domingo, 24 de agosto de 2008

Bizancio

Autor: Ramón J. Sender

... El alano Georges llegaba con la espada desnuda en la mano. Roger lo vio y sintió que el aire de la sala cambiaba de color. Todo era amarillo y oro, pero se hacía más oscuro. Al lado de Georges iba un capitán de las tropas turcopoles con más de una docena de los suyos detrás, y con ellos Gregorios, capitán romeo amigo de los genoveses. Al verlos, el príncipe Miguel, muy pálido, se apartó a un extremo de la sala. El Rey, mirando con ira a Georges, dijo: "¿Qué violencia es ésta en mi casa?"... Buscó Roger con los ojos a Bizcarra, que tenía cuidado de sus armas. El príncipe Miguel se había retirado a un rincón y esperaba, más amarillo que nunca, atacado de una tos seca y nerviosa. La reina Irene gritó: "¡Traición! ¡Favor al César!" Como si Georges y los suyos quisieran cubrir con sus voces las de la reina, avanzaron hacia Roger, insultándolo todos a un tiempo. Roger dijo: "Caballeros, no se trata, espero, de una algarada de rufianes. Concédanme el derecho de la defensa" La reina Irene gritó de un modo inarticulado: "¡Huye, huye y sálvate para mi hija y para el Imperio!" En esas voces entendió Roger, mejor que en la actitud de sus enemigos, que había llegado su fin. "Caballeros"- repitió, más pálido- Supongo que ninguno de ustedes es tan cobarde que quiera matarme por sorpresa y a traición" Se dio cuenta entonces de que el Emperador no estaba en la sala. Había una panoplia en el muro y se dirigió allí para alcanzar un arma, pero en aquel momento se sintió herido en la espalda. Dio frente a sus enemigos, como una fiera: "Georges, traidor, cobarde. ¡Tenías que ser tú!" Avanzó sangrando por la boca hacia la puerta, donde la reina Irene gritaba otra vez: "¡Favor al César!" El príncipe Miguel, en su rincón, miraba y tosía nerviosamente. Dos de los hombres que seguían a Georges y el mismo capitán alano avanzaron hacia Roger, que vacilaba sobre sus pies. Uno le agarró por el cabello y el mismo Georges le cortó la cabeza de un solo tajo. La reina Irene, con una voz ronca, repetía fuera de la sala: "¡Traición! ¡Favor a la reina!"... El cuerpo de Roger seguía en la alfombra. La cabeza la llevaba Georges colgada de los cabellos... El príncipe Miguel, sin dejar de toser, se acercó al cuerpo caído, y dándole con el pie, dijo: "Ahí estás tú, el de las grandes victorias, el que vino a salvarnos, el que pudo hacer en un año lo que nosotros no habíamos hecho..."


Críticas solventes (entre las que existe una rara unanimidad poco común), muchas de ellas provenientes de los Estados Unidos y de México, y que no responden a esa especie de inconformismo mental y de difícil aceptación (tan arraigado en Norteamérica, no así en México, y el resto de países de habla hispana) por los frutos literarios más actuales (y me estoy refiriendo a un siglo XX enmarcado en un período que va desde los años 30 a los 70), y que esta vez nos llegan del continente europeo, coinciden en que Ramón J. Sender es uno de los novelistas españoles de más talla y mejor redescubiertos en su "lozanía" por la prominente pirotecnia de la literatura mundial. Pese a considerarse siempre escritor autodidacta (no obstante haberse licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, costeándose sus estudios como empleado de una farmacia madrileña), inaugura en nuestras tardías letras hispanas del siglo XX uno de los derroteros estéticos más revolucionarios en la gestación de la novela. Ferviente y arraigado individualista, se mantuvo al margen de los círculos más o menos consagrados de su época. Y pese a su denodada actividad política, prefirió no integrarse jamás a partido alguno. Traducido a casi todos los idiomas occidentales -en especial al inglés por su segunda esposa, la traductora Florence Hall-, estilista brillante, su dominio narrativo compone estremecedores retablos sociales, muchas veces expuestos al más violento naturalismo ("Requiém por un campesino", "Crónica del alba", en tres volúmenes que recrean con enorme vigor una especie de amplísimo dietario -en el que se entremezclan elementos autobiográficos- de la vida española desde principios de siglo). Hay que añadir a todo ello que la continuada y constantemente superada consistencia de su enriquecedor equilibrio novelístico se etiqueta también a través de la pureza del mejor drama y una especie de lirismo pictórico, de enorme calidad, que Sender no duda en transmitir por entre ese calor vital que despiden sus formidables relatos, así como una brillantísima factura psicológica, pletórica de las más receptivas expresiones, que adornan a sus personajes, ya sean ficticios ("Las criaturas saturnianas" "Epitalamio del Prieto Trinidad" ") o reales (novelas históricas), y un penetrante estudio del medio social en que se desenvuelven. Tampoco puede disociarse de los mismos una minuciosa exaltación romántica, aunque dicho entusiasmo transite auspiciado por cierta sordidez del medio, y una gradual transformación de los caracteres que van desde la rebeldía del individuo contra la sociedad que le oprime hasta esa densidad dramática que se mueve de nuevo dentro del más depurado realismo.

