Autor: Tassilon-Stavros
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El odiado sacerdote había dejado de ofrendar sus misas dominicales. Tan sólo alguna anciana de Ashtonville, la ciudad donde Russell había nacido y crecido, aparecía de vez en cuando llevada por algún piadoso anhelo. Pero Brassen se ocultaba lejos del altar, esquinados sus ojos de un mirar poco compasivo. Ya habían corrido por el pueblo rumores de los pecados de sensualidad que el párroco había cometido, y a los que él ya hacía tiempo había dejado de temer, como si prefiriera que fuesen verdaderas las culpas que se contaban sobre sus actos. Russell también cayó en la cuenta de que, tras la muerte de su madre, ya casi nadie se acordaba de su existencia. Había sido olvidado a la manera de como los huérfanos semejaban no serlo, y no haberlo sido nunca ni necesitar ya una madre: "Prolem sine matre creatam" reía el cura, aunque Russell no entendiera ni una palabra de aquella maliciosa frase latina. Su vida de muchacho sin luto se hallaba totalmente sometida a la dura servidumbre del párroco y a su fraude eclesiástico tras la rota maternidad. Russell finalmente quedó persuadido de que el malintencionado prójimo de Ashtonville no recibía nada más que su merecido por parte del renegado eclesiástico, y que él jamás sería castigado por su esclavizadora lealtad al mismo. Tras la ceguera de su infortunio, no le quedaba más que aquella inflamada obediencia por la tutela de Brassen, la única posible. Una maldición que se había solidificado en la infelicidad de su origen. Ashtonville era por tanto el enemigo.
-Russell- repetía el clérigo- quien no se consuela es porque no quiere. Por eso yo no me torturo, porque hace tiempo que aprendí que todo es saña y embuste en las miradas de los falsos feligreses. Su piedad sólo puede contarse entre los delitos y los pecados, y hay que dejarla que se pudra con la muerte- Y entre carcajadas exclamaba- ¡También hay que dejar morir al demonio que no es menos entrometido! Yo lo maté porque también quería burlarse de mí con sus artimañas.
El
párroco ya no escondía su secreto, y a Russell le atraían cada vez más
los ojos perturbadores del amo irreverente. No lo odiaba, jamás se le
habría ocurrido revolverse contra él y acabar con su inexplicable
bajeza. Pero el cura le torturaba con su desconfianza.
-Sé que me desprecias... No me fío de ti... Y hasta es posible que
alguna vez busques la forma de acabar conmigo... ¿Dímelo? ¿A que te
gustaría matarme?... Has crecido muy deprisa y tu odio también. Estoy
seguro de ello.
La mirada de Russell lo negaba siempre. Y el párroco seguía acusándole con su mirada ofensiva
-Pero yo sigo pisando tu corazón de mocoso idiota e ignorante...
Russell seguía recordando... Había cumplido dieciséis años. A menudo tenía que bajar al pueblo en busca de provisiones, porque las órdenes de su amo eran tajantes y lo habían convertido en un ladronzuelo: "Hay que comer. Así que roba todo lo que puedas"... Tenía por tanto que atravesar por circunstancias penosas y, aterrado, arreglárselas para circular a escondidas por las escasas callejuelas de Ashtonville, y comprimir el tiempo de sus hurtos, donde los gritos de los tenderos: "¡Al ladrón!", alcanzaban su fechoría entre el retumbar estrepitoso de las escapadas, en aquella ciudad donde predominaba el desprecio hacia el sacerdote sacrílego y el huérfano tutelado, ahora ya definitivamente tildado de ladrón. Fueron años en los que Russell Merrick se olvidó de su edad, de sus afectos, si es que alguna vez los tuvo, y muy especialmente de su sosiego imposible. Ashtonville era como uno de esos pueblos atormentados que jamás conmueven. Sus casas y sus calles siempre parecían agonizar, enlutadas y tristes. Destilaba el miedo que se forja por los padecimientos, que es un miedo pavoroso al mismo miedo. Y sus criaturas también tentaban a Dios con maldiciones, sin creer por tanto en Él. Quizás por eso el cardenal de Bismark, ante aquella preeminencia de responsabilidad clerical que debía afrontar frente a la acritud parroquial del capellán Brassen y a la malintencionada feligresía de Ashtonville, decidía mantenerse distante del pueblo y del examen crítico que debía llevar a cabo para expulsar al enjuiciado presbítero y desposeerlo de su atribuciones religiosas. Pero las habladurías maliciosas de las gentes no cesaban. El prelado debía llevar a cabo de una vez por todas su cometido como máximo representante de la Iglesia de Bismark, y si no lo hiciese hasta el mismo Dios se lo reprobaría. Y porque Dios no podía permitir que un clérigo indigno, en la postración de la soledad parroquial, siguiera enfervorizándose en su molicie pecaminosa. Pero Dios callaba y el cardenal también. Y cuando, finalmente, su Ilustrísima apareció, se humilló la gente, y al párroco de Ashtonville, que se negó a recibirlo, no le quedó de nuevo más que la constante burla del perseguido al que se le sancionaba con dos únicos días para desaparecer de Ashtonville. Ahora sí le alcanzaba definitivamente el mal. El mal de un odio que estaba fuera de su carne, pero hecho de su carne, de sus huesos, de su criticado agnosticismo y de toda su sangre, que se había mantenido durante aquellos años como una calentura constante, a la espera del enemigo que le rodeaba. Y Russell comenzó a llorar a la vez que insultar a las gentes, abrazado a Brassen.
-¡No llores, estúpido! ¡No llores!... ¡Ni me abraces, maldito mocoso! ¿No ves que es el mal que se vuelca en el aire? ¡Son tan ruines que me maldigo por haber permanecido durante tanto tiempo en este estercolero!...
Y cuando Brassen le amenazó con abandonarle y huir a Chicago, fue la única vez que Russell Merrick se enfrentó al sacerdote renegado, e incluso le desafió con matarle con un revólver que el tonsurado misteriosamente escondía, y que el muchacho había descubierto en sus espionajes nocturnos.
-¿Y eso es todo lo que piensas hacer? ¿Matarme? -La voz irónica del sacerdote carecía del tono de pregunta, no tomando ni por un momento con seriedad la chiquillada de Russell- ¡Mocoso idiota!
-¡Sí, le mataré... si no me lleva con usted a Chicago!- insistió Russell, manteniendo su estado de angustia y de pavor al imaginar que el sacerdote pudiera dejarle solo en aquel pueblo que odiaba.
Y por un momento también una terrible oleada de rencor hacia Brassen se apoderó del muchacho. Si el sacerdote lo abandonaba sintió en su interior que el odio duraría tanto como su propia vida, aunque, como el niño que en realidad era, no podría odiarle más que a un perro rabioso o a un puma de la pradera. Y fue entonces cuando, ante la amenazadora circunstancia exterior que los desterraba a ambos de Ashtonville, todo iba a pasar rápidamente, ya que, tras aquel acento de trascendencia amenazadora en que se hallaban involucrados, intervino una joven para ofrecerles su ayuda sin pedir nada a cambio y sin importarle ninguno de los deleznables conceptos con que Ashtonville los expulsaba de su mundo raquítico. Apareció de pronto, rechazando la inquietud maliciosa de las gentes, dispuesta a renovar para ambos una porción inesperada de esperanzador horizonte donde refugiarse. Russell había olvidado su nombre, y hasta la había rechazado con total desconfianza infantil. Pero Brassen se mostró muy persuasivo. El obscurior estaba en su carne, cansado de ser el espectáculo pecaminoso de los ignorantes habitantes de Ashtonville. Y en cuanto al cardenal y a su arbitrio aborrecible sobre su agnosticismo, para el clérigo rebelde su Ilustrísima no era más que un pectoral ridículo, un anillo de vergonzoso lujo, un báculo risible y una mitra carnavalesca. Brassen sabía que Russell también, como él, tenía el mal en las entrañas.Y he aquí, que, de súbito, ambos se topaban con lo inesperado. No tenía más que interponer su lógica aplastante en el desatino del púber que odiaba. Russell, si quería viajar con él a Chicago, no tenía más decisión que aceptar la oferta que la inexperda joven les ofrendaba.
-"Simila similabus curantur" ¡mocoso sin cerebro! -gritó Brassen- Necesitamos ese dinero. Esa tonta ha venido a arrancarte de tu miseria. Tienes que aceptar su dinero... o robárselo, y se acabó. ¡Ni más ni menos! Con lo que ella te ofrece, podemos salir de este maldito pueblo. Solamente así podrás venir conmigo...
Russell una vez más corrió hacia Ashtonville atrapado por el arrebato que el rigor de Brassen le inoculaba, elogiando cualquiera de sus actos de delincuente necesario. Se encaminó a la conocida como Casa Verde donde la joven benefactora se alojaba, y aunque la dueña de la misma, que conocía sus trapicheos de pillastre, le abrió con desconfianza, la recién llegada no se asustó, y lo invitó a su estancia. Y allí no hubo más resultado que la entrevista ineficaz con el ladronzuelo que en realidad era Russell. Luego se precipitó escaleras abajo con una cantidad de dinero que la muchacha le había ofrecido. Misteriosamente, ella supo y aceptó entonces que no era quien debía preguntar ni extrañarse por lo sucedido, sino que, frente al muchacho, era él quien tenía todo el derecho a decidir. Y nada le importó que hiciera lo que hizo. La muchacha mantuvo un silencio que, a los ojos de su anfitriona, no era más que pura confusión. Sin entenderla respetó su mutismo. Unas horas después, un gran fuego onduló bajo el cielo callado que se tendía, artesonado de estrellas, sobre Ashtonville. Era la iglesia que ardía despoblada de su liturgia, como si clamara vengativamente sus últimos momentos de existencia a aquella diócesis que la había abandonado. Acudieron las gentes, cientos de voces que se abrían a la lumbre de sus paredes de madera y ladrillo. Nada pudo hacerse. La bóveda de piedra negra, crujía como la tolva de un molino, y prorrumpió con estruendo sobre los restos calcinados de lo que había sido el altar y sobre los bancos desnudos que en otro tiempo ocuparan los feligreses.
-¡Brassen! ¡Ha sido ese miserable Brassen,... ese renegado sacerdote y su endemoniado acompañante, Russ Merryck el ladronzuelo! -Era el rigor de un pueblo, la sospecha turbia, que clamaba frente a las llamaradas del templo- Esperemos que el diablo dé buena cuenta de ellos!
Aunque con toda seguridad exhaustos, los incendiarios huyeron como perseguidos por el impulso de su propio mal, como si los instantes desvalidos en la helada calma de la noche o el romper inmisericorde del sol de la mañana aguardasen su turno para que no hallaran más recompensa que acabar de nuevo las vigilias de dicha huida entre la vasta palpitación agreste de los campos, o entre los inesperados paredones rocosos de las montañas, y hasta en los cercanos sones balbucientes de pequeñas poblaciones que aparecían a su paso como adormecidas en una niebla de desolación. Pueblos que era mejor evitar y frente a los cuales no había carretera que seguir, aceptando como única opción continuar ahondándose día tras día entre la inacabable y rústica soledad de las siempre inciertas lejanías.
