jueves, 27 de diciembre de 2012

La huelga del panettone - II -

 




Autor: Tassilo-Stavros








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LA HUELGA DEL PANETTONE      - II -



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Los abogados

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Vivimos tiempos de zarabanda económica totalmente incontrolable. Ya los hubo. Y también con sus iterativas y nefastas multiplicaciones del número de parados. Y aunque siempre esperamos la revelación de la esperanza, mejor no retrotraernos a otras centurias porque se nos pondrían los pelos como escarpias. En consecuencia es más beneficioso para nuestra logística capacidad mental, casi siempre tan maltratada, que no nos pongamos tontos con aquello de que "quien olvida su historia"..., porque el mundo no la ha olvidado, y seguimos repitiéndola. En fin, que por mucho que políticos y economistas sigan insistiendo en que el pueblo llano es muy listo y que no se chupa el dedo, y que por eso se lanza a la calle a desgañitarse contra tanta corruptela, a reivindicar derechos que nunca se le conceden, y a amenazar con poner una nueva guillotina en la plaza de la Concorde o en la de Villatorta de Abajo, la teoría de estado del bienestar no sigue siendo más que una patraña secular, y la clase media siempre será un circo de peleles a los que únicamente mueven los hilos de los más afortunados, ya que no los del azar.

Quizás por todo ello, Malacozza Annunziata, pese a haber hecho la primera comunión a la tierna edad de doce años, nunca supo con seguridad qué era lo que Dios deseaba de ella. Y reflexiona que te reflexiona, sobrevive que te sobrevive, lo único que aprendió es que al parecer el tiempo sólo tiene sentido entre los linderos del dolor, circunscripciones estas que podían abarcar en la vida de cualquier ser humano amplísimas extensiones. Y su vida andaba sobrada de dicha vastedad. Por consiguiente optó por volverse atea. Eso sí, tuvo siempre muy clara en su conciencia la frontera entre el bien y el mal. Pero observando y observando el mundo del hoy y quizás previendo también el de mañana, ella, que siempre anduvo falta de temperamento contemplativo, no podía por tanto conformarse con ejercer de "mirona" ante ese sendero de la existencia donde tantas mujeres el único porvenir que lograban labrarse era, como decían las abuelitas, el de las labores propias de su sexo, y que dejaran a los varones barbudos, bigotudos, rijosos y peleones soñando con sus discursos sociales y repartiendo leña frente al duro camino de su vida efímera.

Annunziata tuvo que aprender, como gran cantidad de mujeres, que para desligarse de ataduras y otras clases de urgencias entre las que se contaban las buenas disposiciones para el hogar, había que ser viuda, y si a eso se le añadían tres hijos y un cuñado inservible, tenía que ponerse el mundo de los hombres por montera. Sí, por más que ese mundo, con sus estamentos, no tan sólo religiosos, sino socio-políticos, que tanto le había calentado el cacumen y hasta alguna que otra víscera, se empeñase en cantarle el manido salmo profético con temas de purezas anímicas (que no dejan de ser más que la  mugre ruin que se condensa en la prieta historia de las desmedradas crónicas humanas; y porque la mentira, en su fraude, suele poseer más racionalidad y sentido común), condenando nuestra primitiva inocencia con cuentos chinos a lo Kung Fu-Tse o a lo Jesusín del alma mía. Ella se hallaba ya en la encrucijada de todos los caminos terrestres. ¿Dónde estaban la leche y la miel? La maldad y las desigualdades jamás desaparecerán del esta tierra, los pueblos nunca dejarán de jorobarse unos a otros, y feliz aquel que algún día conozca un mundo en el que todos acabemos siendo hermanos, porque a semejante ensalada no la adereza más que el vinagre.

Y echando mano una vez y otra a su tronada filosofía proletaria Malacozza Annunziata no podía por menos que seguir reflexionando: "Ufa, yo, por lo menos, no he manchado mi vida con ninguna mala conciencia ni con ningún acto de esos que llaman criminales. Y una huelga justa cada año contra estos mafiosos vividores que nos chupan la sangre no puede ser considerada una mala acción, así que ¡un cuerno para el comendatore Favareto y para toda su camarilla de abogados gordinflas que nos arriman los estacazos injustos de sus códigos y para los lameculos asesinos como el Binladen!"