Su extraordinaria meticulosidad, a la que consigue infundir una nueva y vivificante inspiración que tiende a imponerse en la mayor parte de su labor literaria, le permite también profundizar, como si de una nueva fórmula mágica se tratase, en el sugestivo plano de ciertos retablos epopéyicos ("Jubileo en el Zócalo" "Túpac Amaru" "La aventura equinoccial de Lope de Aguirre" "Bizancio" "Carolus Rex" "El bandido adolescente" -auténtica filigrana con todo el sabor de un relato colonial enclavado en el "Far-West"-), que acabarán por arraigarse en un perfectamente reivindicado apogeo, mucho más afortunado que en otros autores hispanos, de la grácil, nostálgica, barroca (aunque muy alejada del manierismo), y documentadísima culminación del acaecimiento histórico. Y aunque no menos impregnado por las grandes tradiciones clásicas, ya que todos los historiadores, frente a la fidelidad del mundo real en que vivimos, irrumpen en los cenáculos totémicos de nuestros antecedentes, tratando de materializar en sus escritos aquellos contornos y colores lejanos, Sender se halla también a medio camino entre el cantor homérico de las grandes gestas que nos ha legado la historia, y el cronista en el que persiste su libertad de criterio frente a los anales que decide contarnos. El tenaz aislamiento en que transcurriera su existencia (había formado parte del Estado Mayor Republicano como comandante de Brigada desde 1937, pero misteriosamente coaccionado por los elementos comunistas que habrían de combatir a Franco, marchó a EE.UU. en 1942) le permitiría demostrar una ostensible propensión, inquebrantable e inmunizada, frente a cualquier posible crítica, por la que daría en llamarse "novela-periodística" o "novela-reportaje". Y que no impediría en ningún momento al escritor la conveniencia de dirigir su pluma a través de un complaciente y celebrado plano estético, tan capaz de rehuir el melodrama como de "no" entroncarse en la narrativa más comercial. (Pese a todo, no podemos pasar por alto que, más tarde o más temprano, cierta ironía especuladora puede acabar por degradar con su incoherencia los propósitos más combativos de cualquier idealista. Ramón J. Sender, ante el asombro de muchos de sus más fieles lectores, se presentó en 1969 al premio Planeta con la que quizás sea su peor novela: "En la vida de Ignacio Morel". Y por supuesto, como estaba cantado, "lo ganó") Como gran artífice de las letras hispanas, que ejerciera en Instituciones docentes americanas (Guatemala, México, San Germán de Puerto Rico, y a partir de 1942 en Estados Unidos -Universidades de Denver, Harvard, Nuevo México, Ohio, y Southern, en los Ángeles) fue considerado el "único novelista significativo y mundialmente conocido de la joven generación que había precedido a la Guerra Civil Española"


"En los muelles de Constantinopla habían acostado dieciocho galeras y cuatro gruesas naves aquella mañana de febrero de 1302... Roger de Flor y sus ocho mil hombres, incluidos los navegantes, iban a Constantinopla a ayudar al rey bizantino Andrónico Paleólogo contra los turcos que amenazaban sus fronteras. Los había llamado el Emperador tres meses antes. Era Roger hombre de treinta y cuatro años, alto y rubio, con las cualidades contradictorias de su padre alemán y de su madre italiana, y con los resabios de todos los navegantes templarios y los giros y maneras adquiridos en los campamentos de Aragón y de Sicilia. Taciturno y grave, tenía un aire de violencia contenida"...