Clifford Brassen, el clérigo de rostro duro, carente de cualquier tono piadoso frente a la sumisión ávida, celosa, y torturada del joven Merryck, no se erigía por tanto en compañero de sonrisas benévolas y esperanzadoras. Seguía siendo la suya una actitud de ordenanza jerárquica y cruel, aunque ambos, ante el silencio de los campos recorridos o atrapados peligrosamente en los asaltados vagones de algunos ferrocarriles, se observaran, junto a otros vagabundos desesperados, con miradas de una culpable intimidad, rígida y como revestida del mismo luto oprobioso que mutilaban las vidas de los indigentes con que se topaban en su escapada sin rumbo fijo. Pero Russell, que carecía de la pureza y de la fragilidad propia de su malograda infancia y amarga adolescencia, seguía cada paso del clérigo con la sumisa obediencia de la criatura perdida capaz de resistir a toda costa la insolidaridad de su verdugo.
-¡El mártir no se corrompe, eh!- solía burlarse Brassen del muchacho.
Hambre, sed y sol cobraban la inminencia del tiempo presente, el único con el que podían contar. Y el odio de Brassen intensificaba la óptica del martirio frente al resuello agónico de Russell que seguía rendido pero obediente, sin despegarse de él en las tribulaciones de la huida. El joven Merrick soportaba aquella angustia como la de los cuentos de los niños que se extravían por los campos en noches de terror y que Brassen no fuera más que un temido fantasma acercándosele.
-¡Chicago! - exclamaba Brassen con su habitual mal humor y su ironía en el delirio nocturno de las fogatas, junto al refluir convulso de otros vagabundos entre los que hallaban cierto acomodo y algunas provisiones con la que combatir el hambre, y movidos como ellos por las crispaciones insaciables de sus tráfagos insaciables y desoladores- Es el punto concreto de un mundo de sueños para este mocoso que me sigue como un perro.
-Muchos de nosotros también tenemos el propósito de llegar hasta allí... ¿Usted no?...
El clérigo renegado, ante aquellas voces esperanzadas, se guardaba con recelo la oratoria de sus pensamientos.-¿Cómo será Chicago?- se explayaba la evocación misteriosa de alguno de aquellos indigentes que había dejado tras de sí su paisaje natal, y cuyo rasgo más sutil era en tales momentos la evocación soñada de la gran metrópoli.
Así las preguntas se desataban.
-¿Lo conoce usted?...
-He vivido allí muchos años...
-¿Es verdad que la gente viaja por sus calles en extraños ferrocarriles que llaman tranvías?...
-Eso es en San Francisco- ríó Brassen ante la curiosa ingenuidad del indigente.
-Eso está en México, ¿no?...
-Entonces, ¿no hay eso que llaman tranvías en Chicago? Usted que ha vivido allí debe saberlo...
-Alguno hay... - aclaró Brassen
-¡Pero en Chicago hay coches sin caballos! Y a esos,... yo lo he
oído, les llaman "automovibles"... No me lo puedo ni imaginar...
Brassen sonreía de nuevo observando aquellos rostros, que ahora, entre tanta soledad y exaltada ignorancia, se sentían atraídos por la esperanza del trotamundos que sueña con la tierra prometida.
-Entonces no es usted forastero como nosotros. Usted ha vivido en Chicago...
-Pueden considerarme un forastero como ustedes y los demás si así lo prefieren -dijo con su frialdad embustera Brassen, observando a hurtadillas a Russell, que clavaba en él sus ojos a la luz del fuego, con el doloroso reproche de su latente odio juvenil, y como único conocedor de los misterios más ocultos de los años vividos en Ashtonville junto al sacerdote.
-Lo cierto es que no tiene usted pinta de vagabundo- observaban mirándose entre ellos los erráticos compañeros de la noche.
Pero,
más de uno, tras la confianza apetecida de su vagabundeo, observaba con
cierta avaricia el morral abultado que Brassen llevaba consigo. El
sacerdote, que jamás se habría atrevido a ensalzar el heroísmo de
aquellos trashumantes entre los que, como bien sabía, proliferaban
ladrones y probables criminales, concedió mayor acritud a sus
innecesarias explicaciones, añadiéndoles un tono de irónica seguridad.
-Vuelvo porque puedo hacerlo, eso es cierto, aunque para mí esta aventura no consiste en llegar a Chicago, sino en ir... -Y lanzó una carcajada que fue acompañada por las risas de los demás.
-¿Y qué pasa con el muchacho?...- inquirió socarronamente uno de los vagabundos.
-¿Ese mocoso? ¡Si no lo conozco!- se exaltó fingidamente Brassen.
-Pues como usted bien ha dicho, ese crío le sigue como un perro...
-Como un perro con ganas de morderme. - rió de nuevo Brassen- Por eso he de andarme con cuidado con él.
Russell, sobresaltado, se alzó entonces apartándose del corrillo que se calentaba alrededor de una de las fogatas, más avivada ahora la conciencia de su rencor con la espina de las mentiras proferidas por Brassen.
-Pues el muchacho tiene suerte de que usted no lo evite cualquier día de estos, librándose así de su mordedura.
-Compadecimiento diría yo... - añadió una mujer del grupo, acercándole una taza de café caliente a Brassen
-¿Compasión yo? -exclamó el sacerdote- Es esa una virtud que no tengo... No la tengo ni para tolerarme a mí mismo... Pero, en fin, dejo ese sueño para ese mocoso idiota que no tiene otro deleite ni propósito que llegar hasta allí a mi costa.
-¿Y sigue usted decidido a cargar con él? - inquirió alguien en voz
baja- Porque ese gran Chicago con el que todos soñamos parece hallarse
en el fin del mundo, y seguir cuidando de él no será para usted más que
un estorbo del que deseará librarse cuanto antes..
-¿Yo?... No sé,... no sé...- repuso Brassen, mientras tomaba pequeños sorbos del café que le habían ofrecido.
-Pero, hazte a la idea, no llegaremos nunca a Chicago... - amenazaba Brassen- Lo hemos perdido todo...
En efecto, en una de aquellas acampadas furtivas con los trashumantes casi la totalidad de sus pertenencias habían sido robadas. Pero Brassen mentía como de costumbre, porque aún ocultaba en su ajado chaquetón invernal el dinero de Russell y su revólver.
-¿Y mis dólares?- inquirió Russell.
-¿Tu dinero, mocoso idiota? Tu dinero también ha desaparecido...
-¡No le creo!-
-¡No me importa lo que tú creas!... - repuso Brassen- Mírate... Estamos desnudos... Lo único que conservo es mi revólver. ¿Lo quieres?...
-Sí... ¡para matarle!...
Las
carcajadas de Clifford Brassen se extendían siempre a lo ancho del
terreno que pisaban, hasta lo más profundo, y se multiplicaban de
sonidos claros, burlones, gozosos, como si su lengua destilara el veneno
de una serpiente de cascabel.
-No será fácil asaltar un tren que nos lleve hasta Rockford y desde allí hasta tu soñado Chicago... Aunque lo más probable es que antes muramos de hambre o acabe matándonos un jefe de tren de los que siempre llevan a mano sus rifles, disparándonos antes de llegar a algún maldito pueblucho de Illinois.
La mano velluda del sacerdote renegado se posó en la sucia greña de Russell como un inesperado acto de compadecimiento.
-Conozco la Arquidiócesis de Chicago... Estuve un tiempo en su Sede. Aunque nunca fui del agrado de su Ilustrisima, el Arzobispo... Mi anterior vida de disipación jamás pasó desapercibida para él. No hubo perdón para mí. No lo hubo en el pasado y no lo habrá en el presente, si es que logran dar conmigo. Mi exilio en la mugrienta Ashtonville tuvo mucho que ver con ello... Allí, una vez, cuando me espiabas, me llamaste sucio, y hasta pecador. ¿Lo recuerdas? Cuando realmente la única palabra que debiste emplear contra mí era la de corrupto.
El excéntrico Brassen se empeñaba ahora en relacionar con palabras extrañas los recuerdos en que se mecía su mente. Pero Russell como el joven ignorante que en realidad era, repuso:
-No sé qué significa esa palabra...
Brassen sonrió sarcásticamente
-Por un momento olvidé que no eres más que un pobre ignorante, y que no sabes leer ni escribir... Pero supiste emplear la palabra sucio y pecador...
El
rostro lleno de vida del muchacho, que aún conservaba un aspecto
saludable y aquella tez colorada que debía al duro clima de Ashtonville
miraba ahora al renegado sacerdote aceptando que era con él más llano y
más libre, aunque escuchándole como cualquiera de los mendigos con los
que habían tropezado en su huida, hundido en la indiferencia más
completa, Brassen pensó que por tanto de nada servía entregarse a una
verbosidad que atrajera hacia Russell cualquier conato de tribulación
por el destierro sufrido en Ashtonville.
-No es esta una conversación muy divertida, ni para ti ni para mí- soltó riendo, Brassen- ¿Que ridiculez, ¿verdad?, intentar ilustrar esa cabezota de analfabeto con el látigo infernal de palabras que jamás has podido llegar a oír. Imagino que fue tu madre la que te reveló los sinsentidos de los pecados, y entre los posibles nombres de los pecadores de Ashtonville al único que encontraste merecedor de los mismos fue a mí. Para tu pura imaginación resultó irresistible obsequiarme con ese insulto.
-¡Déjese de tanta palabrería!- gritó bravamente Russell- Yo, maldito cura, no me entero más que de lo que parece ser que se le olvida a usted...
-¡Ah, claro!, Chicago. ¿No es eso?
-¡Sí, sí!,... y deje de volverme loco...
-Está bien. Veo que se te eriza toda la piel- completó Brassen-. Y aunque ahora no quiero engañarte, dudo mucho de que seamos recibidos en cualquier rectoría de la ciudad. Recuerdo muy especialmente la de Nôtre Dame. También pasé un tiempo allí. Y en cuanto al Arzobispo de la Arquediócesis estoy seguro de que seguirá guardando un recuerdo nefasto de mí, si es que por suerte no ha muerto ya... Y nosotros, mocoso gritón, ¿qué somos ahora, dime...? Unos miserables e indeseables indigentes, sucios y malolientes, vagabundeando tras una huida nada digna, y a pesar de la distancia, hasta es posible que el eco de nuestra fuga haya llegado también a la Arquidiócesis por medio del cardenal de Bismark y que toda la policía de Chicago ande ya rastreando cada paso que demos si logramos penetrar en el condado de Illinois. Chicago no sería entonces ese sueño por el que tanto suspiras. Quizás... -rió Brassen- Dime, ¿No te gustaría ser capellán?...
-¿Yo? ¡No, señor!... - exclamó escandalizado Russell
-No quieres ser capellán, ¿eh?.. ¡mocoso ignorante! Podrías ir a la escuela... aprender a leer y escribir, estudiar... y acabar convirtiéndote en un buen cura...
-¿Yo, un cura cómo usted?... - ironizó Russell- ¡Está loco!
-Si te aplicaras, ¿por qué no?, hasta podrías llegar a ser canónigo... - siguió Brassen con irrisión- De todas formas, no debes preocuparte. A fin de cuentas no eres más que un mocoso descarado y sin futuro. Porque, como te he dicho, dudo mucho que lleguemos a Chicago. Además de que tu vida no sería allí más que otro infierno, porque, incluso en una gran ciudad como Chicago, nunca dejarías de ser lo que eres: un miserable y harapiento vagabundo. Chicago es un monstruo, una ciudad hecha para el poder de la política y el Clero. Y también para el crimen de sus enriquecidas mafias. Como es de suponer nunca has oído hablar del gangsterismo y de la corrupción... perdona, olvidé que no entiendes la palabra, será mejor utilizar la de putrefacción de su policía. Porque la Mafia, con la Gran Depresión, es la que mueve allí todos los hilos más sangrientos de la delicuencia, con sus enfrentamientos entre bandas y sus constantes asesinatos en masa. ¿Sabes lo que hará Chicago contigo, suponiendo que podamos llegar hasta allí? Acabará devorándote más pronto que tarde, puesto que no eres nada... nadie. Un pobre granuja, desvalido y solo. Y yo ya empiezo a estar harto de huir constantemente. Mira, ahora podrías hacerte con mi revólver, y acabar conmigo como tantas veces me has repetido... incluso como has dicho hace unos instantes. ¿No te gustaría? Esta vez está cargado... Y antes de caer en manos de la policía, lo preferiría...
