lunes, 28 de abril de 2014

Júbilo




Autor: Tassilon-Stavros






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JÚBILO


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Hoy, no sé por qué, mi hastío de poeta se vale del don de su sonrisa. Y mi oficio de parásito no sosiega, escogiendo la gracia de otros labios. ¿Será esa arboleda nevada, bosque derretido, ascua blanca, ahogo de luna, mi revivir platónico tras la brisa?

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Hoy, no sé por qué, cielo intenso, rigor ascético, anda loca mi vida. Y se colma mi contento, signo de presagio, con nuevo aroma de promesa. ¿Será esa vieja raíz, agorera cobarde, ahora paz sensitiva, de mi sangre renacida?

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Y miedo tengo de mis culpas, ese polvo ciego que, una vez, pobló mis lejanías. ¡Ay!, sentimiento enternecido, por castigo poseído, del que arranqué miserias. ¡Dicha, quiero dejarte franco el camino, y que de tu plata gotee la úlcera de mis días!

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Hoy, no sé por qué, amo y maestro soy de un júbilo vehemente. Y vástago sano, que ni aúlla ni se retuerce en celda de atormentado. ¿Será que se colma la copa de mi vida, amada poción, tantas veces derramada inútilmente?

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Hoy, no sé por qué, es tan ligero y tan suave, tan tierno y entrañable mi bagaje. Y el caudal de mis venas, sangre de esclavo, vertí sereno y sin mancha. ¿Será que retoña el oro, infinita luz, fulgor perdido de mi cuerpo y mi paisaje?

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Y miedo tengo del prodigio, ese sol que ahora viene,... una vez patética quimera. ¡Ay!, oscuro oleaje de alondras, enjugad mi llanto con vuestras cántigas de seda. ¡Castigo de mi pena, reja abierta a las veredas, mies del gozo, exuberante primavera!








miércoles, 23 de abril de 2014

San Jerónimo









 Autor: Tassilon-Stavros









 
 
 
 
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SAN JERÓNIMO



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Rememoración
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Fructífera y arcaica, se recoge la soledad del campo, rodeada de lomas, pequeño goce de inmensidad, que se retuerce y desmenuza entre encogidas sendas hechas de holladuras fortuitas. Son caminos que desde lo abrupto, parecen enfilar su esencia tanto hacia un deseo del mundo como hacia una antigüedad que no ansiara envejecer. Y en la avidez que crea el tacto con la tierra, San Jerónimo fija su linaje, colonizando, como una pedregosa carne arrinconada, el silencio entre las frondas. Desde allí, alejado, está el mar. Y entre las osamentas vegetales de la pequeña serranía, la vieja piedra del monumento lanza su lirismo, hecho de calinas de cerrada quietud y claridad aceitosa.



San Jerónimo posee una corona de ansiedades humildes. Un cetro humedecido por el azul del día mediterráneo y el cielo de su noche agreste y antigua. Pero siempre, desde su ladera apartada, parece querer mirarse en la distancia de sus tardes y noches marineras. Luego, ya proyectado en la asunción tranquila del atardecer, entre los tajos de breña, el ladrido de algún pobre perro perdido, y el fresco olor que cae sobre la corteza de los campos, hasta tenderse a lo largo del último camino, repica, distante y tímida, una campana, afianzado su sonido por el litúrgico silencio del monasterio dormido.

 

En el otro borde, le sube la nueva conciencia bulliciosa de la estridente Baetulo del siglo, que parece querer recuperar aquella dulce abundancia perdida de la serranía, o buscar su identidad de lunas romanas, ya marchitas. La villa se acerca así, rumorosa y nostálgica, blandamente como hacen las palomas, añorando ahora la dulzura gelatinosa de su calma, la quietud con que la ampara el monte, el murmullo de su paisaje que parece haberse quedado sin respirar, guardándose este silencio suyo en su gótica torre defensiva o en sus tres tramos de arcos ojivales, por entre cuyos huecos de misticismo tembloroso descansan las golondrinas y vencejos o se cuelan las estrellas.

 

La piedra de San Jerónimo se desgaja, todavía viva, por entre un amplio trecho de ramas y peldaños, y de estruendos vegetales donde perviven originarias raíces de algarrobos, moreras, cactos, madroñales y carrascas. El armazón pétreo vive guardado en sí mismo, pero se agarra y se cría en el suelo, trasplantándose en huertos recién cavados y mullidos. Es un monumento humilde que se yergue como árbol secular, acostado también sobre una tierra de mirtos siempre verdes. Y entre ese follaje donde anidan complacencias sin vanagloria, arde una resurrección de medievales emociones prolongadas, con sus crónicas del Nuevo Mundo, y su hospedaje de Reyes que allí recibieran, del descubridor, las Buenas Nuevas.

 

Sobre las quebradas ondulantes de las lomas, entre las matas, las aliagas y las chumberas, ondulan todavía los redondos pinares de la Marina, porque es la piel desollada y sangrante del osario molido de la piedra el que envejece, no la tierra. La Barcino de lumbres oscilantes, de asfaltos recorridos por el acecho de sus gentes mecanizadas, y muy alejada de todo este vislumbre de verde tisú, le muestra su suicidio forastero. Y Baetulo, hoy entramada al muro ciudadano, mientras desliza las pisadas de sus recuerdos por encima del sepulcro concreto de sus fechas enterradas, escarba añorante en la hierba esponjosa que aún visten sus oteros, donde una vez, encaramada sobre la costa, y frente a sus brisas salobres, se abrieron sus cosechas, maduras, delirantes y doradas en una abundancia de huertos, y sus pastoriles masías almenadas, hoy con sus llaves oxidadas, entre los senderos joviales de las viñas, colmando la villa de un transito delicioso y abundante de vergeles que se volvían a mirar la aparición de las barcas de pesca, blancas, frescas y alegres, en el azul de las aguas mediterráneas. 
 


... Cae la tarde y sobre el monasterio, ahora callado y difuso, empieza a subir la luna. Distantes y tímidos, tiemblan los veraniegos grillos en la seroja. Casi nada más se percibe cuando las aves callan. Unas ramblas secas que quedaron al raso desde los altos cremaderos de la serranía. Un caminante que se ahonda en lo apacible de la hora. Una trocha que se va empinando por un recuesto poblado de cañaverales, y que conduce hasta la enramada honda entre cuya vegetación ondula, trastornada y roqueña, la fisonomía originaria de San Jerónimo. Se ha roto el día, y la luna abre sus surcos. La torre defensiva, de noche, semeja una lámina de piedra pura y fría. Y en el triple anexo de arcos ojivales, desde una sola ventana, se concreta una luz, como dentro de un cuadro pálido de oro y de larga e imperecedera senectud...