martes, 18 de junio de 2024

MARTÍN LUTERO Y LOS ENFRENTAMIENTOS DE LA CONCIENCIA CRISTIANA A CAUSA DE LAS INDULGENCIAS DE LEÓN X -II-

 

 


 

 

 

 

Autor Tassilon-Stavros









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MARTÍN LUTERO Y LOS 

 

ENFRENTAMIENTOS 

 

DE LA CONCIENCIA CRISTIANA 

 

A CAUSA DE LAS INDULGENCIAS 

 

DE LEÓN X -2-

 

 

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Primogénito de una nidada de siete hermanos, Martín Lutero había nacido en Eisleben-Sajonia-Anhalt, Alemania en 1483. Su padre, Hans, era ex campesino que se había convertido en minero: un hombre severo, duro, colérico, avaro y furiosamente anticlerical. Su madre, Grete, por el contrario, era una mujer todo casa e iglesia, pero que en común con su marido tenía una fe inconmovible en la eficacia pedagógica del látigo. Martín confesó más tarde haber odiado en cierto momento a sus progenitores a causa de las palizas que recibía, y en este odio algunos de sus biógrafos dados al psicoanálisis han creído descubrir el trauma infantil que había originado su rebelión contra la Iglesia: su subconsciente "convirtió" al padre en el Papa y lo hizo objeto de un inextinguible rencor. Es una tesis sobre la que no nos consideramos aptos para pronunciarnos, pero es posible que la primera imagen que se hizo de Dios -y la tuvo bastante pronto- reflejase de algún modo la que con su ejemplo le habían sugerido sus progenitores: no la de un tierno Padre inclinado al perdón, sino la de un Juez despiadado más dispuesto a dar pasaportes para el infierno que para el paraíso. El muchacho creció sujeto a una rígida dieta de ayunos y penitencias. Hans tuvo a la familia en una gran estrechez incluso después de convertirse en acaudalado comerciante, porque, según él, la riqueza no consistía en el dinero que se ganaba, sino en el que no se gastaba. Sin embargo, los éxitos escolares de Martín lo indujeron a hacerlo continuar sus estudios, primero en Magdeburgo y después en Eisenach. A los catorce años conoció el muchacho por vez primera la ternura. Se la prodigó Frau Cotta, la materna dueña de la pensión en la que lo habían puesto a pupilaje. Frau Cotta repetía una y otra vez que la única felicidad consentida al hombre en este mundo es una buena mujer, y lo demostraba con sus solicitudes. Martín reflexionó hasta los cuarenta y dos años acerca de aquella enseñanza, y luego la puso en práctica. 
 

 
Los resultadoss de sus estudios secundarios fueron tan brillantes que Hans decidió abrir la bolsa y enviarlo a la Universidad de Erfort. Su ambición era hacer un abogado de aquel prometedor retoño y posiblemente Martín fingió secundar sus deseos para evitar el regreso al seno familiar. Sus condiscípulos lo recordaron después como un compañero sociable y despreocupado, si  alergia para las francachelas, pronto a unir su agraciada voz de barítono al coro de estudiantes, acompañándose del laúd Sus profesores no estaban tan satisfechos. La enseñanza de aquel tiempo todavía se basaba por entero en la teología, es decir, en aquella mezcla de Evangelio y lógica aristotélica que se llama "escolástica". Lutero la encontró indigerible y se mostró igualmente disgustado con los humanistas que querían inculcarle el culto de Virgilio y de Cicerón, a los que prefería la ruda prosa de Tertuliano [
Quinto Septimio Florente Tertuliano-en latín: Quintus Septimius Florens Tertullianus,​ c. 160-220,  padre de la Iglesia y un prolífico escritor]. Con todo, perfeccionó su latín y aprendió algo de griego y de hebreo, lo que le bastó para conseguir el meritorio título de "Maestro en Artes", o, como diríamos hoy, de "Doctor" Su padre se sintió tan orgulloso que, en premio, le envió una lujosa edición del "Corpus Iuris", convencido de que su hijo extraería del libro muy buenos "honorarios". El irascible señor debió de tener un derrame de bilis cuando supo que el ingrato había hecho un solo paquete con el precioso libro, el certificado de laureado y sus ropas de paisano y había ido a pedir hospitalidad en el convento de los agustinos de Erfurt, donde tomó el hábito. Los biógrafos de Lutero atribuyen aquella brusca decisión a una tormenta. Hasta entonces Martín había sido un muchacho como todos los demás, que parecía aceptar, sin hacerse un drama de conciencia, las debilidades con que estamos amasados. Vigoroso, sanguíneo y sensual, posiblemente había tenido las normales experiencias de los jóvenes de su edad, aunque lo nieguen algunos de sus biógrafos. Y también es posible que le remordiera la conciencia.  

