miércoles, 2 de mayo de 2012

Retablo Kiowa -III-







Autor: Tassilon-Stavros




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RETABLO KIOWA -III-






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Todo aquel inmenso territorio se hallaba custodiado por las tribus Kiowas. Rubén Zacarías salía a campo traviesa acompañado de Chucho, su perro. Por aquel entonces mantenía ya algún tipo de esperanza, aun sin saber bien en qué. Desde el pequeño porche de su cabaña veía pasar aquellas comitivas alarmantes y silenciosas de los indios. Pero lo cierto era que las expresiones de los Kiowas no parecían adustas. Si hubiesen querido acabar con él, habían tenido ya mil oportunidades. Los Kiowas mantenían ante Rubén aquella especie de actitud misteriosa que (por los hábitos de violencia achacables a las tribus autóctonas, entre las que se contaban, además, los Cornejas -Crows-, los Cheyennes, los Sioux, los Ojibwa, y los Comanches) llevaba implícita, sin arriesgar nada, toda iniciativa de aniquilamiento (o voracidad ante la muerte, como aseguraban los saqueadores blancos de los primeros territorios indios), por lo que habría sido un auténtico suicidio hacerles frente. Por vez primera, comprendió Rubén que el indígena, al que, por la naturaleza esquilmadora y falta de escrúpulos de los pioneros blancos, había que aborrecer y combatir invariablemente, no era siempre el enemigo genuino y sanguinario, codicioso de la cabellera del invasor.



En los territorios ocupados los hechos sangrientos se contaban a cientos desde tiempos pasados. Pacíficos emigrantes, hombres prudentes que jamás habrían desafiado las fuerzas aborígenes ni creado atmósfera incómoda a los indios, pero que habían acabado por rendir sus esperanzas y su alma en una guerra abierta entre indefectibles hechos de sangre, porque aventureros de toda laya y gentes de horca, bien armados y pertrechados, extendieran al mismo tiempo sus pupilas de animales carniceros frente al violentado espacio de aquellos indígenas aguerridos. Desde la antigüedad la hollada naturaleza de la tierra ha respondido al hombre que la pisotea con tan angustiosa pesadilla como la que comporta cualquier tipo de barbarie dominante y devastadora, al tiempo que aquél (muchas veces contra sí mismo) ha ido imponiendo sus leyes y sus armas. Y en consecuencia su incongruente grito de contento acostumbra a conducirlo, por lo general, hacia el odio, la sangre y las más irracionales carnicerías. Pese a todo, como suele suceder en todo clima humano en el que impera la búsqueda de nuevos horizontes y se prepara para su conquista, tanto los más fuertes como los más débiles, acaban perdiéndose en él. El hombre blanco, al movilizarse en aquellos grandes territorios, trató de imponer sus nuevas leyes, sus costumbres, sus prejuicios, incluso un dios sanguinario, lo cual significó una nueva guerra llevada a un país y a unos hombres que desde un tiempo inmemorial vivían de un misterio todavía indescifrable y de una armonía con la naturaleza que los circundaba. Mas siempre es difícil para los pueblos aceptar nuevas leyes; se necesitan siglos, y pese a cambiar hasta cierto punto en su aspecto exterior, en el fondo de los corazones suele conservarse el recuerdo de las viejas leyes.

Rubén Zacarías, sin armas, no se mantenía en la inacción. La experiencia pacífica que, a distancia, mantenía con los Kiowas, le había conferido nuevas fuerzas. Tendía sus trampas para capturar conejos sin poder osar a empresas más arriesgadas como habría sido la caza del búfalo. Al estilo de los mexicanos, y cuando hablaba con Chucho, llamaba a su pequeña choza mi "ranchito". Hombre y perro eran inseparables. Recorrían el valle a cuerpo descubierto. Salvo los rostros cautelosos y atisbadores de los indios, las indomables manadas de caballos y las testuces precavidas y abundantes de los búfalos, todo aquel pequeño universo primigenio que le rodeaba semejaba al mismo tiempo un campo gigantesco sosegado, silencioso y acogedor. En su trato con los peligrosos apaches de Mexcalero, nómadas y asoladores de cualquier territorio, y que siempre avanzaran en busca de alimentos allí donde los hubieran, completó Rubén su adoctrinamiento en desatadas locuras de dolor y sangre, pero también en otras habilidades y nociones que ahora, en su soledad, le llenaban de satisfacción: como arrancar el fuego a la Naturaleza con los recursos que el transmutado follaje ponía a su disposición; confección de ciertas armas primitivas...

