lunes, 12 de enero de 2015

Isabella d' Este, una fascinante "mantenida" y Estadista del Renacimiento








Autor: Tassilon-Stavros







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ISABELLA D'ESTE, 

 

UNA FASCINANTE "MANTENIDA" 

 

 

Y ESTADISTA DEL RENACIMIENTO


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Isabella d'Este vio la luz en Florencia el 18 de mayo de 1474. Hija de Ercole I d'Este y Leonora de Aragón, pertenecientes a la por entonces considerada como poderosa Casa de los señores de Ferrara. Tenía seis años cuando, en 1480, fue prometida al hijo heredero de los Marqueses de Mantua, Francesco II Gonzaga. Los matrimonios, en tal época, se consideraban (y no tan sólo en las casas reinantes) algo excesivamente serio para que los decidieran los interesados sobre la base de un elemento tan inestable y precario como ha sido siempre el amor. Así, previa consulta con sus notarios, los concertaban los padres, teniendo en cuenta principalmente las conveniencias políticas, los títulos, y muy en especial las dotes.

Pero Isabella, por desgracia, como dote tenía tan sólo la física y la intelectual. Los Este eran ricos pero poseían un súbito denuedo por el dispendio incontrolado que acabaría por multiplicar las deudas de Ercole I. Mes tras mes el repaso de las cuentas domésticas se malograba inevitablemente en la Casa Ferrara, y en poco tiempo el avío crematístico empezó a adolecer de los suficientes florines para equilibrar sus presupuestos anuales. En consecuencia, una crisis constante de convulsa, deforme y pasada elegancia se instaló en el otrora estupendo palacio d'Este, donde los ingresos monetarios empezaron a huir despavoridos, sin que los acreedores se mostraron dispuestos a aportar la menor intervención salvadora al escudo de Ercole I. Un escudo invadido ahora por la hierba borde de una fortuna incapaz de resistir la prueba de un relumbrón señorial ya definitivamente marchito.

De entre la rueda emocional de aquellos tiempos y de sus hogares nobles, por suerte para algunos bienaventurados, restaba en algunos casos la belleza. E Isabella poseía esta ventaja. Nunca le importó, pues, mostrarse animosa y confortar la angustia del padre, bien que con la malicia de una virgen fatua, impaciente por dejar tras de sí las tristezas imprecisas del hogar en que naciera, y sabedora de que pronto gozaría de una nueva y noble mansión que se ungía en la holgura de una altísima suntuosidad y bien remunerada por la fortuna.

A los dieciséis años llegó a Mantua donde la esperaba Francesco, cuyo aspecto físico dejaba mucho que desear. Isabella no dudó, pese a todo, en mostrarse como una esposa dulce, inmersa en un rito prolongado de comprensión y honestidad que se asomara al espejo negro y dormido de un marido que, en realidad, vivía en los afanes y trajines de una difícil y procaz crianza y el mal incurable de su enfermiza fealdad. Isabella proclamó con el tacto de flor de su belleza el principio de una vida nueva en la casa de los Gonzaga engendrándole cuatro hijos a su poco agraciado esposo, quien, todo hay que decirlo, nunca se preocupó en absoluto de los mismos. De todas formas, Isabella supo seducir a toda la familia, desde su suegro para abajo, bien que el único que se resistiera a su fascinación fuera precisamente el marido. Francesco era un tapón de botella, de cuerpo rechoncho y frente estrecha bajo la pelambrera espesa y áspera, que se abrasaba en la desconfianza y el desprecio con un amor infinito. Únicamente amaba la caza y la guerra. En cierto modo, Gonzaga aborrecía a las mujeres considerándolas tan sólo como el "reposo tradicional y obligado del guerrero". Pese a ello, tomó infantilmente a una tal Teodora como amante, siéndole más o menos fiel dadas sus pasiones más primitivas y obscenas, no dudando en llevarla siempre consigo cuando acudía a algún torneo en las ciudades vecinas, y exigiendo de la calentura colectiva de sus correligionarios que le rindieran homenaje como si en verdad se tratara de su legítima esposa.

