by many of the soldiers who took care of the stables, as well as other officers and their wives who professed high esteem for him. said sport. Margaret had also been repeatedly invited to classes on Saturdays. But she was cold and distant enough to stay out of the criticizing environment (because she knew she was failing) from the rest of the officers' wives. She detested those snobs who formed a kind of cloistered huddle in the fort, cramming them with their opinions and manly addresses to the army. And that, with their traces of upper caste, horsemanship included, thus participated or pretended to participate (according to Margaret's opinion, and she was not mistaken) in the same passions as their spouses. Margaret could witness the arrogant pageantry of the army without flinching, accept her criticism, and even guess at her sarcastic attitudes toward her inconsistent marriage. She knew perfectly well that it was some kind of woodworm that, behind her back, was maliciously commented on as a silence among waves of so many other covert silences. And as far as Captain Huntington was concerned, the object of that malicious detraction of hers, he continued to transit before her between the weariness of her world in her fort, with his constant manifestation of reproaches and her broken words.
Lissy had stopped barking, but Private Tracy didn't answer. He turned away from the horse to allow her to root freely and sat on a fallen, moss-covered log, not looking at Margaret as she held the little dog in her arms. The young man, as if he still thought he was alone, didn't even wait for the woman to give him another look. With a small branch he stirred up the grassy earth. And Margaret, accepting that expression which seemed to imply a certain hostility, having appeared suddenly in that lonely clearing in the woods where the soldier seemed to hide from the view of the other companions of the fort, turned to continue his walk. Then the rude voice of the young man and literally contained during those seconds, she commented:
-You shouldn't be walking your dog through these lonely forest tracts. Wild boars are on the prowl... They might attack her. Besides, one of her attacks would be enough to finish off the poor mongrel.
-I've never seen one... At most a fox, yes,... ever. And even a deer. But both the one and the other have always run away, probably because of the barking of my dog. And as for my presence, do you really think I could intimidate a boar?
-A wild boar is not a fox or a deer, nor can they be considered as docile and gluttonous farm pigs...
-Of that I'm sure. - Margaret smiled.
-Wild boars are suspicious by nature. They don't trust people. They live in the wild, and their reactions can be unpredictable. It is better to avoid them, especially if there is a dog in the way and it barks at them. Believe me, ma'am, it's dangerous to stray so far from camp...
-And you are not afraid of them, soldier?... Wild boars, I mean. Margaret ventured.
-The wild boars know me and avoid me...
-Won't you be a new Robin of the Woods? ...Another Errol Flynn - joked Margaret
-Robin of the Woods? Errol Flynn? I don't know who they are.- Tracy confessed.
-They are movie characters. Little lies, you understand. Adventures for children.
-Already.
-Don't you ever go to the movies on your leave, when you have the chance to get out of this boring camp?
-No.
-Well, you're doing wrong. The cinema is very instructive. Very interesting dramas are also shown. War dramas. There are very good movies even lately of the famous attack on Pearl Harbor... Were you there, soldier?
There was something very special now about the question that Margaret addressed to Tracy. A curiousity with a burning edge in her woman's gaze, like a kind of moral astonishment in her eyes observing an old military trophy.
-I was there - said the soldier Tracy- But I prefer to forget it.
-You were not the only one in this fort. I know this because at officer parties their pompous wives often discuss the heroic deeds of their highly decorated consorts, surely fabricated, and how they survived the famous attack by the Japanese. Bah, we will never know that there is truth in everything they say. If it had been true, many of them would no longer be here. My husband was also there, although the only thing I can say in his favor is that he never talks about that horrible day. It's likely," laughed Margaret, "that he was hiding in some shelter. I know him well and I can't picture him as a war hero.
-You are the wife of Captain Huntington... I also know you well...
-Oh yeah?
-Indeed, he was in Pearl Harbor during the attack...
-And he escaped safe and sound, although he always boasts of those four scars that he has on his face. So I understand that watching movies about what he personally experienced may not be very gratifying for you. He does well not going to the movies to swallow so many lies about the military heroics that they never tire of telling us.
-I prefer to spend my free hours taking care of my creatures.
-But that will be in the stables... And it is very tender of you that you call them creatures... Certainly they are better than many of the people I know... and those I have known. And are you always in the stables, soldier?
-Yeah- Tracy said, now stroking his horse.
-It's a beautiful animal..- said Margaret- But I think you're also risking yourself by taking a horse from the stables and riding alone into the woods. My husband would be able to court-martial him if he found out.
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