sábado, 8 de octubre de 2016

Lucio Cornelio Sila: el siniestro encanto de la dictadura -III Parte-





Autor: Tassilon-Stavros
************************************************************************************* 

 

LUCIO CORNELIO SILA: 

 

 

EL SINIESTRO ENCANTO 

 

 

DE LA DICTADURA  -II PARTE-

***********************************************************************************

Cronicón Político-Romano
............................................

Hay un Salmo latino por ahí que reza "Homo cum honore esset, non intellexit; comparatus es iumentis insipientibus, et similis factus est illis" ("El hombre, una vez investido de honor, no entendió; [y por no entender] equiparado fue a las ignorantes bestias de carga, que nada saben"). Y dicen que fue Job [se supone que en arameo] quien soltó aquello de "Vir duplex animo, inconstans est in omnibus viis suis" ("El hombre con doblez es inconstante en todas sus acciones"). Y Platón ya sentenció otro género de sabiduría imaginativa pero no menos maligna que abunda mucho en el hombre cuando escribió [en griego, claro]: "Scientiam quae et remota a justitia, calliditas potius quam sapientia est apellanda" ("Las cosas que el hombre hace con embustes y engaños, fuera de lo que dicta la razón y la justicia, no es sabiduría, sino astucia")... 

"¡Pues mira qué bien! Como empiece usted el último rollo cronista con esa inútil crueldad amuermante de floreada dicharachería latina, y no se centre en mayores precisiones sobre el cronicón del Sila ese, prefiero que me cuente usted la sublevación de Espartaco, porque los latinajos a muchos nos saben a inclinaciones imperiales y no todos podemos presumir de talentudos y experimentados en la dialéctica"... "Hombre, no se me moleste usted por querer darle al color histórico algo de sentido metafórico a base de latines, porque su utilidad, aunque no lo crea, es evidente. También hay que concederle a la historia cierta franquía, y al arrancar a algunos de sus personajes del alcanfor de los siglos, el latín, aplicado con humildad y recato, en fin que se usa también para desahogarse muy elegantemente. Claro que si usted o cualquier otro posible lector se nos va mosquear, lo dejamos y va que arde"...



Lo cierto es que fue Cayo Mario quien a sus 69 años se vio enzarzado en disputas con el nuevo pretor Lucio Cornelio Sila, y pudo así volver a exprimir contra él sus naturales tendencias a proferir frases célebres, más o menos del estilo que en la parte alta hemos referenciado. Y aunque no lo podamos afirmar con certeza, [sabiendo que la vida, en aquellos viejos imperios -aunque tampoco hoy haya mejorado mucho- marchaba alimentándose de rencores y envidias], resultaría gracioso imaginar que alguna de ellas, además de todas las que el consule Cayo soltó y han llegado hasta nuestros días, pudiera haber sonado del tenor de: "Los muertos de hambre cuando ganan dos sestercios, ya se sabe, ... se conoce que es el instinto de la pobretería, que es como un alma envenenada. Cornelio Sila anduvo con su encanallamiento urbano, dando traspiés de un lado para otro por toda Roma, después de haberse juntado con todos los pelagatos y lagartas de la Suburra [vasto y populoso barrio de la antigua Roma ubicado en las cuestas de las colinas del Quirinal y del Viminal, hasta las estribaciones de las del Esquilino, Oppio y Fagutal, habitado por un subproletariado ciudadano que vivía en condiciones miserables y camorristas], y ahí lo tenéis ahora..., poniéndose las botas" 

Y es que Cornelio Sila, destacado militarmente en la pasada Guerra Social, y ahora ya como pretor, se hizo de nuevo con el mando de una División en Capadocia, con la orden senatorial de reponer en el trono al rey Ariobarzanes, que había sido desposeído por el ambicioso Mitrídates del Ponto, soberano del Asia Menor desde 120 a.C hasta su muerte en 63 a.C. Mitrídates, mortal enemigo de Roma y de cualesquiera de sus aliados, tras conquistar el oeste de la península de Anatolia había provocado una matanza de 80.000 ciudadanos romanos. Y entre las inmediatas aspiraciones conquistadoras en que se hallaba enfrascado se contaba la de invadir Grecia antes de que Roma pudiese reaccionar de nuevo como había sucedido con Anatolia.