... El piquete femenino de la huelga parecía como aislado del mundo. Era como un pequeño batallón olvidado que adorase a un dios bárbaro, haciendo de la esclavitud económica su guerra, símbolo de una nueva fe que habría de mantenerlos en su puesto de combate noche y día, aferrado a otros ideales, y dispuesto a sustituir a los viejos dioses con la nueva doctrina de su lucha solitaria, entusiasta y reivindicativa. La Fábrica "Panettone Mimo" se hallaba cercada por una enorme verja que se levantaba ante las huelguistas como la muralla de un mal sueño, tras la cual no había ahora signo alguno de vida. La ventisca se había calmado y el cielo nocturno, pese a frío, empezaba a mostrar de nuevo su refulgente mosaico de estrellas. Parecía, pues, que el firmamento, con su negrura titilante, se abría tras la tormenta con miles de pequeñas antorchas dispuestas a interrumpir la pesadilla oscura y desamparada de aquellas mujeres decididas a soportar contra viento y marea los agitados acontecimientos en que se hallaban inmersas. Sus demandas, convertidas de nuevo en grandes dilemas ante los enigmas del destino proletario cuyo porvenir no puede nunca preverse, seguían buscando una respuesta o una pequeña ilusión capaz de abrir camino a una sencilla promesa de dignidad que las ayudara a seguir soportando la vida. Todos sabemos que el simple hecho de existir es ya de por sí un riesgo inhóspito, y por ello mismo hombres y mujeres siempre nos seguiremos viendo condenados a vivir en ese eterno siglo de la espera. No hay otra visión del mundo.

La noche fue muy larga y fría. El entorno aparecía iluminado por el fuego que las huelguistas, durante varios días con sus noches, procuraban mantener encendido en el interior de una de las cubetas metálicas que habían sustraído de la fabrica, antes del cierre de la misma (ahora a oscuras), y que se utilizaban para almacenar la levadura de los panettones. No obstante, perseverando con firmeza frente a aquéllos que no habían sabido escucharlas, vivieron de nuevo con emoción y cierto sentimiento de orgullo el retorno de la mañana. En ningún momento, durante las negras semanas de huelga, habían renunciado a la esperanza de que sus reivindicaciones económicas fuesen por fin aceptadas. "Paz y aumento de salario". Pese a todo, la paz, cuando se somete a una huelga, no es más que la paz bajo el miedo. 

Asomó tímidamente el sol. Hacia la zona izquierda aparecían antiguas dehesas donde, ya con la amanecida, empezaban a pastar, con su habitual parsimonia, muchas vacas y corderos; y hacia la derecha, al otro lado de la carretera comarcal proveniente de Torino, se abría una pequeña zona fabril donde se hallaba enclavada la Fábrica "Panettone Mimo". Las huelguistas desayunaron sus únicas provisiones: pan y queso, e ingirieron un hirviente café que ellas mismas habían preparado al calor del fuego. Torino, a lo lejos, parecía una ciudad perdida para siempre, desgajada de sus vidas como un mundo extraño que ya no podían reconstituir ni con el pensamiento ni con la imaginación. Frente a sus calles y monumentos, su esencia notable y su supuesta alegría de vivir, las ilusiones de los no privilegiados caían como plumas inútiles. Pero, pese al miedo y al frío, el paro fabril debía imponerse a los hombres que las explotaban, que por descontado seguirían mintiendo para obtener su triunfo. Y cuando, hacia las diez de la mañana, apareció un camión cargado de esquiroles (todo mujeres),  precedido por un cochazo en el que se acomodaban dos abogados del comendatore, cientos de piedras entraron en acción, arrancando los gritos de las ocupantes de la bandeja de carga posterior del camión. Una de las ventanillas del chasís se hizo añicos, y para que el enorme vehículo no avanzara, varias huelguistas, al grito de "¡No, no pasaréis, esquirolas de mierda!" se tumbaron sobre el asfalto helado frente a las enormes ruedas del mismo. El tumulto femenino, pese a hallarse agotado por tantas noches sin sueño, se unió como una roca inconmovible dispuesto a enfrentarse al canonizado organismo jurisdiccional a sueldo de Don Favareto. Fue toda una manifestación furiosa y amenazadora que encabezaba Malacozza Anunziata con el brazo derecho en cabestrillo (su propia bufanda). Un gran desbordamiento compuesto por rostros que temblaban de frío y de ira. La repulsa femenina iba acompañada además de grandes pasquines (cartones clavados sobre palitroques) que sobresalían por entre el pandemónium de cabezas, y cuyos testimonios escritos parecían poseer voz propia entre aquella atmósfera de resonancia profunda y reivindicativa: "El comendatore Favareto es un puerco", "La mujer del comendatore es una repipi que le pone los cuernos al comendatore hasta con Berlusconi", "La hija del comendatore toma drogas", "El patrón nos niega el aumento y con lo que nos roba engorda a la piara de cerdos de sus abogados"... Y cuando uno de los letrados, adiposo y con los mofletes sonrosados, salió del coche, además de abucheado fue recibido por tal lluvia de podridas hortalizas de todo tipo que las pleiteantes no pudieron por menos que lanzar sonoras carcajadas, pese a que la esencia de la amenaza de que sus demandas no fueran escuchadas y ni mucho menos aceptadas parecía definitiva con la presencia de las "esquirolas" y los dos juristas cabreados. Era como si entre las huelguistas y el universo existiera ahora una muralla invisible que las protegiera momentáneamente del miedo. Pero en verdad eran sus gritos reivindicativos los que aumentaban el tamaño de la muralla, rodeándolas así de otra protección más sutil.

