miércoles, 23 de enero de 2013

Anfítrite






Autor: Tassilon-Stavros







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ANFÍTRITE



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Yo te busqué en la soledad más extrema, cuando tu nombre se confundía en mi entendimiento. Eras una imagen que pugnaba por estallar en mí. Pero mis llamadas se alejaban y morían, porque tu dorada piel, que jamás se asomó al mundo, mantuvo su fuego oculto, como el veneno de la insania o el vestigio dominante de un violento estremecimiento. Viento loco de los sueños que arrastraron mi nave hacia los jardines de tus siglos donde quedó presa de deseos y desatinos mi juvenil delectación... Nereida que nunca poseyó sangre, carne o forma. Y cuando murieron mis dioses, seguí con mis delirios viajeros, postrándome ante tu gran playa de oro, como amante predestinado a una promesa de tentación. Seda del silencio fueron tus pasos sobre la arena, en las largas noches de mis gritos. Obra de brujería el traidor aroma presentido de tu desaparición.


¿Por qué tramó engaños tu linaje de sirena, y hallé en el gozo de amarte desmesuras dañinas, si nunca llegó tu imagen entre aquel cortejo de esclavas que fueron tus aguas vivas?

*

Yo te busqué, hija de los magos que sirven a tu culto, como a imagen del aire que se cobijó bajo mis noches rotas, entre los pasos exhaustos de mis rutas, y atrapado siempre por el viento de los amaneceres. Esencia solitaria de mis madrugadas, cuando el filo amargo de mis ojos tan sólo recibía horizontes, y el eco desdeñoso de mil lenguas humillaban al perdido caminante, ávido de placeres... Fría estrella de los mares, que entre olas de luna me fustigaste con tu inalcanzable infinitud. Vivo como carne desnuda en su último cautiverio, y para ti más lenguaje no tuve que la antífona de mi apasionado salmo, la noche de mi inocencia, y el remanso ocioso de mi juventud. Aquí permanezco, frente al oleaje remoto de mis sueños, y entre el desorden enardecido de mi pasión. Medusa y loto de los linajes helénicos, viajera con túnica de escamas, náyade velada entre la oscura estirpe de Poseidón,

¿Por qué alimentó espinas tu rosal voraz de ninfa, y no hallé tu ondulante mano amorosa en el contorno afilado de tus aguas, convirtiéndome en aquel espectro enloquecido que  porfió a las rocas el pórtico de tu unción?

*

... Y ya siempre te velé, esperándote. Vano anhelo, burla de lo oculto, que se pierde en la sustancia infinita de las olas. Y en tu playa sigo. Si yo te hallara, criatura del deseo, y cayeras en la trampa de mi  planto limosnero, o en la dulce turbación de mis apetitos nunca complacidos, sabrías que nunca he vivido. ¿No me conoces? Soy tu eremita, que en su rojo ocaso quedó perdido. Y como se cerca el trigo con espinos, yo vivo en un páramo de hiriente soledad. Frente al mar quedó mi efigie, en su encierro obstinado. Fantasma entre un eco de reproches inútiles hacia ti, sirena huida. Reptante suavidad de los mares, alucinación de navegantes, pasional viento incendiado.


-¡¡¡Anfítrite... Anfítrite!!!...

domingo, 13 de enero de 2013

La huelga del panettone - Final -






Autor: Tassilon-Stavros







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LA HUELGA DEL PANETTONE  - FINAL -



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Don Favareto
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... Tras aparcar su lujoso Mercedes, el comendatore Favareto no dio crédito a sus ojos viendo ante sí a Malacozza Annunziata. La animadversión que la viuda le producía era evidente.

-¡Ah, no! Pero ¿qué haces tú aquí, zorra asquerosa?- protestó el comendatore, masticando con manifiesta ira el gran puro que sobresalía de su boca.

El aspecto de Don Favareto, por nombre Benedicto, para más inri, no podía resultar más desagradable. De estatura bastante baja y atocinada, tan ancho de espaldas como desproporcionado de pecho y vientre. Enorme cabeza sobre un cuello de toro, nariz algo chata, escasa barbilla, boca de labios abultados con buena dentadura, y pómulos muy salientes y sonrosados. Sus ojos, negrísimos, siempre entrecerrados y de aspecto felino. La pelambrera, no excesivamente canosa, ornando su desmesurado cráneo, tan lacia y repeinada que semejaba una peluca... Llevaba su abrigo y chaqueta abiertos, mostrando todo su abultado cuerpo embutido como una típica mortadela italiana desde la cintura hasta el tiro del calzoni, y de la línea de tiro hasta la entrepierna, para acabar con las rodillas y las piernas igualmente presas y muy apretadas hasta el bajo de su exorbitante pantalón. Sus gestos eran imperiosos, y como todos los hombres de poca estatura, caminaba con el pecho muy salido, sabedor de su potestad e importancia. Su orgullo se semejaba a su mezquindad, que era inmensa. Y su autoridad se basaba tan sólo en la aversión que inspiraba. En consecuencia, alrededor de él no había ni entusiasmos ni afectos sinceros, sino únicamente miedo. Los comentarios envenenados de sus empleados en las cuatro fábricas que poseía lo catalogaban como un tipo repugnantemente artero, vengativo, inmisericorde y cruel. Experto en toda clase de engaños y triquiñuelas para no rascarse el bolsillo. Pese a todo, y al contrario de cuanto se pudiera imaginar observando aquel mamarracho humano, altanero y prepotente, su voz causaba cierta risa, porque no poseía ni la fuerza ni la cavernosidad parangonable a su aspecto despótico. Su tono era ridículamente aflautado, y por los labios siempre entreabiertos, puro en ristre, emitía una especie de alternativo silbido con las "eses".

-¿No te basssta con la que me lías cada año en la fábrica, que también tienes que venir a tocarme las narices a mi propia casa?- siguió Don Favareto con su retahila, dándole la espalda a su empleada tras apartarla violentamente de su camino- ¡Napolitana tenías que ser!... Ya me advirtieron mis abogados que no contratara a napolitanos..., que sois todos unos huelguistas hijos de puta. Pero a ti se te va a acabar el jolgorio muy pronto, ¿me oyes, zorra?

-¡Sí, sí, le oigo! Ya me vino con el mismo cuento el año pasado- exclamó Annunziata, que giró sobre sí misma, y alzando el puño izquierdo, aún murmuró: -"¡La madre que...! ¡Te vas a enterar...!"

-Pues prepárate, porque este año te va a caer la negra. Te aseguro que esta a va a ser la última huelga que me montas. No pienso tragarme más marrones de una zorra desssagradecida como tú.

La inquina entre aquellos dos seres era mutua. No hay para que contarlo. Pero Annunziata, sin amilanarse ni un ápice, insistió con voz estridente, mientras seguía a Don Favareto hacia la zona ajardinada frontal al caserón, con una tensión ahora apremiante, y, por supuesto, gozosamente malintencionada.

Comendatore,... caugh, caugh, escúcheme,... que le conviene!.

-¡Muérete, zorra!- lanzó su familiar gruñido atiplado el comendatore- ¡Nada de lo que tú me cuentes me puede convenir! Y ve haciendo la maleta porque ya tienes habitación preparada en la cárcel de Torino, ¡napolitana de mierda!...- se volvió un instante hacia Annunziata, y atravesándola con sus ojillos de gato maligno, hizo gala de aquella habitual y categórica amenaza de cicatería que le caracterizaba- Y si sueñas con alguna indemnización por parte de la Empresssa, ya te lo puedes ir quitando de la cabeza, porque no vas a ver ni un euro.