Aquella matanza indiscriminada de ancianos, mujeres y niños romanos en Anatolia como es de cajón provocó la ira de la Caput Mundi, y dio lugar a la que se conoció como Primera Guerra Mitridática entre el 88 y el 84 a.C. Lucio Cornelio Sila resultó vencedor en este enfrentamiento con Mitrídates, y tras lograr expulsarlo de allí, volvió a la Patria con un botín descomunal y energías tan renovadas como para llegar "al siglo" ya sin mayores agobios. Y como el gran héroe ataviado y engalanado de laureles -además de rellenar sus arcas particulares de buenos sestercios, como ya se indicó-, que había logrado sacudir de nuevo estopa por doquier, se sintió ahora capacitado, con todo el derecho que le concedía su nueva victoria (después de sus pasados años engolfado en la crápula "suburriana"), de mirar de reojo y como a traición a todo aquel que no se tomara sus nuevas condecoraciones con la seridad que requería tan gran triunfo.

A Cayo Mario -hay que contarlo a la fuerza de forma chistosa- lo que en verdad se le había atragantado del espectacular regreso de Cornelio Sila a Roma no era su paso marchoso de triunfador, ni que ahora con tanta prebenda de héroe se le acabaran por fin los agobios que había padecido, o que hubiera decidido hacer novillos de por vida en los bodegones de la Suburra, poniendo punto final a tantos chismes como aquellos -es una suposición- de que "yendo de andaduras entre la plebe más abyecta y las pelanduscas de peor nota, si lo que Sila pretendía era comerse el mundo, habría de hacerlo con los pies enfangados, que era como se movían por el lodo y la escoria del famoso barrio del Quirinal y del Viminal"..., no,  el torbellino que en realidad se había posado en el alma de Cayo Mario era el de la envidia; y no por cuestiones políticas, sino porque Sila había sido recompensado por Bocco I, el famoso rey moro que se había unido a él en la confrontación armada contra su yerno, el ya derrotado y ejecutado Yugurta, con un bajorrelieve de oro en el que figuraba el mismo Bocco entregando Yugurta a Sila, en vez de a Mario.




La verdad es que tal obsequio, salvo a Mario, a nadie importó lo más mínimo. Pero como la envidia tiene el vicio de andar muy metida en las carnes, Mario no iba a dejar así como así que el nuevo destino en Roma de Cornelio Sila anduviese otorgando tantas concesiones a un honor que, ya desde la captura y muerte de Yugurta, y por ser el comandante de Sila, pertenecía, según su criterio de superioridad, exclusivamente a él.  No obstante, el orgullo herido de Mario, por lo pronto, no tenía más remedio que armarse de paciencia [porque habría resultado demasiado humillante, pese a su mala uva, andarse lamentando con semejantes soplapolleces para dar pábulo a las murmuraciones de la plebe y del triturador graderío senatorial], a la espera de poder asestar su golpe de gracia al usurpador de los honores militares que, tal como conjeturaba Mario, tan sólo a él correspondían.

De todas formas, como Lucio Cornelio Sila se disponía ahora a ponerse el mundo romano por montera, sacando la mejor tajada posible de sus nuevos éxitos, aunque se hallase al tanto de los resabios deslenguados que contra él había proferido Cayo Mario, a quien ahora consideraba como un cónsul de asco que tenía entumecida su andorga por la pelusa de los celos, dado que la envidia nunca ha sido una monja de la caridad, [...bueno en la Roma de antes de Cristo, naturalmente habría sido una casta vestal], tras reavivar también su intestino de forma sosegada y con no poca vanidad la astringente animadversión y resentimiento que, con ánimo de combatirlo, había hecho presa en su ex-comandante, se oreaba ya entre verbeneras guirnaldas esponsalicias dispuesto a contraer matrimonio nada menos que por cuarta vez -después de haberse pasado por el tálamo a Julia Caesaris, Aelia, y Cloelia- con Caecilia Metella, [viuda a su vez del pretor Marco Emilio Escauro que, entre otras hazañas, llevó en el 62 a C. la guerra hasta el reino Nabateo de Petra, y cobró 300 talentos por renunciar al asedio de la ciudad], hija de Lucio Cecilio Metelo Dalmático, cónsul en 119 y Pontifex Maximus en 115 a.C., que equivalía a príncipe o presidente del Senado.

Con dicha boda Lucio Cornelio Sila corría así un tupido velo sobre la peor etapa de su pasado, y enderezaba el espinazo -valga la expresión- equilibrando otra vez su suerte por medio de tan poderosa familia, al tiempo que esta nueva -se supone- felicidad doméstica ponía bajo sus "victor caligas", vulgo "sandalias vencedoras", impensables pilares aristocráticos, que habían favorecido, ya antes del prefijado himeneo, el codiciado mando que le pudiera conceder la victoria contra Mitrídates en Asia Menor.


