lunes, 2 de septiembre de 2019

Cola di Rienzo: ¡del nacionalismo a la locura! -II-








Una vez en Aviñón, antes de pedir audiencia papal, Cola di Rienzo se presentó en el domicilio del gran poeta Francesco Petrarca  (Arezzo, 20 de julio de 1304-Padua, 20 de julio de 1374), que había fijado su residencia en aquella ciudad. El lírico Petrarca no era hombre que rechazara los placeres que le ofrecía  la nueva diócesis Pontificia. Allí, según acostumbrara, había elegido los deleites existenciales más refinados: las amistades más eruditas, las mesas más exquisitas y hasta una amante con la que tuvo dos hijos, naturalmente ilegítimos. Esto no le impidió deplorar las malas costumbres y relajación del clero (pese a que él mismo hubiera contribuido a ello con su sibaritismo desproporcionado), y lanzar llamamientos a la necesidad de que la Santa Sede regresara a Roma. Tal celo le valió la simpatía y la afectuosa protección de los dos poderosos hermanos Colonna (el cardenal Giovanni y el obispo Giacomo), a menos -chi lo sa?- que no hubiese sido esa protección lo que inspirara a Petrarca sus un tanto timoratos llamamientos. En todo caso, en Aviñón logró los beneficios eclesiásticos a que siempre había aspirado y vivió tan ricamente.

Por todo ello, lo cierto es que Petrarca se hallaba muy bien introducido y con gran influencia en la Curia. El poeta había buscado siempre mantenerse al margen de la política y nunca había manifestado el menor deseo de complicarse la vida comprometiéndose en ella. Pero Cola lo atrajo pronto hacia el propósito que lo había llevado hasta Aviñón. Sus argumentos más determinantes consistieron en hablarle de la decadencia en que se hallaba sumida Roma, y de las pasadas grandezas nacionalistas del gran César Augusto, de sus arcos y columnas, y de las águilas de la Gloria. 



Precisamente, dos años antes, Petrarca había sido coronado en el Capitolio de la "Caput Mundi"; en tal ocasión, lloró sobre las ruinas de la ciudad e invocó su resurrección. En Cola di Rienzo, que trataba por todos los medios de expresarse en el mismo lenguaje, le pareció ver al único hombre capaz de llevar a cabo la necesaria empresa y le apoyó sin reservas.


Juan XXII había muerto. En la Sede estaba ahora Clemente VI, gran epícureo y, a la vez, gran escéptico. El Papa acogió paternalmente al audaz y no menos gemebundo abogado, lo que no le impidió observar en seguida que se trataba de un exaltado, pero prestó oído benévolo a su requisitoria contra los nobles romanos que habían hecho de la Urbe y su comarca un circo (según expresión de Cola) para sus facciones y peleas inacabables. El Pontífice le dio la razón y le animó a organizar la resistencia popular contra los atropellos de los, al parecer, irreductibles aristócratas que habían convertido a Roma en su particular antro de placeres y violencias. Clemente se mantuvo fiel a su regla de no despachar a nadie con las manos vacías, abrió las arcas pontificales, y le hizo entrega de un puñado de aquellos florines que su antecesor, el avariento Juan XXII, había acumulado con tanto tesón. 

De regreso a Roma con el peculio conseguido, además del pequeño éxito obtenido, según él, por su personalísimo carisma, Cola, ahora más envarado que nunca, pasó a la acción. Lo primero que hizo fue adquirir una toga blanca de senador y encasquetarse un extraño gorro previamente bordado con espadas, [que probablemente hoy traería a las mientes el casquete rojo de Papá Noel o la "barretina" catalónica]. Tras disfrazarse de esta guisa, el día de Pentecostés del año en curso, 1344, reunió un Parlamento del pueblo que, entusiasmado, le proclamó Regente junto al Vicario Pontificio, y le otorgó otro título popular:"Libertador de la Sagrada República Romana". Calificativo un poco vago, puesto que no se sabía que poderes correspondían al mismo. Pero el impetuoso Cola lo interpretó en el sentido más amplio de la palabra. Y a partir de ahí, no dudó en armar una milicia popular para hacer entrar en razón a las, hasta entonces, avasalladoras e irredentas banderías de la nobleza. Los aristócratas fingieron someterse a las amenazas de Cola y se retiraron a sus castillos de los alrededores dispuestos, naturalmente, a preparar la contraofensiva.