En fin, un día que de su casa volvía a Erfurt lo sorprendió una tempestad y fue casi alcanzado por un rayo que cayó a pocos pasos de él. Vio en ello una reprimenda muy de acuerdo con el Dios terrible y vengativo del que su padre le había sugerido el  modelo, y medio muerto de terror juró obedecer a aquel aviso encerrándose en el claustro. Es una versión en la que podemos creer siempre que no exagere el significado. 
 
Es posible que el rayo provocara en Martín un repentino arrepentimiento, pero éste habría llegado aun sin el rayo. El muchacho contrariamente a las apariencias, debió de sentirse atormentado e inquieto, descontento de sí y ansioso de salvación. Con júbilo, al llegar a destino, invitó a sus amigos al festín del adiós. Por última vez cantó y bebió con ellos y finalmente les anunció su decisión.






El convento elegido era de los más rigurosos, pero el novicio fue aún más riguroso que el convento. A menudo los otros monjes lo encontraron caído en el pavimento de su gélida celda, agotado por los ayunos y las flagelaciones que se infligía, quizá para escapar a la entación del onanismo, como San Antonio. Reclamaba para sí los serviciós más humildes y las penitencias más duras diciendo que sólo así podía reparar sus culpas. En vano sus camaradas trataban de persuadirle de que Cristo, con su martirio, había saldado la cuenta para todos. Al fin, para ponerlo a resguardo de aquellos excesos masoquistas, le acortaron el noviciado. En septiembre de 1506 emitió los votos de pobreza, castidad y obediencia, y en el mes de mayo siguiente fue ordenado sacerdote. Su nueva condición pareció pacificarlo consigo mismo y le permitió reemprender sus estudios, pero de nuevo se negó a zambullirse en la teología y prefirió la lectura de los místicos alemanes. Un día cayó en sus manos un texto de Jan Huss [también conocido como Juan de Huss​ o Juan de Hussenitz -Nacido en Hussenitz, Reino de Bohemia, en 1370-Murió quemado en la hoguera tras ser condenado por herejía en el Concilio de Constanza- Sacro Imperio Romano Germánico, el 6 de julio de 1415] escapado de la destrucción dispuesta por la Iglesia, y le produjo una profunda conmoción. Explicaría Lutero: "Cerré el libro sintiendo herida mi alma ante la idea de que un hombre capaz de escribir con tanta pasión crisitana hubiera podido ser quemado por hereje"  




 
Se confesó con el vicario provincial de la Orden, Staupitz [Johann von Staupitz O.S.A.-Motterwitz, c. 1460 - Salzburgo, 28 de diciembre de 1524- Fue un teólogo y profesor universitario alemán,​ vicario general de la Orden de San Agustín en Alemania​ y superior de Martín Lutero durante un periodo crítico de su vida]  que paternalmente trató de aplacar su turbación y le dio a leer San Agustín, pero inútilmente. Las palabras de Huss le volvían a la memoria con insistencia, especialmente las referidas a la predestinación. Hojeando las epístolas de San Pablo a los romanos había encontrado un pasaje que parecía confirmar aquella tesis. "Y gracias a la Fe, el justo sobrevivirá" Por lo tanto-argüia Lutero-no son ni las buenas acciones ni las plegarias las que sirven de viático a la Gracia, sino la Fe, esa fe que sólamente Dios puede dar. Él ha escogido entre sus ovejas las que habrán de salvarse o perderse, como dice Huss"Staupitz, a quien Lutero continuaba confiando sus tormentos., se alarmó y lo hizo trasladara Wittemberg esperando que el nuevo medio lo distrajera. El cambio nno agradó al monje, que vio la ciudad como "un pobre e insignificante villorrio, con pequeñas, viejas y feas casas de madera" y a sus tres mil habitantes "burdos, ignorantes y borrachines" Estaba a mil leguas de imaginar que la ciudad sería su Medina. 





