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Además,
al capitán cada día le resultaba más difícil sentirse como vencido por aquella
inexplicable sensación de desamparo, la misma que ya había experimentado
durante su infancia y adolescencia junto a su insoportable tía, cuya única
justificación plausible en su existencia había sido la de mantener una morbosa honra
heroica por sus antepasados militares, en la que incluía por supuesto a su
hermano y padre de Thomas, fallecido quince años después de la primera contienda
mundial. Y en la que, como joven comandante, había mandado una valiente compañía
caída en los campos de Francia, donde él mismo había sido gravemente herido. Y
Huntington, cuando trataba de pensar en ello, tan sólo recordaba de él aquella mirada del hombre orgulloso experimentado en combinar aventuras con las que tratar de enardecer su corazón de niño, inventando motivos heroicos capaces de interesarle con sus recitados militares, al tiempo que escrutaba exigentemente su rostro, buscando siempre en él una respuesta que lo inflamara y estremeciera. Pero ninguno de esos medios había dado resultado. Thomas odiaba en su padre aquella especie de atesorado anecdotario de causas honrosas cuyo único objetivo era que el interés por el ejército progresara y se aplicara al muchacho como ineludibles pasiones bélicas, de ideas militares
tan fantásticas como irrealizables, y que acababan destrozándole los nervios por el esfuerzo que hacía para ocultar su única verdad: una
escasa predisposición a aceptar la vida militar. Su muerte le alegró, porque tras él se fue aquella voracidad enfermiza de sus marciales orientaciones siempre etiquetadas de honra en la odiosa tradición familiar de los Huntington. Pero el definitivo golpe de gracia provino de su tía, aquel espíritu de dura feminidad indomable que jamás aceptaría en su sobrino el menor signo de rebeldía, restableciendo una obediencia jerárquica frente a cualquier indecisión que pudiera apartar al débil joven de un futuro que no fuera el de la dedicación exclusiva al ejército. Y Thomas, acobardado y falsamente vencido, se había sentido atrapado como si un gran desastre se cerniera
sobre su vida y su porvenir, pero aceptando aquella imposición traumática que su tía le imponía tras la muerte de su hermano. Su historia familiar no dejaba por ello de poseer las características de una ingente obra jamás
publicada, con sus anécdotas heroicas repartidas entre imaginarias estelas de viejos papelotes impresos en las
memorias autógrafas de aquella insufrible mujer. Una especie de juez ante el cual había que responder
sumariamente como quien se hallara aprisionado en la pista única de un absurdo circo militar, y como si la familia Huntington se tratara de un museo de cautivo encadenamiento en el cual no había trámite ni sacrificio heroico que
escatimar y ni aún siquiera despertar la menor sospecha de cobardía en alguno de sus miembros. El simple hecho de que a sus cuarenta y ocho años aún mantuviera su virginidad significaba que su masculinidad estaba irremisiblemente minada. Todo ello en efecto no contradecía las ideas militaristas recibidas, pero habían obrado como perturbaciones disciplinarias en el desarrollo de una acobardada virilidad frente a la aureola correctiva y dominante de la mujer que se había hecho cargo de su educación. El joven Huntington asumió la cuestión del militarismo tal como se la entendía en la época, y aceptando que para el hombre no existía más Creación que la de aquella disciplina y su respeto por el honroso prestigio familiar. Y cuando su educadora murió, pese a sentir un alivio como si se hubiera desembarazado de un yugo, con su muerte, la matriarcal doctrina altanera y nada paternal de aquella mujer había alcanzado ya su objetivo: apuntalar el mejoramiento correctivo de sus esperanzas para con su sobrino y verlo por fin convertido en militar, siendo ya demasiado tarde para Thomas no concluirlo. La autócrata distribuyó sus panfletos patrióticos como quien recomienda una indiscutible moralidad aleccionadora o muestra un crimen sin sentirse presionado a acompañarlo de un obligatorio escarmiento. Entonces el suicidio podría haber sido bello, porque entre aquellas especies de resúmenes disciplinarios y el desmesurado respeto por los grandes hombres a los que se había confiado la magnificencia familiar, se escarnecían para Thomas Huntington las cosas más sagradas de la vida: la propiedad de sí mismo, y quizás hasta el matrimonio. Y cuando se quedó solo se sintió como un niño engañado: ¡demasiado nervioso! ¡demasiado obediente! ¡demasiado cobarde! Habían habido tantos fraudes en su vida, en la escabechina de su voluntad, que hasta los gérmenes de la necedad se desarrollaron en él con efectos incalculables. Y cualquier pequeña incidencia que lo pudiera acercar al sexo femenino estaba perdida, porque también su virilidad parecía haber errado su camino, volviéndose sospechosa. Así, para sentirse seguro necesitaba más garantías que cualquier otro hombre, y por ello recurrió a la ventura: compró una mujer como quien compra un garfio de pesca, aunque sin añadir a ello el poder de reglamentar la procreación. Creyó así haber corrido los cerrojos de su desconsolada y solitaria masculinidad, y buscando en aquella compra sin deseo el mejor sistema a su vergonzante soltería. Lo que olvidó era que una compañía femenina así adquirida padece de una inmoralidad absoluta. Deja vía libre a los excesos, que es tanto peor cuanto más se la necesita, y que como proyecto ambicioso siempre se vería gobernado a su antojo sin atender a la Razón.
Siguieron días templados para el mes de septiembre. El bosque conservaba el vivo verdor estival de sus florescencias desordenadas, de los pinos y otras especies arboreas, y el cielo seguía ofreciendo un tono de plateado azul que dominaba la extensa zona del fuerte con una amplitud de lienzo resplandeciente, al tiempo que el impulso de las brisas ondeaba lentamente más apaciguadas y renovadas, equilibrando de forma placentera, tras los furores ardientes del pasado agosto, la respiraciones humanas y el extenuante desaliento veraniego tan voraz, tan pesado, con cuya monotonía aplastaba la tierra toda. El capitán, encerrado en su despacho, tras sus cenas solitarias que Roberta le servía en dicho gabinete, seguía trabajando casi siempre mucho después de las diez de la noche hasta bien entrada la madrugada. Sus vigilias se extendían así hasta las dos o las tres. Unas veces abría un libro y lo cerraba: ¿para qué? Tampoco fumaba, porque siempre había asociado el tabaco con los espíritus mediocres del vulgo o la tropa. Y aunque casi toda la oficialidad era adicta al tabaco, incluidas las cursis de sus esposas, tontas admiradoras de las más famosas actrices cinematográficas de aquella época dorada de Hollywood cuyas interpretaciones siempre iban acompañadas del ineludible pitillo entre sus labios, la inutilidad del cigarrillo y del veneno que su nicotina insuflaba en los pulmones, según pensaba Huntington, dividía en dos con más facilidad la estulticia humana: la certera contingencia cancerígena cuyos efectos sobrevienen más pronto que tarde, y el deterioro de las facultades mentales que, como recordaba haber leído, dada su buena memoria para almacenar informaciones, se componían de tres grandes verdades: la de sentir, la de conocer, y la de querer. Y aunque cada día se sucedían con más frecuencia las muertes por cáncer de pulmón, en las que se incluían también grandes luminarias del Séptimo Arte, el raciocinio, por ser inmutable e impersonal, seguía sin ofrecer garantías de no atentar contra la salud a las multitudes que seguían invariablemente la rutina de su toxicómana adicción al tabaco. Al cabo de una hora el capitán estaba cansado, como si lo atacase un desmayo continuo, y renunciaba así a cualquier tipo de lectura. A veces revolvía hastiado sus cargantes preparativos para las clases que impartía por las mañanas. Hábitos que antes toleraba con resignación, ahora le hacían sufrir. Reprendía groseramente a la pobre sirvienta porque la comida y la calidad de la misma le parecía detestable. Y cuando Roberta, en silencio, daba media vuelta, dejando sobre su mesa la bandeja de la cena, ocultando con su estoicismo de criada maltratada su decepción al verse increpada como desastrosa cocinera y unos lagrimones le corrían por las mejillas, el capitán se complacía más y más en sus iniquidades, gesticulando con aire de mando, como si sus miradas exasperadas hirieran más que sus palabras:
-¡Estúpida! ¡Inútil! No tardaré mucho en echarte de aquí...