Según aseguran los siempre avispados comerciantes, la carne de primera es carísima; la de segunda acostumbra a salir más bien dura: y la de tercera, ya ni que decirlo, no es más que un casi putrefacto despojo. Es natural que de la primera se hagan buenos gatuperios o pistos [hoy, con la prepotencia del "American new world", se les llamaría "goods hamburgers steaks"], y de tales mercancías alimenticias tales revoltillos, porque, según los cronicones, Publio Sulpicio Rufo, orador de buenas carnes y legado del conspicuo Cneo Pompeyo Estrabón durante la famosa Guerra Social, y ahora, en aquel inflamado 88 a.C., convertido en Tribuno de la Plebe, se dedicó a lanzar cuantas filípicas pudo para invalidar cualquier nombramiento nobiliario y de mando bélico de Sila, el de la carne más bien tirando a dura.

A Sulpicio le había asaltado al parecer una  flamante inspiración revitalizadora y  crematísticamente no menos "reconfortante" (Rufo, aunque pertenecía a la aristocracia, se hallaba casi en la ruina, y Mario ya le había prestado, y le seguía prestando, una gran ayuda financiera tras haber contribuido apasionadamente a que el resentido comandante se hiciera con el caudillaje de las legiones durante las pasadas Guerras Mitridáticas), cuando se propuso convencer a la Asamblea Romana, entre inflamados dengues de gazmoñería trágica si no se le prestaba la debida atención, que las mejores vitaminas para que la "grandeur" de la "Caput Mundi" no decayese, era transferir todas las investiduras de mando al reputado Cayo Mario, [quien por haber cumplido ya la friolera de setenta años, era el de la carne más amojamada, aunque se mantuviera implacable en su odio hacia Sila, no se bajara de su rancia y avejentada "burrería" -ustedes perdonen el palabro-, y no dejara de solicitar nuevos puestos, cargos y honores de los que se sentía plenamente merecedor], y que  lo más urgente era devolver al lodo "suburriano" al indigno crápula que había sido Lucio Cornelio Sila [aunque ahora capeara sus malos tiempos celebrando su nuevo y aristocrático himeneo con la bien proporcionada, -en todas las lides-, Caecilia Metella, a la que, según aseguraba Sila, mujeriego contumaz, llevaba amando en silencio la mar de años; y por cuyo amor, a fin de conseguir el ansiado divorcio, no había dudado en cubrir con los regalos más costosos que imaginarse pudiera un romano a su ex cónyuge, la caprichosa Cloelia, que era de tendencias gastadoras y siempre había andando presumiendo por toda Roma de usar los trajes más caros y lujosos durante el tiempo que duró el áureo cachondeo de sus amoríos matrimoniales con el escurridizo seductor Cornelio, incluso en su etapa más rijosa de adúltero incorregible]

La Roma de impenitentes tendencias guerreras -no había ya por qué dudarlo-, iba de pronto a presenciar otra gigantesca manta de tortas, esta vez al alimón entre Cornelio Sila y el vejete Cayo Mario. Así lo auspiciaba el no menos fondón tribuno Publio Sulpicio Rufo, sanguijuela acomodaticia de Mario, que, con total falta de recato, se había dado el lote, ante el Senado, de sacudir  guadañazos a diestro y siniestro, con su lengua viperina, contra las recientes ínfulas principescas de Sila, a quien, tras casarse con Caecilia Metella, parecía haberle llegado la hora, en cuanto al porvenir se refería, de mirar al populus romanus por encima del hombro [pese a que muchas de las diatribas que el radical Sulpicio Rufo, con cierta ira de activista sarnoso, anduvo soltando contra él no tuvieran nada de exageradas -tratándose como se trataban de verdades como puños que habían monopolizado su anterior vida privada entre la más baja de las condiciones morales-, y por ello mismo [conociendo la inquina que el combativo Rufo profesaba a Cornelio] nos imaginamos el serial con que anduvo repartiendo su estopa verborréica ante los senadores, y hasta nos atreveríamos a aventurar  que podría haber acabado alguna de sus invectivas, rebosantes de mantenido heroísmo patrio, con un eslogan del tenor de: "Lucio Cornelio Sila no es merecedor de la menor recompensa ni de rehacerse ante nuestros atónitos ojos en la más mínima de las virginidades políticas".

Y mientras tanto, por ahí andaba Cayo Mario, con los nervios ahora más templados, esponjándose con total acomodo en aquel  riguroso lenguaje difamatorio como el que su protegido y hacendoso regurgitador de tanta redundante "ταυτολογία" -tautología- [porque la verdad es que Sulpicio Rufo, de tan catafórico y anafórico contra Lucio Cornelio, resultaba ya casi vomitivo] andaba soltando ante los Senadores. [A fin de cuentas, para Mario, todo el cieno que se vertía sobre el inculpado Sila era como si se lo echaran a una tía lejana, de esas que nos importan una higa. Además, deliberaba Mario para su coleto: ¿Por qué no iba a ser verdad todo lo que soltaba Rufo, si, además de la escoria humana, lo sabían hasta los gatos callejeros de la Suburra?]. Y si Publio Sulpicio no abreviaba sus locuaces invectivas ni para tomarse una simple sopa de ajo era quizás porque, en el fondo, pensaba que todos los pronunciamientos de los componentes del Senado [imaginamos que a más de uno ya se le habría estragado el vientre] le iban a ser favorables, como si los provectos -no todos, claro- senadores no tuvieran ya la menor facultad  de leer en las conciencias ajenas, movidas por el rencor y la envidia.