Al principio, la administración ejercida por el senador Cola obtuvo algún éxito. Lo primero que hizo, muy sabiamente, fue poner en orden las cuentas del fisco y no menoscabar esfuerzo alguno para que la justicia funcionase en aquella "Caput Mundi" abandonada por los Papas. No debió hacer mal tales reformas, ya que hasta el príncipe romano Pietro Colonna hubo de someterse a proceso y, contra todo lo imaginable, fue ingresado en prisión. Estos iniciales triunfos embriagaron muy pronto al tribuno. Tejió entonces de sí mismo un ampuloso prestigio que le concedía una nueva titularidad: la de llamarse orgullosamente "Redentor del Sacro Imperio Romano por voluntad de Cristo"

Tanto fue así, que el día de la Asunción, se hizo ceñir seis coronas en Santa María la Mayor, levantó una bola de plata como símbolo del poder  mundial, y prohibió a cualquier ejército extranjero aposentar sus plantas guerreras en su sagrado suelo italiano. No satisfecho con esto, en un acto generalizador de total prepotencia nacionalista, convocó a todos los soberanos de la tierra a Roma para elegir a un emperador que, a todas luces, debía de ser él. Y, ante el asombro de los romanos, empezó a portarse como si ya lo fuera. Antes, quiso ser investido caballero, se dirigió con gran pompa al Baptisterio Lateranense y se metió sin liberarse de sus ampulosos ropajes en la enorme pila en la que, según las crónicas de la antigua Roma, el mismo Constantino se había purificado de su recalcitrante paganismo. Después, envuelto en otra blanca toga de senador, pasó en adoración la noche sobre una estera entre las pilastras de la gran basílica.

"¡Esto me pertenece, y esto y esto!"








Al día siguiente, proclamó libres a todas las ciudades de Italia, muchas de las cuales se hallaban bajo  el yugo feudal de sus corrompidos nobles, y les confirió el título de "romanas por derecho sacro", y con la espada hizo tres señales en el aire en todas direcciones, gritando: "¡Esto me pertenece, y esto y esto!". Y así, espada en ristre, demarcó elípticamente cada uno de los puntos cardinales de la gran bota italiana. Y tras estrenar también un nuevo uniforme de seda ribeteado con franjas de oro, montó un caballo blanco con un baldaquino real y añadió una escolta de cien jinetes armados. 

Cuando Stefano Colonna el Viejo (que moriría en 1348, y hermano de Scierra Colonna, que ya alentaba una fuerte oposición hacia aquel vanidoso arribista en que se había convertido di Rienzo), ante semejante desfile de suprema potestad, movió la cabeza burlonamente, Cola, audazmente, le hizo arrestar con el resto de nobles que lo secundaban. De inmediato ordenó que todos ellos fueran conducidos en cadenas al Capitolio, y una vez allí, pidió y obtuvo de su Parlamento la decapitación de todos ellos. Después, en un acto de total irresponsabilidad, (que ya, junto al resto de sus actuaciones, empezó a levantar  serias dudas en el resto de tribunos en cuanto a la cordura del prepotente senador se refería) les perdonó la vida y les confió, además, algunos cargos en su recién estrenado Gobierno. Colonna y sus secuaces escaparon en cuanto se vieron libres y no tardaron en organizar un imponente ejército para acabar con el, ya sin lugar a dudas, enloquecido tribuno nacionalista.



Hasta aquel momento, el Papa Clemente, que no sentía simpatía alguna por los nobles romanos, había tratado a Cola di Rienzo con cierta indulgencia. Pero, a partir de los hechos consumados en el Capitolio, se dio cuenta de que se trataba de un auténtico desequilibrado. Por ello mismo, no tardó en publicar una "bula" en la que se decía que si el tribuno no se retiraba inmediatamente del Gobierno en Roma,  la fiesta del próximo Jubileo, que el Pontífice anunciaba llevar a cabo para tres años más tarde, en 1350, sería anulada y Roma no podría organizar ninguna más. A la vista de tal anuncio, los aristócratas huidos se presentaron con sus fuerzas ante las murallas de Roma. Cola hizo tocar las campanas a rebato en todas la iglesias de su sacrosanta ciudad a fin de convocar al pueblo a una asamblea. Pero casi nadie se presentó. No se trataba de que el pueblo no estuviera todavía de su parte, porque en su demencial retórica había hallado una distracción a la hambruna y demás necesidades que lo asolaban. Pero, tras la publicación de la "bula" Papal que había sido expuesta en todos los rincones de Roma, el miedo a perder el Jubileo, única ocasión que le quedaba a "Caput Mundi" para sentirse todavía la ciudad más importante de Europa y resarcirse con la multitud de turistas que sin duda acudirían a ella, fue aún mucho más fuerte.






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