En muchas de aquellas ocasiones, dejando abierta la puerta de su despacho, oía la voz de Margaret tratando de calmar el desasosiego lloriqueante de la pobre criadita, a la que adoraba, y al tiempo que la abrazaba, en un esfuerzo supremo por tranquilizarla, llevaba su solicitud hasta el insulto más colérico de su manifiesta oposición conyugal, dando paso a su inmutable rencor, y sin importarle lo más mínimo que Thomas oyera sus airadas criticas contagiadas de la misma abyección que el capitán mostraba.
-No te preocupes, corazoncito... alma mía... ¿Qué se puede esperar de ese monstruo? ¡Basta, no le lleves ninguna cena más! Que se conforme con el rancho de sus soldados... ¡Ya reventará...! Y nadie va a echarte de aquí... Antes tendría que echarme a mí, y cuando llegue ese momento, tú vendrás conmigo...
Entonces Huntington, exasperado, cerraba la puerta de su despacho dando un sonoro portazo. Lissy ladraba. Y él giraba en torno al escritorio que lo ligaba al odioso trabajo de sus monografías para los adiestramientos militares. Volaban los papeles y más de una vez hasta la sucesión de los dos o tres platos de su cena acababan en el suelo. Se dilataban las ventanillas de su nariz en un esfuerzo por respirar fuertemente entre el desastre que ocasionaba con su irritación, execrando a Margaret y a Roberta.
-¡Malditas zorras!... ¡Son como un infierno con enaguas!... No pienso seguir aguantándolas...
Ante todo había que despedir a la insufrible negrita.
-¡Si, yo mismo... yo mismo lo haré... aunque esa bruja se oponga!
Y con la puerta cerrada, después de muchas vacilaciones, aceptando que la ira nunca funciona debidamente, aunque petrificado en su desesperación, volvía con aire ingenuo a su frase favorita:
-Que me aspen si esperan que recoja todo esto...
Consultó el calendario como quien busca una fecha que se le resiste. Miró una vez y otra su reloj de pulsera.
-La una y media...
Se dirigió al ventanal abierto. Y su horizonte y las encendidas luminarias del fuerte eran siempre lo mismo. Delante, hacia el fondo, los dormitorios. A la derecha, la pequeña iglesia, y a la izquierda la cortina de arces de los paseos cuyas copas se balanceaban con un aire tristón. Y en la lejanía, tras la zona boscosa, perdidas, casi imperceptibles, las luces ciudadanas. Su soledad nocturna era profunda, su ociosidad completa. Había pesadez en el aire, no se oía ni un zumbido de insecto volador, tan sólo la monótona estridencia de los grillos.
Lo
cierto era que Thomas Huntington para amonestar a quienes se movían a
su alrededor era el menos indicado. Sus ejemplos morales dejaban mucho que desear. Pero, ¡qué importaba, si nadie le parecía mejor que él mismo!
Los libros que leía le proporcionaban datos, reflejos de muchas
verdades, resúmenes más o menos creíbles de las cosas de este mundo, y por supuesto los
resortes más sombríos de la débil diplomacia beligerante de su país a los que tanto temía, porque la conflictiva situación política en las dos remotas Coreas se hallaba ahora a la vuelta de la esquina. Cinco años antes, tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética habían acordado dividir Corea en dos, y cada superpotencia se erigió en controladora en su área respectiva, constituyéndose dos
nuevos Estados que quedaron bajo sus correspondientes órbitas: la
República Popular Democrática de Corea en el norte y la República de
Corea en el sur. La reunificación de dicho país asiático no fue efectiva, la escalada de tensión aumentaba por momentos, y no se descartaba ya una próxima guerra abierta cuando los norcoreanos, como al parecer tenían previsto, invadieran el territorio sur de la península. A todo ello, y dado que las guerras nunca serán definitivas, más pronto que tarde los Estados Unidos tampoco tardarían en reaccionar, y Huntington se veía de nuevo encerrado entre ingentes infantes reclutados en la más ínfima de las regiones coreanas tratando de sostener con el vigor digno del soldado americano la inútil violencia bélica de una nueva contienda disparatada.
-"Es triste pertenecer a un país siempre dispuesto a escribir nuevas e insensatas historias militares, llevando a miles de hombres a la muerte por el interés de enloquecidos apologistas de uniformes con insignias heroicas. Yo te desprecio América tanto como desprecio tus malditas condecoraciones..." - Se decía para sí el disciplinado profesor de monografías militaristas que cada mañana departía en el campamento, confesándose que en tales momentos la historia beligerante de los Estados Unidos lo desquiciaba, y aceptando ahora que los personajes de segundo plano como Margaret o Roberta, los insulsos reclutas del fuerte y hasta las snobs esposas de la acuartelada oficialidad podían erigirse, en cuanto al comportamiento, en reflejo de la verdad humana más racional y cabal del planeta. Así vivía ahora Thomas Huntington la desoladora presión de cuantas circunstancias externas le angustiaban.
Carente, por tanto, de cualquier predisposición a las más necesarias emociones de la existencia, el capitán atendía el curso de los días con el impenetrable e hipócrita esfuerzo del acatamiento militar, dejando a sus espaldas sus ocultas inquietudes de desamparo. En consecuencia, aunque pugnara por negárselo a sí mismo, se sentía como una caballerosa marioneta únicamente movida por los hilos del mundo militar cuyas determinaciones galanteadoras del monumento patrio seguían siendo como una cruz ofrecida por el antiguo alumno que en realidad era, y que como niño de un hiperbólico coro chauvinista, mostrara una fe constante e inquebrantable a su patria, respondiendo en todo momento a un eterno Amén. Pero en el fondo, saberse militar y verse vestido con uniformes castrenses le hacía sentir la complaciente voluptuosidad de que le contemplaban en ropas muy íntimas, en traje reverencial con el que descomponía cualquier visible conato de su interna debilidad ante la tropa. Quizás volvían los tan temidos tiempos necesitados de rigor bélico, y la identidad miliciana era la coraza protectora de una acobardada desnudez, como si se dijese en carne viva, bajo la cual aquella materia primordial del miedo, ese miedo que suele acometer a los seres frente a los hechos impensables del mundo, y pasea inconfesablemente por nuestras mentes humanas, conferían al hombre militarizado un grado superior de imaginada supervivencia. El capitán a veces se instruía en estos razonamientos como sopesándolos sobre una base sólida. Pero cuando en sus padecimientos razonados separaba así la materia del espíritu, y con ello veía que la existencia del mundo y de los seres que lo habitamos sólo es un pasaje continuo de la vida a la muerte, donde todo es y nada es, volvía a perder la chaveta, y en seguida los abandonaba. ¿Y qué le quedaba entonces?
-"La duda, ¡oh siempre la maldita duda!..."
El capitán sufría ahora un nuevo motivo para sentirse deprimido. Su insufrible incontinencia úrica avanzaba cada día a pasos agigantados. Era para volverse loco porque las intermitencias entre sus micciones se desequilibraban desmesuradamente y de forma insoportable. Era como descubrir en la madre Naturaleza intenciones de burlona deformidad en sus genitales como escarmiento a sus antinaturales disciplinas de hombre virgen anclado ya en los cuarenta y más.