En 1510, los conventos agustinos lo enviaron a Roma con otro monje para resolver un complicado pleito con los hermanos de Sajonia. A la vista de la ciudad, cayó de rodillas y alzando la vista al cielo exclamó:
 
-¡Salve, Santa Roma!
 

 
 
  
 
 
 
 
 
...Vagó en estado de éxtasis días y días por iglesias y foros, subió de rodillas la Escalera Santa e hizo acopio de indulgencias que se sorprendió lamentando que sus padres no hubiesen muerto ya para rescatarlos del purgatorio. Los monumentos del Renacimiento, con su rica arquitectura, esculturas y frescos, no le interesaron, pero tampoco lo escandalizaron en aquel momento. Diez años más tarde, cuando se hallaba empeñado en su lucha mortal recordando aquel viaje, dijo que Roma le había parecido una "abominación", describió a los Papas como sátrapas del bajo Imperio y contó que se hacían servir la cena por "docenas de muchachas desnudas" Seguramente eran historias recogidas del populacho del Trastévere, porque no parece que frecuentara los ambientes de la curia. Entonces no las había creído. Les prestó crédito sólo cuando le convino por razones políticas.
 


El hecho mismo de que, apenas de regreso, fuera promovido a vicario provincial y encargado de un curso sobre las Escrituras, demuestra que no había dado lugar a dudas sobre su celo, y no era hombre que disimulara su indignación si la hubiera tenido. Su separación de la doctrina oficial de la Iglesia tuvo otro origen, se produjo poco a poco, y probablemente al principio no se dio cuenta de ello. En cuanto a sus superiores y cofrades, comenzaron a sentir alguna inquietud sólo cuando lo vieron publicar, con el título de "Teología Germánica", un manuscrito anónimo alemán que había  encontrado en el fondo de un archivo. A los oídos de los católicos ortodoxos, aquella palabra germánica sonaba mal. Para ellos no había más que una teología que no se prestaba a nacionalismos.


 

Lutero
no se preocupó, aunque se lo hicieron ver. En sus lecciones hablaba abiertamente de la Fe como de la única condición para la salvación del alma, atribuía los vicios y la corrupción de la sociedad a los del clero, y acusaba a los vendedores de indulgencias de aprovecharse de la simpleza del pueblo. Tal vez hubiese sufrido alguna sanción disciplinaria si, como revulsivo, no hubiera estallado una tremenda epidemia de peste. En aquella ocasión la conducta  del inquieto monje fue ejemplar por su valor y su fervor cristiano. Cuando, finalmente, el flagelo cedió, el duque Jorge de Sajonia también conocido por El Barbudo [Georg der Bärtige, nacido en Meissen, Alemania, el 27 de agosto de 1471-Fallecido en Dresde el 17 de abril de 1537 a los 67 años] invitó a Lutero a dar un ciclo de pláticas en Dresde. Lutero lo aprovechó para exponer su teoría sobre la Gracia y la condenación, es decir, sobre la predestinación. El duque se turbó, no porque viese un atentado al dogma, del que seguramnte no sabía nada y poco le importaba, sino porque desde su punto de vista de soberano temporal le pareció peligroso enseñar a sus súbditos que la salvación de sus almas no dependía de su buena conducta. En aquellos momentos Tetzel estaba ya de viaje con la carga de indulgencias que desencadenaría la famosa polémica entre los dos monjes.
 

El Papa León se había sentido molesto por la negativa  de Lutero a presentarse a Roma, pero sin darle  demasiada importancia. Le preocupaban  problemas mucho más graves. Quería lanzar un cruzada contra los turcos, que amenazaban Viena, y para financiarla había propuesto al emperador imponer a sus súbditos un impuesto sobre las rentas  del diez por ciento para el clero y del doce por ciento para los laicos. Maximiliano convocó una Dieta para pedirle su parecer. Y la Dieta no sólo rechazó el proyecto, sino que lo tomó como pretexto para condenar en los términos más ásperos y resueltos el sistamático "saqueo" que la curia romana ejercía sobre las finanzas alemanas en nombre de Dios y de la religión, pero en realidad con el fin de engordar a los curas italianos. La negativa no era una novedad, pero nunca se había expresado de forma tan categórica  y desconsiderada. Al informar al Papa, el emperador aconsejó la máxima cautela, incluso en lo que atañía a eventuales sanciones contra Lutero, que no había influído directa, pero indirectamente, sobre la determinación de la Dieta.