A Lucio Cornelio Sila toda aquella tramoya ofensiva, ahora que todo le iba a pedir de boca, debió producirle cierta hilaridad (bueno, ¡quién sabe!, risa de la que todos imaginamos, no; sería, en todo caso una risa siniestra), porque nunca fue hombre de esos que todo lo ven trágico y negro y sin salida posible, sino de los que siempre hallaba tiempo de hacer un alto en cualquier tasca de Roma, y celebrar sus inclinaciones juerguistas sin que nunca se le borraran las ideas vengativas con que, tarde o temprano, acabaría ajustando cuentas a las distinguidas élites que se iban turnando para que su hoy como su ayer tuvieran el peor de los arreglos, y que, al menor descuido, no le  respetaran ni las últimas voluntades.

Y como su más encarnizado enemigo, Cayo Mario, al igual que todos los pitecántropos de hace dos mil años y más, no tenía  la menor posibilidad de leer el porvenir [ése que hoy, transcurridos los veinte siglos y más, ¡pobres homínidos autómatas de las nuevas tecnologías!, creen saberse a pies juntillas dándose caña con sus zambullidas en webs internáuticas y manejando sus artilugios whatsApperos], sencillamente, porque para ellos no había más porvenir científico que el de convertir en polvo lo antes posible a todo átomo viviente, olvidó [es probable que el Alzheimer -pese a que ningún romano supiese lo que era- ya anduviese haciendo mella en él] lo sangrienta que era la atrasada ciencia romana en todo lo que se refiriese a pagar culpas. Y así se cavó su propia tumba por no haber querido aprender [o, como ya hemos dicho, por olvidar] la lección de que a ciertas edades es mejor no acogerse a compañías de las que, por mucho que engorden y envejezcan, se empeñan en seguir corrompiendo la sociedad con el culto al héroe, tras imaginar que aún conservan aquella fuerza moral de jovialidad bélica, aunque ahora anduviera surcada de cicatrices, dado que nada poseen ya de aquel vislumbre que una vez diera prestigio a la más insolente de las mocedades.

Otros, como Cicerón, [que, dada su juventud, todavía no había entrado en quintas político-patrióticas ni expuesto sus famosas cartas a Cornelio Nepote «acerca de las inclinaciones de los líderes, los vicios de los comandantes y las revoluciones estatales»] habrían llegado a la conclusión de que Cayo Mario había perdido ya toda su relación vivencial con el medio en que vivía, y que si se hallaba ya al borde del abismo para pegarse el último batacazo de su vida era porque también se había empecinado en olvidar aquello de que "los que se revuelcan una y otra vez en el cieno de la intriga, haciendo uso de la oratoria más insolente, lo único que hacen es prepararse para que le retuerzan el pescuezo" -remedo de cierta frase que, al parecer, se atribuye al expansivo simbolista Verlaine-


Y si llevas un perro vengativo dentro, ya saldrá, no te preocupes. Y Lucio Cornelio Sila era de ésos. Y desde sus horas de triunfo en la Guerra Social, y las derrotas que impuso a Yugurta y a Mitrídates del Ponto en Anatolia, no se le fue de la cabeza que ya no estaba dispuesto a seguir aguantando como huéspedes destripadores de su fama a Cayo Mario ni a su desprestigiador protegido Publio Sulpicio Rufo. Sila corrió entonces que se las pelaba hasta Nola, ciudad cercana a la actual Nápoles, que había sido sometida a un asedio por parte de las milicias de Sila cuando los rebeldes samnitas que se refugiaron en ella se unieron al bando de Mario. Sila, que había expulsado de la misma a sus antiguos habitantes, organizó allí un nuevo ejército y lo condujo inmediatamente contra la mismísima Roma, donde Mario había improvisado otro para enfrentarse a su odiado enemigo. Por primera vez en la historia de la República un general de la inviolable Caput Mundi marchó contra su propia ciudad, quizás porque las conjunciones de los astros, para estos romanos tan supersticiosos, se le habían mostrado propicias. Ante tan vil acción por parte de Sila fue cuando Mario por fin empezó a ver que su cruzada se teñía de tragedia y negrura, pese a que esforzadamente trató de defender Roma contra las cinco legiones veteranas que Sila se había traído de Nola.