-"No lo creo..." - trataba Huntington de autoconvencerse siempre- "Es algo natural..."
No, no era una vergüenza, aunque así se diga, ni un fermento de moralidad como consecuencia de la educación recibida, ni una hipofrenia (era uno de esos términos que había leído en alguno de sus librotes nemotécnicos) de su sexualidad, que había pasado de largo en su vida lo mismo que el onanismo, aunque fuese en detrimento de lo que los hombres menos estiman, que es la castidad. Tan sólo se trataba de un indiscutible y penoso hecho natural: el agrandamiento prostático común a todos los varones una vez rebasados los cincuenta años de edad. Y aunque él, por ser todavía joven estaba lejos de estos desarreglos físicos, no halló más que un remedio y un método: mantenerse ante todo en el don de la perseverancia, y ya que había tenido las fuerzas suficientes para vivir castamente, ocultar la aflicción con que la fisicidad más embarazosa reclamaba una constante vigencia casi usuraria de sus fastidiosas micciones, especialmente en las vigilias nocturnas o durante el sueño interrumpido por dicho aprieto. No iba por ello a perder su presencia de ánimo, ni mucho menos acudir a consultas médicas, aunque en determinadas reuniones con la oficialidad de más edad el tema de los problemas por el agrandamiento de la próstata también salía a relucir, y algunos de ellos comentaban, con cierta actitud castrense, que no había más remedio que sobrellevar "esa clase de revés" con que los años minaban la masculinidad con sus irremediables desventajas físicas.
-"Pero no voy a vivir lamentándome" - se decía para sus adentros el capitán, y citaba algunas de sus frases nemorísticas -"Por este camino el hombre pierde su propia estimación... Haría el papel de un verdadero papanatas"
Y como la eficiencia no es siempre compatible con la meditación, Huntington buscaba denodadamente la manera de paliar esta contrariedad. En días pasados, había acudido a un centro farmacéutico de la ciudad y adquirido una amplia envoltura algodonosa de las que se usan en los centros hospitalarios, cuya capa recortaba cuidadosamente y con la que recubría la parte frontal interna de su ropa interior cuyo abultamiento en el pantalón quedaba disimulado por la amplitud de la guerrera militar, protegiendo así con este método algunas fugas inesperadas de orina. Una forma hasta cierto punto infalible pero tan molesta como rigurosa, necesitada de una responsable intimidad y largas vacilaciones para desprenderse a escondidas del problema que el capitán juzgaba contrario a pudor masculino. Luego recurría subrepticiamente a los desechos vertidos en las basuras de la casa que se recogían a diario por la cuadrilla de reclutas encargados de tal menester.
Los acontecimientos en un puesto militar donde una parte de sus residentes, aunque ínfima, suelen ser mujeres, cónyuges de la oficialidad como Yvonne
Peterson, (que tenía fama de chismosa y entrometida), esposa del General de División Austin Peterson, crean un mundo anclado en una especie de símbolo maniático de dudas sobre la decencia del resto de comportamientos femeninos, y establecen una suerte de gravamen murmurador sobre el que planea un acuerdo oscurantista de flechas envenenadas por las críticas. El comadreo de muchas de aquellas mujeres en sus tardes de bridge posee una puerta abierta al tema poco escrupuloso de la moral conyugal fácilmente aplicable a la traición, a la maledicencia, y a la difamación. Las arrogantes y aburridas esposas acuarteladas suelen así atribuirse el derecho de vengar con sus reprobaciones cualquier moral sobre la que empiezan a desconfiar, suscitando dudas nada encomiables de una decencia decadente a la que resulta fácil poner en tela de juicio. El chisme cobra así el cariz de una verdad evidente por la verdad misma. Es pues, en ese limitado mundo castrense en el que las mujeres militarizadas por su matrimonios son capaces de arrogarse más datos en apoyo de cualquiera de sus convicciones, que es como el centinela dormido de la crítica que despierta inesperadamente de su inopia. Y es también como si el fuerte militar tuviera ojos de gato y de demonio que traspasara las paredes o se desplegara por sus zonas agrestes, aspirando el aire tibio del infundio, contento de vivir entre sus redes.
Antes de que finalizase el verano la señora Peterson siguió organizando sus acostumbradas fiestas de fin de semana. Las conversaciones entre el ambiente cargado del amplio salón principal y el bar se multiplicaban de tal forma que, entre las apreturas, la concurrencia de siempre no dejaba de hablar y beber, dando la impresión de que casi nadie se enteraba con exactitud de los comentarios y chismorreos que pasaban concretamente de mirada en mirada. Y los que no habían logrado todavía articular palabra alguna, copa de Bourbon o ponche en mano, parecían estar invitando a que les hablasen. Entre los parlanchines concurrentes, de pie y callado en un rincón, se encontraba Thomas Huntington, ofreciendo una imagen muy envarada hasta sentir apretadas las rodillas, afanoso por no perder de vista la posibilidad de acudir frecuentemente a cualquiera de los dos lavabos de la casa. Pidió un vaso de ponche pero no lo bebió. Cerca de él el General Jefe del campamento Peterson, el coronel Brown y el Teniente General Fields, rancio cuadro de virtudes militaristas, comentaban algo sobre un nuevo gabinete de reclutamiento... de algunos preparativos sobre destacamentos y hasta Huntington, apartándose de ellos, llegaron escasas palabras de esperanzas... probablemente referidas a la próxima y tan cacareada tensión bélica sancionadora de una ya inminente intervención de las fuerzas norteamericanas en Corea. El resto de invitados apuraban entre risas las copas de Bourbon, y alguno profirió "este momento es nuestro... todo el resto es basura". Huntington al escuchar aquella especie de arenga militarista se puso muy pálido, como si fuera a desvanecerse. Se plantó en el porche aspirando el aire nocturno a plenos pulmones, sintiendo un escalofrío y algo así como el soplo de un brusco despecho hacia sí mismo por haber acudido solo a la fiesta de los Peterson y no abandonarla como en realidad deseaba por temor a las observaciones de los anfitriones o del resto de los invitados, ante los cuales no había más arreglo que mantener el tipo por delicadeza y caballerosidad.
Las esposas siempre se saludaban comedidamente, aunque aceptando muy sonrientes los halagos de la recepción, predisponiéndose a los inminentes secreteos, a sentirse fatuamente admiradas y suspirando entre empalagosos besuqueos. Luego se apartaban de sus maridos y hacían mohines con afectación y excesos de superioridad, y movían sus bien repeinadas cabezas y sus maquilladas caras con total predisposición a interferir entre el alboroto formidable de los corrillos más animados de la reunión. Por debajo del confuso alboroto, del aire solemne y las desafinadas voces de la fiesta, la señora Peterson, elegantemente vestida con uno de esos modelos nocturnos con los que imitaba a algunas de las actrices más famosas de Hollywood, había protestado con falsa indulgencia ante Huntington por la ausencia de Margaret en la fiesta. Pero fue aquella una objeción que no obtuvo respuesta inmediata, y la Peterson, observándolo de manera singular, aparentando tranquilizarlo con un gesto amistoso, trató de disfrazar el desaire ofrecido por la ausente Margaret Huntington con otros aspectos serios a los que sin duda vinculaba cierta intencionada suspicacia que, sin embargo, prudentemente no excedieran los maliciosos límites de las perniciosas habladurías que recaían en la dudosa circunspección de fidelidad conyugal de la esposa del capitán, a quien aquella cortesía melosa de la intrigante Peterson lo exasperaba.