León
aceptó la sugerencia y excusó al rebelde de ir a Roma siempre que se presentara en Augsburgo ante el legado pontificio, cardenal Caetano. Le dio instrucciones al cardenal en el sentido de buscar un arreglo con el monje ofreciéndole un perdón pleno y unas tentadoras sinecuras si reconocía su error y se retractaba, pero insinuándole que si se obstinaba, Roma solicitaría su extradición de la autoridad temporal. Para dar cuerpo a la amenaza
comenzó inmediatamente a influir en el piadoso duque  Federico, del que dependía directamente la seguridad de Lutero, prometiéndole  la más alta de todas las condecoraciones eclesiásticas, la "Rosa de Oro", por la que el príncipe suspiraba desde hacía tiempo.
 

Lutero
se presentó en Augsburgo el 12 de octubre de 1518 provisto de un salvoconducto imperial y se enfrentó con un prelado, Caetano, que brillaba  más por la austeridad de su vida y por la profundidad de su cultura que por su diplomacia. En contradicción con las instrucciones recibidas asumió atribuciones inquisitoriales, se negó a discutir las ideas del monje y se limitó a censurarle con palabras agrias el derecho a criticar las decisiones de las jerarquías y especialmente del Papa, y para concluir, le instó a reconocerse culpable de insubordinación. Fue un grave error psicológico, ya que llevada al plano de la teología la discusión podría haber producido algún fruto, pero el hecho de que Caetano no quisiera entablarla siquiera como si no considerase al interlocutor a su altura, sólo por ser un pobre monje, hirió mortalmente el orgullo de Lutero, que de orgullo cojeaba, aunque en sus escritos y discursos se encuentren muchos himnos a la humildad. El coloquio se estancó bruscamente y terminó en un fiasco, ya que las dos veces que se reanudó sólo sirvieron para ahondar aún más las posiciones antagónicas. Lutero se apresuró a informar a la opinión pública con un relato de los coloquios, ignoramos hasta qué punto exacto, que tuvo amplísima  difusión y un eco considerable. Al enviar una copia a su amigo Wenzel, le decía: "De todo esto podéis ver si tengo o no derecho a pensar que el Anticristo en persona tiene a la Corte de Roma bajo su espada. Yo lo considero peor que cualquier turco" 

 

Y en otra carta al duque de Jorge de Sajonia, del que había sido huésped en Dresde, sugirió "una reforma que señale finalmente, de una manera clara, el límite entre el poder temporal y el espiritual" Era la primera vez que empleaba esta palabra "Reforma", con la que la Historia habría de denominar su rebelión. León seguía considerando aquel asunto como "chismes de monjes". Comenzó a darse cuenta de su gravedad solamente cuando, en un segundo informe, Caetano puso en su conocimiento que el duque Federico negaba la extradición de Lutero a Roma. Y entonces trató de ponerle remedio. En una bula que representaba una implícita retractación, afirmó que las indulgencias no rescataban el pecado y la culpa, sino que valían únicamente para las penitencias impuestas por la Iglesia. En cuanto a la liberación de las penas del purgatorio, reconocía que el Papa sólo podía influir con sus plegarias. Era exactamente lo que venía sosteniendo Lutero, al que no nombraba, pero cuyas tesis se ratificaban. Con este documento, León envió a Alemania un joven noble alemán, que hacía en la curia su noviciado, en las órdenes menores, para entregar la "Rosa de Oro" a Federico y reanudar las conversaciones con el rebelde en un tono más amigable. Lutero se mostró favorablemente dispuesto. Se declaró pronto a abandonar la polémica si sus contradictores dejaban de provocarlo, a escribir una carta de sumisión al Papa, a reconocer públicamente la influencia de las plegarias en el rescate de las almas del purgatorio y a recomendar desde el púlpito la obediencia a los preceptos de la Iglesia. Ponía una sola condición: que los demás detalles de la controversia fueran sometidos al juicio de un obispo alemán aceptado por ambas partes.