La resistencia resultó un fracaso total. De nuevo la vida marchaba a golpes de armamento bélico. Y para Cayo Mario, después de haberse pasado su existencia recitando frases sonoras y discursos aflautados por las ínfulas de la grandilocuencia, le había llegado la hora de comprender que la vida muchas veces no pasa de ser un doloroso sueño del que a veces se puede huir y a veces no. Pero como también la casualidad juega su baza caprichosa en los aconteceres más negros, se dispuso a seguir mareando la perdiz contra Sila tras lanzarse a una huida desesperada junto a Sulpicio Rufo. Perseguidos por los hombres de Sila, Rufo fue capturado a treinta kilómetros al sur de Roma y ejecutado sin demasiada filigrana, teniendo en cuenta que no se trató de una ejecución al uso, sino de un asesinato en toda regla perpetrado por un esclavo suyo. La cabeza decapitada de Sulpicio fue expuesta en la "rostra" [en la antigua Roma tribuna del Foro que servía de púlpito desde el que los magistrados y oradores arengaban al pueblo] por orden de Sila, quien no tardó en recompensar al esclavo que dio muerte a tan insufrible amo, libertándole primero, y condenándole a muerte después a cambio de haber traicionado a Sulpicio sin el menor miramiento. Mario en cambio logró abrirse paso hasta la costa, se embarcó rumbo a África, y se atrincheró en el refugio que le ofrecía una pequeña isla situada frente a la costa cartaginesa.

Las represalias en las que incurrió Lucio Cornelio Sila después de esta primera restauración del orden en Roma no han sido refrendadas con demasiada certeza en las crónicas, así que pasamos por ellas un poco de puntillas porque para los historiadores, todavía a día de hoy, resultan un tanto inciertas. Lo que si está claro es que en el Foro acamparon treinta y cinco mil hombres fieles a los dictados de Sila [el trance debió de ser de infartos por doquier], y éste pregonó a grito pelado que, a partir de aquel glorioso día, tras haber acabado con las intrigas de Cayo Mario y de Sulpicio Rufo [aunque con la fuga de Mario su venganza no hubiese quedado culminada por completo] todo nuevo "Proyecto de Ley" que fuese presentado en la Asamblea de Gobierno sería refrendado previo consenso del Senado, y que, además, los votos en los comicios se acogerían de nuevo a la Constitución Serviana [Derecho antiguo, desde la fundación de Roma, hasta el siglo primero a. de C. -753 hasta el 100 a. de C.-] dividiendo otra vez el pueblo votante en centurias. [Hay que tragar saliva y  ponerse en la órbita político-fantasiosa romana para entenderlo, ¿no?... Pues, sí, señor..., más bien sí. Pero lo mismo da...]

Y después de dejar así bastante apañadas las fuerzas vivas de la nueva Roma ya en su poder, Cornelio Sila se hizo confirmar el mando militar supremo con el título de procónsul. E inmediatamente, creyendo que por lo pronto la burricie bélica quedaba aplacada  con su oportuna intervención militar en la Caput Mundi, permitió la elección por parte del Senado de dos cónsules para que los mismos pudieran sancionar todo trámite que salvaguardara los asuntos de la Patria: el aristócrata Cneo Octavio Rufo [¡otro Rufo!] y el plebeyo Lucio Cornelio Cinna (que subrepticiamente intrigaba para conseguir la amnistía de los exiliados como Cayo Mario). Y con su nuevo halo de heroicidad Lucio Cornelio Sila acarreó su legión de treinta y cinco mil experimentados combatientes hacia la nueva empresa que se traía entre manos: la invasión de Grecia [dado que Atenas se había aliado con Mitrídates del Ponto, que venía desde Asia con un ejército cinco veces mayor que el romano]... ¡Y allí nuevo jolgorio y aquí todos contentos!.

sábado, 1 de octubre de 2016

Albornoz de Montealto -II-








Autor: Tassilon-Stavros


***********************************************************************************


ALBORNOZ DE MONTEALTO  -II-



***********************************************************************************
 
Los tres locos acuden al tratamiento de inhalaciones

.......................................................................................