-Margaret se hallaba algo indispuesta. No es muy aficionada a fiestas. Eso es todo. - ofreció por fin una explicación Huntington en un esfuerzo supremo. -"¡Maldita arpía metomentodo!"- masculló luego para sus adentros.
-Serán sin duda las continuas excursiones de Margaret cada tarde por la peligrosa zona boscosa el motivo de esa fatiga que la retiene en casa.
-Probablemente...
-No voy a negar que los calores que hemos padecido den paso a cierto predominio de indisciplina individualista, y que resulte agradable acogerse a esos paseos al aire libre. Pero Margaret debería tener más cuidado. Hay que fijar ciertos límites en un campamento militar, ¿no cree usted, capitán? En especial si se producen encuentros que necesariamente deben evitarse... Claro que la Naturaleza siempre sigue su rutina...
-"¿Naturaleza?..." "¡Deje de fastidiar de una vez, vieja bruja!" - exclamó para sí Huntington
-Pero las esposas de militares como nosotras, como ya he dicho antes, debemos ser tan disciplinadas como nuestros maridos... y sobre todo no excedernos demasiado en posibles y reprobables individualismos... Hay mucho peligro suelto, incluso en un respetable puesto del ejército como éste... Demasiada tropa juvenil... Créame, capitán, no debería usted permitir que Margaret lo dejara tan solo- Le dio la Peterson una palmadita en el hombro- ¿No le parece a usted, capitán?... Recuerdo una fábula de mi niñez referente "a la hormiga que atesora, y al león que se queda con todo" Por cierto, que nuestro apreciado páter Merrick también ha rehusado esta vez nuestra invitación. Últimamente anda muy entregado a una especie de monástico retiro en su iglesia. Y no hay modo de moverlo de allí. Claro que no tiene nada de extraño, después de todo no es más que un sacerdote. ¡Tan santo creo yo que ni el diablo podría con él si decidiera tentarlo!
El semblante del capitán era severo y aunque fingió mantener su aplomo no pudo disimular cierta inestabilidad nerviosa y sudorosa en sus movimientos.
-¿Se encuentra usted mal, capitán? - se interesó la Peterson.
-Necesito ir al baño, querida señora...
Esta razón le pareció estúpida y hasta grosera, pero muy necesaria.
El capitán abandonó la fiesta de los Peterson a hora avanzada, interiormente roído por los malintencionados comentarios de la insufrible anfitriona. La intrigante dama, según conjeturaba al regresar a su casa, no era más que una despreciable y desconfiada zorra que distraía su aburrida existencia en el fuerte metiendo sus narices en vidas ajenas. Una hipócrita insidiosa necesitada siempre de las connivencias del resto de mujeres del puesto con las que formaba una especie de aquelarre de brujas corrompidas por los prejuicios inquisitoriales que en todo momento de la existencia debían asociarse sobre todo a la decencia femenina. Se llamaban a sí mismas almas cristianas que afrontaban el pecado de adulterio con un fustigador "no pasarás" Pero eran auténticas fariseas, hijas del militarismo más acendrado por la moralina patria. E infelices totalitarias de la insolencia y la fatuidad, lo cierto era que se reprobaban entre sí.
-¡Al diablo con todas! - farfulló el capitán cuando decidió abandonar la fiesta y volver a casa.
Nada que no fuese su necesidad de acudir al cuarto de baño habría apremiado más el regreso de Huntington. Eran menos de las doce, anduvo deprisa mirando a su alrededor como si algún fisgón atisbara sus ineludibles necesidades, aceleró por ello lo más silenciosamente posible su entrada en la casa, subió las escaleras que comunicaban el largo vestíbulo delantero con la parte de arriba, y se encerró en el cuarto de baño que se hallaba anexo a su dormitorio. La casa estaba a oscuras pero no en silencio porque oyó una de aquellas estúpidas chácharas que Margaret compartía con Roberta, probablemente metidas en la cocina. Resolvió en un principio no presentarse ante ellas, y se dirigió a su gabinete, pero como los tabiques eran delgados, las dos voces, una aflautada, que sin duda era la de la bobicalicona Roberta, otra más profunda pero también aguda, por supuesto la de Margaret, turbaban su tranquilidad; y Huntington se mantenía con los ojos clavados en el enmaderado suelo que servía de techo a la parte baja de la casa: al salón y la cocina. Le indignaba como a un pobre curioso escucharlas sin poder discernir el tema de sus conversaciones. De pronto se oyó un estrépito, signo de algún pequeño estropicio que arrancaron sonoras risotadas de ambas mujeres y unos ladridos de Lissy.
Lo que más le ofendía como una afrenta era la envidiable inclinación a la amistad de que participaban Margaret y la criada tonta. El capitán no podía negar que tal deferencia de la una por la otra, incluido el odiado chucho, creaba en él una tensión tan fuerte que conseguía hasta perjudicar su cerebro. Y solo, oculto en su despacho, no dejaba de farfullar todo tipo de invectivas contra las dos mujeres. Pero a veces no conseguía dar con el insulto apropìado a su rencor. Daba vueltas alrededor de su escritorio repleto de papelotes, se detenía de golpe ante la ventana, ahora cerrada. Y su imagen frente al cristal le parecía la de un auténtico idiota, ofendido por tanta indiferencia. De improviso, una nueva urgencia le arrastró hacia el cuarto de baño. Luego aquella ansiedad contra la que no podía luchar le encolerizaba. No era justa. Pero aquel esfuerzo de combatividad contra tanto desapego desafiaba ahora cualquier vacilación, y por un momento se sintió como un soldado que se predispone a la acción. Pensó que sería preferible enfrentarse una vez más con Margaret aun a sabiendas de que al censurarle su decisión por no haber asistido a la fiesta de la Peterson dejándole solo en aquellas aburridas reuniones provocaría entre ambos otra de las consabidas y violentas desavenencias que arruinaban aquella imposible convivencia matrimonial.
Huntington trató por todos los medios de atravesar serenamente el vestíbulo y presentarse altivo y frío ante ambas mujeres. Empujó la puerta de la cocina como una sombra que partiera de la oscuridad en que se hallaba sumida el resto de la casa. Roberta se sobrecogió, lanzó un grito de sorpresa y buscó el arrimo del cancel que se abría hacia el jardín trasero temerosa del acecho de aquellos ojos enemigos con que acostumbraba a censurarla el capitán. Y Lissy apareció presurosa, corrió desde aquella especie de patio y empezó a ladrarle.
-¡Haz callar a ese asqueroso chucho antes de que lo patee!
Al capitán le temblaba la mandíbula, y Margaret, como de costumbre, sin turbarse lo más mínimo, le lanzó una mirada esquiva y despreciativa, e hizo callar al animal:
-¡Basta, Lissy,... ven aquí!- luego se dirigió a Roberta- No te asustes, cariño. Ya sabes que nuestro capitán no es demasiado peligroso, y no creo que se haya molestado en sorprendernos para lanzarnos otra de sus cargantes regañinas de jefecillo militar. ¿Dime, querido, es que nunca te vas a cansar de inventar motivos capaces de interesarme? Convéncete de que no has nacido para actor.
-Tampoco tú, mal... maldita z... zorra- tartamudeó exasperado Huntington.
-Te agradezco el cumplido. ¡Pero si ya te has desahogado, podrías por lo menos dejar de fastidiarnos! Nos has dado un susto de muerte. Te advierto que cualquier día de estos Lissy acabará mordiéndote...- objetó Margaret con una risa burlona.
-Y yo la
mataré. Ya te lo he jurado muchas veces...
La mataré, me oyes,... te juro que la mataré...!- la amenazó con voz ahogada el capitán- ¡La mataré, tenlo por seguro! Estoy harto de tu maldito chucho.