     
 
... Parecía que todo se arreglaba, y el pobre Tetzel pagó los platos rotos de esta inesperada aclaración de posiciones. Miltiz lo convocó en Leipzig, le reprochó haberse excedido en las órdenes papales y lo trató de embustero. El pobre monje se retiró a su monasterio, pero no se recuperó nunca del golpe. En su lecho de muerte recibió una afectuosa carta de Lutero en la que le decía que no se amargase por aquella historia de las indulgencias, pues no había sido la causa sino el pretexto de un incidente "que no era hijo de aquella madre" porque sus orígenes eran mucho más profundos y complejos. El monje de Wittenberg tenía lo suyo de generosidad y elegancia.  Lo que él pensara en aquel momento, no está claro y tal vez tampoco lo estaba para él. Al mismo tiempo que una carta llena de devoción al Papa, escribió otra al confesor del duque Federico, en la que decía que realmente no sabía si el Papa era el Anticristo, o su vicario. De todos modos, cuando León, al contestar su carta en términos amistosos y paternales le invitó por segunda vez a Roma, por segunda vez Lutero se negó a ir. Algunos historiadores afirman que en aquel momento Lutero vacilaba ante la responsabilidad de romper la unidad cristiana y sostienen que se hubiera resignado a cualquier retractación con tal de evitar el cisma. Es probable, o al menos posible.  
 
 

Pero las cosas siguieron otro rumbo merced a una nueva intervención de Eck, el vicerrector de la Universidad de Ingolstadt, que en su "Obelisci" había tachado de hereje a Lutero, y éste ya había rebatido aquel libelo con otro titulado "Resolutiones" Pero antes que él y en favor suyo había replicado Andrés Bodenstein, llamado comúnmente Carlstadt por su lugar de origen: un joven teólogo, profesor de filosofía tomista en Wittemberg que después de combatir a Lutero se había convertido en entusiasta partidario suyo. La polémica Eck-Carlstadt se había extendido y enconado precisamente en el momento en que Karl von Miltitz [-1490-1529- nuncio papal de León X y canónigo de la catedral de Maguncia] creía coronar su misión de paz. Y los dos adversarios habían acabado por desafiarse a un debate público. El tema de la controversia era éste: si el obispo de Roma, o sea, el Papa, había obtenido el rango de Jefe de la Iglesia en su calidad de sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo, como sostenía Eck de acuerdo con la tradición ortodoxa, o lo había logrado por medio de maniobras políticas, como sostenía Carlstadt.

 
En realidad
Carlstadt había extraído esta tesis de las "Resolutiones" de Lutero, que se encontraba frente a una penosa elección: o desconocer la paternidad de aquella afirmación, dejando abandonado a su alumno empeñado en su defensa, o reivindicarla para sí e intervenir en el debate. En el primer caso cometía una deserción, mientras que en el segundo mandaba al traste la misión de  paz de Miltitz, que seguramente él mismo deseaba. Escogió esta segunda alternativa, no solamente por sentido de la responsabilidad y de orgullo, sino también porque temió que, de no presentarse, desilusionaría a la opinión pública, que estaba masivamente a su favor, y perdería su prestigio de Führer de aquella revuelta. La discusión tuvo lugar en Leipzig entre fines de junio y primeros de julio de 1519. Lutero se presentó en compañía de Carlstadt y de seis teólogos, escoltado por doscientos estudiantes de Wittemberg. Teatro del debate fue el castillo de Pleissenburg, rebosante de público. Lo presidía el duque Jorge de Sajonia en persona y la atmósfera estaba cargada de suspense. A las opiniones de Eck, sutil argumentador y orador eficaz, respondió en primer término Carlstadt y salió bastante malparado. Lutero bajó entonces a la liza, y con pruebas en la mano, pues la Historia se las suministraba a montones, demostró que en los primeros tiempos de la era cristiana el obispo de Roma había sido únicamente el obispo de Roma, y nada más, como lo probaba el hecho de que era elegido sólo por el pueblo y el clero de la Urbe, igual que los demás obispos. Eck lo rebatió alegando que ésta era la tesis de Huss, condenada por herética precisamente en uno de aquellos concilios -el de Constanza-, a los que Lutero atribuía una autoridad superior a la del Papa y, por lo tanto, decisiva en asuntos de doctrina. Era una respuesta hábil, pero Lutero, con igual destreza, le replicó que, en efecto, atribuía al concilio una autoridad  superior a la del Papa, pero no el don de la infalibilidad, exclusiva prerrogativa de Dios. Hasta el concilio, según dijo, podía errar, y lo había demostrado al condenar ciertas premisas de Huss que eran justas. El problema quedó sin solucionar, pero Eck había logrado su objetivo, ya que no había propuesto la discusión para responder a aquella pregunta, sino para colocar a su adversario en una posición herética. Declarándose a favor de Huss, Lutero se había caído. Su rebelión contra las indulgencias, sobre la que la Iglesia podía transigir y de hecho había transigido, se convertía en una negación del supremo magisterio papal. Y sobre todo no era posible ningún compromiso.