Y así, en su aislamiento, liberada su imaginación, controlaba los más insospechados pormenores que el generoso valle le ofreciera. Ingenió cierta especie de hacha de cuarzo, que recordaba a las prehistóricas segures de sílex, y que le permitió reforzar con ennegrecidos troncos su ranchito; y un par de pequeñas lanzas para la caza, que utilizaba con ojo sagaz. Muchas veces, con instintiva admiración, observaba aquellos extraños acantonamientos Kiowas, tan bien organizados que sus habitantes semejaban ancestrales y recatadas criaturas, muy alejadas de la cruel frialdad asesina y del ulular amedrentador que, al igual que hechiceras histéricas, solían emitir en sus ataques los mexcaleros, chiricaguas, apaches y navajos que habitaran las fronteras mexicanas.

Para desafiar con éxito el invierno que se avecinaba, anduvo Rubén algún tiempo calculando cómo emplear sus propias fuerzas frente al enemigo climático. Cubrió cuanto le fue posible la endeble techumbre y las pequeñas empalizadas exteriores. Su ranchito pasaba a convertirse en pequeña fortaleza capaz de salvaguardarlo de las inminentes lluvias y más que probables nevadas. Rehuyó de nuevo el ataque abierto con los búfalos (merced a sus pieles, combatir el frío habría resultado menos duro), pues, dada la precariedad de sus armas, no había que hacerse ilusiones. Podría verse medio asediado por los lobos, y acrecentó sus cacerías y acumuló cuanta leña pudo conseguir, todo lo cual haría que su situación y la de Chucho fuese más que segura durante el crudo invierno del valle.

Una mañana, con las primeras nieves, halló frente a su ranchito una magnífica piel de búfalo. Vivamente emocionado, aceptó Rubén el ofrecimiento de aquellos vigilantes a los que también él acechaba.

-Ansina parece no más que estos inditos se decidieron a no madrugarnos, ¿eh Chucho?- comentó Rubén.

Perro y amo. Dos sentires inherentes. La expresión vivísima de la fidelidad animal le seguiría siendo adicta incluso hasta después de la muerte, pensó Rubén.

-¡Me dejaste a "mersed" de esos pendejos!

Su muerte había llegado a hacerse tan verosímil, que todo cuanto ocurría a su alrededor se hacía irreal. La alta fiebre le impulsaba a no creer en lo que tenía delante. Dos mujeres Kiowas: una le abrigaba, otra le daba a probar una sopa picante y caliente. Ambas se le acercaban confiadamente, sin comprometerse con palabras ininteligibles. Y luego le observaban con fijeza, sin pestañear, mientras Rubén, hambriento, débil y calmoso, aceptaba el ofrecimiento de aquel alimento desconocido que parecía rastrear el ramaje deshojado de su estómago, concediéndole nueva savia a su sangre. Una parte del muro de troncos del ranchito se hallaba cubierta con enormes pieles de búfalo. Apenas si entraba la luz. Y la pupilas observadoras de Chucho, tumbado junto a un reciente fuego interior, sin temor ninguno a los nuevos habitantes de la cabaña, se adhería, en una paz idílica, a la orden de Rubén, cuyos gestos tantas veces le habían repetido que se quedara a su lado.

Aquella embriaguez febril de Rubén lo mantuvo varios días sumido en tremendos desvaríos espontáneos y pueriles de habla española a los que, entre paréntesis de silencio, los guerreros Kiowas que rondaban el ranchito atendían con curiosa deferencia. Curadas sus fiebres, enflaquecido y barbudo, se admiraba Rubén de la paciencia y del candor aniñado de las mujeres Kiowas, que, alimentándole, le habían ofrecido a un tiempo el mudo consuelo que tanto había necesitado. Nunca, hasta entonces, había reprimido Rubén sus expansiones sexuales, a cuya necesidad había recurrido regularmente de forma peregrina. Inspeccionaba ahora el cuerpo de las dos hembras indias y surgían sus viriles anhelos soterrados. Observaba con cierta codicia las redondeces femeninas. Las dos mujeres que le cuidaban se movían con jovial confianza ante Rubén. Todo el pueblo Kiowa parecía serle adicto ahora, después de haberle arrancado de las garras de la muerte. Los indios parecían tenerlo todo calculado. Aquel hombre blanco no representaba ningún peligro, pero era un ch'i (hombre), y los Kiowas no se tomaban los transportes sexuales a la ligera.