El invierno oriental de Bizancio se abriría, con toda seguridad (a la llegada de los corchetes catalano-aragoneses), a sus mañanas enjutas y aún calientes, sumidas en un clima húmedo y bochornoso. Aquella gigantesca puerta, que se erigía en último baluarte europeo, todavía penetraba, a través de la ufana solidez que le concedía su gran estamento ciudadano, en el inquietante y oscuro continente asiático (a través del cual surgía, por entonces, la amenaza invasora de las tribus túrquicas, originarias de las vastas estepas del Asia Central). Constantino la había elegido por su perfecta posición estratégica. Como Roma, la imponente Bizancio también descansaba sobre siete colinas. Y, por aquellas fechas, seguía siendo la ciudad más populosa del mundo. Llegó a contar con un millón de habitantes. A sus Basileos les enajenaba la magnificencia asfixiante de su propia Corte. Un descomunal oleaje racial se sumía entre aquellos pórticos portentosos, presididos por la Iglesia de Santa Sofia (pese a que la inmensa urbe contase con más de cuatrocientos templos cristianos) en la que se conservaban las más veneradas reliquias de la Cristiandad: desde un leño de la Cruz de Cristo y su corona de espinas, hasta sus sandalias; desde una gran profusión de los cabellos de Juan Bautista hasta los esqueletos de mártires famosos sacrificados por las persecuciones paganas de los emperadores romanos. Santa Helena había logrado conservar las osamentas de María Magdalena y Lázaro, el resucitado. Jamás averiguaremos la autenticidad de dichas reliquias. Pero dudar de ellas era en Bizancio un auténtico sacrilegio. A este crisol de razas y hábitos heredados de Roma se unía una amalgama de hombres y mujeres cuya heterogeneidad étnica, llegada de los hondos confines africanos y asiáticos, o de la común y más próxima entrada europea, nunca vivió la perturbación agitadora del racismo. Los designios de Bizancio aceptaron desde siempre, pese al acongojante desgarro que para la historia de la metrópoli significaran sus constantes herejías, los más variados fermentos raciales puesto que cada acto y designio estatal, ciegamente obedecido por el ciudadano, se basaba en una sola ortodoxia y una lengua común: el griego. Hasta la conquista definitiva de esta cosmopolita Bizancio o Constantinopla, que parece desleída del panal platónico de las Escuelas de Grecia, en 1453 y, como último reducto bizantino, Trebisonda en 1461, por los turcos otomanos, Sender erige a sus lectores, a través de una de sus más brillantes creaciones, en testigos excepcionales de un hecho histórico (la llegada a la extraordinaria urbe de los Almogávares, tropas de choque, o sicarios, de la Corona de Aragón) constituido por dos pilares esenciales sobre los que suelen asentarse todos los anales de la epopeya: la eficacia aplastante (en este caso, real) de la exaltación bélica, capaz de enhebrarse a esa otra línea dramática que sigue un curso paralelo a la acción principal motivadora de la narración, y tras la cual existe toda una tradición que la mayoría de los novelistas han conjugado con éxito: "aventura y amor" en suma. En "Bizancio" se mantiene igualmente esa importante preeminencia del ímpetu entre las dos fuerzas elementales, ya mencionadas, convertido en plástica. En ambos polos, esquemas tan viejos como el mundo (y que ya hallamos en la antigua literatura oriental; que aparecen luego en los fastos Homéricos, y perdurarán así en los grandes dramas de la narrativa europea) se condensan y subliman, en consecuencia, las inclinaciones irracionales (más bien "voracidad") de cuantas mitologías guerreras han forjado siempre en el hombre esa especie de combate absurdo entre las fuerzas puras que rigen su naturaleza: las del "Bien" y del "Mal"; y sus valores éticos, más o menos encubiertos, suma y compendio ineludible de una de las que sin duda sea su más imperiosa necesidad, y que procede en línea recta de ese otro "ímpetu puro" y no menos complejo que de igual forma ha condicionado de por vida su felicidad o infelicidad: el urgente deseo de amor; y, por extensión, de comprensión y afecto.