Isabella nunca se mostró herida por la audacia tutelar hacia una amante vulgar y socorrida de que hiciera gala Francesco, a quien por supuesto ella no amaba en absoluto. A la bella hija de Ercole I no le importaba reconocerse a sí misma el mérito de pertenecer a una familia noble aunque arruinada y de haber nacido en una ciudad donde había visto cosas peores. Todo el mundo sabía que era hija de un hijo ilegítimo, y aparte de la educación y del ejemplo, cierta encubierta frigidez parecía volverla refractaria a los celos. Penetrar en la intimidad, en el reposo y la penumbra de una mujer que vivió hace quinientos años es, pues, como penetrar en la pesadumbre litúrgica de unos pensamientos velados por la profunda e insondable niebla del tiempo. Y por supuesto no se pueden aseverar pruebas de la citada conciencia refractaria al controvertido tema de los, al parecer, inexistentes celos de Isabella. El hecho es que en aquella Corte en la que el adulterio era la regla por antonomasia, la engañada esposa de Gonzaga no dudó en permanecer fiel a su marido que le daba todo el derecho a no serlo, sin que la abstinencia, ya amorosa o sexual, la volviera agria o moralista.

Las ocasiones, por cierto, no debieron faltarle, pues Isabella tenía a su alrededor lo mejor de todo: de la poesía, de la cultura, de la inteligencia, y de la pintura. Tiziano la retrató arrogante y elástica como una modelo de alta costura, con los ojos negros y los cabellos muy rubios. Quizá la cortesanía del pintor, que la conoció ya cuando la edad empezaba en hacer cierta mella en su belleza, agregó algo al original; pero no hay duda de que era hermosa y de extraordinaria elegancia, puesto que hasta los venecianos, los franceses y los florentinos, que no tenían motivos para adularla, la llamaron "el espejo de la moda" y "la reina del buen gusto”. Sus modales y su conversación la volvían en verdad irresistible. Era casi una erudita en todo: latín, griego y filosofía, pero expresaba sus conocimientos tan sólo con quienes sabían igual o más que ella, y no le importaba fingirse ignorante con los ignorantes. Así consiguió hacerse amar por toda aquella arribista familia Gonzaga, epicúrea pero un tanto grosera y falta de modales, que en un principio temió sentirse molesta ante ella por sus errores de ortografía y sintaxis.

Isabella se complacía con la adoración que Mantua, sus correligionarios y visitantes más sobresalientes le profesaban, y sabía corresponder a ella con frases oportunas, con los actos más imprevistos, con epístolas deliciosas y con regalos que, sin embargo, se hacía pagar con creces. Porque esta hermosa "mantenida" que apresaba a cientos de admiradores en una especie de heredad de adicción o de ludopatía, donde ella resplandecía como la nieve y con poderosa exhalación de complacencia, era de la clase de una gran entretenida, pero de muy altos vuelos, que con la excusa de la oportunidad y del desfase del presupuesto del Estado de Mantua, acumuló un enorme tesoro sin gastar un solo florín. Pietro Bembo, cardenal, humanista, filólogo, escritor, poeta, traductor y erudito; Ludovico Ariosto, poeta y autor del poema épico "Orlando furioso"; y Bernardo Tasso, poeta y padre de Torquato Tasso, escribieron para ella sin exigirle el menor estipendio. Gratis también, o por muy poco dinero, arrancó al humanista e impresor Aldo Manuzio, fundador de la Imprenta Aldina, algunas de sus más aclamadas y elegantes ediciones. Fue capaz de derramar cuantas lágrimas fueran precisas, proclamándose "dolorosamente arruinada", cuando el pintor flamenco Jan Van Eyck pretendió que le pagara ciento quince ducados por su cuadro "Pasaje del Mar Rojo" y nunca perdonó al gran genio Leonardo da Vinci ni a Giovanni Bellini la impertinencia de haberle pedido un anticipo, que nunca pagó, por trabajos que, finalmente, no efectuaron.

De su moral independiente y oportunista, Isabella logró hacer virtud. Su inmediatez y su frescura la convertían en promotora de un entendimiento vivificante con una modernidad que no consideraba la libertad y la igualdad entre hombres y mujeres como unos ideales inalcanzables. A su insaciable curiosidad y a sus fiebres de novedades como eran las de poseer cuantas obras de arte y libros raros fuesen menester, antepuso en todo momento su amor por las joyas, que representaban una "inversión más segura", y jamás se quedó corta en argucias para procurárselas, especialmente cuando debió ponerse a la cabeza del Estado para reemplazar a su voluble, infiel y corrompido marido, que no tardaría en morir podrido por la sífilis. Su patente temperamento sanguíneo, avispado, rico, elegante y culto hicieron de ella una buena Gobernadora de Mantua. Y, en consecuencia, llevó las riendas del poder "al estilo mujeril", recibiendo alabanzas exageradas e hiperbólicas obsequiosidades. Mas con toda su sapiencia y su "apertura" de intelectual moderna, creía ciegamente en los astrónomos y cartománticos, a los que recurría incluso para tomar decisiones políticas o de gobierno. Su salón, pintoresco, variado, refinado, que destacaba como un paisaje constelado por aduladores personajes de gran nombradía era, en verdad, una atractiva academia de literatura y de música, que Isabella, por conveniencia y por su versatilidad soñadora y exaltadora del genio, bien que totalmente insensible a los apasionamientos por el sexo opuesto, presidía con un relieve de majestuoso protagonismo. Y lo que resultaba más destacable era que su circo privado lo formara una tribu de enanos que no había dudado en alojar en seis estancias de sus apartamentos más íntimos. Sólo con ellos se divertía, quizá porque únicamente con éstos se quitaba la máscara que acrecentara su poderío de estadista práctica y hegemónica en el libertino y para muchos intelectual Marquesado de Mantua. Con los mismos, por tanto, relajaba sus músculos, y sin escrúpulos ni madejas de hilo que devanar frente a la opinión pública, a escondidas de las añagazas y enredos de los hombres que la rodeaban, patricios, ricos burgueses y artistas que la subsidiaban, se convertía en lo que era: en "algo que nadie ha sabido nunca".



