viernes, 5 de abril de 2013

Retablo Kiowa -VI-

 





 Autor: Tassilon-Stavros







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  RETABLO  KIOWA  -VI-


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La vida de aquellos tres seres, tras su huida desesperada entre tan inmensa soledad como en la que iban a verse envueltos en pocos instantes acompañados por el horror de la noche, no era, pues, más que una palabra enrarecida, carente ya del menor significado. La única clarividencia que los oprimía era saberse solos y aterrorizados entre una realidad cuya respuesta, a medida que vagaban sin rumbo entre la oscuridad que les rodeaba, resultaba cada vez más angustiosa. Nada podía ya inspirarles la menor esperanza de sobrevivir, ni aun siquiera la espera de la salida el sol, porque no eran más que tres sombras indefinidas que avanzaban en una dirección sin forma, que no les guiaba hacia objetivo alguno. Se movían, era cierto, con una atención intensa en su avance, como si buscaran con la mirada algo en la lejanía, que por hallarse en tinieblas, no les devolvía más que su color determinado y ninguna señal de lo que pudiera representar un símbolo original de vida. Era como recorrer un dibujo de un solo trazo completamente negro. Y cuando la luz del nuevo día les arrancara de aquella espesura que ahora se perdía entre la opacidad, la tierra, su existencia y los aspectos cotidianos de la amenaza india que se cernía sobre ellos, volvería a hacerse presente, visible, sin tiempo suficiente para implorar el ruego inútil de una esperanza de salvación. Y frente a ellos seguía la noche, el inmenso cielo de nubes como altas murallas de piedra, el aire gélido que chocaba contra los párpados que se cerraban por el cansancio y el sueño, el río que no dormía, el refugio buscado inútilmente, la pradera anegada que engullía las formas, los murmullos furiosos del invierno: todo resultaba demasiado cruel.

De trecho en trecho se detenían a escuchar, y salvo el rumor amenazador del Smoky Hill, por fortuna, ningún otro sonido llegaba hasta ellos. Sus pasos se perdían entre las angosturas anfractuosas que formaban las sombras. No obstante, las emboscadas indias asoladoras de aquellos valles con sus gritos de guerra aún sonaban en sus oídos. Y una vez saciada la sed de sangre de aquellos pueblos ecuestres, dioses atroces y poderosos, prestos en todo momento a dominar la muerte como fructífera semilla nacida de un lúgubre enigma, de la cercenada vida del convoy no quedaba más que una solitaria tiniebla enjuta, pavorosa, e imposible de descifrar. Dos de los huidos se dejaron caer en tierra totalmente abatidos, y el tercero, una de las mujeres, no musitó ni una sola palabra en favor ni en contra de la actitud adoptada por sus acompañantes. Fue la suya una conducta decidida, de sereno valor, que se negara a la rendición. Y aunque no trató de contagiar ni de arrastrar consigo a los caídos que no se hallaban ya en condiciones de reanudar la marcha, aquella mujer se dispuso a apoderarse de su propio destino, abandonándose a la encrucijada que formaba la compacta oscuridad nocturna, y decidida a no dejarse coger viva entre el silencio de los muertos. Su poderosa voluntad rebasaba ahora la línea del odio que albergara la tormenta guerrera de los hombres. Se mostró altiva y rígida mientras se perdía entre el efluvio espeso y húmedo que brotaba del desconocido suelo que pisaba. Toda esperanza y resolución que aún pudieran hallarse resguardadas en la tierra constituían también su propia resolución y esperanza. Y sin retroceder, salvando los obstáculos en la oscuridad casi con movimientos dislocados, pudo, finalmente, rebasar la insondable maleza que bordeaba el río.

De súbito, tras la fragosidad inquietante y misteriosa rodeada por las infinitas lejanías boscosas del valle, apareció un claro. Una calva islilla perdida en medio de un mar inmóvil y negro que rehuyera, en su escondite indefinible y sereno, la belleza punzante y la intensa vitalidad del gigantesco, abigarrado y ávido tejido de la pradera. Una cabaña desconchada y dispersa, tan maltratada por la intemperie como una vieja tumba, parecía aguardar sin esperanza a algún viajero perdido. La mujer, dilatadas sus pupilas por la oscuridad, lanzó una mirada intensa a aquel conglomerado de viejas maderas casi podridas, sin acabar de rehacerse de su primera sorpresa. Una parte de la cabaña se mantenía casi en pie, con techo cubierto y con una gran abertura practicada entre varias hileras de madera que daba paso hacia un interior todavía protegido. Se aventuró a penetrar en ella, inclinando la cabeza con un gesto impaciente. De inmediato, pese a las sombras, se adivinaba una pasada presencia de efímera vida humana en aquella especie de rústica madriguera extraviada entre la maraña próxima al río. En aquel rincón miserable se amontonaban, en efecto, algunos mueblecillos usados, como un camastro desmantelado, un par de banquetas, una mesa de patas fragmentadas, varios utensilios usados para cocinar, algunos burdos aperos de labranza, y trastos indescriptibles de todo tipo, probablemente indios. Unas alfombrillas de juncos, en gran parte deshilachadas, se diseminaban todavía por el húmedo suelo de tierra, y entre los tabiques todavía en pie, se disimulaba una pequeña ventana, cubierta por una mugrienta piel de búfalo.