De súbito, Brassen puso el revólver a Russell en la palma de la mano, mirándolo fijamente. Eran los ojos del sacerdote fríos, como de tinta negra, tan fríos como las noches de sus soledades
-Hazlo... Estamos solos, en mitad del campo. Es tu gran oportunidad... porque, ¿he de repetírtelo?, no llegarás nunca a Chicago... Líbrate ahora de mí...
Los ojos de Russell parecían haberse hundido bajo una costra de sangre.
-Hazlo aquí, ahora, sin agua, sin comida... aquí,... nada más cielo y tierra como testigos del crimen. Tierra reseca que empapará fácilmente mi sangre. - insistió con sarcasmo Brassen- ¿Te tienta la idea?.
Pero Russell arrojó el revólver.
-¡Está loco, rematadamente loco!... - exclamó el muchacho.
Brassen recogió el revólver y dijo:
-¡Criatura estúpida! Has desperdiciado tu gran oportunidad... ¡Bah, ya nunca podrás convencerme, porque en realidad no eres más que un crío que no siente el odio que me has estado echando en cara desde que murió tu madre. ¡Convéncete de una vez!, porque si yo caigo, caeremos juntos. Eso es lo que en realidad puede suceder- y sonriendo exclamó- Sí, mocoso del demonio, porque asesinarme ahora, aquí, sería un gran error... Está bien, buscaré la forma de llevarte a Chicago, donde, para mi tranquilidad, si es que la encuentro, tú, por lo menos, desaparecerás allí para siempre. Creo que te lo mereces...
En la infinita zona campestre, la brisa otoñal se quedó como dormida, absorbiendo en lo hondo de aquel paisaje, momentos antes estremecido por el paso frenético del ferrocarril, las exclamaciones, burlas y risotadas de muchos de los trashumantes que habían logrado escapar del ataque frenético del jefe de tren, y de sus tretas y amenazas. El acorde grave y humano de los vagabundos voló luego de nuevo como el vendaval migratorio que en realidad era por en medio de los desamparos inmisericordes de la llanura, de sus zonas boscosas y barrancos donde el mundo, que componía su solitario universo, pese a ser de una belleza inefable, se recortaba de nuevo entre inabarcables inmensidades inmóviles, cuyos horizontes desconocidos hacían pensar en otros lugares idénticos donde probablemente el paso cansado de los hombres ya estuvo allí una vez, hace mucho tiempo. Russell cojeaba debido al dolor terrible que le producía su tobillo, roto con toda seguridad, mientras la atención de Brassen se hallaba concentrada en la unidad fugaz y perdurable del espacio que ahora recorrían, y al que otra vez atacaba el ímpetu no menos imperturbable de aquella infinitud agreste de los macizos, la bronquedad desgarradora de las cuestas o de la planicies donde la indomable naturaleza iba desplegando sus espesas vertientes de enramadas como garfios que atrapaban cada paso, ya fuera de hombre o animal, con sus fuegos de ramas verdes por entre las que crujían los huesos y se renovaban las heridas, esta vez con sangre de los huidos. Y Russell trataba así de acometer la marcha sinuosa del clérigo con otro problema: el gemido constante de su dolor al tratar de seguirlo en aquella loca escapada:
-¡Ayúdeme!... - exclamaba el muchacho con desesperación ante la indiferencia despiadada de Brassen que no detenía su paso, ignorando el movimiento dolorido de su joven acompañante: "¡Maldito cura!" -Musitaba Russell- ¡Ayúdeme, necesito apoyarme en usted para poder continuar!
-¡Búscate un bastón y déjame en paz!
Russell se afianzó como pudo en una gruesa estaca que no tardó en partirse en dos, y acabó dándose de bruces entre las compactas enramadas que los rodeaban.
-¡No puedo dar un paso más! ¡Ayúdeme!
-¡Está bien! Agárrate a mi hombro, mocoso del demonio.- La cruel frialdad que había en Brassen despertó por unos instantes su agazapada conciencia auxiliadora siempre tan malavenida con cualquier tipo de compadecimiento humano- ¡Y basta ya! No quiero seguir escuchándote! Ya te lo advertí. Nunca llegaremos a Chicago. Y menos ahora, con ese tobillo destrozado...
-¿No irá a abandonarme?... - gimió Russell.
Poco
después, Brassen se desplomó, soltando bruscamente a Russell, y se
apoyó en un árbol como si él fuese en realidad quien sucumbiera al dolor
que sentía Russell, que tampoco se sostenía ya en pie. Pero el muchacho
siguió manteniéndose firme en su decisión:
-Aunque me tenga que arrastrar si es necesario, yo llegaré a Chicago...
-Tus rabietas de mocoso inútil ya no sirven para maldita cosa -exclamó Brassen- Cómo siempre nos decía su Ilustrísima, el Arzobispo de la Arquidiócesis -rió luego el sacerdote- ¡Hasta los males pasan! Eruditas aunque no menos estúpidas palabras de quien siempre cree tener a Dios de su lado. ¡Y que rabien quien, según el prepotente mitrado, no lo tenga, como tú y yo!
-Es usted quien nunca ha tenido a Dios de su lado...- recriminó Russell.
-¿Y tú... y tu santa madre, estúpido malnacido? ¿Cuándo has tenido a Dios de tu lado? A buena hora me vienes con tu prédica de granuja ignorante. ¿O era ese el misterio que ocultabas junto a tu odio hacia mí? ¿Dios?...
A sabiendas de que el renegado sacerdote seguía siendo su gran enemigo, Russell guardó silencio, mientras el acezante Brassen lo observaba de hito en hito. De pronto empuñó el revólver que guardaba en su amplio chaquetón invernal:
-Sí,... los males pasan -repitió- Pero este es un mal que nunca aparecería en la mente del payaso mitrado de su Ilustrísima, el que me arrojó de la Arquidiócesis de Chicago sin poder reprimir su rencor hacia mí... Porque esos falsarios siervos de Dios también conocen el odio...
-Lo mismo que usted, por muy cura que haya sido- aseveró Russell.
Sonaron nuevas carcajadas de Brassen.
-Una aguda certeza la tuya. Pero yo tan sólo soy un mísero sacerdote que no lleva mitra de bufón, ni báculo, ni anillos de vergonzosa ostentación. Esa será siempre la más ignominiosa de las paradojas de la Iglesia: su infamante amor por el lujo, las riquezas y el Poder terrenal, porque en el celestial, puedo asegurártelo, ninguno de sus eximios integrantes creen en absoluto, olvidando así el verdadero mensaje de Cristo.Yo hace tiempo que acepté esa única verdad, la de que sus engalanados dignatarios jamás han aprendido, o mejor dicho jamás han intentado siquiera explicar con sencillez la auténtica moral evangélica que exponen los Evangelios. E insistí en que Dios no es propiedad de la Iglesia. Todo hombre, sea sacerdote o civil, puede y debe recibir una conexión directa con Él... con ese Dios tan jerarquizado en el que forzosamente nos obligan a creer, lo queramos o no. Pero la Iglesia necesita del misterio y de la pompa, y de su aberrante opulencia, porque, para que su fuerza perdure, como ha venido perdurando durante casi dos mil años,... dicha fuerza siga estando en el Todo y no en los valores individuales de cada hombre. Y seguir así ahogando al mundo con sus enigmáticos dogmas y sus misterios y simplezas teológicas,... y no, como ya te he dicho, en los valores individuales de cada habitante de este planeta... y hasta en los de un granuja como tú. ¿No has entendido ni una sola palabra de todo lo que te he expuesto, ¿verdad? Aunque como me has dado a entender, has creído, como también lo creyó tu madre, tener a Dios de tu lado- analizó Brassen con una sonrisa diabólica, observando divertido al desconcertado muchacho
-Hable lo que quiera- dijo Russell- Pero yo sigo pensando que sus razonamientos religiosos son despreciables, y no logro comprender como pudo llegar a hacerse cura. Porque a mí un cura cruel, tan falto de piedad como usted, no me entra en la cabeza. Y sigo creyendo que tiene usted metido en su cuerpo al verdadero demonio... Usted debió de ser algún forajido en otro tiempo. ¿Fue ese quizás el motivo por el que se hizo "curato del demonio" como le llamaban en el pueblo, para poder escabullirse de su vida de criminal y evitar la silla eléctrica?- conjeturó Russell enfáticamente, tratando de humillar con ello al renegado clérigo- Dígame, ¿a cuántos hombres ha matado usted?.
-¡Jajaja! Estoy seguro de que hasta su Ilustrísima aprobaría tus hipótesis de insultante mocoso Ya te dije que ni como hombre y mucho menos como sacerdote fui jamas santo de la devoción del Arzobispo de la Arquidiócesis de Chicago, por eso su Ilustrísima me desterró de allí en cuanto tuvo en sus manos la probabilidad de hacerlo... que fue muy pronto. No creas, por tanto, que me has ofendido con tu calenturienta imaginación de adolescente no menos perverso que yo. Dejemos por tanto mi pasado en una mera relación de hechos o intrigas que ya han pasado a mejor vida. ¿O tengo que recomendarte otra vez que no sigas por ese camino?... Pero según parece el que tiene ahora al demonio, y no a Dios, de su lado. eres tú. Por ello voy a volver a insistir.. Mira el revólver, aquí lo tienes, de nuevo en mi mano... Sí,..., ves, sólo hay que amartillarlo, luego basta con apretar el gatillo, ¡¡y bang!!. Y nuestros males pasarían también a mejor vida de inmediato... Quieres llegar a Chicago, aunque sea arrastrándote como me has dicho, pero con mi ayuda. Y ya me has amenazado de muerte varias veces. Bien ¿quieres el revólver o no? Quizás matándome también logres llegar a esa maldita ciudad, aunque sea con tu pie destrozado y limosneando como el mendigo que en realidad eres. Y por si lo dudas, en Chicago, créeme, hasta un revólver puede convertirse en la mejor de las compañías para semejante granuja como tú. O quizás, como ya te ofrecí, podrías decidirte a abrazar el sacerdocio, con el convencimiento de que así te librarías del demonio que también tú llevas dentro. Conozco bien la Arquidiócesis y el seminario que regenta. Allí serías fácilmente admitido. La propuesta es inmejorable.
-Usted sabe muy bien que lo más probable es que la policía nos ande buscando. Lo que usted propone no es más que otra triquiñuela para librarse de mí. ¿Yo sacerdote? Acaso se ha olvidado que no sé ni leer ni escribir - Y como Brassen seguía empuñando el revólver y ofreciéndoselo sonriente, Russell cobró entonces conciencia de que aquella reincidente proposición que lo incriminaría no era más que una nueva artimaña del astuto sacerdote, y exclamó:
-No será a mí a quien encuentren con ese chisme encima, aunque es lo que a usted le gustaría... ¡No quiero matarle! Nunca he querido matarle. Así que, como usted mismo me ha advertido, no vuelva otra vez por ese camino. No va a convencerme con sus malditas triquiñuelas.