-¡¡Tenemos hambre!! ¡¡Ya estamos cansadas!! ¡¡Basta, basta!!...¡¡Queremos el aumento!! ¡¡Que el puerco del comendatore deje de explotarnos!! ¡¡Hijos de mala madre, dadnos nuestro dinero!!

-¿Queréis escucharme de una vez?- inquirió el abogado, limpiándose algunos restos de tomate de su impecable abrigo- Hace tres semanas que no cobráis vuestra paga...

-¿Y qué?- saltó Annunziata enfrentándose al picapleitos.

-Pues que si esperáis a que el comendatore afloje, andáis muy equivocadas, porque Don Favareto aguantará hasta el infinito y todas vosotras vais a acabar con el agua hasta el cuello.

-¡No, nosotras aguantaremos!! ¡Así que métete tus amenazas y las del comendatore...!- no acabó la frase Annunziata porque el otro abogado, no menos amondongado y muy ceñido a su buen abrigo, bajó del coche con la mano en alto.

-¡¡Pelotas, traidores, lameculos..., títeres del comendatore!!- fue aquel un nuevo griterío unánime de todas las mujeres.

-¡¡Chicas, chicas!! ¡Prestad atención! Tenemos que acabar con esto de una vez. A ver ¿quiénes son vuestras representantes?

-¡Malacozza Annunziata!..., ¡Cecchi Gigliola!..., ¡Laurentina Gisotti!- fueron las tres levantando la mano.

-¿Y quién es la responsable del Comité de la fábrica?

-Yo, Malacozza Annunziata.

-Bien, en vista de la insostenible tensión que se ha provocado, el comendatore Favareto ha decidido negociar con vosotras personalmente y os espera en su despacho de Torino.

-¿Que os había dicho yo? - se iluminó el rostro aterido de Annunziata, volviéndose hacia sus compañeras- ¡Se ha cagado en los pantalones!

-... Y ha puesto a vuestra disposición su coche- siguió el abogado, haciendo caso omiso del contento esperanzado de las huelguistas- Así iremos más deprisa..

-¡No!- exclamó Annunziata, renunciando a la proposición del jurista con un movimiento brusco y repetido del dedo índice de su mano izquierda- Nosotras no subimos en los coches de los patrones. ¿Qué os habéis creído? Nosotras vamos en bicicleta. Y aunque el aire huela a mierda, es mejor eso que contaminarse con vuestros coches perfumados con los purazos que os mete en la boca el patrón. Además, no os necesitamos, conocemos muy bien el despacho del comendatore... ¡Vámonos! Y vosotras (al resto de las huelguistas), aquí quietas, sin hacer jarana. Pero no perdáis de vista el camión de las "esquirolas", que para eso tenemos piedras de repuesto.

-¡¡Cántales las cuarenta a esos mafiosos, Annunziata!!...- Una súbita y nerviosa alegría se había apoderado nuevamente del piquete.