Eck
se volvió a Roma con la rendición a cuestas del debate para someterla a León, que dudó aún en aplicar medidas drásticas, hasta el extremo de que la única resolución que tomó fue la de no tomar ninguna, con la esperanza de que el tiempo arreglaría las cosas. Aquel Papa tolerante. epicúreo y optimista, no conocía Alemania a la que consideraba un país de bárbaros analfabetos, y no imaginaba que "unos chismes de monjes", como se obstinaba en considerar aquel altercado, iban a provocar un incendio. Y era precisamente esto lo que estaba pasando. De Durero y Pirkheimer para abajo, la Intelligentsia alemana se había declarado de parte de Lutero. Ulrich von Hutten [1488-1523] humanista alemán, se convirtió en su bardo más elocuente
 
 
 
 
Ulrich von Hutten [castillo de Steckelberg, cerca de Fulda, 21 de abril de 1488-isla de Ufenau, en el lago de Zúrich, 29 de agosto de 1523)
 

No contento con sus encarnizadas sátiras contra la Iglesia y el Papa, exhumó y publicó un viejo manuscrito alemán en el que se sostenía las razones de Enrique IV en su lucha contra Gregorio VII. Y lo dedicó al nuevo emperador Carlos V, que acababa de suceder a Maximiliano, sugiriéndoles que se vengara de la afrenta hecha entonces por Roma a Alemania. El sentimiento nacional se movilizaba detrás de la disputa religiosa: una mezcla peligrosamente explosiva. La cultura suministró a Lutero un poderoso aliado en Philipp Schwarzerd [Bretten, Alemania, 16 de febrero de 1497-Wittenberg 19 de abril de 1560] un gran humanista que había helenizado su nombre convirtiéndolo en Melanchtón,  un hombrecillo frágil de poca salud, de voz temblorosa y mirada tímida, pero que ejercía desde su cátedra una tal fascinación que el mismo Lutero solía confundirse entre sus alumnos para ir a escuchar sus lecciones. "Ninguna virtud le es extraña", decía. Y únicamente le negaba la capacidad de agresión, aquella "rabia del cuerpo" que caracteriza a los luchadores y que él poseía en grado sumo. Y quizá por esto, no sintiéndose celoso, reconocía lealmente la superioridad intelectual de Melanchtón y lo convirtió en el ideólogo del cisma que iba a provocar. Pues ya no había duda de que se trataba de un cisma. En un violento Epítome, Lutero definía a Roma como "una Babilonia empurpurada" y a la curia como "la sinagoga de Satán"

    
Y escribía al humanista y teólogo:
   
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Georg Burkhardt, con pseudónimo Spalatin [Spalt, 17 de enero de 1484-Altemburgo, 16 de enero de 1545]:
    
"He arrojado los dados. Me río tanto de la rabia de
León como de sus favores, y nunca me reconciliaré con él. Ya no lo temo y me proponga publicar un libro sobre la reforma cristiana usando contra el Papa el mismo lenguaje que emplearía contra el Anticristo"
 