-¡Todos conocemos su generosidad, así que no hace falta que me la refriegue por las narices!- Ironizó Annunziata con malas pulgas, mientras se reafirmaba ya en aquella necesidad vindicativa de pagar con la misma moneda a aquel monstruo egocéntrico- Pero escúcheme de una vez comendatore, porque a quien le ha caído esta vez la negra es a usted.

El enfrentamiento entre ambos había llegado a concretarse finalmente, y era Annunziata la portadora del dardo envenenado.

-Ha ocurrido una desgracia,... y gorda.

-¿Una desssgracia? ¿Dónde? ¿En la fábrica?

-¡¡No, aquí... aquí mismo, en su casa!!- ratificó Annunziata abiertamente.

-Entonces será que Robertino se la ha pegado con el coche o que Gigi se ha metido una sobredosssis. ¡Bah! ¡Déjame en paz! ¡Qué les den a todos!- restó así importancia, con su habitual despotismo, a la actitud alarmista de Annunziata.

-"¡Eso es lo que a usted le gustaría, pero se va a jorobar!"- se dijo para sí Annunziata echando fuego por los ojos y concediéndole a su pensamiento ese énfasis característico de las máximas perversas, pero que también promueven los más apetecibles arranques de franqueza, y más si iban dirigidos a un endriago, tipo Don Benedicto Favareto.

El momento crítico se avecinaba, porque Malacozza Annunziata se plantificó por fin delante del orangután de su patrón, y con la palma de su mano levantada y la cara de los días en que a uno no le da la gana de pintar la vida con colores halagüeños, exclamó:

-La desgracia, ya se lo he dicho, no es gorda sino ¡gordísima!... Se trata de su perro...

-¿De mi Febo?- resonó como un campanillazo la vocecilla atiplada del comendatore- ¿Que le ha passsado a mi Febo?

-Pues que se ha muerto... ¡así, pataplaf!  Le ha dado un telele de repente... y se ha quedado frito- La falta de retórica no admite inmoralidad en los héroes. Y Annunziata lo era.

-¿Quéee? ¿Mi Febo! ¿Muerto? ¡No... essso no puede ser, zorra asquerosa!

Frente a la aplicación exacta de lo inevitable aparecen combinaciones vindicativas que aseguran que ese gusto es el "gustazo supremo y verdadero". A Don Favareto, al contrario que a Annunziata, que ya tenía bastante con su bronquitis, se le revolvieron de tal forma las bilis que probablemente se le declaró allí mismo un ataque de ictericia.

-¡Pues sí, comendatore, su perrazo, su "Febo querido"- remarcó con un gorjeo cursilón al estilo de la señora Favareto- la ha "espichao", así como suena! ¿Qué quiere? ¡Es la vida! No todas las desgracias van a ser para nosotros, los pobres, ¡qué cuerno!

-¡Y yo te mataré a ti, Annunziata, pedazo de zorra...

-¡Y dale...!¡¡Ufa!!- ofrendó Annunziata su característico revoloteo de mano, aunque sonriente y dichosa.

-como me estés engañando! ¡Mi Febo no puede haber muerto!

-¿Ah, no? Pues, mire, ahí viene su Florindo. No tiene más que verle la cara.

Cuando Don Favareto observó el rostro compungido del fámulo, sus adiposos pómulos perdieron su habitual color sonrosado, cobrando al mismo tiempo toda su tez un tono completamente amarillento, con toda seguridad debido al aumento de la bilirrubina de la ictericia que acababa de contraer.

-¡¡No, nooooo!!- se llevó las manos a su prominente caja torácica y exclamó: -¡¡Mi corazón,... mi corazón!!

Y entrecerrados sus párpados, los labios temblorosos, el puro caído y corriéndole por la barbilla varios hilillos de baba, cayó cuán redondo era,  sobre uno de los húmedos cuadriláteros ajardinados que se repartían por toda la zona y que recordaban las casillas de un inmenso ajedrez, y allí siguió desgañitándose "¡¡¡No, mi Febo nooo,... mi Febo nooooo!!!", pero sin morirse.

Florindo, que había retrocedido unos pasos, parecía entregarse a la danza de San Pascual Bailón, ora sumergiéndose en un rapto de mutismo, ora en un éxtasis horripilado sin poder respirar, y  tan sólo las voces de Don Favareto y Annunziata parecían atestiguar la existencia de vida y de presencias humanas en aquel colosal jardín, porque la señora Favareto y su hija Gigi se mantenían tras el cerrado ventanal del gabinete de la casona contemplando el patatús del dueño de sus existencias como seres inermes, sin decir esta boca es mía, y volatilizadas en el espacio interior de su protectora envoltura de cristal.

Annunziata, como un eco que nunca se agota, como el roce acariciador de una apetecible tempestad que azotara por fin el caserón de los ricachones Favareto, o los soplidos de un viento que llega de lejos y no apaga el fuego de vengadoras brasas que ella misma había encendido, fingió tranquilizar a su patrón inclinándose sobre él y exclamando con acelerado ritmo de alegría:

-¡Venga ya, comendatore,... que parece usted una plañidera! Pero si sólo era un perro...

-¡¡¡Mi Febo no era un perro... no era un perrooo... era un ángel,... mi ángel!!!- berreaba Don Favareto

-Pues, ángel y todo, la ha "palmao"... Y usted, Florindo, ¿a qué espera? Écheme una mano de una vez con este elefante. ¿Qué quiere? ¿Que avisemos una grúa para que lo ponga en pie?...- y tras agacharse de nuevo para que le viera bien la cara el atribulado comendatore,  le gritó partiéndose de risa: -¡Levántese de una vez, hombre, que es usted un fardo!...

-¿Y tú quién eres... quien eresss?

-¿Cómo que quién soy? ¡Ja, ja! ¿Está usted perdiendo la chaveta, comendatore? ¡Caugh, caugh! Soy Annunziata- siguió riéndose la interpelada entre toses.

El egocentrismo humano jamás excederá los límites de la tragedia, esa pasión que llega hasta el corazón, lo inflama, lo sacude y a veces hasta lo detiene. Así que, por más que Don Favareto berreara como un cordero gordinflón o barritara como un elefante, llorando a moco y baba por su Febo, el infarto no se produjo. Su pericia teatral fue, no obstante, lo bastante sincera como para que quedara idiotizado durante unos minutos y no reconociera ni a la mismísima Malacozza Annunziata.

... Como régimen preparatorio para su llantera posterior -tipo plañidera como bien apuntó Annunziata- al descomunal berrinche, Don Favareto había instalado sus poderosas posaderas en una cómoda silla decimonónica, puesta a punto por su fiel Florindo, frente al enternecedor fiambre del reino animal caído en el césped de sus correrías. La señora Favareto y su hija Gigi, ahora desde el lujoso y apartado porche, seguían pareciendo imágenes de una ilusión al estilo de "Otra vuelta de tuerca". Y únicamente Florindo y Annunziata no perdieron su presencia de ánimo, aguantando las jeremiadas del comendatore, demostrando con su solidaridad, más o menos sincera, que frente a la forma que desaparece, la esencia humana no perece. Puede caer en trance, eso sí, pero siendo lo Absoluto objeto y sujeto a la vez, es también la unidad donde se concilian todas las diferencias, verbigracia: Don Favareto y Annunziata.

-Mira a mi pobre Febo, Annunziata- se desbordaban los lagrimones desde los ojos siempre entornados del comendatore, llanto que restañaba con su pañuelo ininterrumpidamente- Hace sólo tres horas essstaba por ahí jugueteando en el jardín, y ahora essstá muerto. ¡Él sí que era una criatura buena! Fiel, sin malicia..., me lo daba todo sin pedirme nada.

-Entonces es que era demasiado bueno, porque a usted mientras no le pidan...- dijo suspirando Annunziata.