-¡Ah, al fin! -exclamó Brassen- ¿Dios? ¿Tu conciencia de mocoso descerebrado? ¿Acaso llegaste a creer alguna vez que yo me dejaría matar por un muerto de hambre como tú?
La sugestiva malicia del clérigo lo único que logró entonces fue arrancar un sollozo angustioso en Russell.
-Ayúdeme y yo le juro que no procuraré volver a ser un estorbo para
usted. No me quejaré... No hablaré... Pero no puede usted dejarme tirado
aquí... en medio del campo.
-Está bien- aceptó Brassen guardando su revólver- Aunque no seas más que un lastre inútil... Seguiremos. Te llevaré a Chicago aunque tengas que llegar cojeando con ese tobillo hecho trizas. Pero te lo advierto una vez más. Si logramos llegar a Chicago te haré desaparecer de mi vida definitivamente.
Russell, no sin esfuerzo y con visible sufrimiento, se dispuso a seguir tras su amenazador enemigo, aunque confiando en que cumpliría su promesa.
-¿Qué le sucede, amigo?.
-Ante todo, tendrá usted que perdonarme si mi aparición le ha causado cierto estupor- trató de excusarse Brassen, esperando que el automovilista no reprobara aquella situación imprevista con cierta disconfianza, y decidiera seguir su marcha..
Brassen no habría dudado en usar su revólver si el amable campesino hubiera mostrado estupefacción o cólera por haberse visto casi asaltado por el desconocido, y pasara de largo..
-No se preocupe amigo.
-Le ruego de nuevo que me perdone- repitió Brassen, pero...
-Veo allí a un muchacho. ¿Está herido?- inquirió el automovilista.
Brassen había asentido ya con la cabeza.
-Hemos tenido un accidente no muy lejos de aquí...
-¿Es su hijo?
Brassen no contestó, pero con una rapidez inesperada, acudió en busca de Russell ayudándole a llegar hasta el automóvil.
-Tiene roto el tobillo. Y es urgente que echen un vistazo a ese hueso destrozado. Chicago está
a pocas millas... - aventuró Brassen sin conocer naturalmente la
auténtica distancia de la gran metrópoli desde el lugar en que se
hallaban.
-Allí me dirijo- aclaró el dueño del coche- Está a unas doce millas de aquí. Pobre muchacho. ¿Podrás aguantar, hijo, hasta que lleguemos a Chicago donde podrán atenderte y curarte?
-Aguantará, aguantará. no se preocupe, es un chico fuerte, no un niño de diez años- aseguró Brassen sin que Russell musitara ahora ni un gemido.
-¡Pero suban, suban ustedes! Al chico puede acomodarlo en la parte trasera del coche. Allí irá más holgado y podrá apoyar el pie con cuidado en el asiento.
-Gracias. Lo cierto es que no sabíamos cómo poder volver a Chicago. Su aparición ha sido proverbial.
-Una locura, amigo, una auténtica locura por su parte... Sin coche y andar por estos contornos con el pie del chico así.
-El ferrocarril nos dejó muy cerca de aquí - mintió Brassen.
-¿El ferrocarril? ¡Otra locura! No puede uno fiarse de esos trastos que únicamente transitan por raíles de acero, con sus trayectos prefijados e inalterables. Lo más apropiado es un automóvil.
-En efecto.
-También yo tengo hijos. Dos. Y como padre puedo comprender lo que debe usted sentir...
-Sí, ha sido una auténtica locura.. No deberíamos haber salido nunca de Chicago... Ha sido un capricho ridículo... Queríamos...
-¿Cazar?- aventuró el dueño del automóvil, pero observando extrañado las sucias y desgarradas ropas de Brassen y Russell, añadió- Aunque su atuendo y el del chico no son los más indicados me parece a mí para un día de caza. Deberían haberse provisto sobre todo de buenas botas para moverse por entre tanta enmarañada abundancia de matorrales. Algunos hasta son venenosos. -sugirió el campesino- Por aquí abundan ciervos y jabalíes. Pero estos parajes también suelen ser peligrosos. De vez en cuando aparece algún puma, y hay que evitar encontrarse frente a frente con ellos porque cuando tienen hambre son como leones, y no dudan en atacar al primer tonto que se les ponga por delante... De todas formas, el Gobierno insiste en que esos peligrosos gatos salvajes se están extinguiendo. Pero creer al Gobierno es como creer que la Tierra no es redonda. Los pumas, créame, siguen merodeando por toda América.... ¿Y sus rifles?...
-Se han quedado en el lugar en que mi pobre muchacho ha tenido el accidente - siguió mintiendo Brassen- Una pequeña caseta de caza. Además, la noche se nos ha echado encima. Y sin coche por estos parajes...
-No se preocupe. No tiene por qué darme explicaciones...
El servicial campesino no se había dejado engañar por las mentiras de Brassen, comprendiendo en seguida que ambos desconocidos no podían ser más que un par de trashumantes escapados de algún furgón de ferrocarril por medio del cual llegar hasta Chicago, y que el muchacho herido podría haberse roto el tobillo al tratar de saltar del tren en marcha.
-Pues sí, amigo- siguió con su indulgente charla el conductor del automóvil- Como ya le he dicho, perderse por estos andurriales puede resultar muy peligroso. Por los pumas... Y también son tierras en las que abundan las víboras...
-¿Humanas? - bromeó Brassen.
-¡Jajaja!- rió el automovilista ante la ironía del desconocido- No, no, serpientes de verdad, y las de cascabel también se dejan ver de vez en cuando. Hay que tener mucho cuidado, porque aparecen cuando menos te lo esperas... ¿Qué tal el pie, chico? ¿Duele?
-Mucho- aseguró Russell
-No te preocupes, en menos de una hora estaremos en Chicago. Allí pondremos remedio a ese hueso roto.
El conductor veía con la imaginación la que sin duda habría sido una dura andanza de los dos personajes por el agreste territorio desde la línea del ferrocarril hasta la calzada en la que los había hallado.
-Créame, amigo, no es nada aconsejable hacer kilómetros a pie porque sí... Han tenido suerte de que yo me dirigiese a Chicago y haya podido recogerlos. Y el chico, ¿cómo se llama?
-Russ....
-¿Irlandés, quizá?
-Sí
-Mis hijos se llaman Moisés y Aaron. Son nombres
bíblicos. Somos judíos... ¿No tendrá usted nada en contra de los judíos?
-En absoluto- aseveró Brassen.
-Por aquí no estamos muy bien vistos, como puede usted imaginar... Pero tampoco nos han causado demasiados problemas. Tenemos una Sinagoga importante en Chicago, donde la libertad de cultos no arrastra la monserga de los fanatismos religiosos. Fue mi mujer la que se empeñó en llamarles así. Es muy adicta a los nombres de la Biblia. Se pasa la vida leyéndola y siguiendo sus mandamientos a rajatabla Ella se llama Séfora, como la mujer de Moisés, y yo Isaac Mizrachi. ¿Y usted?
-Cliff...
-¿Cliff a secas?
-Irlandés también
-Vaya. No es usted muy hablador, señor Cliff.
-Perdone... Pero me preocupa el pie "de mi hijo"...
-Lo comprendo, lo comprendo...
El automóvil devoraba lentamente la estrecha carretera rural, y el campesino seguía hablando:
-Yo tengo una pequeña granja no muy lejos de donde usted me ha parado. Algunas cabezas de ganado, los consabidos pollos y gallinas, dos mulas, un magnífico semental, y unos cuantos cerdos. También sembramos maíz... Y por supuesto un buen perro. Porque granja sin perro, difícil es de guardar, jeje. ¿Y usted? Si le gusta la caza, debería tener un perro cazador, animal siempre necesario en estas inclinaciones de montería.- preguntó el campesino al escueto acompañante aceptando el encubrimiento del que el mismo se había valido.
-Tengo un perro. Un perro fiel que me sigue a todas partes... - ironizó inesperadamente Brassen.
Russell captó el acostumbrado sarcasmo del odioso cura, pero siguió manteniéndose en el más absoluto silencio.
-¿Pero no es perro de caza?- no dejó de insistir el granjero a fin de seguir amenizando la charla .
-No..., no es perro de caza- repitió Brassen.
-Lástima. Porque un perro no debe faltar nunca. Claro que si no sirve para la caza.
-En efecto. Además, pese a su fidelidad para con el amo- siguió Brassen con su socarronería- No es animal muy de fiar. Tienen la mala costumbre de morder muy a menudo a la gente... Y ya he tenido bastante con el accidente de Russ.
-Pues a perro mordedor, bozal y todo arreglado -aconsejó el campesino.
-Sí, a menudo lo he pensado. Por muy fiel que te sea un perro, si tiene la mala costumbre de morder cada vez que le viene en gana, incluso a su amo, un bozal sería lo más apropiado.- Brassen volvió ahora la cabeza hacia su dolorido y joven compañero de huida sentado a duras penas, por la estrechez de la misma, en la parte trasera del coche, y preguntó sonriendo- ¿Que te parece la idea, Russ? ¿No crees que, como dice aquí nuestro amigo, un bozal podría ser la mejor solución para evitar tanta dañina mordedura de perro "infiel"?
-Haga usted lo... que quiera - repuso con trémula voz Russell- Nunca ha sido usted muy amante de los perros. Y los perros no s... son tan tontos como usted... cree. No me extraña que intenten morderle a menudo...
-Mal hecho, mal hecho. Si el perro muerde, o bozal o perrera- repitió el automovilista.
-Russ es todo corazón, Jamás haría daño a un buen perro, sea fiel o no- aseveró burlonamente Brassen.
-Bien hecho, chico. Yo, la verdad adoro a mi perro... Mi granja, como les decía, no está muy lejos de aquí. Vivo allí con mi mujer y mis dos hijos Moisés de veintiséis y Aaron de veinticuatro. Dos jóvenes fuertes. Quisieron alistarse en la maldita guerra europea, pero por ser judíos, descendientes como somos de familia alemana,... Bueno, el caso es que no fueron admitidos para prestar su servicio en filas... Son unos solterones empedernidos, pero ni su madre ni yo tenemos prisa por verlos casados -rió el granjero- Y aunque Chicago les proporciona ciertas diversiones, también se ven envueltos en alguna que otra trifulca por su condición de judíos y alemanes nacidos en Estados Unidos. Hoy disfrutan de su merecido día de libertad. Ciertas jaranas o enfrentamientos de los que preferimos no enterarnos. ¡A la juventud siempre es difícil pararle los pies! Y aquí me tienen. Voy en busca de ellos, a ruegos de mi mujer, en este viejo automóvil. Aunque sé que será difícil convencerlos, porque hoy es sábado. Para un judío la hora del almuerzo en sábado es sagrado... pero la noche no lo es. No me extrañará que acaben algo bebidos. Es comprensible y hay que aceptarlo. El trabajo de la granja durante la semana resulta duro. El maizal, los animales... Por eso no tiene nada de malo que traten de divertirse en sábado. Algunas veces no hay forma de arrancarlos de Chicago, y si no se han visto involucrados en ningún altercado, duermen la borrachera hasta el domingo. No resulta fácil hacerlos volver a casa, aunque para regresar no tienen otro medio de transporte más que este viejo coche... Chico, ¿y ese pie? Mira, ¿ves las luces de Chicago?, allá lejos. Pronto encontraremos remedio para curarte. No te preocupes. Conozco un dispensario donde...
La dura mirada que Brassen dirigió al granjero en ese instante lo desarmó por un momento.
-Bueno, me refiero a un centro de salud donde todo el mundo puede ser atendido, sea de Chicago o no,... o venga de donde venga...
