Autor: Tassilon-Stavros
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NOCTÁMBULO
NOCTÁMBULO
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La noche nos arrincona. Algunas veces, se dice, que al tiempo que nos
amortaja con su traje de estrellas, también nos atraviesa con el rayo de los
estigmas, porque es la noche la que un día u otro nos enterrará con un manto de
pésame. En ella, los seres humanos nos afligimos más, gritan más nuestros
lloros, el ladrido de los perros se hace más intenso y siniestro. Pero también
tiene algo de puerta entornada, a través de la cual se cuela esa presencia
inesperada de unas realidades que interrumpiera la luz. Apariciones que se
esconden de un brinco entre las sombras, y que nos revelan algún secreto
amedrentador o excitante. Durante la noche habitamos también en las más
retraídas de las parcelas filológicas, ¡tan locales!, ¡tan entrañables! La
noche es un toro negro de insaciable furor que hace suya la exacta expresión de
nuestras verdades. Y un sesteo tierno de civilización, que se oculta más allá
de los porches, en los desvanes, en el cadalso cogitativo de nuestros
despachos. Un vínculo con la sombra que nos emociona como si echáramos una
nueva raíz en lo profundo de la tierra más vieja de la que nacimos, y por entre
la que asoma esa docta pesquisa que cría la hierba de nuestras elucubraciones. La
noche posee ese rasgo esencial de nuestras devociones, ansiedades y pasiones. Es
la dueña de nuestro escritorio, el brote tierno en el que se reanuda una
emoción dormida durante el día, el albergue donde guarecernos de la tormenta
ilimitada del sol. Propietaria y creadora que entronca en el arco de la
creación, y que estructura un nuevo paisaje de deseos, en el que no agarra más
simiente que la que hace lo que se le antoja.
Rincón amarillento en el que se cumple el procedimiento recóndito de
nuestras justificaciones, de los minutos esperados. Y yo, como noctámbulo que
corto la rebanada de la noche con tan calenturienta complacencia, soy como una
imagen escalofriada de gozo entre el tejido de esa corteza en penumbra que,
noche tras noche, me quedo mirando con glotonería... Tiemblan los ramajes. Hay
aleteos de lucecillas perdiéndose a lo largo de la autopista, aires de invierno
que llaman al portal estrechito de mi edificio. Si miro a lo lejos, más allá
del ventanal de mi despacho, todos los árboles, todos los patios, todas las
calles solitarias gozan de lo suyo: azufradas luminarias, heredades en
silencio, clamores automovilísticos que chirrían en alguna curva y luego se
pierden en profundas distancias. Pero yo vivo mis trajines; rehuyo la alcoba,
verdaderamente poseído de lo mío: a aquellos aleteos lejanos del asfalto
contrapongo el más suave de los Mahlers; al ramaje removido de los polvorientos
plátanos, el humillo ambarino de la estufa; al recreo escandaloso de la
circulación apartada, casi a oscuras junto a las vidrieras de mi saloncillo, la
procesión sumisa, estimulante, de un ámbito translúcido que me envía, con la
bendición de un cristal sagrado, imágenes troceadas, viejos lienzos hechos de
colorines y de blanco y negro: la película que embellece la noche, recamado
barroco de la preciosísima cartulina cinematográfica, frente a la que hacemos
pucherillos de emoción y ternura, o nos inquietamos entusiastas, o dejamos
fundir el pliegue de nuestras durezas, derritiéndonos por fin tras una
respiración perezosa y complacida.
Fuera, la noche sigue entornada, ancha, apagada y fría. No sé si para los
demás sería espectáculo lo que para mí puede serlo todo. Hado que en la noche
desciende hasta mi balconada llena de luna, de frío o de lluvia, poniéndome los
dedos sobre los labios, dejando escapar un ¡¡chissssst!!, en casa recogido, y
al que compro todas las estampas, que me devuelve los colores de la salud,
entre otras razones, porque es un bien que a otros, por desgracia, les está
vedado. Y cuando el “the end” me empuja a la disciplina del sueño, del
invierno escondido tras la cortina, entre punzadas de humedad, el follaje
hibernal aún arrastra hasta mi cama el piar escondido de algún pardillo
extraviado. Si no arrancara estos testimonios de la noche, sería como un pecado
de desamor al espacio de abundancias que me ha creado. Es mi retablo de
voluntad legítima, mi huerto de complacencia, mi colorida inmensidad. Si esto
no puede ser siempre, lamentablemente, una verdad absoluta, si puede
convertirse en una verdad episódica.