Por su mano pasaban a diario informes secretos, cartas privadas, advertencias confidenciales, misivas de amor y probablemente hasta documentos comprometedores. Entre tanta gente que la amaba, mal podríamos asegurar a quién amó ella realmente. No amó nunca a Francesco Gonzaga, aquel marido insociable, errante, infiel y corrupto, aunque fue una mujer perfecta. El amor por los cuatro hijos que engendró, Federico, Ferrante, Eleonora y Ercole, jamás le quitó el sueño ni la apartó de sus banquetes y festejos intelectuales, y pese a todo fue una madre ejemplar. De las cartas que intercambió a lo largo de los años con todos ellos (que se hallan entre las más bellas, emocionales, vivas y humanas de aquella época galana y literaria),  destacaron, sin embargo, como un aúlico compendio de favoritismo y afecto fraternal las que fueron dirigidas hacia su hermana Beatriz y su cuñada Elisabetta, cortesana culta y sensible. No obstante, Isabella no vaciló en adelantarse y en hacer suya la que más adelante sería una máxima expuesta por Niccolò Machiavelli: "que los buenos sentimientos no hacen a los buenos gobernantes", porque cuando Elisabetta Gonzaga, casada desde 1489 con Guidobaldo de Montefeltro, Duque de Urbino, (a quien Baltasar de Castiglione dedicó su gran obra "El Cortesano") vivió la terrible experiencia, en 1502, de ver a Guidobaldo expulsado de su Marquesado por Cesare Borgia, y ella fue obligada a permanecer encarcelada en sus tierras, envió al usurpador un edulcorado mensaje sólo para pedirle que le regalara un Cupido de Michelangelo Buonarroti que su  desgraciada cuñada no había tenido tiempo de salvar cuando el Marquesado cayó bajo las tropas de Borgia.

Ni siquiera la menopausia, el reúma y la celulitis, según cuentan, consiguieron disminuir la fascinación que Elisabetta seguía derrochando frente a sus cortesanos. La provocadora, avispada y poco maleable Marquesa de Mantua supo así hacer buena cara al mal tiempo, alentando la leyenda de que la mujer del Renacimiento es una de las obras maestras de la Humanidad. Y no existe la menor duda de que Isabella fue la obra maestra de las obras maestras. Engañó a todos cuantos la admiraron y amaron sin ser infiel a ninguno, explotó a los mejores artistas de su época haciéndose pasar hábilmente como su principal protectora, supo teñir de generosidad su festiva avaricia, enamoró a los varones sin indisponerse con las hembras, se dejó adorar sin conceder nunca nada a cambio, y fue un hombre de Estado sin renunciar a las faldas de reina. Por el contrario, jugando con ellas llevó a  la política lo que los hombres no poseen, el hoy afamado sex-appeal, sin tener sexo, o probablemente por esto mismo. Isabella dejaba la huella de su embriagador perfume en todo: en sus apartamentos, en su lencería, en sus directrices de gran Marquesa a los embajadores, en sus deliciosas cartas a los Papas, emperadores, reyes, músicos, poetas y artistas más afamados. Mantenía la temperatura "pasional" frente al varón como sólo las mujeres frígidas poseen la facultad de hacerlo. Dictó un estilo y un modelo por encima de cualquier moda, y el cardenal Pietro Bembo (uno de sus eternos enamorados) la definió como "la más sabia y afortunada de las mujeres". Isabella D'Este fallecería en su Marquesado de Mantua el 13 de febrero de 1539.