-Lo ves, Annunziata, nos hacemosss la guerra, nos enfadamos por dos euros de aumento la hora...

-¡No, comendatore, por cinco euros la hora!

-Y luego, ya ves, todo queda en nada.

-¿Cómo que en nada, comendatore?

-¡Essstá la muerte!

-¡Ah!, la muerte. ¡Sí, claro...! En fin...

-Se dice rápido: aquél es rico, aquél es pobre, y luego son todo palabras huecas.

-¿Huecas? ¡Y un cuerno!

-¡Mi pobre Febo!, que comía carne de primera calidad, que no le faltaba de nada, y que tenía toda esssta enorme casa a su disposición, ahora essstá muerto.

-Que sí, comendatore, que era un perro con suerte, pero por eso no iba a librarse de espicharla como todo el mundo. Además, así es la vida. Unos ladran, no trabajan y además comen carne de primera, y otros se desgañitan, se desloman haciendo pasta de panettones de la mañana a la noche, y no comen más que spaghettis. Y al final, seas pobre o rico, no nos queda más que palmarla.

-Sí, Annunziata, entonces por qué preocuparssse tanto, y hacerse la guerra por tres euros de aumento.

-¡Cinco euros, comendatore!...

-Siéntate, siéntate a mi lado, Annunziata.

-Como no me siente en la hierba. ¡Y con este frío! ¿No ve usted que estoy tiritando?

-Necesssitas abrigarte más. ¿Quieres que Florindo te traiga una manta?

Ufa, que la que se ha muerto no soy yo!... Así que déjese usted de mantas, que ya voy bien abrigada. Tengo debajo del anorak más periódicos que un quisco de Torino. Y no me cambie usted el tema, comendatore, que lo conozco. ¡Yo lo que necesito es que usted me suba el sueldo y que no me maree más la gallina con tanto regateo!- arguyó Annunziata- ¡Caugh, caugh!... ¡Puerca miseria!

-¿Qué gallina?...

-¡Gallina o perdiz, qué más da!... Oiga, comendatore, no es que yo quiera lloriquearle como una muerta de hambre, pero usted siempre anda con el puño cerrado, y no quiere enterarse de que con lo que nos paga no tenemos más que para spaghettis, y que hace años que ni yo, ni mis hijos ni ninguna de sus empleadas prueban un "bisteque" de esos que usted le daba a su perro. ¿Prefiere usted que le digamos "¡guau guau!" en lugar de pedirle un aumento? Pues, mire, comendatore, "¡guau guau!", y suéltenos usted de una vez  los cinco euros por hora que tanta falta nos hacen.

-Tenemos que ser amigos de una vez, Annunziata, y acabar poniéndonos de acuerdo, porque antes o después acabaremosss todos como mi pobre Febo...- Se hizo de nuevo el desentendido Don Favareto, sonándose estrepitosamente-  ¿Estás herida?... ¿Qué te ha passsado en el brazo?

-Nada, nada... que se me echó encima un "chalao" con su furgoneta- dijo Annunziata con segundas observando el rostro de Don Favareto, que no se inmutó- Me pegué un culetazo y se me "contursionó" el brazo. ¡Caugh, caugh!

-Tienes que cuidarte más, Annunziata. Esssa tos no es buena. Además, montar en bicicleta con essstos fríos, con esas carreteras heladas por las que corren tantos locos como mi Robertino.

-¡Sí, sí, locos!... ¡Venga, comendatore, a otro perro con ese hueso!- gesticuló Annunziata.

-¡Ah!, ¿pero también tú tienes un perro?- divagó Don Favareto.

-¿Yo? ¿Un perro? ¡Era lo que me faltaba!

-Mira, Annunziata. La fábrica es tu mejor refugio. Allí, por lo menos, tienesss calefacción y un sueldo digno.

-Mire, comendatore, lo de digno vamos a dejarlo... ¡A usted se le olvida lo que quiere! Pero a mí no me importa refrescarle la memoria cada año si hace falta, porque mis compañeras y yo hace tiempo ya que formamos parte de lo que los Sindicatos llaman "empleadas pobres"... Pero, es verdad, para que voy a andarme con más cuentos. Yo también quiero volver a la fábrica... y las demás mujeres... Ya estamos hartas de todas estas jaranas. Pero usted tendría que ponerse de nuestra parte alguna vez, en lugar de echarnos encima a sus seis elefantes. Pongamos tres euros con cincuenta de aumento la hora. ¡Sea usted generoso como lo era con su pobre perro! Así usted no pierde la partida y yo no tengo que pasar la vergüenza ante mis compañeras de la fábrica por haber hecho una huelga inútil y sin ayuda del Sindicato Obrero. ¡Eh, comendatore! ¿Qué le parece?

-Muy bien, Annunziata. Tú siempre tan lisssta. Me has cogido en un momento de debilidad...

-¡No, no, comendatore! No es que yo quiera aprovecharme de la muerte de su perro. Pero piense por una vez en nosotras, que nos partimos los riñones todo el año con sus dichosos panettones para que usted se forre, y cuando le pedimos un pequeño aumento, porque nos morimos de hambre, usted aprieta el puño y nos echa encima la "cavalleria cantamañanas" esa, o como se llame.

-Eres buena, Annunziata. Y, ya vesss, me veo obligado a decirte que sí.

-¿De verdad, comendatore? ¡Así que estamos de acuerdo!

-De acuerdo -se sonó de nuevo atronadoramente Don Favareto, sorbiendo el último resto de lagrimones- ¡Anda, ve,... ve, vuelve a la fábrica!

-¡Mi madre, tres euros con cincuenta de aumento!...- no cabía en sí de contento Malacozza Annunziata, que, bajo el poder de aquel hechizo mágico que significaba la palabra "aumento", se sintió ahora agitada por algún instinto misterioso de fugaz afecto hacia el gordinflas llorón de Don Favareto.

-Y dile a tus compañeras que mañana iré yo a la fábrica, y lo arreglaré todo... Ahora tengo que ocuparme del entierro de mi pobre Febo.

-¡Sí, sí, claro, entiérrelo usted al pobrecillo, que con este frío se va a quedar más tieso todavía! ¡Y muchas,... muchas gracias, comendatore, de parte de todas mis compañeras y del Comité de Empresa!

... Cosa de una hora más tarde, ya con la atardecida, llegó Annunziata a las puertas de la factoría. Una red de interpelaciones esperanzadas, a las que también sucedía la inquietud, se extendió entre la huelguistas. La presencia de aquella obstinada mujer fue como un fuego que prendiera a la entrada de la fábrica "Panettone Mimo", dramático escenario de la huelga, y donde durante tres semanas había reinado un vasto y singular silencio, una vez detenida la producción de aquel tradicional postre italiano tan presente en las fiestas de Navidad y Año Nuevo. Había empezado a llover copiosamente y las huelguistas, que no tenían donde guarecerse, se reagruparon como pudieron bajo los escasos paraguas de que eran portadoras. El suelo asfaltado frontal a la fábrica estaba hecho un verdadero deslizadero y moverse significaba acabar de bruces contra el mismo. Al frío intenso se unían ya las pesadas tinieblas de la noche. Muchas de las mujeres allí presentes, en ausencia de su líder, habían tenido un impulsivo conato de retirada, dado que la huelga se había convertido para todas ellas en una completa e insoportable pesadilla. Una angustia sin nombre y el peso de la tristeza infinita las abrumaba. Pero la voz de Malacozza Annunziata, siempre incansable y luchadora, iluminado ahora su rostro por algunas linternas, y resguardada de la lluvia bajo el paraguas de un par de compañeras, estalló con una inflexión más relajada a la que se agregaba una sonrisa brillante:

-¡¡Compañeras, fui a su casa (refiriéndose al comendatore), lo puse entre la espada y la pared, y he conseguido un aumento de tres euros con cincuenta la hora!!- El griterío de aprobación fue unánime- ¡¡El patrón me ha prometido que mañana, llueva o truene, firmará el aumento poniendo fin de una vez a la huelga!! ¡Caugh, caugh! ¡¡Así que el muy tacaño se ha tenido que jorobar y ceder a nuestra petición gracias a nuestro derecho legal de cantarle las cuarenta para que se afloje el bolsillo y no siga matándonos de hambre!!... ¡¡Ahora hay que volver a casa como podamos, porque si seguimos aquí, con este frío y además lloviendo a cántaros, nos va a dar un pasmo a todas!! ¡¡Pero mañana a las siete os quiero aquí a todas como un clavo, porque no tenemos más remedio que salvar las toneladas de pasta que están ahí esperándonos!!... ¡¡Podéis volver contentas a casa porque con nuestra insistencia les hemos dado una lección y una buena patada en los mismísimos a toda esa camarilla de orangutanes mafiosos que prefieren dar de comer a sus perros antes que poner un plato en la mesa de nuestros hijos!!- y alzando el puño, empezó a cantar, siendo coreada por sus compañeras: "¡¡¡¡Caminemos siempre juntas, combatiendo al adversario... No adulemos abogados ni a patrón, caugh, caugh... La justicia es nuestro canto, que resuena con la huelga, caugh caugh... Y nuestras bragas son escudos que se enfrentan al salchichón y a sus huevos con calzón!!!!!"


...  La mañana del 23 de diciembre el aire seguía siendo muy frío, pero afortunadamente los aguaceros habían pasado, y el decrépito sol de invierno se mostraba desconfiado, replegándose una vez y otra en una sombría indiferencia de nubes compactas. Eran ya casi las ocho y la fábrica "Panettone Mimo" seguía cerrada a cal y canto como un templo de dioses ultrajados que, aun recogiéndose en un dulce sahumerio con aromas a festiva bizcochería de la que los mortales de este mundo consumían en sus denominadas "parafernalias navideñas", parecían haber vuelto la espalda con su consabido desdén, arbitrariamente plenipotenciario, dada su divina potestad, al ingente grupo de trabajadoras lideradas por Malacozza Annunziata, que iban y venían frente al descomunal enverjado que bordeaba gran parte de los edificios acristalados que constituían la factoría "Mimo". El frío y la humedad se detenía, como una caricia perversa, en las manos, mejillas, narices y ropas de las desesperadas empleadas de la fábrica que aguardaban la apertura de la misma y la aparición del comendatore Favareto. 

Inesperadamente, y para sorpresa de las mujeres, apareció por allí pipistrello, quien riendo y saludando según su costumbre, volvía una vez y otra su mirada idiotizada hacia la lejanía, como un perrillo abandonado que, moviendo la cola, tratase de involucrarse en la situación de impaciencia que consumía al ingente grupo de trabajadoras allí presente.

-¿Qué coño haces aquí, pipistrello? ¡Caugh, caugh!- dijo Annunziata- ¡Lárgate ya!... ¡Afortunado tú que, como eres tonto, no te enteras de nada!...¡Ufa, no seas "pesao", hombre, no ves que aquí no pintas nada!...- Pero como pipistrello siguiera tras ella, saludándola y riendo sin parar, sintió cierta conmiseración y trató de no mostrarse demasiado brusca con aquel desgraciado- Pipistrello, sé bueno y lárgate de una vez,... que ya tenemos bastantes cabreos para que nos vengas tú ahora con tus saluditos y risitas... ¿Tienes hambre?

-Es lo que siempre anda buscando, el pobre, comida- dijo una de las compañeras.

-¡Anda, Liliana!, dale a este infeliz un buen trozo de pizza de la que nos has traído, y así nos lo quitamos de encima... Por lo menos, mientras come, que buena falta le hace, menos lata nos da.

Tomó pipistrello la apetitosa porción de pizza, clavándole el diente sin pensárselo dos veces, y mientras masticaba, seguía pegado a Annunziata, volviendo la cabeza una y otra vez hacia la carretera de Torino.

-¡Anda come, come, que debes tener el estómago como la cabeza!

No obstante, pronto comprendieron las mujeres la insistencia de pipistrello en señalarles la carretera de Torino, porque a los pocos minutos apareció una caravana de vehículos en dirección a la factoría.

-¡Annunziata, es la furgoneta del Binladen!- exclamaron las mujeres.

-¿Y qué? Ese asesino cabrón vendrá a abrirnos la fábrica.

-Pero detrás vienen tres cochazos.

En efecto, tras el esbirro de Don Favareto aparecieron el Mercedes con el patrón bien repantigado en su interior, y con su eterno habano en la boca,  luego el de los seis abogados, y otro lujoso vehículo con tres desconocidos muy interesados en observar al grupo de huelguistas que se apostaban a un lado y otro de la carretera. La lujosa comitiva se detuvo y de la furgoneta se apeó el Binladen para abrir la enorme cancela al tiempo que lanzaba una mirada diabólicamente irónica a las intrigadas trabajadoras.

Comendatore! ¡Caugh, caugh!... ¡Eh, comendatore!- se acercó la esperanzada Annunziata a la ventanilla del Mercedes- ¡Viva... viva el comendatore!- corearon todas, impulsadas por su cabecilla.

Pero Don Favareto, observando de reojo a Annunziata y al resto de sus empleadas, hizo caso omiso a los vítores, y penetró con toda rapidez en el interior de la fábrica seguido por los otros dos vehículos.

-Pero, comendatore...- permaneció Annunziata como alelada, aunque no menos angustiada y temerosa, viendo alejarse el Mercedes. La actitud indiferente del toro Favareto denotaba una expresión mordaz y tensa. Era una mirada que ella conocía bien. Su instinto empezó a perfilar la más sangrante de las verdades: ¡Don Favareto no se hallaba dispuesto ya a cumplir lo prometido el día anterior! Las armas sediciosas y vengativas del patrón adquirieron rápida transparencia para todos los ojos allí presentes, porque el Binladen se apostó entre carcajadas al otro lado del enverjado, que quedó nuevamente clausurado a las huelguistas.   

-¡Hijo de mala madre! ¡Abre la verja, que te vas a enterar,... tú y todos tus jefazos de mierda- corrió Annunziata a enfrentarse al Binladen.

-¡Quién os conoce, desgraciadas, ... muertas de hambre!- les lanzó aquel característico insulto italiano, juntando los dedos de su mano y balanceándola sin cesar, el sicario de Don Favareto.

Pipistrello siguió tras Annunziata, ríe que te ríe y saluda que te saluda.

-¡Mira, pipistrello, deja ya de reírte y de saludarme, que te voy a soltar un mamporro!- exclamó enojada Annunziata- ¡¡Chicas, hay que apedrear a ese cabrón!! ¡Y tú -a pipistrello- quítate de en medio de una vez porque la primera pedrada va a ser para tí!...

-¡Annunziata,... Annunziata, espera...! ¡Vienen tres camiones enormes!...- exclamó una de las compañeras.

Aparecieron, en efecto, tres especies de grandes furgones frigoríficos de color blanco en cuyas entrepaños laterales rezaba esta publicidad: "PLANCHADELL Y CALABUIG"- "LOS TURRONES DE ESPAÑA" -XIXONA- ALICANTE.

-¡La madre que...!- exclamó Annunziata, que no daba crédito a sus ojos- ¡El muy cabrón del comendatore se ha vendido a los españoles...

-¿Qué quieres decir, Annunziata?... ¿A que vienen esos camionarros?... ¿Quiénes son?- inquirieron a la vez algunas de sus compañeras.