Arrastrado por los cabellos por estos ataques, en junio del año 1520 León promulgó una bula Exurge Domine, que condenaba cuarenta y una proposiciones de Lutero, ordenaba quemar los textos relativos e invitaba al rebelde a abjurar de sus errores. Si dentro de sesenta días no obedecía, sería excomulgado, las autoridades temporales eran invitadas a entregarlo a Roma, y en cualquier comunidad que le diese asilo se suspendería los servicio divinos. Lutero empleó estos sesenta días del ultimátum en escribir, en alemán, una "carta abierta a la nobleza cristiana de la nación alemana" Y como principal destinatario se dirigía al "noble joven" que pocos meses antes había ascendido al trono imperial con el nombre de Carlos V de Alemania y I de España [nacido en Gante el 24 de febrero de 1500- Fallecido en Cuacos de Yuste, Extremadura, el 21 de septiembre de 1558]: "Cada cristiano -decía- recibe la consagración con el bautismo y por tanto es un sacerdote. El hecho de que luego haga de esta condición una "carrera" y se convierta en obispo o Papa, no impide que continúe siendo un cristiano como los otros y que como los otros esté sujeto, en los asuntos civiles, a las leyes y autoridades seculares. No tiene ningún privilegio; ni siquiera el de decidir sobre la interpretación de los textos sagrados, puesto que cualquier fiel, siendo sacerdote él mismo, tiene el derecho de leerlos e interpretarlos a su modo. Estos textos representan la autoridad suprema a la que ni siquiera el Papa puede sobreponer la suya.  En él no hay nada que lo califique para convocar o impedir los concilios. Si se trata de hacerlo blandiendo el arma de la excomunión, los fieles tienen el derecho de tratarlo de loco y de reducirlo a la razón por todos los medios, incluidos los coercitivos. Y ahora hay necesidad de un concilio que examine la vergonzosa anomalía de una curia corrompida hasta la médula por los esplendores mundanos y engordada con las rapiñas efectuadas en Alemania. Y aquí llegamos al nudo del problema: se calcula que cada año más de trescientos mil gulden fluyen del bolsillo del contribuyente alemán a las arcas del Papa. Si colgamos a los ladrones, ¿por qué tratar de diferente modo a los romanos?"


Dejando de lado los excesos vituperantes que formaban parte del hábito polémico de la época, aquella "carta abierta" era un retazo de osadía periodística. Con suma habilidad, Lutero, comprendiendo su escasa atracción sobre sus interlocutores, se apartaba de los problemas teológicos y se encarnizaba con el punto en que los sabía sensibles. Su llamamiento era una demagógica apelación al sentimiento nacional contra el cual ni siquiera los alemanes más timoratos y obsequiosos hacia la Iglesia podían declararse sin pasar por traidores. Y efectivamente logró una resonáncia inmensa. La popularidad que consiguió fue tan grande, que cuando concluyó el ultimátum y se promulgó la bula de su excomunión, no tuvo ninguna consecuencia y pudo con toda tranquilidad terminar la compilación de otros dos opúsculos: "El cautiverio babilónico de la Iglesia" y un "Tratado acerca de la libertad cristiana", que escribió en latín, pues eran un resumen de sus doctrinas destinado a los teólogos. Poco tiempo después fueron traducidos y se convirtieron en el pan nuestro de cada día de sus seguidores
. Huss, según decía, tenía razón: el sacerdote no está dotado del taumatúrgico don de transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesús en la Eucaristía. El Salvador está presente junto al pan y al vino, es decir, por consubstanciación, y no por transubstanciación. El matrimonio no es un sacramento. No lo es más de lo que lo fueron los matrimonios paganos o lo son los matrimonios hebreos y musulmanes. Es tan sólo un instrumento para la procreación de los hijos y por lo tanto se puede muy bien contraerlo con un no cristiano y disolverlo en caso de impotencia o adulterio. Lo que hace cristianos no son ni las plegarias ni las buenas obras, sino la fe en Jesucristo, que sólo Jesucristo puede dar. Cada hombre nace con su destino, que nada ni nadie puede cambiar.



Éste es, en síntesis, su pensamiento. Él lo había ya expresado. Pero ahora lo formulaba de modo definitivo en documentos escritos que hacían patente la herejía. Todo esto a pesar de Miltitz, que no cejaba en su misión de paz y que le suplicó qu escribiera una carta al Papa. Lutero accedió. Pero en vez de redactarla en el tono contrito que Miltitz le había aconsejado, le dio un tono de indulgencia paternal: "Quien te dice que eres un semidiós y que puedes hacer lo que quieras es una sirena que te engaña, mi querido León" Esto escribísa en cierto punto y así seguía. No sabemos cómo reaccionó el Papa ante esta confidecial insolencia de un simple monje, excomulgado además, pero podemos imaginarlo.

De todos modos, la guerra fría se transformaba en guerra caliente, y ya nadie podía detenerla. En muchas ciudades los ortodoxos llevaron la mejor parte y los libros del rebelde fueron quemados. Lutero replicó quemando delante de los estudiantes de Wittenberg una copia de la bula que lo excomulgaba. El monje trataba de herético al Papa. 













 

 

 

 


 






 


 
 
 
 



 


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