Prefacio: Que la tonturria [el "palabro" tiene tela, lo sé, pero a veces viene bien soltar una olvidada perla semántica como esta si nos guían las buenas intenciones humorísticas] así disecada en los cerebros de los tres ibéricos que, según creen ellos, honran Abornoz de Montealto con su presencia, no ha perdido ni un ápice de sus muy accesibles aplicaciones. En consecuencia, nos sigue pareciendo cachondillo, siempre y cuando no sea en exceso. Y es que lo bueno que tiene Montealto -por algo es un balneario de renombre- son las sanas intenciones de que su personal respete, maneje con ternura, aunque sea disimulada, y se codee lo más higiénicamente posible con todo el universo mundo que por allí decida inscribirse. Y así ha de ser, ¡no hay más remedio!, aunque a veces muchos de sus trabajadores se hallen a punto de morir por infarto de miocardio al acoger a tanto repertorio circunvalatorio de rebuznadores títeres humanos como los que empiezan a confundirlo todo y no cesan de pringar la marrana sin que haya dios que los entienda. Lo peor de estos centros que acogen a tanto gili rebotado, tengan la edad que tengan, es que en ellos se falsifica a todo meter esto de la gratitud hacia el resignado servicio auxiliar que allí penca de lo lindo. Y es que, ¡no señor!, ¡que no hay respeto humano por parte del convaleciente que acude a un balneario a tomar las aguas aunque la estancia le salga por cuatro perras gracias al Imserso! Y como el que paga manda, esté jubilado o no, es normal que las tolerantes señoritas o los estoicos chavalotes encargados de los diversos departamentos: ya sean chorros, bañeras, inhalaciones u otras mandangas, [curativas, eso se puede asegurar], acaben -como con estos tres adoquines inscritos en Albornoz de Montealto que a lo mejor le regalan hasta... yo que sé... unos calzoncillos a quien no lo ha de menester- tan consumidos por el desamparo y demás circunstancias agotadoras como las que se desatan de tanto bregar con la masa amojamada que recorre el Centro Termal de forma tan despiadada, con su mirar sesgado, como a traición, y echando mano a conversaciones de churrería de las que amenazan con tener cuerda para rato. ¡Dios los bendiga! -a los encargados de servicios, claro- dado que por mor de que la supervivencia salarial, hoy tan escasa con el paro reinante, no les falte, ni distinguir pueden ya la calamidad del cachondeo, y no dejan de consumirse temiendo, como se indicó, que al menor descuido se les pare el corazón. Pero ¡ahí los tenéis!, ¡qué buena gente!, entregados y simpaticotes chicarrones y chicarronas de balneario, arreando siempre como burros con todos los reincidentes pelmazos, año tras año, en el balneario, que allí llegan con la esperanza de regenerar sus carnes de las descalabraduras con que nos machaca la edad. Y poniéndoles música también a las momias [no menos contribuyentes a que el Centro Curativo de Aguas Termales siga en funcionamiento] que no se deciden, pese a los achaques, a renunciar al peor de los arreglos -por ello no es de extrañar que a más de una le dé un patatús de vez en cuando- que es el de seguir moviendo el poco esqueleto que les queda en los bailes nocturnos entre pasodobles y tangos, porque, ¡a ver!, lo que les va es lo de antes. Y mientras, a  los ya mentados encargados de los tratamientos termales se les sigue estragando el vientre, hora tras hora, día tras día, noche tras noche, sin dejar de repetirse para su coleto que "lo peor es que el empeoramiento empieza a empeorar"... otro año más.

......................................................................................................................................................................

-¿Tienen ustedes las tarjetas para los tratamientos?- les preguntó en la entrada la chica encargada de las inhalaciones.

-No, ésas no- contestó Pedro José- Pero aquí tengo una de Valencia que me mandó una tía nuestra que vive allí. Mire, es "La Albufera". Mire cuanta agua, más que aquí.

-¿No les han dado unas tarjetas en recepción?- insistió en el tema de las dichosas tarjetas la chica conteniendo la risa.

-¡Ah, sí!, pero no tenían ninguna vista y las hemos tirado- expuso Pedro José con esa tontura que a veces no se nota, y puede hasta resultar muy ocurrente.

-Bueno- dijo la encargada del departamento suspirando- Por hoy pasen a las inhalaciones, pero mañana me las tienen que traer sin falta. 

-¿De ortografía?- preguntó con cara de susto Pedro José.

-¿Perdón?- inquirió la muchacha perpleja.

-A Mary Reyes tendrá que escribírsela Manuel Andrés. Está con la regla, y ella sólo escribe bien cuando está embarazada. 

-¡No, no!- exclamó la chica, ahora algo aturdida- Lo que quiero decir es que no se les olvide.

-¡Ah! ¿Y si ella está con la regla, no puede meterse en la bañera?- navegó de nuevo en solitario por los mares de la estulticia el preguntón de Pedro José

-No se preocupe, si ella no puede ya la meteremos nosotros- añadió Manuel Andrés.

-¡No, no quiero decir que no puede entrar en la bañera!- replicó la chica cada vez más alterada.

-¿Y eso por qué? ¿Acaso no es un ser humano como usted?- se le encaró beligerante, enturbiado y yéndose por los cerros de Úbeda el "atontao" de Pedro José.