-¿Duda usted que seamos de Chicago?- inquirió Brassen con cierto tono de amenaza.
-No, no... Tan sólo quería...
El granjero comprendió que quizás, tras aquel encuentro casual en la apartada carretera, el desconocido, debido a su condición de trashumante, podría tener sus buenas razones para sentirse ofendido.
-Nos basta con que haya tenido la amabilidad de recogernos y llevarnos hasta Chicago. En cuanto a Russ y su pie herido, no debe usted preocuparse. Eso es cosa mía...
-"Maldito cura"- musitó Russell para sí desde el asiento trasero, al oír a Brassen rechazar la ayuda ofrecida por el conductor del automóvil- ¡El pie me duele terriblemente!-exclamó.
-Yo creo que el chico... - objetó con inquietud el granjero.
-Usted no cree nada... - cambió brutalmente la expresión del rostro de Brassen que empuñó el revólver y amenazo con él al asombrado conductor- No me obligue a usar la violencia con alguien que se ha portado tan amablemente con nosotros.
-No es su hijo, ¿verdad?...
-Si sabe lo que le conviene, deje ya de soltar preguntas estúpidas que a usted no le importan un bledo. Ya le he dicho que el tobillo destrozado de Russ es cosa mía. Limítese tan sólo a entrar en Chicago y siga mis indicaciones. Siendo judío no conocerá usted la Arquidiócesis católica de la calle 155.
-Creo recordar que se haya junto a una importante Catedral...
-La Catedral del Santo Nombre... - aclaró Brassen, sin nombrar a Jesús que acompañaba al santo nombre catedralicio, mientras Russell, tenso y no dando crédito a la actitud amenazadora que había adoptado Brassen, se incorporó un tanto y exclamó:
-¿Qué hace usted?
-Tú mantente quieto ahí- aconsejó Brassen con su brusco tono autoritario- No se te ocurra moverte, ni mucho menos abrir las ventanillas y pedir socorro.
-Oiga, tranquilícese. ¿No irá usted a disparar? Yo le llevo hasta donde usted me indique, pero deje de apuntarme con ese revólver- rogó el granjero.
-Usted procure no tropezar con ningún cuerpo policial, y yo me encargaré de mantener paralizado el gatillo del revólver. ¿Me ha comprendido bien?- Brassen se relajó ahora- Así que haga lo que le digo y no correrá usted ningún peligro
.-Sí, sí, haré todo lo que usted me indique. Pero será mejor que siga manteniendo a raya su revólver, que las armas las carga...- no acabó la frase el aterrorizado granjero.
Luego Brassen, como obedeciendo a un pensamiento surgido súbitamente de su memoria, se volvió hacia Russell y exclamó:
-¿Contento Russ, maldito granuja? ¡Aquí tienes Chicago, a tus pies por fin! Aunque tan sólo sea a uno de ellos, porque el otro ya no te sirve para maldita cosa-. rió el sacerdote.
-¡Váyase al demonio!- gritó el muchacho.
-¿Así me agradeces que haya cumplido mi palabra contigo? El perro vuelve a morderme. Escúchelo usted- se dirigió Brassen al conductor, ahora callado por miedo a irritar inconvenientemente al desconocido viajero- Esta es la peculiaridad más agradecida de mi perro Russ...
-No debería usted llamar perro al chico- refutó sin embargo con marcada timidez el granjero.
Y Brassen estalló en carcajadas, sin dejar de apuntarle con el revólver.
-Aunque no se lo parezca en este momento, Russ siempre ha sido mi perro, aunque muchas veces me he visto obligado a poner en duda su fidelidad. Y es que en cuanto a apariencias este botarate puede engañar a cualquiera como usted, pero a mí ya no.
El horizonte comarcal había palidecido bajo las
tinieblas de la noche. Por el fondo, a lo largo del último tramo de carretera
por la que discurrió el automóvil, se recortaron ya de inmediato
las imágenes móviles, nítidas, y sus miles de efectos improvisados de
impactante luminaria con que las grandes ciudades, tras abrirse
interminablemente en la distancia, provocan en la gente una primera unidad de visión centelleante. Luego dicha unidad acaba multiplicándose en una amalgama fantástica de imágenes que aparecen
como sobreimpresas en una película. Así se mostraba a primera vista el gran Chicago. Las luces de sus calles
y edificios produjeron en un instante como un milagro de fulgurante belleza que parecía extenderse sobre el océano de la noche. Al
granjero, pese a verse amenazado por el revólver de su viajero, jamás se le
hubiese ocurrido desconfiar de él y del chico herido, porque daban la
impresión de estar observando el
exterior extáticos como estatuas, mientras las luces eléctricas de la gran
metrópoli penetraban en el interior del vehículo con total intensidad.
Chicago, a aquella hora nocturna, tras el reciente crepúsculo, era en efecto un
hervidero de tráfico, de resplandecientes tiendas que mostraban sus escaparates con
múltiples matices abigarrados de colorines que se repartían en todas las direcciones, y de interminables calzadas de asfalto y aceras abarrotadas de
gentío. Toda la ciudad centelleaba así como recién barnizada con un esplendor que diera un lustre cegador a la noche, impidiendo a la perspectiva de los ciudadanos la visión de su cielo otoñal y limpio, y la multiplicación infinita de las brasas ardientes de sus lejanas estrellas. Pero lo ecos prolongados de la gran ciudad no obviaron la vibración de aquella voz amenazante de Brassen, que prosiguió con sus indicaciones.
-No recuerdo bien si es conveniente seguir por la calle 155,... Pero sé que muy cerca de la Arquidiócesis está el Colegio Seminario de San José. Una vez allí, detenga usted el automóvil, aunque espero que no se le ocurra la torpeza de alertar a la policía para denunciar, como usted muy bien ha barruntado, que ha recogido a dos vagabundos en una carretera a las afueras de Chicago. Russ y yo formamos parte de ese rincón miserable de un mundo en el que seres como nosotros hemos perdido todo cuanto teníamos. Así que tal como está el país con la Gran Depresión y Europa en guerra...
-Pero la guerra en Europa acabó ya. -aseveró el granjero- El día 11 de este mes de noviembre se firmó el Armisticio en una ciudad francesa.. ¿Desde cuándo no ha leído usted un periódico? La paz ya es un hecho, los alemanes han sido derrotados y los supervivientes vuelven a casa.
-La paz siempre tiene los días contados- vaticinó Brassen- Así que más le vale a usted desechar esa ilusión. Estos oleajes trashumantes entre los que Russ y yo nos hemos visto atrapados no significan nada para nadie. Continuarán en las siguientes décadas, haya paz o una nueva guerra....
-¡Dios no lo quiera!- imploró el granjero.
-Deje usted a Dios de lado y preocúpese de los hombres. Por tanto, vaya usted donde vaya, si es que le mueve la intención de denunciar nuestra presencia, le aseguro que no tiene nada que hacer, y aunque la policía tampoco debería meter sus malditas narices en estos entresijos de la desocupación a que nos ha arrastrado la Gran Depresión, mejor será olvidarse también de ellos. A fin de cuentas, nadie nos conoce. Llévenos hasta donde le he indicado, y olvídese de que nos ha encontrado. Podría haber disparado contra usted, pero no lo he hecho. Así que cuando yo se lo pida, desaparezca. Russ entrará en ese Seminario...
Al oír aquello, el muchacho exclamó:
-¡Yo no entraré jamás allí! ¡Está loco! ¿Es así como pretende librarse de mí, maldito cura?
-¿Es usted sacerdote? – comentó asombrado el granjero- ¿Cómo es posible que...?
-No
escuche a ese insensato y siga conduciendo- atajó Brassen la observación del granjero.
-Pero el chico sigue herido- insistió el buen hombre.
-Recibirá los cuidados necesarios muy pronto. Pero usted continúe.
-¡No lo haga, no lo haga, detenga el coche!- gritó exasperado Russell, y empezó a sollozar amargamente- ¡Es un sacerdote endemoniado! ¡Ayúdeme,... acuda a la policía!.
El granjero, sin musitar una palabra más, había reducido la marcha, y se volvió para mirar conmovido a Russ, que no cesaba ahora de golpear, pese al enorme dolor que debía sentir en su tobillo destrozado, el asiento trasero, y palmotear en los cristales del automóvil. Pero Brassen, que empuñaba todavía el revólver, exclamó con voz más firme y conminatoria:
-No me obligue a matarle. Haga lo que le he dicho. Y no preste atención a los gritos de ese maldito crío, o le aseguro que no volverá usted a ver a su familia.
El granjero no vaciló entonces, sabiendo que su vida estaba en juego. Con la mirada turbada, atento a las calles por donde ahora discurrían, aunque casi incapacitado para reconocerlas, las recorrió como si transitara entre relieves callejeros completamente desconocidos, muchos de ellos acentuados por las luces, y otros casi revestidos por los tonos oscuros de la noche. Y así amenazado, sentía un frío glacial en el hueco del estómago porque realmente encubría con aquella marcha un peligro inconfesable. Y Russell, dolorido y angustiado, seguía gritando:
-¡Maldito cura!,... “¡Curato del demonio”! ¡Le odio! ¡¡Déjeme salir del coche!!
Brassen meneaba incesantemente la cabeza, apuntando con su revólver al pobre granjero, y observando con detenimiento cada calle por la que ahora transitaban. De pronto, visiblemente iluminada, apareció ante ellos la Catedral del Santo Nombre de Jesús, y Brassen exclamó::-Ahí está. Deténgase más abajo...
El conductor del automóvil, que no había proferido ni una palabra más, obedeció, mientras Russell gritaba:
-¡No lo haga! ¡No se pare!... ¡Está usted haciendo caso a un demonio!
-Un demonio dispuesto a matarle si no me obedece – agregó Brassen.
Y era aquella una voz desafiante que el granjero jamás podría ya olvidar.
-Salga del coche... y guarde el más absoluto silencio. Recuerde que le sigo apuntando con mi revólver. No se le ocurra pedir socorro.
Luego Brassen, con una gran agilidad de movimiento, se dirigió a la parte trasera del automóvil donde Russell seguía pataleando.
-¿Ya
no te duele el pie, maldito mocoso?-
exclamó irónicamente
-¡No me toque! ¡No se acerque a mí, “curato del demonio”!- La voz del muchacho castañeteaba y añadió- ¡N... o, no saldré del coche! ¡Si me obliga, pediré auxilios!... ¡Gritaré!...
-No harás nada de eso- replicó Brassen.- Nunca aprenderás, mocoso insensato...
Y penetrando en el coche, golpeó con la culata del revólver a Russell, dejándolo inconsciente. Al mismo tiempo, se percibía en el granjero el sentimiento de pánico que todo aquello le producía.
-No debería usted... –dijo torpemente como si pudiera tranquilizar a Brassen.
-¡Cállese!...
Brassen había pasado un brazo bajo los hombros del joven Russell. Al principio de la calle, en una plazoleta, seguía recortándose la figura imponente de la Catedral. Y por las calles adyacentes surgieron las sombras de varias personas que, con toda seguridad se dirigían hacia el templo, cuyas puertas se hallaban abiertas de par en par para acoger a sus feligreses
-¿Qué va usted a hacer con el chico? – preguntó, insistiendo, la voz angustiada del pobre granjero.
-El chico viene conmigo. Ya le dije que es cosa mía. Usted no intente nada, ni se le ocurra pedir ayuda aunque haya gente cerca. Se lo repito, olvídese de que nos ha visto.