"La princesa María se había encerrado en sus aposentos, donde la asistían sus doncellas... Soldados griegos o alanos de procedencia ignorada y sin banderas, sorprendían en la cama o en la calle a los almogávares descuidados y los pasaban a cuchillo... Rocafort concentró algunas fuerzas y acudió a Gallípoli, donde estaba también Berenguer con unos trescientos hombres de a caballo procedentes de Orestiades... La princesa María seguía encerrada en sus habitaciones. Alrededor del torreón que ocupaba se sentía un gran silencio y un gran estupor. La joven viuda no lloraba, según sus doncellas. Iba y venía como un fantasma, y, de vez en cuando, repetía en voz alta: "Roger no vive". Aunque el hecho era terriblemente claro y concreto, a veces pensaba que todavía podía tratarse de una noticia falsa... El signo más funesto le parecía la presencia de un ave de presa en lo alto del torreón dando día y noche graznidos lastimosos. El príncipe Miguel había enviado algunos escuadrones ligeros para que dificultaran la concentración de los catalanes y los hostilizaran en Gallípoli... A los tres días la princesa María dio señales de vida llamando a sus habitaciones a los tres capitanes más importantes. En aquellas tres noches sin dormir, se había marchitado bastante y sus ojos lucían como los de un lobezno hambriento. Hizo llamar también a los escribanos y delante de ellos dijo que en nombre de las casas de Paleólogo y de Azán declaraba que su tío el Emperador y su primo el príncipe Miguel eran traidores a su patria y a los intereses de la cristiandad y que merecían guerra y muerte. Parecía dolida y débil, pero tenía arranques de inesperada energía. Se acercó a Berenguer: "Sé que habéis enviado una embajada a Andrónico. No es hora de embajadas. ¿Sabéis lo que hará con los seis hombres de la embajada? Les hará cortar la cabeza, y puestas las seis en seis jaulas las exhibirá en los pilares de la Catedral. ¿Qué necesitáis todavía para ver la verdad? ¿No veis que ellos son hombres que visten oro y damasco para cubrir la mugre y que sonríen para disfrazar el odio y la sed de sangre? Yo los conozco porque soy como ellos. No creáis que estoy hablando animada por el amor de Roger. No. Lo odio a Roger en este momento y os odio a vosotros... Yo he querido a Roger y os he querido a vosotros, que arriesgabais la vida a su lado. Todo se acabó. Sin Roger soy la princesa María Azán de Bulgaria y Paleólogo. Soy sólo el amor que vuelve sobre sí mismo teñido de sangre sin conocer ya al amado... Ahora quiero gritar, pero la voz no me obedece. Y os odio. Odio a Roger, que entre la muerte y las palomas de Bulgaria eligió la muerte. Os amo y os odio... Destruid todo lo que no va a ser útil para la venganza. Matad a los hidalgos y nobles alanos, masagetas, comedores de peces, romeos traidores, turcopoles cobardes. Convertíos en los grandes criminales que se salvan después de haber contado sucesivamente las víctimas de sus crímenes. Yo iré con vosotros... Os amo también y os odio lo mismo que a Roger, quien prefirió la muerte a la dulzura de estos brazos míos. Andrónico tiene muchos hombres flojos... Todos lo odiarán cuando yo grite mi odio a pleno pulmón sobre los campesinos, los artesanos, los comerciantes y los soldados. Tiene Andrónico un párpado caído que tiembla. Tiene una voz de muchacha malcriada. Todos los caminos son de él, ahora, pero todos están mojados de sangre. Id a limpiarlos y a reconquistarlos. Los embajadores no volverán ya nunca. ¿Cómo es posible que tengáis confianza en Andrónico todavía? Yo lo conozco igual que conozco a mi madre y me conozco a mí, y sé que ahora está volviendo el lado abyecto de su naturaleza, igual que voy a vivirlo yo desde ahora."