-¿Es que no lo veis? ¡El puerco del comendatore, así lo parta un rayo, se ha asociado con los turroneros españoles, y ahora en lugar de panettones nos va a refregar el turrón por las narices! ¡¡Y eso significa portazo y a la calle para todas!!...

-¡¡Annunziata, la policía!!...- sonó ahora otra voz aterrada, mientras el grito del resto de las mujeres se volvía a cerrar alrededor de su adalid, con sus mil voces indescriptiblemente angustiadas oprimiéndoles el corazón- ¡¡Qué hacemos!!...

Malacozza Annunziata veía ahora todo aquello como una fantasmagoría que aboliera para ella la diferencia entre la vida y la muerte. No soltó ningún grito de pavor:

-¡¡Puerca miseria!! ¡¡Hijos de mala madre, traidores, ralea de canallas... maldito comendatore!!... -exclamó Annunziata, que seguía, debido ya a su gran cansancio, estupefacta y trastornada, como en un estado de metamorfosis, un estado de transición o una nueva forma de vida física, frente a toda aquella fantasmada policial que se les echaba encima con sus escudos antidisturbios transparentes, sus galácticos cascos protectores que ocultaban rostros de seres vivos convertidos ahora en autómatas implacables, sus porras inmisericordes, sus infalibles rifles de pelotas de goma, y lo que ocultaban tras toda aquella parafernalia represiva: el torbellino de humo de sus artificios fumígenos y lacrimógenos. 

Pero la rigidez momentánea del cuerpo de Annunziata se desvaneció de pronto en el vacío, y dio paso a  una increíble flexibilidad que se tradujo en un grito de resistencia viva hacia aquel batallón de monigotes uniformados que pretendía responsabilizar a aquellas pobres mujeres de los crímenes de los demás, jugando, por orden del comendatore, a verdugos que persiguieran a delincuentes.

-¡¡Da igual, compañeras!!- gritó Annunziata, que alzó ahora sus dos brazos lo suficiente para tener la seguridad de que el espasmo del que se hallaba contusionado realmente se movía ya casi sin dolerle- ¡¡En este mundo de mierda y de injusticia!!, ¿que nos importa otro golpe más? ¡¡No hay milagros más que para los ricos, pero nosotras tenemos piedras para abollarles sus privilegios a esos cabrones!!...

El Cuerpo Antidisturbios chocó contra un auténtico muro humano, compacto, casi infranqueable, formado por mujeres desesperadas. Pipistrello permaneció ahora como hipnotizado, preso dentro del exasperado grupo de huelguistas. Y pegado en todo momento a Annunziata, siguió también las pisadas apresuradas de todas las empleadas de la fábrica en su carrera de enfrentamiento con la policía. Una pelota de goma le dio de lleno en la cabeza y cayó inanimado sobre el frío asfalto.

-¡¡Le han dado un pelotazo a pipistrello!!- gritó Annunziata, que se quedó ante la forma yacente del infeliz errabundo- ¡¡Ayudadme con este desgraciado... no lo vayáis a pisotear!!...

Annunziata, ante el avance irrefrenable de la policía, retrocedió junto a varias compañeras, tropezando y a punto de resbalar ahora entre los charcos de agua que se repartían por la vieja carretera. Junto a ella tres o cuatro compañeras se aprestaron a apartar a pipistrello, que les entorpecía el camino, para situarlo en el arcén. Pero en el mismo instante en que Annunziata se inclinaba hacia el cuerpo exánime de pipistrello, recibió un golpe brutal en la cabeza...

-¡¡¡Annunziataaaa,... Annunziataaaa!!!-

Y cuando quiso avanzar hacia aquellas voces delirantes, un eco sin rumbo con sus mil gritos gemebundos volvió a cerrarse a su alrededor. Luego perdió el equilibrio y cayó...
 
 



Epílogo
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... Lo que aquí se ha contado ha sido el período más difícil de explicar de la "Huelga del Panettone", que, entre otras muchas huelgas, tuvo lugar en diciembre de 2009. Ha habido que recurrir a la técnica del flash-back, o sea del salto atrás. Y ha sido difícil contarlo, no porque considere mis métodos y mis criterios mejor preparados que los de otros para la reconstrucción de este acontecimiento, sino porque quería que lo viérais como lo veo yo y contarlo como a mí me gusta contarlo. ¿Habré dado en el blanco? Chi lo sa?... Don Benedicto Favareto, como burgués bien acomodado, había pertenecido durante toda su vida al Torino Football Club, 7 veces ganador del campeonato italiano de la Serie A y 5 veces de la Copa Volpi. Y como no podía ser menos, dada su lesión de corazón, el comendatore cantó la tonada de la muerte entre la emoción sagrada de tan típica horterada como la que acostumbra a dejar tras de sí todo impenitente hincha futbolístico que se precie. Y en una de aquellas zarabandas perturbadoras -que a él le sonaban a música celestial- entre el FC Torino (nombre con el que nació en los prolegómenos del siglo XX) y el Fortitudo Roma, creyó fortalecer su espíritu futbolístico en la salida entusiasta de una de sus últimas reafirmaciones burguesas, la postrera en verdad, potenciadora de un "¡¡¡Goooool!!!" absoluto, y de ésos que al parecer acaban también por hacer historia. Y cayó así fulminado por el ciego torbellino de su profunda esencia futbolera al año siguiente. Hoy sus cenizas descansan junto a las de su amado Febo en "urna dorada" en el mausoleo de la familia Favareto del Cimiterro Monumentale di Torino.

La fama pendenciera de "El Binladen" siguió su notoria carrera entre los vientos turbios de ciertos actos reprensibles y su prestigio local no se vio alterado en ningún momento. Es más, sus algaradas delictivas con persecución policial incluida siguieron durante algún tiempo causando enorme expetación en Torino. Su campaña gansteril quedó redondeada con una pequeña matanza que tuvo lugar en las proximidades de la capital. El escarmiento se hizo necesario, y éste le llegó por la repentina aparición de un grupo turístico norteamericano que efectuaba un tour por Italia. La degollina patrocinada por "El Binladen" y su banda tuvo, pues, lugar cuando la "peña turística estadounidense" se hallaba el 11 de abril en la Catedral de San Giovanni Battista en Torino disfrutando de la exposición (autorizada por el Papa Benedicto XVI -10 de abril - 23 de mayo de 2010) del afamado "Santo Sudario de Jesús", vulgo "Sábana Santa". Con el regreso a  Estados Unidos de los turistas, sus voces se hicieron oír en todo el inmenso territorio americano: "Osama bin Laden, el fundador de la red terrorista de Al-Qaeda, responsable de los ataques terroristas del 11 de setiembre del 2001 en el World Trade Center neoyorkino y el Pentágono, recurriendo con toda probabilidad a la cirugía plástica para no ser reconocido, podía tener centralizada la estructura de su organización en Torino, Italia". La comisión investigadora del FBI, que ya había divulgado en enero de 2010 unas imágenes virtuales de Osama bin Laden, en las que proyectaba el aspecto que podría ofrecer en aquellos momentos el líder de Al-Qaeda, se puso en marcha a toda prisa, y el 16  de abril  "El Binladen" de Torino fue apresado en una hazaña que pretendía rivalizar con las incursiones de Alejandro Magno en Persia. De inmediato pasó a ser  "huésped honorario" de la base militar norteamericana de Guantánamo en Cuba, y fue sometido a tan intenso bombardeo de interrogaciones por la CIA, que, según contaron más tarde algunos miembros de la Cruz Roja encargados de organizar visitas esporádicas a los presos del famoso campo de concentración estadounidense, "el prisionero turinés había acabado cayendo en el abismo espantoso que convierte la apariencia en realidad, sintiéndose dueño del instrumento lógico que exponen los testimonios humanos del terrorismo". Esta fue la percepción racional que ofrendaron los miembros de la Cruz Roja con respecto al Binladen de Torino, y como dicen que la imaginación es más bien una facultad sui generis, que otros se estrujen el cerebro para hallar explicación a todo este batiburrillo lingüístico dotado de impenetrabilidad, gravedad y misterio, porque yo la única vision clara que logro inferir del mismo es que el antiguo sicario de Don Favareto acabó perdiendo la chaveta. También cuentan que, cuando el  día 2 de mayo de 2011 el presidente Barak Obama anunció oficialmente al mundo que el auténtico líder de Al-Qaeda había pasado a mejor vida tras el operativo militar llevado a cabo en su fortificada residencia de Abbottabad, en Pakistán, el Binladen turinés salió de Guantánamo tan delgado que, visto de perfil, se desplegaba en el cielo raso y luminoso de Cuba el perfil de su nariz como un monstruoso cuerno de caza. Y tras amenazar a todo dios (norteamericano, claro), con patearles los atributos de la entrepierna, desapareció. Es probable que se pasara al bando castrista donde debió hallar ciertas afinidades con el régimen. Desde entonces, ¡ni mu del Binladen de Torino!