En una ciudad como Chicago, la violencia muestra a diario su ancha presencia con escaso cortejo de protección policial, porque a escondidas parecen resguardarlas los lobos de la Mafia con sus lealtades de mastín. Y donde son ágiles, casi invisibles pero súbitos, los anales de ese feroz Chicago del Hampa, de sus secuestros, ejecuciones y enfrentamientos entre las bandas de sus bien remunerados capos; y donde el delincuente nunca suele morir en su cama. Brassen, cargando con el cuerpo desvanecido de Russell, se mostró imperturbable; y como sacerdote que se sentía muy retrocedido de su tiempo, en aquel mismo lugar que le rodeaba, otorgó sus postergadas luces de viático disparando contra el motor del automóvil del granjero judío, hasta lograr su deflagración. Fue como una especie de encargo de muerte que en su mente exclamó:
-“No mates a ése, sino asústalo”
Puntualizar las horas, los lugares y hasta la duración y rápidez detestable de los hechos acaecidos en aquellos duros años de Ashtonville y su llegada a Chicago, no saciaron la convulsión de pesadumbres sufridas a continuación por Russell Merrick. Y siguió año tras año viendo su existencia desnuda de afectos, como si su vida, desde el momento en que Clifford Brassen desapareció para siempre de su lado, aquélla siguiera siendo merecedora de las iras del Señor, en el que nunca llegó a creer. Y porque Russell reveló sus pecados y el nombre del pecador apóstata que lo abandonó, su recuerdo continuó, no obstante, hundiéndose también en su cuerpo como un dardo de merecedora culpabilidad. Sin saber jamás de qué medios se valió Brassen, el fugitivo repudiado por la Iglesia, para que el Colegio Seminario de San José admitiera su presencia juvenil, Russell siguió contrayéndose en su continuo clamor de silencioso asombro, de tribulación, de desengaño, hasta llegar finalmente a la desinteresada aceptación, ya que no protesta, con la que ocultar el menosprecio hacia los tonsurados que allí se preciaban de honestos, ofrendándole una especie de sinceridad tan falsa (según él conjeturaba) como insoportable. Y aunque costase olvidarlo todo, maquinó calladamente un respeto que no sentía por el ministerio sacerdotal, que con toda seguridad le valdría la tolerancia de un mundo que había odiado y que, al mismo tiempo, le había repudiado desde su nacimiento. En el seminario se hizo hombre, estudió, y padeció sin lograr nada de nadie, pero nunca alejado del todo del convite de la vergüenza, de la repugnancia y de la inquietud, como el cómplice que acepta la realidad de un secreto pecaminoso. Un secreto entre el que también se contaban las irresistibles tentaciones de la carne y sus nocturnos encuentros uranistas con otros seminaristas, todos ellos envueltos en ese único pecado, y a los que también acababa aborreciendo porque aquella compañía tentadora y prohibida, pese a resultarle irreprimible, parecía también alentarle con una protección casi humilladora. Y llegó así al sacerdocio, cerrando desde el seminario todo postigo a una ciudad acordonada entre sus vendavales de constante criminalidad, pero a la que en realidad no hubiese deseado rechazar con el orgullo y la dureza de sus falsas virtudes como sacerdote. Y en cuanto a Brassen, lo recordaba concretamente todos los días, estigmatizado como un Caín por las señales que sobre él dejara aquel hombre.
La ofensiva militar sorpresa efectuada por la Armada Imperial Japonesa contra la base naval de los Estados Unidos
en Pearl Harbor, (Hawai) en la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941 fue un ataque
que conmocionó profundamente al pueblo estadounidense y llevó directamente a la
entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, que ya había
estallado en Europa con la invasión alemana de los ejércitos de Adolf Hitler (llamada "Casco blanco- Fall Weiss") en
Polonia.el 1 de septiembre de 1939. El sacerdote Russell Merrick, requerido militarmente por la armada norteamericana, pasó de su hueca y rígida monotonía practicante de un cristianismo en el que seguía sin creer, al trastorno uniformado por la guerra, que, como una larga noche de pesadilla, ahora se apoderaba de su vida, entre el entusiasmo glorioso
de los soldados enviados al frente. Se sintió así entre ellos atrapado de nuevo
por una culpable intimidad de horror y sangre, que le traía el recuerdo de su
funesta huida adolescente junto a Clifford Brassen. Destinado al Pacífico, en
las Filipinas, se advertía en el sacerdote militar Merrick un sutil misterio de
velada indiferencia frente a la que sin duda debía consagrar la necesaria
virtud exigible por la religión y el consuelo hacia las milicias heridas. En el
inmenso búnker de Corregidor vivió la llama negra de los bombardeos japoneses.
Velaba a los muertos tras ofrecerles la extremaunción con el tono de su latín
jarárquico, pero quebradizo y frío. “Tú no has hecho profesión, y te vales de tu
mentira sacerdotal frente a la muerte como si exhalaras el humo de un
cigarrillo” Era una voz vibrante y culpabilizadora que le revolvía el cerebro.
Y el día en que el general Douglas MacArthur abandonó Corregidor a instancias del presidente Roosvelt, ante aquellas palabras del militar “Yo me marcho ahora. Pero volveré”, su capacidad
sensitiva ante el dolor y el miedo a los ataques que el búnker sufría de
continuo, se dijo a si mismo que, ciertamente, puede muchas veces suceder que
lo mejor de nuestra vida se quede solo, detrás de nosotros. También la voz
perdida de Brassen se estrellaba de continuo contra el innoble peñasco de su
mente acobardada, y sus palabras, al recordarlas, recorrían las
circunvoluciones de su cerebro como olas de un mar embravecido: “La paz siempre tiene los días contados” A lo que Merrick
añadía: “como la muerte”... Pero el descreído eclesiástico pudo celebrar la
victoria aliada, y a finales de noviembre de 1949, cuando la paz era ya un hecho contrastado (aunque la sombra del conflicto armado entre Corea del Norte y del Sur se cernía ya sobre ella como un nuevo e inminente peligro bélico en el que Estados Unidos volvería a verse involucrado), Russell Merrick fue destinado a la parroquia
vacante de un puesto militar en North Carolina.
[Father Russell Merrick spent his days with the total evidence of pain that was no longer physical but trapped in the emotional cage of a consciousness full of anxiety. The attributes of his priestly ministry were, therefore, nothing more than childish ornaments in the remotest and deepest part of his will. And he could no longer abide by the fullness of that dogma born from a distant principle that was now blurring in the murky darkness of an undesirable past and a secret. He had stopped feeling like himself and in another time. There was only "the now" that, leaving behind the old privileges of its military and clerical category, neither officer nor the last of the soldiers of the monotonous fort could imagine the exalted senses that inhabited the closing of his church; the tormenting feeling of a black and lonely intimacy that offered him only a rancid smell of liturgy and eternity. He felt a sick restlessness, a tormenting crisis of his state. He had dreams in which he was nothing more than a half-martyred saint, with horrible physical as well as emotional mutilations. And he would wake up upset, bathed in sweat, almost crying. And then, from the depths of the night, frightened implorations came out that no one could hear; the complaint of the man and of his body all of him, ardently attacked by temptations bristling with daggers that shook him until the arrival of dawn.
The hated priest had stopped offering his Sunday masses. Only an old woman from Ashtonville, the city where Russell had been born and raised, appeared from time to time, carried away by some pious longing. But Brassen was hiding far from the altar, his eyes narrowed in an unsympathetic look. Rumors had already spread through the town about the sins of sensuality that the priest had committed, and which he had long since stopped fearing, as if he preferred that the sins that were told about his actions were true. Russell also realized that, after the death of his mother, almost no one remembered his existence anymore. He had been forgotten in the way that orphans seemed not to be orphans, and never to have been or to need a mother anymore: "Prolem sine matre creatam" the priest laughed, although Russell did not understand a word of that malicious Latin phrase. His life as a boy without mourning was totally subject to the harsh servitude of the parish priest and his ecclesiastical fraud after his broken motherhood. Russell was finally persuaded that Ashtonville's malicious fellow received nothing but his just deserts from the renegade churchman, and that he would never be punished for his enslaving loyalty to it. After the blindness of his misfortune, he had nothing left but that inflamed obedience for Brassen's tutelage, the only one possible. A curse that had solidified into the unhappiness of his origin. Ashtonville was therefore the enemy.
-Russell," the clergyman repeated, -he who does not console himself is because he does not want to. That's why I don't torture myself, because I learned a long time ago that everything is cruelty and lies in the eyes of false parishioners. Her piety can only be counted among crimes and sins, and it must be left to rot in death - And between laughter he exclaimed - The demon must also be allowed to die, who is no less meddlesome! I killed him because he also wanted to make fun of me with his tricks.
The priest no longer hid the secret from him, and Russell was increasingly attracted to the disturbing eyes of the irreverent master. She didn't hate him, it would never have occurred to her to turn against him and put an end to his inexplicable baseness. But the priest tortured him with his distrust.
-I know you despise me... I don't trust you... And it's even possible that sometime you'll look for a way to end me... Tell me? Why would you like to kill me?... You have grown very quickly and so has your hatred. I'm sure of it.
Russell's gaze always denied it. And the priest continued to accuse him with his offensive look.
-But I keep stepping on your heart as an idiotic and ignorant brat...
Russell kept remembering... He had turned sixteen. He often had to go down to the town in search of provisions, because his master's orders were blunt and had turned him into a petty thief: "We must eat. So steal everything you can"... He therefore had to go through painful circumstances and, terrified, manage to circulate secretly through the few alleys of Ashtonville, and compress the time of his thefts, where the cries of the shopkeepers: "To the thief!", reached his misdeed among the resounding rumble of the escapes , in that city where contempt prevailed towards the sacrilegious priest and the warded orphan, now definitively branded a thief. They were years in which Russell Merrick forgot his age, his affections, if he ever had them, and most especially his impossible calmness. Ashtonville was like one of those tormented towns that never move. Their houses and streets always seemed to be dying, mournful and sad. He distilled the fear that is forged by suffering, which is a terrifying fear of fear itself. And his creatures also tempted God with curses, without therefore believing in Him. Perhaps that is why the Cardinal of Bismark, faced with that preeminence of clerical responsibility that he had to face in the face of the parish acrimony of Chaplain Brassen and the malicious parishioner of Ashtonville, decided to remain distant from the people and from the critical examination that had to be carried out to expel the accused priest and dispossess him of his religious attributions. But the people's malicious gossip did not stop. The prelate had to carry out once and for all his task as the highest representative of the Church of Bismark, and if he did not do so, even God himself would reproach him. And because God could not allow an unworthy clergyman, in the prostration of parish solitude, to continue to dwell on his sinful indulgence. But God was silent and so was the cardinal. And when, finally, His Grace appeared, the people were humiliated, and the parish priest of Ashtonville, who refused to receive him, was once again left with nothing but the constant mockery of the persecuted man who was punished with only two days to disappear from Ashtonville. Now the evil definitely reached him. The evil of a hatred that was outside his flesh, but made of his flesh, his bones, his criticized agnosticism and all his blood, which had remained during those years like a constant fever, waiting for the enemy that surrounded him. And Russell began to cry while insulting people, hugging Brassen.
-Don't cry, stupid! Don't cry!... Don't even hug me, you damn brat! Don't you see that it is evil that pours into the air? They are so mean that I curse myself for having remained in this dunghill for so long!...
And when Brassen threatened to abandon him and flee to Chicago, it was the only time that Russell Merrick confronted the renegade priest, and he even challenged him to kill him with a revolver that the tonsured man was mysteriously hiding, and that the boy had discovered during his nightly espionage.