Como si de una inocencia de infancia se tratase, pero a la que penetra indefectiblemente ese viejo dolor humano que nos es tan caro, "Bizancio", impactante novela, surge de repente por entre los pilares caídos donde una vez hubieron palacios, desamparos de civilizaciones marchitas, presencias urbanas que alcanzaron cierta conciencia estética. Idiomas con precisiones de una veracidad desesperada y un olor íntimo de amor y afectividad, capaces de no morir desvalidos en el decurso agónico del olvido, y de incorporarse a una celebrada concreción de imágenes literarias que rebasarán la sorda acústica interior del tiempo transcurrido. Ramón J. Sender oye cada latido, no dejará tras de sí ninguna carga de agonía, palpará el añoso sol que iluminara con promesas de eternidad otras vidas que también dialogaron en sus sillones gloriosos y efímeros. Es una pluma ilustrada de hombre que no detiene su camino y se remonta de nuevo hacia el gigantesco templo cuyos muros rotos se iluminan con el encendido velón que aporta la ceremonia literaria. Lindes que se abren a la presencia de unas realidades que colmaron las promesas del mundo de los hombres, la exaltada confianza en sí mismos, que es lo mismo que decir "en todo". Es la historia que vuelve, como imantada en el aturdimiento de sus sucesos. Que recorre la sensibilidad del paisaje, alborotada por el viento de su prosopopeya; sumida en su luto señoril, en la sangre de sus hijos levantiscos, en el amor que quema en una luz de miel, en el ahínco de unas manos de madre vieja. Y que, dejando de sentirse extraviada, adquiere categoría de flamantes ansiedades, aquellas que pasaron como gritos afilados, duros como piedras, pero que también participaron de la hermosura, de la armonía de las palabras, de la delicia de holgarse con lo que nos cuentan. Historias talladas en lumbre; glorificadoras de la locura de los hombres que forjaran sus epopeyas, guerreras o culturales, y que durante siglos recorrieran los pórticos del tiempo frente a los cuales no se perdieron ni un ademán, ni una palabra. Sed y agua de la historia, siempre tan necesitada la una de la otra, consintiéndose, unas veces rebatidas, pero siempre apetecibles. Y que, si hubiesen sido postergadas, habrían adquirido esa condición mortecina, esa ansiedad recóndita de una sed que nunca habríamos podido saciar.



Ramon J. Sender: Había nacido en Alcolea de Cinca (Huesca), el día 3 de diciembre de 1900. Sus padres, José Sender, secretario del ayuntamiento, y Andrea Garcés maestra, dedicaron no obstante su existencia a la explotación como terratenientes de una pequeña propiedad rural. Tras ser educado en el Colegio de la Sagrada Familia de Reus, cursó estudios de Bachillerato en los Institutos de Zaragoza y Huesca. Ya adelantamos que se costeó su licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid empleándose, primero en Zaragoza, a los catorce años (prescindiendo así de la ayuda familia, y a fin de huir de la insoportable autoridad paterna) como aprendiz de farmacia, y luego en la capital española. Una vez incorporado al servicio militar, fue destinado a Marruecos. Entre 1922 a 1924, tomó parte activa en las acciones bélicas emprendidas por el Gobierno Español. Fue ascendido a oficial de Infantería, y se le concedieron condecoraciones. "Imán", su primera novela, que data de 1928, y que fue publicada "en inglés", con los títulos de "Pro Patria" en Estados Unidos, 1934, y "Earmarked for Hell", 1955, en Inglaterra, recoge sus más terribles experiencias en la campaña de África. Acusado de conspirar contra el Gobierno del General Primo de Rivera, fue encarcelado. Durante la República, rechazando muchos de los cargos oficiales que se le ofrecieron, aceptó, no obstante, formar parte del Consejo Nacional de Cultura y de la Alianza de Intelectuales para la defensa de la Democracia. Visitó París y Berlín en 1933 y 1935. Casado en 1924 con Amparo Barayón, la guerra le sorprendió con su mujer y sus dos hijos, Ramón de dos años y Andrea de seis meses, en el pueblo segoviano de San Rafael. Al ser ocupados por los insurgentes franquistas, decidieron separarse. Amparo y los niños se dirigieron a Zamora, y Sender, atravesando el frente Nacional, se incorporó como soldado a una de las columnas republicanas que llegaban desde Madrid. Su esposa y su hermano fueron torturados por los Nacionales, al no poder apresar a Sender, y murieron el 11 de octubre de 1936. Pudo recuperar a sus hijos, que habían quedado desamparados en zona franquista, en Bayona, por medio de la Cruz Roja Internacional. Dejándolos al amparo de dos jóvenes aragonesas, marchó a Barcelona, esperando ser enviado al frente de Aragón, en el río Segre, con las tropas anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). El entendimiento entre comunistas y sindicalistas pasaba por uno de sus peores momentos. El ofrecimiento de Sender para luchar bajo su mando fue rechazado. Se exilió primero a Francia, a continuación a Guatemala y México, y llegó a Estados Unidos en 1942. Casado un año después con la traductora Florence Hall, se divorciaría de ella veinte años más tarde. Murió el 16 de enero de 1982 en San Diego, California (USA).