... Una vez instalados en la abandonada cabaña, tras los terribles acontecimientos vividos, se impuso resistir ante todo tan rigurosa temperatura como a la que les sometiera la naturaleza circundante. Debían, además,  recuperarse aún del miedo y del cansancio tras haber caminado horas y horas, a ciegas, por aquel caos boscoso que les absorbía,  y seguir resistiendo el acoso del frío y del hambre. Habían escapado a la matanza, pero la obsesión del recuerdo sangriento permanecía allí, y llenaba con sus voces amedrentadoras la atmósfera, que parecía seguir agitándose todavía con las presencias invisibles de los guerreros indios. El viento era un silbido helado y crujiente que cruzaba los follajes y atravesaba los paredones de la cabaña, como un pregonero tenebroso que ululara la crónica del horror. No muy lejos de allí, el aumentado caudal del Smoky Hill emitía una especie de resonancia apocalíptica, haciendo temblar la oscuridad selvática. Las aguas embravecidas parecían extraviadas como un ejército en una batalla, cuya presencia llegaba entre chasquidos furiosos y amenazadores. Miles de guijarros entrechocaban en el fondo de las aguas, mientras la encrespada corriente arrastraba los restos ennegrecidos e infinitos de los barrizales y bardomeras arrancadas de sus orillas.

Aquel hombre y las dos mujeres que lo acompañaban, al igual que extrañas imágenes que no participaran de la agreste naturaleza que los rodeaba, habían vivido la noche como atrapados en un mundo remoto y diferente. Un universo que parecía existir independientemente, y al cual pertenecía también el inusitado cobertizo donde habían hallado cobijo. Mas, una vez superada la sombría impresión de amarga soledad nocturna en compañía del frío, el cansancio y el hambre, la luz pura e inefable del sol penetró por el destartalado ventanillo de la cabaña, ya que la piel de búfalo había sido arrancada y utilizada como abrigo para resguardarse de la helada brisa que recorriera el valle durante la noche, penetrando inmisericorde en la cabaña. El día se mostró espléndido tras los horrores de la huida, cuando el valle se revestía de los tonos brumosos del anochecer, esparciendo su negra mancha sobre los relieves. Pero la mañana aparecía ahora como un gigantesco espectáculo henchido de maravillosos verdores. Un impulso esperanzador se adueñó entonces de ambas mujeres, mientras la luz del sol descubría el blancor de las órbitas del hombre, en cuyas pupilas relucía un misterio de desesperación contenida: su patente ceguera. Una gran cicatriz de pequeños nudos amoratados le recorría el rostro desde la frente hasta los labios. Había trastabillado desde la cabaña sometiéndose en silencio a la alegría de las mujeres.

-Dame la mano, Roy- se dirigió hacia él una de ellas.

-Podemos buscar bayas y moras. El bosque debe de estar plagado...- propuso la otra- Si no encontramos pronto algún alimento, de nada habrá servido escapar de esos salvajes. Roy nos puede esperar aquí.... No te preocupes, querido. No tardaremos.

-Puedes sentarte aquí, Roy- dirigió el paso de ambos hacia una pequeña roca labrada en forma de banco la mujer que sujetaba su mano- Quienquiera que fuese el que aquí haya vivido, supo arreglárselas muy bien.

-También nosotras habilitaremos la cabaña...- sugirió la más decidida.

Corrieron ambas mujeres internándose entre el ruido fresco y crujiente de los follajes, mientras en las facciones del hombre ciego únicamente podía leerse la expectación insoportable de su soledad, de su inquietud frente a la pintura muerta que para él significaba el rico tapiz de verdor de aquella vegetación lujuriosa que le rodeaba.

-¿Crees que aquí estaremos a salvo? ¿No tienes miedo, Mattilda? ¿Y si esos salvajes nos descubren?

-¿Estamos vivas, no? Y hay que seguir... Así que no te quedes mirándome como un pasmarote asustado. Necesitamos comida. Y hay que encontrarla donde sea.

-Me da miedo dejar solo a Roy.

-¿Prefieres que nos muramos de hambre?- arguyó Mattilda- A Roy no le pasará nada.