La fusión Panettone Mimo y Planchadell y Calabuig no llegó a buen puerto, dada la prematura muerte de Don Benedicto Favareto. A Robertino, el primogénito de la familia, "el grado superior del movimiento", seáse la velocidad, se le llevaría la vida, porque en el Rally de Montecarlo de enero del 2012 en el que participaba se vio a su impresionante "Ferrari 458 Italia" perder su roja envoltura visible volando por los hermosos acantilados de la Costa Azul. Imposible saber cómo fue. Y ni siquiera saber si aquella bola de fuego fue alguna vez sustancia, materia, y ya puestos, hasta alma. En fin... No obstante, la fábrica siguió con su producción de panettones, y sus asalariadas, aquéllas que fueron heridas por la policía en la última huelga del 2009 recibieron, a instancias de la viuda Favareto, una importante indemnización; y, además, fueron gratificadas con un sustancioso aumento de sueldo. Pipistrello, tras recuperarse del pelotazo de goma policial, también fue recompensado con un puesto de responsabilidad (lo era y lo sigue siendo para él) en la factoría: abrir y cerrar el enorme enverjado a las furgonetas  transportadoras de la pasta y encargadas también del reparto del apetitoso pan dulce italiano. 

¿Y Malacozza Annunziata?... Un amigo mío me contó que hace poco, tras visitar Pompeya y Herculano, y pernoctar varios días en Napoles, descubrió en una céntrica calle de la expansiva y alegre capital de la Campania una singular factoría expendedora de pizzas, revestidos sus escaparates por tonos de múltiples colores y con ofertas del exquisito pan horneado, ya fuera a la napolitana, a la hawaiana, o de cualquier otra variedad, del tipo de: 2x1, 3x2, 4x5, 7x10, y reparto gratuito de dichas pizzas a partir de las once de la noche para todos los parados y sintechos "acreditados" que rondaban por la villa napolitana, no menos maltratada por la crisis. El rótulo resultaba tan imponente como lo de sus dádivas expendedoras: "SANTUARIO DE LA PIZZA ANNUNZIATA". "No te lo creerás, soltó una carcajada mi amigo, pero la pizzería presentaba en su escaparate izquierdo un estímulo adicional inesperado para la curiosidad de todo el que pasara por allí. Un letrero único en su especialidad, una provocación sin reparos como nunca he visto en mi vida: "ESTE ESTABLECIMIENTO TIENE PROHIBIDA, POR ACUERDO CON LA PATRONAL, LA EXPENDEDURÍA DE PIZZAS A GABINETES DE ABOGADOS"

sábado, 5 de enero de 2013

La huelga del panettone - III -





Autor: Tassilon-Stavros






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 LA HUELGA DEL PANETTONE      - III -



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Los ricos
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La mansión de Don Favareto cumplía con todos los requisitos que suelen abrir ante los ojos anonadados de los menesterosos una visión del mundo que jamás será universal: "Hermanos en Dios lo seremos todos, pero sólo los ricos disfrutarán del Reino de la Tierra" Más allá del enverjado protector se abría una alameda que conducía a los jardines frontales que embellecían la aparatosa columnata dórica del porche. La casona, desde la distancia donde Malacozza Annunziata temblaba de frío y tosía, aparecía como suspendida en el vacío. Tras dejar la bicicleta apoyada contra la sillería que bordeaba toda la finca, buscó por lo menos un timbre, probablemente oculto a la vista a causa de la reseca madreselva abrasada por el invierno, y cuya profusa raigambre colgaba por todo el extenso muro y los contrafuertes de la enorme cancela.

-"¿Y cómo demonios entro yo en este mausoleo?"- murmuró la visitante- "¡La madre que...! ¿Quién me mandará a mí meterme en estas jaranas por cinco cochinos euros? ¡Y con este frío y mi bronquitis! ¡Puerca miseria!...¡Caugh, caugh!"- se estremecía Annunziata como si de pronto experimentara la necesidad de volver a las cosas del mundo positivo.

Pasaron los minutos. Anduvo y anduvo frente al enrejado aterida por el frío cuya intensidad arreciaba por momentos. Y de nuevo la invadió aquella sensación del esfuerzo vano, y su existencia se le aparecía bajo aquel mismo aspecto de pura ineficacia. En aquella soledad evidente se sentía como una mendiga atrapada por la indiferencia más completa de este puerco mundo. De pronto, como por arte de birlibirloque, la verja empezó a abrirse, y un rojo "Ferrari 458 Italia" apareció por el lado derecho de la alameda y encaró el camino enfangado a una velocidad endemoniada hasta alcanzar la salida. Annunziata, presa del susto, se había apoyado contra el muro antes de que el enloquecido conductor se la llevara por delante.


-"Ese debe ser el chalado de Robertino Favareto, el otro niño de papá"- se dijo para su coleto sin dejar de seguir, a su pesar, el avance demencial del dueño del Ferrari, que en unos segundos se perdió entre las estrechas calles asfaltadas de la lujosa urbanización donde la Providencia, "en su infinita bondad", alojaba a los dioses de la prosperidad, la progenie del más vomitativo sibaritismo- "¡Así te la pegues!"- agregó Annunziata, que se coló con toda premura en la finca antes de que la cancela se cerrara de nuevo.

Enfiló el paseo boscoso que conducía en línea recta hasta la amplia escalinata que daba acceso a los jardines. Durante la subida jadeó ya casi sin aliento, tosiendo repetidamente mientras sentía cómo el frío la traspasaba desde la nuca hasta la planta dolorida de los pies. Eran muchas las horas que había pedaleado bajo aquel cielo frío de diciembre. Al final de la escalinata apareció una joven de aspecto anoréxico y lánguido, fumando negligentemente. Iba tan arrebujada en un excéntrico sobretodo negro que parecía un ser incorpóreo. Y en consecuencia su paso resultaba tan leve, oscuro y gaseoso que en efecto parecía no tocar el suelo.

-"Y ésta debe ser la drogadicta. ¡Anda que menuda familia!"- caviló Annunziata.

La joven se aproximó a la visitante con mirada errática, como quien echa una ojeada al vacío. Y observó a Annunziata al igual que se distingue a un espécimen extraño en el fondo arenoso del agua en calma. Cuando por fin se decidió a hablar, su voz, que tenía una inflexión mortecina que temblara al viento de invierno, inquirió:

-¿Quién es usted?

-¡Caugh, caugh!- tosió Annunziata, intentando luego calmar sus jadeos con la mano izquierda apoyada en el pecho y explicó- Yo... soy la representante, ¡caugh, caugh!... la representante del Comité de Empresa.