-¡Sí, sí, desde luego!- afirmó la chica temblando- Pero le puede dar una lipotimia.

-¡Ah, bueno!- se tranquilizó Pedro José- A lo mejor eso le gusta más que el té con sabor a café. ¿Tú has probado alguna vez la lipotimia, Mary Reyes? 

-Sí, una vez, en el balneario de Bengala...

-¿De Bengala?- dio un respingo, oportunamente ejemplarizador de Geografía, Manuel Andrés, recapitulando en aquel dicho de que el mundo es un pañuelo, porque para llegar hasta un balneario de Bengala ¡se necesitaban piernas para semejante traslado!- Pero ¿cuándo has estado tú en un balneario de Bengala? ¡Nada menos que en la India? ¡Anda que no se mueve ésta con soltura de una parte a otra del mundo!

-Bueno..., no... - se ofuscó la cabeza de adoquín de Mary Reyes a quien en realidad le faltaban los medios culturales más básicos para distinguir, ya no ciudades, sino continentes y toda la pesca- Quería decir en el balneario de Lahaya..., vamos,... creo...

-¿La Haya? -se quedó más estupefacto Manuel Andrés, como aquel catedrático barato que echa mano de sus más ruines despojos de sabihondo- Pero ¿tú sabes donde está La Haya? ¡No te digo! ¡Qué mal te sienta la regla!

La cabeza de Mary Reyes no es de piedra maciza, sino que está algo hueca, y de pronto y casi sin darse cuenta responde como una participante de "Saber y ganar", por churra:

-No, no,... ahora me acuerdo,... fue en Hendaya- afirmó orgullosota Mary Reyes- ¿Y tú qué te creías? ¿Que ya me había dado un ataque de Jalzimer?

 -Se dice Alzheimer, so "atontá"- corrigió Manuel Andrés, insistiendo en ese epíteto que arrastra un rabo de mala uva en sus aportaciones a la cultura semántica española.

-¡Bueno, pues como se diga!- se enfurruñó Mary Reyes, y añadió cursilona- Pero que conste que yo me hinché de lipotimias cuando estaba tomando el sol en la "terrase" y...

-¡¡Ahora te vas a poner a hablar en francés!!- cortó de un grito Manuel Andrés.

-¡Déjala, hombre!- salió en su defensa Pedro José- Ya sabes que Mary Reyes es muy poliglótica.

-¡Ya saltó el otro listorro!- exclamó encendido Manuel Andrés- ¿No sabes que a mí eso de que se ponga en plan franchuglótica me rompe las junturas del cerebro? ¡Menuda cursilería!

-¡Ay, hijo, no es para tanto!- se condolió Mary Reyes- A ti lo que te molesta es que yo me preocupe por la cultura y me eduque en lenguas "estranjeras", mientras que tú... ¡menuda jerga usas!

-Es verdad, Andresito. Está en su derecho, ¿verdad usted?- replicó Pedro José, dirigiéndose a la ya patidifusa encargada de las inhalaciones, naturalmente sin esperar respuesta- Y si a ella le apetece decir "terrase o terrace" porque sabe francés, como si le apeteciera decir que tiene juanetes, ¿a ti qué?... Andresito, es que de verdad, ¡desde que hemos llegado a este Albornoz estás hecho un marimandón!

-¡Pues sí! ¡Para que te enteres!- siguió adjudicándose su entrenamiento lipotímico Mary Reyes- ¡Tomé mis lipotimias en el balneario de Hendaya, sentadita al sol, con la regla, y, además, fumándome un pitillo!

Ante el dúo defensivo formado por Mary Reyes y Pedro José, a Manuel Andrés el incentivo del razonamiento cerebral  se volvió a aliar con esa vieja amiga estruendosa y alborotadora que se trajinan las respuestas tontas:

-¿Conque tomaste lipotimias en Hendaya, eh marisabidilla? ¡Tú es que no te has enterado que las lipotimias no se toman sino que las dan! ¿Qué te creías, que soy tan bobo como vosotros?

-¡Miren, miren!- explotó la encargada de las inhalaciones ante aquel jolgorio de verbenera mentecatez, ya completamente histérica- Vayan ustedes pasando a las inhalaciones, que yo consultaré con el director.

Entraron los tres en la sala de inhalaciones con cara de experimentados en el complemento de ciertas ciencias que todos sabemos, después de haber dado pábulo a algunas murmujeos de los que por allí andaban esperando su turno. Las vaharadas de las inhalaciones olían a alcanfor y a enjuagues de menta.