-¡Esta bien! Pero si has vendido con la intención de recriminarme por no haber asistido a la fiesta de esa insoportable snob de la Peterson, puedes ahorrarte la reprimenda. No pienso volver a ninguna de esas reuniones de idiotas...
-¿Y esa inútil sirvienta tuya - señaló a la asustada Roberta con saña- ¿No tenía que haber estado allí ayudando a su madre, y no dejarme así en ridículo con su ausencia?... ¿Para qué la mantenemos como criada si no sirve para nada?
-Pero, capitán, mi mamá no me pidió... - trató de defenderse estoicamente Roberta.
-¡No te disculpes, cariño! - atajó Margaret la justificación de Roberta- No tenías por qué estar allí sirviendo bebidas a esa caterva de borrachos y a sus presuntuosas mujeres.
-Y tú, precisamente tú, deberías tratarlas más respetuosamente...
-¿A esas brujas? - ironizó Margaret.
-Puede ofenderte la evidencia de superioridad de esas brujas como tú las etiquetas, pero como boletín de difamaciones no tienen precio- El irritado Huntington desarrollaba ahora esa facultad lamentable de quien cree ver la necedad y no estar dispuesto a tolerarla- Todas las Peterson de este fuerte se dan la mano si se lo proponen para arrastrar por el lodo las reputaciones ajenas. Pueden ser todo lo inmorales que quieras cuando dan pábulo a cualquier tipo de infundios, y muy especialmente cuando son verdad. ¿Crees que soy yo el único que conoce tus escapadas por el bosque?... Aquí la maledicencia vuela, y a nadie pasan desapercibidos tus encuentros con ese soldado, ese patán retrasado mental que sólo sirve para cuidar de las caballerizas.
-No creo que seas tú el más adecuado para juzgar el estado mental de ese soldado- se encogió de hombros Margaret con una sonrisa burlona- Además, si quieres tanto tú como esas chismosas arpías podéis incluirlo en vuestro boletín de cotilleos: al soldadito no le gustan las mujeres.
-¿Un homosexual, entonces?- fulguraron las pupilas del capitán.
-No se lo he preguntado, y desde luego no pienso hacerlo. Aunque tampoco me importa- zanjó Margaret despreocupadamente aquella especie de insolente interpelación por parte de su marido.
Al capitán estuvo a punto de acometerle una especie de desvanecimiento. El recuerdo de su cobardía de la que había sido testigo aquel maldito soldado volvió hasta su mente avergonzándolo atrozmente. Las imágenes de Margaret y Roberta oscilaron ante su mirada desencajada inspirándole un vago terror porque se sintió invadido también por un lacerante asombro: supuso que se estaban riendo de él. Y en un nuevo arranque de énfasis tragicómico, exclamó agriamente:
-¡Debería mataros a las dos!
Luego salió como un rayo de la cocina, ascendió con la misma celeridad las escaleras que conducían hasta su habitación, y entró en el cuarto de baño casi sin poder contener su necesidad de orinar.
-"Tengo que dormir... dormir... dormir..." -se dijo después, tratando de calmarse, mientras se desvestía, liberándose del agobiante uniforme para embutirse en el pijama..
Unos diez minutos después, tras haber ingerido dos pastillas de Seconal, cayó en un profundo sopor. A la mañana siguiente, despertó en un nuevo estado de angustia. El pantalón del pijama estaba chorreante de orina. Y empapadas también las sábanas y el colchón.
[There are indisputable facts: the impenetrability, the indivisible nature of human size, matter and thought at the same time, which for Captain Thomas Huntington's world remained as mysterious as our creation by atoms. However, if that only matter in motion since the beginning of time was what seemed to have been enough to create human beings, perhaps we would not be so varied. The captain persisted in the matter like someone who ends up disturbed by a desire for truths without possible solution, and with that what he was leaving behind was spiritualism. And from these lucubrations, like a sacrilege, the ideas of his hatred for the world that oscillated around him arose again and again. And the sadness of the night, when he had not yet resorted to the dry land, accentuated in his residential solitude the unexplained solemnity of his thoughts in which he remained as if it were a permanent fever that was disturbing his brains. He could not avoid the ravages of a military life that had always worked to his detriment by means of that insolent mockery of his hidden and latent cowardice, now that all the forecasts announced a possible and almost imminent action of the American army in Korea, as one chooses an absurd adventure at random but whose details concur again in a single objective: war and heroic death! And to all this, by a laughable defect of conformation, followed vulgarly a life more vile, a reality more permanent than the one he read in books, and with an aspiration for revenge without knowing how to carry it out. And, naturally, it was not easy to walk among that hindering to and fro of the improbable formed by disturbing spirits, by mediocre interpreters with the stubbornness of a mule and intractable pride, among which were revealed true worlds of evil atoms such as the intrigues of a woman, the clumsiness of a stupid maid and even a dog. Absolutely laughable! True, the books he kept jealously in his office provided him with data, pictures of virtues, extols of values, the obligation to be a good soldier because he could not help forgetting that his grandfather, whom he had never met, had been a hero in a distant conflict of which he had no idea. And that the proclamations with which his father's virtues had always been evoked in the family had also surpassed everything: "More war, more recruitment, more courage, one, two, one, two, one, two...", like a fateful desire to invent reasons that might have been capable of interesting him since childhood, but which, far from inflaming him, had shaken him to the point of exhaustion and resentment. He remembered nothing of his mother, and of an aunt of his, a spinster and authoritarian, who had raised him, he had also only received a number of repeated family stories about heroes and the tragedy of not being one.
Moreover, the captain found it more difficult every day to feel defeated by that inexplicable feeling of helplessness, the same one he had already experienced during his childhood and adolescence with his unbearable aunt, whose only plausible justification for her existence had been to maintain a morbid heroic honor for her military ancestors, which of course included her brother and Thomas's father, who had died fifteen years after the First World War. And in which, as a young commander, he had commanded a brave company that fell on the fields of France, where he himself had been seriously wounded. And Huntington, when he tried to think about it, only remembered the look of the proud man experienced in combining adventures with which to try to inflame his childish heart, inventing heroic motives capable of interesting him with his military recitations, while demandingly scrutinizing his face, always looking for an answer that would inflame and shake him. But none of those means had worked. Thomas hated his father's hoard of anecdotes about honorable causes, the only purpose of which was to make the boy's interest in the army progress and apply itself to him as unavoidable warlike passions, military ideas as fantastic as they were unrealizable, and which ended up destroying his nerves because of the effort he made to hide his only truth: a scant predisposition to accept military life. His death made him happy, because behind him went that sickly voracity of his martial orientations always labeled as honor in the odious family tradition of the Huntingtons. But the final coup de grace came from his aunt, that spirit of hard, indomitable femininity who would never accept in her nephew the slightest sign of rebellion, reestablishing a hierarchical obedience in the face of any indecision that could separate the weak young man from a future other than that of exclusive dedication to the army. And Thomas, cowed and falsely defeated, had felt trapped as if a great disaster loomed over his life and his future, but accepting that traumatic imposition that his aunt imposed on him after the death of his brother. His family history did not cease to possess the characteristics of an enormous work never published, with its heroic anecdotes spread among imaginary trails of old papers printed in the autograph memoirs of that insufferable woman. A kind of judge before whom he had to answer summarily as if he were imprisoned in the single ring of an absurd military circus, and as if the Huntington family were a museum of captive chains in which there was no procedure or heroic sacrifice to spare and not even the slightest suspicion of cowardice in any of its members. The simple fact that at forty-eight years old he still maintained his virginity meant that his masculinity was irremediably undermined. All this did not contradict the received militaristic ideas, but they had acted as disciplinary disturbances in the development of a cowardly virility in the face of the corrective and dominant halo of the woman who had taken charge of his education. Young Huntington took up the question of militarism as it was understood at the time, accepting that for man there was no other Creation than that discipline and his respect for the honorable family prestige. And when his educator died, despite feeling a relief as if he had thrown off a yoke, with her death, the haughty and unpaternal matriarchal doctrine of that woman had already achieved its objective: to support the corrective improvement of her hopes for her nephew and to see him finally become a soldier, it being too late for Thomas not to finish it. The autocrat distributed her patriotic pamphlets as if she were recommending an indisputable moral lesson or showing a crime without feeling pressured to accompany it with an obligatory punishment. Suicide might have been beautiful, then, for amidst these disciplinary summaries and the excessive respect for the great men to whom the family magnificence had been entrusted, the most sacred things in life were being scorned for Thomas Huntington: self-ownership, and perhaps even marriage. And when he was left alone he felt like a deceived child: too nervous! too obedient! too cowardly! There had been so many frauds in his life, in the carnage of his will, that even the germs of folly had developed in him with incalculable effects. And any small incident that might have brought him closer to the female sex was lost, for his manhood too seemed to have strayed from its path, becoming suspect. Thus, in order to feel secure, he needed more guarantees than any other man, and so he resorted to chance: he bought a woman as one buys a fishing hook, but without adding to it the power to regulate procreation. He believed that he had thus removed the bolts from his disconsolate and lonely masculinity, and that in this unwilling purchase he sought the best solution to his shameful bachelorhood. What he forgot was that a female companion thus acquired suffers from absolute immorality. It leaves the way open to excesses, which are all the worse the more one needs it, and that as an ambitious project it would always be governed at will without regard to Reason.