-And that's all you plan to do? Kill me? -The priest's ironic voice lacked the tone of a question, not taking Russell's childishness seriously for a moment- You idiotic brat!
-Yes, I will kill you... if you don't take me with you to Chicago!- Russell insisted, maintaining his state of anguish and terror as he imagined that the priest could leave him alone in that town that he hated.
And for a moment a terrible wave of resentment towards Brassen also overcame the boy. If the priest abandoned him he felt within himself that the hatred would last as long as his own life, although, as the child he really was, he could not hate him more than a mad dog or a prairie cougar. And it was then that, faced with the threatening external circumstance that was banishing them both from Ashtonville, everything was going to happen quickly, since, after that accent of threatening transcendence in which they were involved, a young woman intervened to offer her help without asking anything from change and without caring about any of the despicable concepts with which Ashtonville expelled them from their stunted world. She suddenly appeared, rejecting the malicious restlessness of the people, ready to renew for both of them an unexpected portion of hopeful horizon in which to take refuge. Russell had forgotten her name, and had even rejected her with total childish distrust. But Brassen was very persuasive. The obscurior was in his flesh, tired of being the sinful spectacle of the ignorant inhabitants of Ashtonville. And as for the cardinal and his abhorrent attitude towards his agnosticism, for the rebellious clergyman his Illustriousness was nothing more than a ridiculous breastplate, a ring of shameful luxury, a laughable crosier and a carnival miter. Brassen knew that Russell also, like him, had evil in his gut. And here, suddenly, they both came across the unexpected. He only had to interpose his crushing logic in the folly of the pubescent that he hated. If Russell wanted to travel with him to Chicago, he had no choice but to accept the offer that the unexpected young woman offered them.
-"Simila similabus curantur" brainless brat! - Brassen shouted- We need that money. That fool has come to put you out of your misery. You have to take her money... or steal it from her, and that's it. No more no less! With what she offers you, we can get out of this damn town. Only then can you come with me...
Russell once again ran towards Ashtonville caught by the rapture that Brassen's rigor instilled in him, praising any of his acts of necessary delinquency. He headed to the one known as the Green House where the young benefactor was staying, and although the owner of the house, who knew of his rascally dealings, opened it with distrust, the newcomer was not scared, and invited him to her stay. And there there was no more result than the ineffective interview with the petty thief who was actually Russell. He then rushed down the stairs with an amount of money that the girl had offered him. Mysteriously, she knew and accepted then that she was not the one who should ask or be surprised by what happened, but rather, in front of the boy, it was he who had every right to decide. And he didn't care that he did what he did. The girl maintained a silence that, in the eyes of her host, was nothing more than pure confusion. Without understanding her, she respected her silence. A few hours later, a great fire rippled under the silent sky that stretched, coffered with stars, over Ashtonville. It was the church that burned devoid of its liturgy, as if vengefully crying out its last moments of existence to that diocese that had abandoned it. The people came, hundreds of voices that opened up in the light of its wooden and brick walls. Nothing could be done. The black stone vault creaked like the hopper of a mill, and burst with a roar over the charred remains of what had been the altar and over the bare benches that the parishioners had once occupied.
-Brassen! It was that wretched Brassen, that renegade priest and his demonic companion, Russ Merrick the petty thief! -It was the rigor of a people, the murky suspicion, that cried out in front of the flames of the temple - Let's hope that the devil gives a good account of them!
Brassen and Russell left Ashtonville at midnight. They tore from the presbytery the few things of value it contained: some rosaries, probably of small value, a ciborium, and a pair of chalices that, if they were not chalices, at least seemed to be made of gold. They broke the windows. The only cross of the crucified man and a pair of figures of saints rolled on the ground, and their pieces were trampled irreverently by the priest and his family. Then Brassen set fire to the square tablecloth, worn and dirty, that covered the marble altar. The feverish priest thus wanted to take revenge on the people who had exiled him, leaving behind him a feeling of fear and flames among his people. When the fire began to spread throughout the premises, they abandoned the church, and under the cover of night, they disappeared like ghostly protagonists escaped from a Dark service.
Although surely exhausted, the arsonists fled as if pursued by the impulse of their own evil, as if the helpless moments in the frozen calm of the night or the merciless breaking of the morning sun were awaiting their turn so that they would find no other reward than to once again end the vigils of said flight among the vast wild palpitation of the fields, or among the unexpected rocky walls of the mountains, and even in the nearby stuttering sounds of small towns that appeared in their wake as if asleep in a fog of desolation. Towns that were better to avoid and in front of which there was no road to follow, accepting as the only option to continue delving deeper day after day into the endless and rustic solitude of the always uncertain distances.
Young Russell could not understand why Brassen did not use the money stolen from that unexpected benefactor, with which they could travel by train from any nearby city to Chicago. But Brassen was categorically opposed to making such a journey by rail, arguing that the alarm had probably already been raised from Ashtonville to hunt them down in the simplest way. And there was no more affordable means to hinder their escape and detain them in any nearby town or in Bismark, the state capital, if they naively granted the authorities all possible facilities to find them, such as inspecting any train they could. transport them through the state of North Dakota to some place or city that they may have chosen to hide. Furthermore, in order to convince Russell, he claimed that the money would be very necessary for both of their survival once they arrived in Chicago. On the other hand, Clifford Brassen knew that, in those years of the Great Depression, through the immensity that surrounded them, freight trains traveled, converted into a kind of adventurous feast for the thousands of jobless vagabonds who assaulted them daily, giving significance to the needy human anxieties lost among the rugged ruralisms of nature. Vagabonds who overflowed the nearby railroad tracks with their presence, even at the risk of their lives, were once discovered and mistreated by the train masters. Risks that necessarily had to be taken so that, beyond those regions of impoverished towns that were hidden among so many valleys and closed mountains, the railway, as the only means of transportation, would eliminate the immense measurements of distances, opening up necessary possibilities of life and work in the most promising and civilized dynamism of some large nearby city.
Brassen smiled again, observing those faces, which now, among so much loneliness and exalted ignorance, were attracted by the hope of the globetrotter who dreams of the promised land.
-Then you are not a stranger like us. You have lived in Chicago... "You can consider me a stranger like you and the rest if you prefer," said Brassen with his lying coldness, stealing a glance at Russell, who fixed his eyes on him in the firelight, with the painful reproach of his latent youthful hatred, and as the only person who knows the most hidden mysteries of the years lived in Ashtonville with the priest.
-The truth is that you don't look like a vagabond- the erratic companions of the night observed, looking at each other.
But, more than one, after the confidence desired by his wandering, looked with a certain greed at the bulky backpack that Brassen carried with him. The priest, who would never have dared to praise the heroism of those wanderers among whom, as he well knew, thieves and probable criminals proliferated, granted greater acrimony to his unnecessary explanations, adding to them a tone of ironic security.
-I come back because I can do it, that's true, although for me this adventure is not about getting to Chicago, but about going... -And he laughed out loud, which was accompanied by the laughter of the others.
-And what's happening with the boy?...- one of the homeless people asked slyly.
-That brat? I don't know him! - Brassen became feignedly excited.
-Well, as you said, that kid follows you like a dog...
-Like a dog wanting to bite me. - Brassen laughed again - That's why I have to be careful with him.
Russell, startled, then stood up, moving away from the group that was warming himself around one of the bonfires, his awareness of his resentment against the thorn of the lies uttered by Brassen now more heightened.
-Well, the boy is lucky that you don't avoid him any day now, thus getting rid of his bite.
-Pity, I would say... - added a woman in the group, bringing a cup of hot coffee to Brassen.
-Compassion me? -exclaimed the priest- That's a virtue that I don't have... I don't even have it to tolerate myself... But, anyway, I leave that dream for that idiotic brat who has no other delight or purpose than to get there. at my expense.
-And you are still determined to carry him? - someone asked in a low voice - Because that great Chicago that we all dream of seems to be at the end of the world, and continuing to take care of it will be nothing more than a nuisance for you that you will want to get rid of as soon as possible.
-Me?... I don't know,... I don't know..- Brassen replied, while taking small sips of the coffee that had been offered to him.
The assaults on the freight trains by those ragged mobs, many of whom Brassen and Russell had joined, followed one another, swirling in a constant search for lost horizons that gave absolutely no promise of help. Bismark, the capital of North Dakota, was already far away, and in Fort Yates, next to the Missouri River, hit by a rainy gale, the police alerts of the sheriff who, with some dogs, and accompanied by the train master, resounded like howls of wolves. , they did not hesitate to shoot, despite the rain, with the cruelest of outbursts at the group of homeless people who had taken refuge in two or three railroad cars. Russell and Brassen managed to escape in time, before being hit by a shot, dispersing with a large group of those unfortunate wanderers among the neat foliage near the great river, whose waters now flowed like roaring waves of ferocious impetus, surpassing its original banks. . The hubbub of vagabonds cried deliriously, discovering new damage in that flight, impatient to find a point of salvation. But no one knew where to turn, and in that desperate trance, many of them disappeared among the unbridled roar of the waters of the Missouri, whose fury had the energetic impiety to finish them off accurately by crushing them and drowning them among the rocks hidden by the force of the currents, now violently frayed from that virgin silence that gave it life from the altitudes; and with which the Missouri created its foam of death, devouring its own banks, and attacking the surrounding lands like a hungry aquatic giant whipped by the wind and the rain in a dark evening already approaching, waiting for the great night, naked, without finding any rest among those endless solitudes.
The rural trains continued to spoil the landscapes with a couple or three of passenger cars, and with their closed vans loaded with countless merchandise or livestock carriers writhing in the distance between swirls of compact smoke of soot and ravine dirt. Their locomotives, thin and sweaty, seemed to neigh with fear when crossing bridges, or go into the tunnels, and reappeared from rock to rock, above abysses livid of dryness, with the occasional stream in the depths. The loaded wagons, always battered by sunshine and storms, also resembled large and fast privateer cars on steel rails, rumbling unstoppably under the blue surface of the skies on the noisy axles of their boxwoods. And behind them, pained among the immense solitudes of nature, with their human capacities and limitations, the van attackers repeated themselves incessantly among the gloom of the smoke and emerging from the leafy plant bones. Therefore, the passage of the train was no longer the only one that colonized the landscape, which still held the same skin of mountain stone or the same primitive and tender field with its intact greenery, and which docilely accepted that railway engineering would shake it. with its horrifying vapors and the grim accumulation of its infinite rows of rails, because all of it was also possessed by the foreign human hubbubs hidden among the closed stillness of the mountains and forests. With the anxious echoes of its thousands of vagabonds who trampled it with their rotten shoes, prolonging their adventurous anxieties in search of hopeful destinations, where, despite being nothing more than intruders overwhelmed by the ill-fated poverty of the Great Depression and the fear of Dying alone and enclosed among the trembling and dark germinations of the earth, they still dreamed of cities that could open their doors to mercy.