-¡Huy, qué me gusta este olor! ¡Qué rico!- exclamó Mary Reyes. Y volviéndose a la encargada explicó:- ¡Aunque yo la última vez, en -recalcó, [mirando con el rabillo del ojo a Manuel Andrés]- ¡Hendaya!,... oiga, que casi me chamusqué la cara, y no me quedé ciega de milagro. ¡Así que no me ponga usted el humo muy caliente!

-Descuide. No se preocupe. La temperatura está muy bien regulada- dijo la chica dispuesta a poner su eficacia con la mejor voluntad, no ya en el humo como decía Mary Reyes, sino en los "humores", pensando en la negra suerte que se le venía encima todo el tiempo que durase la estancia en el balneario de aquellas tres almas de cántaro.

Y de que los días tienen su saña, su rigor o su seguidilla a la marimorena, ¡cómo dudarlo!, porque no había hecho más que sentarse en el taburete Pedro José, cuando al echarse para atrás se cayó patas arriba, provocando la risa de todo el mundo que allí tomaba las inhalaciones. 

-Pero, ¡serás idiota!- exclamó Manuel Andrés, sin poder parar de reírse- ¿Tú no sabes que los taburetes no tienen respaldo, so "atontao"?

-En mi pueblo sí que tienen- contestó mosqueado Pedro José, mientras gateaba por el suelo- ¡Lo que pasa es que aquí todo está al reves, ¡qué carajo!...


Más tendencias o teorías: A los clientes pelmas, ya sean de balneario con baños e inhalaciones incluidas, o de los de tumbarse a la bartola en cualquier hotel veraniego, y que pasan por ser humanos corrientes y molientes, reservándose, porque pagan, el derecho de hablar todas las gilipolleces que se les pase por la chola, es justo que tarde o temprano les toque pagar las consecuencias. Y cuando, a  veces, alguno pierde pie o se le escapa las posaderas del lugar adecuado donde debería posarlas, y se escurre, y, ¡zas!, se la pega contra el duro suelo y o se da algún que otro mamporro, ya sea en la bañera, en la piscina, en la ducha, etc. etc. ¡qué quieren ustedes!, a todo el que haya tenido que aguantar sus impertinencias lo primero que se les pasa por la cabeza es congratularse y exclamar para su coleto:  "¡Pues, mira, me alegro, y  bien venido sea el batacazo!... Aunque, claro está, siempre y cuando no se rompa la crisma, porque entonces, además de haber sobrellevado con toda la resignación del mundo la desconsideración exigente de todos estos clientes giliflautas, encima lo que faltaría es tener que indemnizarlos. Las estadísticas aseguran que el 80% de los hombres y mujeres son animales presuntuosos, desorientados, tontorrones, y comidos de ignorancia y soberbias de papanatas. Y por eso es normal que lo que más pulule en este mundo sea esa fauna errante a la que, naturalmente, nos guste o no, todos pertenecemos. "¡Y usted que lo diga,... y usted que lo diga! ¡Hay que ver que panda de zopencos que somos, porque la verdad es que el hombre, por más que presuma, ¿qué demonios es lo que sabe? ¡No sabe casi nada! ¡El mejor, como dijo Robespierre, "pa" la guillotina! Y así, cortando cabezas de tanto impertinente, fue como hizo de Francia un país normal!"... "¡Hombre, tanto como normal, mire que a él también se la cortaron!"... "¡Qué va, hombre, lo que le pasaba a Robespierre es que padecía de los pulmones, y a veces, cuando le daba la tos, escupía sangre, y ... ¡caugh, cauch, caugh!, ¿ve usted?, como la que echo yo"... "¡Oiga, oiga no me tosa así, que me está poniendo perdidita de sangre la bata!"... "¡Pues enchúfeme ya de una vez en las "jinnalaciones"!"... "Es que, no sé, inhalaciones..., y usted, con esa tos..., ¿que quiere que le diga?, yo creo que usted, en lugar de mejorar, se nos ahoga"... "¡Ya empezamos a poner pegas! Si es que todos ustedes los encargados de balnearios son así de negativos. ¡A mí me han dicho que las "jinnalaciones" son muy sanas "pa" la tisis! Y además, ¿ve usted?, yo ya vengo "preparao". Voy a echarme un buen trago del porrón que me he traído, con unas aceitunitas de tripitas de anchoa, ¡y que me den tos! Y si quiere, hasta lo invito, aunque, por si no lo sabe, el vino no se da de balde más que en las bodas, en los bautizos, ¡¡¡caugh, caugh, caugh!... y en los funerales!... Tenga, hombre, tenga, y échese un buen trago, que de algo hay que morir, y si es llenándose el buche con un buen vino, mejor, ¡¡¡caugh, caugh, caugh!!!!... Las estadísticas de anormalidad encierran mucha crueldad. "¿Usted cree?" "¡Uf, mogollón!"