The days were mild for the month of September. The forest still had the bright summer green of its disorderly blossoms, of the pines and other tree species, and the sky continued to offer a shade of silver blue that dominated the extensive area of the fort with a radiant canvas of breadth, while the force of the breezes slowly waved, calmer and renewed, pleasantly balancing, after the fiery furies of last August, human breathing and the exhausting summer discouragement so voracious, so heavy, with whose monotony it crushed the whole earth. The captain, shut up in his office, after his solitary dinners that Roberta served him in said office, almost always continued working long after ten at night until well into the early morning. His vigils thus extended until two or three. Sometimes he opened a book and closed it: why? He did not smoke either, because he had always associated tobacco with the mediocre spirits of the common people or the troops. And although almost all the officers were addicted to tobacco, including their sentimental wives, foolish admirers of the most famous film actresses of that golden age of Hollywood, whose performances were always accompanied by the inevitable cigarette between their lips, the uselessness of the cigarette and the poison that its nicotine blew into the lungs, according to Huntington, divided human stupidity more easily into two: the certain carcinogenic contingency whose effects come sooner rather than later, and the deterioration of the mental faculties which, as he remembered having read, given his good memory for storing information, were composed of three great truths: that of feeling, that of knowing, and that of wanting. And although the number of deaths from lung cancer was increasing every day, including some of the great luminaries of the Seventh Art, reason, being immutable and impersonal, still offered no guarantee of not endangering the health of the multitudes who invariably followed the routine of their drug addiction to tobacco. After an hour the captain was tired, as if he were being attacked by a continual fainting spell, and so he gave up any kind of reading. Sometimes he would wearily shuffle through his tedious preparations for the morning classes he gave. Habits that he had previously tolerated with resignation now made him suffer. He rudely reprimanded the poor servant because he found the food and its quality detestable. And when Roberta silently turned around, leaving the dinner tray on the table, hiding with the stoicism of an abused maid her disappointment at being reprimanded for being a disastrous cook, tears running down her cheeks, the captain took more and more pleasure in his iniquities, gesturing with an air of command, as if her exasperated looks hurt more than his words:
- Stupid! Useless! It won't be long before I throw you out of here...
On many of those occasions, leaving the door of his office open, he heard Margaret's voice trying to calm the whimpering restlessness of the poor little servant, whom he adored, and while he embraced her, in a supreme effort to calm her, he carried his request to the most angry insult of his manifest conjugal opposition, giving way to his immutable resentment, and not caring in the least that Thomas heard his angry criticisms infected with the same abjection that the captain showed.
-Don't worry, my dear... my soul... What can you expect from that monster? Enough, don't bring him any more dinner! Let him be content with his soldiers' food... He'll burst...! And no one is going to throw you out of here... He would have to throw me out first, and when that time comes, you will come with me...
Then Huntington, exasperated, closed the door of his office with a resounding slam. Lissy barked. And he turned around the desk that tied him to the odious work of his monographs for military training. Papers flew and more than once even the succession of two or three plates of his dinner ended up on the floor. His nostrils dilated in an effort to breathe heavily amidst the disaster he caused with his irritation, execrating Margaret and Roberta.
- Damn bitches!... They are like hell in petticoats!... I will not continue to put up with them...
First of all, the insufferable little black girl had to be fired.
-Yes, I myself... I myself will do it... even if that witch opposes it!
And with the door closed, after much hesitation, accepting that anger never works properly, although petrified in his desperation, he returned with an air of ingenuity to his favorite phrase:
-I'll be damned if they expect me to pick all this up...-
He consulted the calendar like someone looking for a date that eludes him. He looked at his wristwatch again and again.
-One thirty...
He went to the open window. And his horizon and the bright lights of the fort were always the same. Ahead, towards the back, were the bedrooms. To the right, the little church, and to the left the curtain of maples on the walks, whose tops swayed with a sad air. And in the distance, behind the wooded area, the city lights were lost, almost imperceptible. His nocturnal solitude was profound, his idleness complete. There was heaviness in the air, not a single buzz of flying insects could be heard, only the monotonous shrillness of crickets.
The truth was that Thomas Huntington was the least suitable person to admonish those who moved around him. His moral examples left much to be desired. But what did it matter, if no one seemed better to him than himself! The books he read provided him with data, reflections of many truths, more or less credible summaries of the things of this world, and of course the darkest springs of his country's weak belligerent diplomacy that he feared so much, because the conflictive political situation in the two remote Koreas was now just around the corner. Five years earlier, after the end of the Second World War, the United States and the Soviet Union had agreed to divide Korea in two, and each superpower became the controller in its respective area, constituting two new States that remained under their corresponding orbits: the Democratic People's Republic of Korea in the north and the Republic of Korea in the south. The reunification of this Asian country was not effective, the escalation of tension increased by the moment, and an open war was not ruled out when the North Koreans, as they apparently had planned, invaded the southern territory of the peninsula. In the face of all this, and given that wars will never be definitive, the United States would not be slow to react sooner rather than later, and Huntington found himself once again trapped among huge infantry recruited in the most insignificant of Korean regions, trying to sustain with the vigor worthy of the American soldier the useless war violence of a new, senseless conflict.
-"It is sad to belong to a country always ready to write new and senseless military histories, leading thousands of men to their deaths for the sake of crazed apologists for uniforms with heroic insignia. I despise you, America, as much as I despise your damned decorations..." - said to himself the disciplined professor of military monographs who chatted every morning in the camp, confessing to himself that at such moments the belligerent history of the United States drove him crazy, and now accepting that secondary characters like Margaret or Roberta, the dull recruits at the fort and even the snobbish wives of the barracks officers could be erected, in terms of behavior, as a reflection of the most rational and complete human truth on the planet. This was how Thomas Huntington now lived under the devastating pressure of all the external circumstances that distressed him.