-¿Y eso qué es?- preguntó la muchacha con un destello de estulticia en la mirada.

-Déjelo... No importa. Por más que se lo explique, usted no va a entender nada- desistió Annunziata, jadeando todavía- Yo,... la verdad, es que he venido aquí a hablar con el comendatore Favareto.

-Pero es que papaíto no está en casa.

-¿Conque papaíto no está en casa? ¡Caugh, caugh!

-No, y estamos temiendo que llegue- aventuró la joven, no sin estremecerse.

-No me extraña. ¡Ogro hasta en su casa!

-¿Qué dice usted?- volvió la muchacha a observar fijamente a Annunziata mientras le asestaba una profunda calada al cigarrillo (un porro a todas luces), echando la cabeza hacia atrás con los ojos en blanco- ¿Va usted a esperarlo?

-Pues, ¿qué quiere que le diga? ¡Sí! ¡Caugh, caugh! Claro que lo espero. No tengo ninguna prisa.

-¡Ah bueno! Avisaré a Florindo.

-Pues avíselo.

No muy lejos de allí un hombre de unos sesenta años, con pulcro atuendo de sirviente, parecía atender a un precioso dóberman que se hallaba desplomado sobre el césped.

-¡Florindo!... ¡Florindo!- suspiró más que llamó la joven, que parecía hallarse en trance.

-¿Dígame, señorita?- acudió con premura el criado.

-Aquí hay una mujer muy extraña y enferma que pregunta por papaíto. Dice que es una representante de no sé qué... Será mejor que la lleves con mamaíta a ver si ella puede enterarse de lo que quiere- se volvió cariacontecida hacia Annunziata- Yo tengo que dejarla, ¿sabe?..., porque se nos ha muerto el perro... y cuando papaíto se entere va a sufrir mucho.

-¡Qué pena!- ironizó Annunziata, gesticulando.

La joven "levitó" dirigiéndose hacia el lugar donde el dóberman dormía ya su último sueño. Y el criado, al tiempo que rogaba a Annunziata que le acompañara, inquirió extrañadísimo:

-Pero usted, ¿cómo ha podido entrar en la finca? El único que abre la verja soy yo, y no recuerdo...

-Pues... mire usted... entrando...- se encogió de hombros Annunziata con una explícita mueca en su cara, que consistía en juntar sus labios y lanzar un bufido- Apareció un coche rojo que casi me atropella cuando la verja se abrió...

-¡Ah, Robertino!

-Pues sí, ése sería... Así que aproveché y me colé, ¡caugh, caugh!!...

El fámulo, para asombro de Annunziata, era un hombre muy amable, nada estirado, y se mostró muy comunicativo mientras la conducía a presencia de su señora.

-El señorito Robertino es incorregible. Y si se empeña en no escuchar los consejos de su señora madre, va a seguir por el mismo camino de su hermano Giuseppino...

-¿El que se pegó el morrón con el coche el año pasado?- se anticipó Annunziata.

-Sí, el pobre señorito Giuseppino. No se mató, ¿sabe usted?, pero ahora ahí lo tiene, en silla de ruedas para toda su vida.

-¡Ya, ya...! "Que se hubiera montado en bicicleta en lugar de tanto cochazo"- rezongó para sí Annunziata.

Atravesaron el porche, y apareció una enorme sala exageradamente recargada. La vista de tan ingente mobiliario mareaba a Annunziata de manera sorprendente. Y anduvo tras el fámulo caminando silenciosamente, embobada como una de esas beatas recalcitrantes que recorren con la boca abierta la catedral de Torino. De pronto, resbaló sobre aquel suelo que brillaba como un espejo.

-¡Mi madre!...- exclamó tratando de agarrarse con su mano izquierda, sin conseguirlo, a un desmedido tresillo.

-Tenga usted cuidado- advirtió tardíamente el criado- Acabo de encerar el suelo.

-¡A buenas horas!... Ayúdeme usted, hombre. ¿No ve que estoy "contrainturada"?... No sé cómo pueden andar por esta casa. Más de uno acabará rompiéndose la crisma- añadió mientras el amable Florindo la socorría, alzándola del suelo e indicándole que guardara silencio, porque la señora Favareto hablaba por teléfono en la sala contigua.

-No creo que haya venido usted en el mejor momento- dijo Florindo- Hoy es un día de luto para todos en esta casa. Se nos ha muerto el perro, ¿sabe usted?

-Ya, ya me he enterado. Me lo ha dicho la que fumaba el porro.

-¡Ah, la pobre señorita Gigi!... La verdad es que sí, fuma en demasía... En cuanto a Febo...

-¿Quién?

-El perro. Todos queríamos mucho a Febo... y muy especialmente el señor Favareto. No sabe usted el drama que esto significa para la familia...

-Claro, se les ha muerto el perro y están todos de luto, y a los de la fábrica ¡que nos den! "¡Qué mundo este!"- murmujeó encolerizada Annunziata.

-¿Que decía usted?

-¡No, nada, nada! Pero, aunque se les haya muerto el perro, yo de aquí no me voy sin hablar con el comendatore Favareto.

-La verdad es que todavía no sé quién se atreverá a decirle al señor Favareto que Febo ha muerto. El señorito Robertino se fue como un rayo, y la señora está terriblemente afectada debido a que el comendatore padece del corazón...

-¿Que padece del corazón? Será sólo cuando le interesa- meneó Annunziata la cabeza cómicamente, lanzando su característico bufido de incredulidad y agarrándose para no resbalar de nuevo a todo cuanto encontraba a su paso mientras el fámulo la conducía por fin al gabinete de la señora Favareto. Llamó cuidadosamente.

-¿Florindo?

-Sí, señora, ¿permite usted?

-Pase, pase...

Florindo y Annunziata entraron en otro desmesurado salón donde los Favareto acostumbraban a recibir sus visitas. La señora Favareto acababa ya su conversación telefónica:-... "Sí, Sofi, querida, ha sido terrible, y tan de repente. Nuestro pobre Febo... ¡Dios mío!,  mucho me temo que hoy vamos a tener uno de esos días espantosos. Y yo con mis jaquecas. En fin, te llamaré más tarde. Alguien desea verme (observó extrañada a Annunziata). No, no creo que la conozcas. Tampoco yo sé quien es... Un beso."

La esposa del comendatore, que rondaba ya la sesentena, se acercó a Annunziata con una especie de sonrisa perdida. Era extremadamente delgada, con un cutis blanquecino que, al parecer, había sido sometido a más "liftings" faciales que el de la Carrà. Tampoco resultaba demasiado atractiva con su cabello teñido de rubio platino; y la mirada de sus ojos, casi hundidos en las órbitas, pero muy brillantes, recordaba a la de un perrito curioso. Sufría como sufren los ricos: con una refinada quietud emocionada, casi inhumana. Y cuando sonreía no se sabía si lo hacía para sí misma o al vacío. Al fin se dirigió a Annunziata con una voz flemática y amable:

-Buenos días, querida. ¿Te envía algún Instituto de Beneficencia?

-No, no se trata de beneficencia- aclaró de inmediato Annunziata- Yo vengo de la fábrica de panettones, y quiero... bueno... necesito hablar con el comendatore.

-Pero, querida, este no es el momento. ¿No sabes que se nos ha muerto el perro?

-¡Sí, sí, lo sé!