La vegetación del bosque ofrendaba, en efecto, gran variedad de frutos silvestres. Los saúcos se hallaban recargados de apetitosas bayas de color rojo,  y abundaban también las zarzamoras. Una gran provisión de frambuesas y moras fue almacenada en sus faldones ahuecados. Soplaba una brisa viva y observaron varios conejos que, atraídos por el sol, salían de sus madrigueras y ramoneaban en la hierba.

-Tenemos que idear alguna forma de cazarlos- propuso Mattilda- No podemos alimentarnos únicamente de frutos.

-Tengo tanta hambre, hermanita, que saldría corriendo tras ellos como una loca.

-Quizás... con los aperos que encontramos en la cabaña podamos idear algo. ¡Y por Dios, Ruby, deja de engullir bayas! Se te van a indigestar, y acabarás vomitando.

-Mattilda, ¿eso parece un nogal como el que teníamos en Nueva Orleans?

-Quizás podamos... Pero las ramas están demasiado altas.

-Y mira, hay una gran variedad de setas.

-¿Estás loca? ¿Quieres que nos envenenemos?... Hoy tendremos que conformarnos con estos frutos silvestres. Quizás a Roy se le ocurra alguna idea para cazar conejos. Él sabe mejor que nadie lo que significa la palabra sobrevivir... Hay que volver a la cabaña, así que date prisa.

La maraña membranosa, tupida, de la naturaleza ofrendaba a ambas mujeres una variedad de senderos tan agrestes como inquietantes. Miles de sombras pasaron rompiéndose por entre la suntuosidad letárgica del bosque. Y entre aquellas íntimas magnificencias de los solitarios y verdeantes ámbitos, recelosamente observados por las dos hermanas, desandaron una y otra vez lo andado, extraviadas entre los árboles, cercadas por la umbría, la distancia desconocida y el vaho de la tierra empapada por las lluvias pasadas.

Ruby, agarrada con fuerza a su ahuecado faldón, aturdida por las angosturas y concentrando toda la atención de sus pasos para tentar el suelo fangoso, murmuró:

-Mattilda, estoy aterrada... Creo que nos hemos perdido.

-El miedo no sirve de nada- repuso Mattilda, que avanzaba decidida, temperamental, casi complacida en la fiereza inexplorada del bosque, haciendo suyos los perfiles encorvados de las arboledas, y sellando con su paso voluntarioso la afrenta misteriosa que les devolvía la tierra hollada, el oreo que removía las hojas y la claridad rota del sol que, a trechos, caía sobre sus frentes sudorosas como un bronce- El río no puede estar muy lejos, y siguiendo sus orillas llegaremos hasta la cabaña.

Ya alto el sol, las dos hermanas, con su cargamento de frutos silvestres en las ahuecadas haldas, trataron de orientarse entre los murmullos del bosque, presintiendo la proximidad del río. Su calzado se hallaba destrozado, y el terreno se tornaba casi inaccesible, ya que la maleza y los secos ramajes caidos de los árboles entorpecía el paso constantemente.  

-¡Mira, Mattilda! ¡Me sangran los pies!- exclamó dolorida Ruby- ¿A ti no?

Pero su hermana, sin contestarle ni mucho menos acongojarse, siguió su decidida marcha entre las anfractuosidades del terreno, como guiada de nuevo por un extraño presentimiento: era como si tras la turbulenta tarde del ataque indio la muerte se hubiera alejado de los tres. Y en la hora peligrosa de aquellos hechos sanguinarios, no la invadió el desasosiego. Era la voz de su gran osadía, que la llevó también a lograr ocultarse de la vista de los jinetes indios junto a Ruby y Roy, la que seguía de nuevo galopando ante ella y salvándolos de nuevo de algún probable acecho. Podía parecer locura, pero estaba convencida de que lograrían sobrevivir. Su esperanza se componía de un aliento milagroso que lograba desvanecer de su mente la sombra de la muerte.

De pronto, apareció ante ellas el azul brillante de las aguas del Smoky Hill, abriéndose a un paisaje apretado y luminoso de montañas nevadas sobre un cielo tan límpido que cegaba los ojos de ambas mujeres, ya desincorporados de la sensación amurallada en que las había sumido el bosque a su espalda. Pero Ruby se retorció instantáneamente en un contenido grito de asombro y terror. La rápida mano de Mattilda se posó en los labios de su hermana, sin muestra de pavor, apenamiento o desengaño. Su gesto era en realidad el de una protesta generosa contra las criaturas débiles como Ruby, a quien, como si de un niño se tratara, debiera de corregir atropelladamente. Y tras empujar con suavidad a su aterrorizada hermana para que no detuviera su paso, susurró:

-No nos han visto...

Dos jinetes indios, pertrechados con sus atributos guerreros, indolentes y poderosos, se hallaban detenidos junto a las orillas del Smoky Hill.