Lacking, therefore, any predisposition to the most necessary emotions of existence, the captain attended the course of the days with the impenetrable and hypocritical effort of military obedience, leaving behind his hidden worries of helplessness. Consequently, although he struggled to deny it to himself, he felt like a chivalrous puppet moved only by the strings of the military world whose determinations to court the national monument continued to be like a cross offered by the former student that he really was, and who, like a child of a hyperbolic chauvinistic choir, showed a constant and unwavering faith in his country, responding at all times to an eternal Amen. But deep down, knowing that he was a soldier and seeing himself dressed in military uniforms made him feel the complacent voluptuousness of being seen in very intimate clothes, in a reverential suit with which he broke up any visible attempt at his internal weakness before the troops. Perhaps the much-feared times of warlike rigor were returning, and the militia identity was the protective armor of a cowardly nakedness, as if it were raw, under which that primordial matter of fear, that fear that usually attacks beings in the face of the unthinkable facts of the world, and walks unconfessably through our human minds, gave the militarized man a higher degree of imagined survival. The captain sometimes instructed himself in these reasonings as if weighing them on a solid basis. But when in his reasoned sufferings he thus separated matter from spirit, and with that saw that the existence of the world and of the beings that inhabit it is only a continuous passage from life to death, where everything is and nothing is, he lost his mind again, and immediately abandoned them. And what was left for him then?
-"Doubt, oh always the damned doubt!..."
The captain now had a new reason to feel depressed. His unbearable urinary incontinence was advancing by leaps and bounds every day. It was enough to drive him crazy because the intermittent periods between his urinations were becoming disproportionately and unbearably unbalanced. It was like discovering in Mother Nature intentions of mockingly deforming his genitals as a warning to his unnatural disciplines as a virgin man already anchored in his forties and beyond.
-"I don't think so..." - Huntington always tried to convince himself - "It's something natural..."
No, it wasn't a shame, even if it is said so, nor a ferment of morality as a consequence of the education received, nor a hypophrenia (it was one of those terms that he had read in one of his mnemonic books) of his sexuality, which had passed him by in his life just like onanism, even if it was to the detriment of what men least value, which is chastity. It was only an indisputable and painful natural fact: the enlargement of the prostate common to all men once they reached the age of fifty. And although he, being still young, was far from these physical disorders, he found only one remedy and one method: to maintain himself above all in the gift of perseverance, and since he had had enough strength to live chastely, to hide the affliction with which the most embarrassing physicality demanded a constant, almost usurious attendance of his troublesome urinations, especially during night vigils or during sleep interrupted by this predicament. He was not going to lose his presence of mind, much less go to medical consultations, although in certain meetings with the older officers the subject of problems due to prostate enlargement also came up, and some of them commented, with a certain military attitude, that there was no other option but to bear "that kind of setback" with which the years undermined masculinity with its irremediable physical disadvantages.
-"But I'm not going to live regretting it"- the captain said to himself, and quoted some of his mnemonic phrases.- "This way, a man loses his self-esteem... I'd be playing the role of a real fool."
And since efficiency is not always compatible with meditation, Huntington was desperately looking for a way to alleviate this inconvenience. A few days ago, he had gone to a pharmacy in the city and bought a large cotton wrapper of the kind used in hospitals, the layer of which he carefully cut out and with which he covered the inside front of his underwear, the bulge in his trousers being concealed by the width of his military jacket, thus protecting with this method from some unexpected urine leaks. A method that was to a certain extent infallible but as annoying as it was rigorous, requiring responsible privacy and long hesitations to secretly get rid of the problem that the captain judged contrary to masculine modesty. Then she would surreptitiously resort to the waste dumped in the house's garbage cans, which were collected daily by the squad of recruits in charge of that task.
The events at a military post where a portion of its residents, although tiny, tend to be women, spouses of officers like Yvonne Peterson, (who had a reputation for being a gossip and a busybody), wife of Major General Austin Peterson, create a world anchored in a kind of manic symbol of doubts about the decency of other female behavior, and establish a sort of gossiping burden on which an obscurantist agreement of poisoned arrows of criticism is planned. The gossip of many of those women in their bridge afternoons has an open door to the unscrupulous subject of marital morality easily applicable to betrayal, slander, and defamation. Arrogant and bored wives in barracks tend to claim the right to avenge with their reproaches any morality they begin to distrust, raising doubts that are not at all praiseworthy of a decadent decency that is easy to question. Gossip thus takes on the appearance of a truth that is evident for the sake of truth itself. It is therefore, in this limited military world in which women militarized by their marriages are capable of claiming more data to support any of their convictions, that it is like the sleeping sentinel of criticism that wakes up unexpectedly from its ignorance. And it is also as if the military fort had the eyes of a cat and a demon that passed through the walls or spread out through its wild areas, breathing in the warm air of rumour, happy to live within its networks.
Before the summer was over, Mrs. Peterson continued to organize her usual weekend parties. The conversations between the stuffy atmosphere of the large main room and the bar multiplied to such an extent that, between the crush, the usual crowd did not stop talking and drinking, giving the impression that almost no one was exactly aware of the comments and gossip that passed from one glance to another. And those who had not yet managed to articulate a word, glass of Bourbon or punch in hand, seemed to be inviting someone to speak to them. Among the chattering guests, standing silently in a corner, was Thomas Huntington, offering a very stiff image until his knees felt tight, eager not to lose sight of the possibility of frequently visiting one of the two lavatories in the house. He asked for a glass of punch but did not drink it. Near him, Camp Peterson, Colonel Brown, and Lieutenant General Fields, a stale picture of militaristic virtues, were discussing a new recruiting cabinet... some preparations for detachments, and Huntington, moving away from them, was speaking a few words of hope... probably referring to the upcoming and much vaunted warlike tension sanctioning an already imminent intervention of the American forces in Korea. The rest of the guests were laughing and gulping down their glasses of Bourbon, and one of them said, "This moment is ours... everything else is rubbish." Huntington, upon hearing this kind of militaristic harangue, turned very pale, as if he were going to faint. He stood on the porch, breathing in the night air deeply, feeling a chill and something like a sudden breath of self-resentment for having come alone to the Petersons' party and not leaving as he really wanted for fear of the remarks of the hosts or the rest of the guests, with whom there was no choice but to keep up appearances out of delicacy and chivalry.
The wives always greeted each other politely, but with a smile, accepting the flattery of the reception, preparing themselves for the imminent whisperings, feeling fatuous admiration and sighing amid cloying kisses. Then they would turn away from their husbands and make faces with affectation and excess of superiority, and shake their well-coiffed heads and their made-up faces with the utmost readiness to interfere with the formidable uproar of the most animated groups of the party. Beneath the confused uproar, the solemn air and the out-of-tune voices of the party, Mrs. Peterson, elegantly dressed in one of those evening dresses with which she imitated some of the most famous actresses of Hollywood, had protested with false indulgence to Huntington about Margaret's absence from the party. But that was an objection that did not receive an immediate response, and Peterson, observing him in a peculiar manner, pretending to reassure him with a friendly gesture, tried to disguise the slight offered by the absent Margaret Huntington with other serious aspects to which she undoubtedly linked a certain intentional suspicion that, however, prudently did not exceed the malicious limits of the pernicious gossip that fell on the dubious circumspection of the conjugal fidelity of the captain's wife, who was exasperated by that saccharine courtesy of the intriguing Peterson.
-Margaret was a little unwell. She is not very fond of parties. That is all- Huntington finally offered an explanation in a supreme effort. "Damn busybody hag!"-he then muttered to himself.
-Margaret's continuous excursions every afternoon through the dangerous wooded area must undoubtedly be the reason for this fatigue that keeps her at home.
-Probably...
-I won't deny that the heat we've been through has given way to a certain predominance of individualistic indiscipline, and that it's nice to take these walks in the open air. But Margaret should be more careful. There are certain limits to be set in a military camp, don't you think, Captain? Especially if there are encounters that must necessarily be avoided... Of course, Nature always follows its routine...