Y tras una pausa, frente a la mirada un tanto desconcertada de la señora Favareto, Annunziata continuó:

-A ver, señora. Yo ya le he dicho que vengo de la fábrica. Se ha armado un lío terrible, porque estamos en huelga. Y usted me parece a mí que ni se ha enterado. Primero acudimos al Sindicato Obrero de Torino, pero como el año pasado y el anterior empezaron con que si teníamos que afiliarnos para organizarnos legalmente, que si convenios de empresa y negociaciones con el patrón de ésas que no acaban nunca, que era mejor no ir a la huelga, y que si patatín y que si patatán..., total que nos dejaron colgadas. Luego Don Favareto, su marido, nos mandó a esos gordinflas...

-¿A quiénes?- inquirió la anfitriona cuya expresión de aturdimiento se acentuaba cada vez más.

-Pues, a sus abogados, señora... que son seis elefantes... ¡seis nada menos!- recalcó Annunziata con su característico revoloteo de la mano izquierda- Y ahora esa camarilla de puercos..., y usted perdone, señora, nos quieren meter allí a la policía con bombas lacrimógenas y con rifles de esos que disparan pelotas de goma que te pueden dejar tuerta, coja y hasta tonta perdida. El follón que nos espera es de órdago, y luego la culpa, como siempre, dirán que es mía.

-Perdona, querida, pero tú ¿quién eres?- dirigió ahora la señora Favareto una intrigada mirada a su visitante.

-¿Yo?... Yo soy Malacozza Annunziata.

-¿Así que tú eres Annunziata?- cambió repentinamente de expresión la esposa del comendatore.

-Pues sí,... sí señora, yo soy Annunziata. ¿Y...?- se encogió de hombros la interpelada sin darle mayor importancia.

-¡Ay!, si supieras cuántos dolores has causado a mi pobre marido.

-Pues, anda que él a mí...- corroboró Annunziata la lamentación de la anfitriona con la suya, valiéndose de un expresivo ademán de su brazo en cabestrillo.

-Quizás tú seas la causa de su lesión de corazón.

-Es posible. ¿Qué se le va a hacer? Cada uno tiene lo que se busca.

-Siempre habla de ti. Incluso cuando duerme le he oído pronunciar tu nombre.

-¡Sí, sí, gracias!- llevó a cabo un gesto muy elocuente Annunziata levantando la palma de su mano izquierda- No hace falta que me lo repita. Ya sé cómo me llama. Estoy bien informada.

De otro amplio anexo al salón que comunicaba por medio de tres escalinatas de mármol con otras estancias del caserón apareció el joven Giuseppino en su automotriz silla de ruedas.

-Mamá ¿puedes alcanzarme el libro que dejé en el sofá?- requirió con languidez.

-Sí, querido.

Annunziata le observó con curiosidad, mirada aquella que no pasó desapercibida para la señora Favareto.

-Es mi hijo Giuseppino, el menor de los tres- indicó compungida la anfitriona.

-Ya, ya,... "el del morrón"- Annunziata especificó esta última observación con voz queda a fin de que pasara desapercibida para la madre del joven.

-¿Quieres una chocolatina, querida?- ofreció la señora Favareto, tomando una bandeja de bombones de una de las muchas mesas que se repartían por aquel gabinete desmedido

-No, gracias, señora. Me dan diarrea- rechazó Annunziata con un explícito gesto de mano que resbaló por el vientre- Preferiría un buen vaso de grappa.

-¿Grappa?... ¿Qué es eso, querida?

-Un tónico, señora... Un "reconstituciente"... de taberna, para los pobres, claro. Es normal que a usted le suene a chino.

-¡Ay!, querida, todos hablan de los problemas de los pobres- exclamó entonces la señora Favareto con un profundo suspiro- Pero si supieras lo desgraciados que somos nosotros, los ricos. Ya ves, un hijo sin piernas; otro, mi Robertino, el mayor, un cabeza loca al que no hay manera de meter en cintura, y mucho me temo que cualquier día de estos nos vuelva a dar un susto de muerte; y de mi pobre hija, mi Gigi... dicen que toma drogas, incluso lo han publicado en los periódicos. Y hoy, tres días antes de Navidad, se nos ha muerto el perro, nuestro pobre Febo... Vosotros sois pobres, pero al menos tenéis salud.

-¿Salud? ¿Nosotros? Pero, ¿qué me está usted diciendo, señora? ¡Ojalá... Yo, ¡caugh, caugh, caugh!, tengo bronquitis crónica, mi hija de tres años tiene fiebre reumática, y además de que soy viuda con tres hijos que mantener, tengo a mi cargo a un cuñado medio tonto y sordo porque le explotó una mina en el tímpano, en la misma cantera donde murió mi marido aplastado por un pedrusco. ¡Una tortilla humana que no lo habría reconocido ni su madre! ¿Salud los pobres? ¡Venga ya...!

Apareció de nuevo Florindo para informar a su señora de que cierto ingegnere se hallaba al teléfono.

-¿Sí? Dígame ingegnere Blassetti. Ah, el comendatore,... que ya viene hacia casa. ¿Le habéis comunicado la desgracia?... Pero, ¿cómo? ¿Sois un montón de hombres, y es posible que ninguno haya tenido el valor de decírselo?... ¡Está bien, está bien!... ¡San Giovanni Battista nos valga!- se santiguó la anfitriona invocando al Santo Patrón de Torino.

Luego permaneció pensativa unos instantes y adoptando un nuevo gorjeo comprensivo y no menos melifluo, dijo:

-Me hago cargo de tu enorme problema en la fábrica, querida Annunziata. ¡Una huelga, qué horror!... Yo podría intentar ayudarte, pero tú tendrías que hacerme también un pequeño favor.

-¿Yo, un favor, a usted? ¡Caugh, caugh! ¡Menudo disparate!- replicó atónita Annunziata- Aunque si está en mi mano... por mí...

-Verás, el comendatore ya viene para casa. Y tú que eres una mujer tan fuerte y tan animosa, digna de toda mi admiración aunque seas pobre, ¿por qué no le dices a mi esposo que ha muerto el perro?

-¿Yo? ¿Y por qué yo?- movió la cabeza Annunziata, y estiro los labios resoplando con una expresión sumamente contrariada- ¡Era lo que me faltaba! ¡Caugh, caugh!... ¿Qué tengo yo que ver con el dichoso perro? Además, ¿se ha olvidado usted de que su marido no me puede ver?

-Te lo ruego, querida.

-Me lo ruega, me lo ruega. ¿Y a mí que me va ni me viene con el perro del comendatore?... ¿Y qué va a pasar con la fábrica como se ponga hecho un basilisco?

-Yo abogaré en tu favor con el problema de la huelga.

-¿Que abogará? ¿Usted también?

-Sí, pero será para ayudarte, querida. Pero tú ahora busca las palabras precisas.

-¿Que busque yo las palabras? ¿Qué palabras?

-Sí, querida Annunziata, tú sabrás hacerlo, pero recuerda que el comendatore sufre del corazón, y ese perro era la cosa que él más quería en este mundo.

-Pues, no sé, señora. ¿Qué quiere que le diga? Al comendatore, si tanto quería a su perro, le va a dar un pasmo se lo diga como se lo diga. ¿Y si se muere?...

-No se morirá... Pero tú intenta decírselo con un poco de tacto.

-Tacto, tacto, ¡caugh, caugh! ¡Y un cuerno!... A ver, señora, le advierto que cómo le dé el arrechucho, luego no vengan echándome las culpas a mí.

-No, no, querida Annunziata. Te lo prometo- la señora Favareto se hallaba ahora observando el exterior desde el gran ventanal del salón- Mira, ahí llega... Ve, querida... Todo saldrá bien, ya lo verás. Puedes salir por esta otra puerta... Va directamente al garaje.

-Ya, ya. ¡Caugh, caugh!... "Pero, ¡cómo se arme, toda la jarana va a ser para mí!... ¡Y todo por un perro. Claro que si se muere, todos saldremos ganando"- musitó para sus adentros Annunziata.