That forced flight that afflicted the indigent like a disease was therefore like an endless threat and curse for the healthy. Brassen and Russell were hardened by the same anxieties, crippled and precarious, of the hopeless wandering that they shared with all the outcasts who stumbled along the road, covering distances or forging, like birds, their nests of lost time among the hidden foliage, where they could tell their stories. miserable anecdotes, or vent their laughter and jokes, because the civilized world loomed before them like a gigantic fogged glass behind which they had no place. And in front of their bonfires that devoured the rural smells, sometimes their eyes cried without sorrow or regret. Now crossing Iowa towards the dreamed urbanism of Illinois and its great metropolis, Chicago, too historic and celebrated, was not for Russell just a gazetteer hope as the execrable Clifford Brassen devalued it with his constant and ironic rigidity. It was for the boy a possessive complacency, a kind of geodynamic topography, of total humanly necessary plenitude between the limits of life and the earth. Chicago was also the delight of the word itself. The final sap of the tree with its fruit, now germinated in it like its blood. His longed-for throne of earth,... and the air, and the sun that possessed him and penetrated him. It was therefore the desirable fruit that, although possessed by other areas, was not like the fruit tree itself. Brassen, scanning the cities he visited, hidden in the raided railroad cars, thus immersed in the craziest of adventures, and as if he recognized them, he mentioned them one by one: Sioux City, Fort Dodge, Ames, close to the capital Des Moines, Oskaloosa, and finally Keobruk at the final border of the State of Iowa, to be able to penetrate into Illinois.
-But, get the idea, we will never get to Chicago... - Brassen threatened - We have lost everything...
In fact, in one of those furtive camping trips with the transhumants, almost all of his belongings had been stolen. But Brassen was lying as usual, because he still hid Russell's money and his revolver in his tattered winter coat.
-And my dollars?- Russell asked. -Your money, you idiotic brat? Your money has also disappeared...
-I do not believe you!-
-I don't care what you believe!... - Brassen replied- Look at you... We are naked... The only thing I keep is my revolver. You want it?...
-Yes... to kill you...
Clifford Brassen's laughter always extended across the width of the ground they walked on, to the deepest depths, and multiplied with clear, mocking, joyful sounds, as if his tongue were distilling the venom of a rattlesnake.
-It won't be easy to rob a train that takes us to Rockford and from there to your dream Chicago... Although the most likely thing is that first we will die of hunger or end up being killed by a train boss of those who always carry their rifles at hand, shooting us before we get to some fucking small town in Illinois.
The renegade priest's hairy hand rested on Russell's dirty hair as an unexpected act of compassion.
-I know the Archdiocese of Chicago... I spent some time at its Headquarters. Although I was never liked by his Excellency, the Archbishop...My previous life of dissipation never went unnoticed by him. There was no forgiveness for me. There wasn't in the past and there won't be in the present, if they manage to find me. My
exile in filthy Ashtonville had a lot to do with it... There, once,
when you were spying on me, you called me dirty, and even a sinner. You remember? When really the only word you should have used against me was corrupt.
The eccentric Brassen now insisted on relating with strange words the memories in which his mind swam. But Russell, like the ignorant young man he really was, replied:
-That does not mean that word...
Brassen smiled sarcastically.
-For a moment I forgot that you are nothing more than a poor ignorant person, and that you do not know how to read or write... But you knew how to use the word dirty and sinful...
The boy's face full of life, which still retained a healthy appearance and that red complexion that was due to the harsh climate of Ashtonville, now looked at the renegade priest, accepting that he was simpler and freer with him, although listening to him like any of the beggars with the who had stumbled in their flight, sunk in the most complete indifference, Brassen thought that therefore it was of no use to indulge in a verbosity that would attract to Russell any hint of tribulation due to the exile suffered in Ashtonville.
-This is not a very fun conversation, neither for you nor for me- Brassen said, laughing- How ridiculous, right? To try to illustrate that illiterate stubbornness with the infernal whip of words that you have never been able to hear." I imagine that it was your mother who revealed to you the meaninglessness of sins, and among the possible names of the sinners of Ashtonville, the only one you found worthy of them was me. For your pure imagination it was irresistible to present me with that insult.
-Stop all this talk!- Russell shouted bravely. -I, damned priest, don't know anything except what you seem to forget...
-Oh, of course! Chicago. It's not that?
-Yes, yes!... and stop going crazy...
-Alright. I see your skin is crawling- Brassen added- And although I don't want to deceive you now, I very much doubt that we will be received in any rectory in the city. I especially remember the one at Notre Dame. I also spent some time there. And as for the Archbishop of the Archdiocese, I am sure that he will continue to keep a disastrous memory of me, if luckily he has not already died... And we, loud-mouthed brat, what are we now, tell me... ? Some miserable and undesirable homeless people, dirty and smelly, wandering after an undignified escape, and despite the distance, it is even possible that the echo of our escape has also reached the Archdiocese through Cardinal Bismark and that the entire police Chicago is already tracking every step we take if we manage to penetrate Illinois County. Chicago would not then be that dream you long for. Maybe... -Brassen laughed- Tell me, wouldn't you like to be a chaplain...
--I? No sir!... - Russell exclaimed scandalized.
-You don't want to be a chaplain, huh?... you ignorant brat! You could go to school... learn to read and write, study... and end up becoming a good priest...
-Me, a priest like you?... -Russell ironically- You're crazy!
-If you applied yourself, why not? You could even become a canon... - Brassen continued with laughter- In any case, you should not worry. At the end of the day you are nothing more than a shameless brat with no future. Because, as I told you, I highly doubt we'll make it to Chicago. Besides, your life there would be nothing more than another hell, because, even in a big city like Chicago, you would never stop being what you are: a miserable and ragged vagabond. Chicago is a monster, a city made for the power of politics and the Clergy. And also for the crime of their enriched mafias. As you probably have never heard of gangsterism and corruption... sorry, I forgot that you don't understand the word, it would be better to use the word rot of your police. Because the Mafia, with the Great Depression, is what moves all the bloodiest threads of crime there, with its confrontations between gangs and its constant mass murders. Do you know what Chicago will do to you, assuming we can get there? It will end up devouring you sooner rather than later, since you are nothing... nobody. A poor rascal, helpless and alone. And I'm starting to get tired of constantly running away. Look, now you could take my revolver, and finish me off as you have told me so many times... even as you said a few moments ago. Wouldn't you like it? This time it's loaded... And before falling into the hands of the police, I would prefer it...
Brassen suddenly thrust the revolver into Russell's palm, staring at him. The priest's eyes were cold, like black ink, as cold as the nights of his solitude.
-Do it... We are alone, in the middle of the field. This is your big chance... because, do I have to tell you again?, you will never make it to Chicago... Get rid of me now...
Russell's eyes seemed to have sunk under a crust of blood.
-Do it here, now, without water, without food... here,... nothing more than heaven and earth as witnesses to the crime. Dry land that will easily soak my blood. - Brassen insisted sarcastically - Are you tempted by the idea?
But Russell threw down the revolver.
-You are crazy, completely crazy!...-exclaimed the boy.
Brassen picked up the revolver and said:
-Stupid creature! You've wasted your great opportunity... Oh, you'll never be able to convince me anymore, because in reality you're just a kid who doesn't feel the hate you've been throwing at me since your mother died. Convince yourself once and for all. Because if I fall, we will fall together. That's what can actually happen - and smiling he exclaimed - Yes, devil brat, because murdering me now, here, would be a big mistake... Okay, I'll find a way to take you to Chicago, where, for my peace of mind if possible If I find it, you, at least, will disappear there forever. I think you deserve it...
Entering the State of Illinois was like escaping from any cemetery in Iowa to find a probable death in a new cemetery, where the nomadic corpses also multiplied, still living, among the forests, ravines and torrents of that world of misty ominous stillness. A world that, in those fateful times, always repeated itself with its unfathomable distances and continued to disdain them. The life of the wanderer was therefore nothing more than a veiled presentiment of the eternity that awaited them at every step, on every path, beyond any wooded area, through an infinite fog of desolation and bitterness. Thousands of those predators of that hopeless existence ended up dead next to the railroad tracks, red with blood and dirt. Young men, adolescents and old men who immersed in the wintery or summer rural nights, soon found themselves swept away, without fear of lying next to their wandering bonfires, from eternity to eternity. And as for Russell and Brassen, thefts perpetrated with great skill by the boy to combat hunger also took place in some other city. His escapades were of course punctuated by the screams of some merchant. But then everything was oblivion and silence, because they had no name. And this oblivion and this silence stopped to take up its next purpose again: to glimpse the renewed serpent of some railway with its white cloud, its thunderous march, and to catch part of its dangerous metallic segment, of its hinges like corroded but still strong bones. , and circumvent the undertaker's expertise of his train boss, capable of ending the life of the suicidal stranger who tried to assault him.
Near Elgin, about fifty or sixty miles from Chicago, some travelers, unable to access the locked railroad cars, managed to hide under the metal frame of the cars, between the wide space covered by the axles of the boxwoods, stretching their bodies fifty centimeters from the crossbars and railway tracks, held dangerously between the structures that protected the surface of the car. The train master, who knew such tricks of those vagabonds, would then throw a long rope holding a hard lead bar across the tracks. The bar, with the unalterable progress of the train, constantly collided with the rails, bouncing like a merciless snake trapped under the car and furiously hitting those human bodies that risked traveling hooked on the complicated metal frames of the cars. The blows of the lead bar were so painful that many of those unfortunate people chose to escape, avoiding those hiding places and ended up crushed and dismembered by the large metal wheels held by the axle of the boxwoods. The rails were covered in blood and the remains of bodies dismembered by the merciless fury of the railroad and its train master. The small body of the adolescent Russell, hidden ahead of Brassen in one of those frames, endured, screaming, the incessant attacks of the wobbling piece of lead, which finally destroyed one of his ankles. Brassen, very close to him, shouted that it was best to try to jump off the dangerous structure, even at the risk of ending up crushed by the wheels. In an area of small hills, the railway slowed down for a few moments. A small, tight and rough hollow, between gorse and heather, with bald patches of scree, presented itself on the slope as an ideal opportunity to escape from the wagon. Russell, Brassen and six or seven other homeless people, who had adopted the same trick to be transported by the train, with its harmful consequences, also jumped, saving their lives, and sinking into the lonely place that, as if cut out in the immensity of the nature, it opened like a closed piece of the mountain range, welcoming between its green edges the fleeing emigrants to where the ungrateful human justice could not pursue them.
In the infinite countryside, the autumn breeze fell asleep, absorbing in the depths of that landscape, moments before shaken by the frenetic passage of the railway, the exclamations, mockery and laughter of many of the transhumants who had managed to escape the frenetic attack. of the train boss, and his tricks and threats. The grave and human chord of the wanderers then flew again like the migratory gale that in reality was through the middle of the merciless helplessness of the plain, its wooded areas and ravines where the world, which made up its solitary universe, despite being of ineffable beauty, it was once again outlined among immeasurable immensities, whose unknown horizons made one think of other identical places where the tired steps of men had probably already been there once, a long time ago. Russell limped due to the terrible pain caused by his ankle, which was most certainly broken, while Brassen's attention was concentrated on the fleeting and enduring unity of the space they were now traversing, and which was once again attacked by the no less imperturbable impetus of that wild infinity of the massifs, the heartbreaking harshness of the slopes or the plains where the indomitable nature was unfolding its thick slopes of branches like hooks that caught each step, whether of man or animal, with its fires of green branches between the that the bones creaked and the wounds were renewed, this time with the blood of those who fled. And Russell thus tried to undertake the sinuous march of the clergyman with another problem: his constant moan of pain as he tried to follow him on that crazy escapade:
-Help me!... -the boy exclaimed in despair at Brassen's merciless indifference that did not stop his pace, ignoring the pained movement of his young companion: "Damn priest!" -Russell mumbled- Help me, I need to rely on you to continue!
-Find yourself a cane and leave me alone! Russell secured himself as best he could on a thick stake that soon broke in two, and he ended up falling face-first into the compact branches that surrounded them.
-I can't take another step! Help me!
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