-"Nature?..." "Stop bothering me, you old hag!" - Huntington exclaimed to herself
-But military wives like us, as I've said before, must be as disciplined as our husbands... and above all not overdo it in possible and reprehensible individualisms... There is too much danger out there, even in a respectable army post like this... Too many young troops... Believe me, Captain, you shouldn't let Margaret leave you so alone- Peterson patted him on the shoulder- Don't you think so, Captain?... I remember a fable from my childhood about "the ant that hoards, and the lion that takes everything." By the way, our dear páter Merrick has also refused our invitation this time. Lately he has been very much engaged in a kind of monastic retreat in his church. And there is no way to move him from there. Of course there is nothing strange about it, after all he is only a priest. So holy, I believe, that not even the devil could get to him if he decided to tempt him!
The captain's face was stern and although he pretended to maintain his composure he could not conceal a certain nervous and sweaty instability in his movements.
-Are you feeling ill, Captain?- asked Peterson.
-I need to go to the bathroom, dear ma'am...
This reason seemed stupid and even rude to him, but very necessary.
The captain left the Peterson party late in the morning, internally gnawed by the malicious comments of the insufferable hostess. The scheming lady, as he conjectured upon returning home, was nothing more than a despicable and distrustful bitch who distracted her boring existence in the fort by sticking her nose into other people's lives. An insidious hypocrite always in need of the connivance of the rest of the women at the post with whom she formed a kind of coven of witches corrupted by the inquisitorial prejudices that at all times of existence should be associated above all with female decency. They called themselves Christian souls who faced the sin of adultery with a castigating "you shall not pass." But they were true Pharisees, daughters of the most ingrained militarism of the national morality. And unhappy totalitarians of insolence and fatuity, the truth was that they condemned each other.
-"To hell with them all!"- the captain muttered as he decided to leave the party and go home.
Nothing but his need to use the bathroom would have made Huntington's return more urgent. It was just after twelve o'clock, and he walked quickly, looking about him as if some snooper were watching his inescapable needs, and so he hastened as quietly as possible into the house, up the stairs that led from the long front hall to the upper part, and locked himself in the bathroom that adjoined his bedroom. The house was dark but not silent, for he heard one of those stupid chatterings that Margaret and Roberta were sharing, probably in the kitchen. He resolved at first not to appear before them, but went into his study; but as the partitions were thin, the two voices, one flute-like, which was doubtless that of the silly-headed Roberta, and the other deeper but also shrill, of course Margaret's, disturbed his tranquillity; and Huntington kept his eyes fixed on the wooden floor which served as a ceiling for the lower part of the house, the drawing-room and the kitchen. It made him indignant, like a poor curious man, to listen to them without being able to discern the subject of their conversation. Suddenly there was a crash, the sign of some slight mischief, which elicited loud laughter from both women and a barking from Lissy.
What offended him most was the enviable inclination towards friendship shared by Margaret and the silly maid. The captain could not deny that such deference for each other, including the hated dog, created in him a tension so strong that it even managed to harm his brain. And alone, hidden in his office, he did not stop mumbling all kinds of invectives against the two women. But sometimes he could not find the appropriate insult to his resentment. He paced around his desk, which was full of papers, and stopped suddenly in front of the window, now closed. And his image in front of the glass seemed to him that of a real idiot, offended by so much indifference. Suddenly, a new urgency dragged him towards the bathroom. Then this anxiety that he could not fight off made him angry. It was not fair. But that effort of combativeness against so much detachment now defied any hesitation, and for a moment he felt like a soldier preparing for action. He thought it would be preferable to confront Margaret once more, even though he knew that by censuring her for not attending Peterson's party and leaving him alone at those boring gatherings, she would provoke between them another of the usual and violent disagreements that ruined that impossible marital coexistence.
Huntington tried by all means to walk calmly through the hall and present himself haughty and cold to both women. He pushed open the kitchen door like a shadow emerging from the darkness in which the rest of the house was plunged. Roberta was startled, let out a cry of surprise and looked for the edge of the gate that opened onto the back garden, fearful of the lurking eyes of those hostile eyes with which the captain was accustomed to censure her. And Lissy appeared quickly, ran from that kind of patio and began to bark at him.
-Shut that disgusting dog up before I kick him!-
The captain's jaw trembled, and Margaret, as usual, without being the least bit perturbed, gave him a shifty and contemptuous look and silenced the animal:
-Enough, Lissy,... come here- then she turned to Roberta.- Don't be afraid, darling. You know our captain isn't too dangerous, and I don't think he bothered to surprise us and give us another of his annoying military chieftain's scoldings. Tell me, dear, are you ever going to get tired of inventing reasons that might interest me? Convince yourself that you weren't born to be an actor.
-Neither are you, you w... damned bitch- Huntington stammered in exasperation.
-I appreciate the compliment. But if you've already let off steam, you could at least stop bothering us! You've scared the shit out of us. I warn you that one of these days Lissy will end up biting you...- Margaret objected with a mocking laugh.
-And I'll kill her. I've sworn it to you many times... I'll kill her, you hear me... I swear I'll kill her...!- the captain threatened her in a choked voice- I'll kill her, you can be sure of it! I'm sick of your damned mutt.
-Okay! But if you've sold it with the intention of reproaching me for not having attended the party of that insufferable snob Peterson, you can save yourself the reprimand. I'm not going to any of those meetings of idiots again...
-And that useless servant of yours - he pointed at the frightened Roberta viciously - Shouldn't she have been there helping her mother, and not making me look ridiculous with her absence?... Why do we keep her as a servant if she's useless?
-But, Captain, my mother didn't ask me... - Roberta tried to defend herself stoicall.
-Don't apologize, darling! - Margaret cut off Roberta's justification - You didn't have to be there serving drinks to that bunch of drunks and their presumptuous women.
-And you, of all people, should treat them more respectfully...
-Those witches? - Margaret sarcastically said.
-You may be offended by the evidence of superiority of those witches as you label them, but as a bulletin of slander they are priceless- The irritated Huntington was now developing that lamentable faculty of someone who believes he sees foolishness and is not willing to tolerate it- All the Petersons in this fort will join hands if they want to in dragging other people's reputations through the mud. They can be as immoral as you like when they give credence to any kind of slander, and especially when it is true. Do you think I am the only one who knows about your escapades in the forest?... Here gossip flies, and no one fails to notice your encounters with that soldier, that mentally retarded lout who is only good for looking after the stables.
-I don't think you're the best person to judge the mental state of that soldier- Margaret shrugged with a mocking smile- Besides, if you want, both you and those gossipy harpies can include it in your gossip bulletin: the little soldier doesn't like women.
-A homosexual, then?- the captain's pupils flashed.
-I haven't asked him, and I certainly don't intend to. Although I don't care either- Margaret dismissed this kind of insolent question from her husband nonchalantly.
The captain was on the verge of fainting. The memory of his cowardice that the damned soldier had witnessed came back to his mind, embarrassing him terribly. The images of Margaret and Roberta flickered before his haggard gaze, inspiring him with a vague terror because he also felt invaded by a lacerating astonishment: he supposed that they were laughing at him. And in a new burst of tragicomic emphasis, he exclaimed sourly:
-I should kill you both!
Then he bolted out of the kitchen, ran up the stairs to his bedroom just as fast, and entered the bathroom, barely able to contain his need to urinate.
"I have to sleep... sleep... sleep..."- he said to himself afterwards, trying to calm himself down, as he undressed, freeing himself from the oppressive uniform and putting on his pyjamas.
About ten minutes later, after having swallowed two Seconal tablets, he fell into a deep sleep. The next morning, he woke up in a new state of anguish. His pyjama bottoms were dripping with urine. And the sheets and mattress were soaked too.]