Comenzó la marcha en bicicleta hasta Torino. Las tres mujeres contenían la respiración. La carrera era agotadora, el frío excesivo. Y la conmoción que significaba supeditarse de nuevo a las injustas exigencias que sin duda esgrimiría el comendatore iba cuidadosamente clasificada en la mente de Annunziata, porque el recuerdo de las entrevistas anteriores no dejaba de incrementar la tensión nerviosa y mental a la que parecía tener que andar sometida de por vida. Además, no se engañaba, sabía que era absurdo hacerse ilusiones porque la huelga, a todas luces insostenible y la hostilidad del comendatore, las estaba echando a empujones de la fábrica. Ciertamente, ese Dios del que tantas veces le habían hablado en su lejana infancia, parecía realmente haber vivido, siglo tras siglo y oculto siempre a la mirada humana, en un circo (al que todos llamamos mundo), donde siempre luchaban el Bien y el Mal. Y cuando por fin se daba a conocer a la gente, tenía forma de toro con malas pulgas, poco dado a la generosidad y siempre pidiendo cuentas de nuestros actos, incluso de los más simples. Ese Dios en forma de toro era el comendatore Favareto.

El despacho de los leguleyos de Don Favareto era una sala enorme, bien caldeada, capaz de sugestionar y acobardar al más pintado. Enormes ventanales acortinados, puertas por todas partes que parecían crear un reino de misterios porque resultaba imposible saber a dónde conducían, estanterías con miles de libros aptos tan sólo para aquellos amos de la tierra, y una mesa desmesurada con amplias butacas en las cuales se sentaban los seis juristas. No hacía falta tener ojo clínico para advertir que aquella camarilla de prepotentes y bien remunerados picapleitos pertenecían, por decirlo de alguna manera, "al mismo tipo racial que Don Favareto": todos tenían pintas de osos gordinflones con sus ojillos perdidos entre la maraña de unas cejas caídas y espesas. El humo de sus puros se convertía además en una tortura de difícil solución para las recién llegadas, en especial para Annunziata que no cesaba de toser. Las tres mujeres fueron invitadas a tomar asiento frente a los rostros intranquilizadores de los abogados y observaron con recelo que el patrón no aparecía por ninguna parte.

-¿Dónde está, caugh, caugh, el comendatore?- inquirió la voz un tanto afónica de Malacozza Annunziata, oliéndose el chanchullo.

-Temo que no intervenga para nada- repuso uno de los abogados.

-¿Lo habéis oído?- se dirigió Annunziata a sus compañeras- En cuanto se sientan en sus tronos, ya empiezan a hablar con sus frases finolis. A ver, ¡caugh, caugh! ¿qué coño significa eso?, porque a nosotras, como no nos hablen en cristiano, no entendemos nada- Annunziata, decidida ya a lanzarse como una loba hambrienta al cuello de aquella caterva de embaucadores, trató de disimular cuanto pudo su tribulación.

-Eso significa, para que lo entendáis, que el comendatore Favareto tiene otras tres fábricas que atender, así que nos ha encargado a nosotros para que encontremos una vía de solución a vuestra absurda huelga.

-O sea ¿que no viene?- la mirada rabiosa de Annunziata recorrió los rostros de todos los presentes, que no cesaban  de emitir volutas de humo- ¡La madre que...! (a sus compañeras) ¡Venga, vámonos!- se alzaron con gestos frenéticos, pero la voz de uno de los abogados que parecía experimentar una fugaz sensación de fatiga, las detuvo:

-Pero, vamos a ver Annunziata, ¿no te das cuenta de que tenéis las de perder? El tema de la huelga tiene que quedar zanjado de una vez, y la solución  la tenemos nosotros.

-¡Pues claro! ¡Qué tonta soy!- replicó con ironía Annunziata.

-Entonces, no es improbable suponer que...

-Si va a volver a hablarnos en chino, ¡caugh, caugh!, tomamos el portante, porque no voy a seguir aguantando que nos toméis por idiotas.

Otro de los leguleyos se alzó, y pegó un manotón en el aire como para apartar, además del humo de su tagarnina, alguna inquietud que le enfurecía sobremanera:

-Pero vosotras ¿qué os habéis creído? En especial tú, Annunziata. Estamos a las puertas de Navidad, y como cada año cuando va a nacer el Niño Jesús, tú te montas una huelga general y paralizas la producción de panettones.

-¿Y cuándo quiere que la haga?- se le encaró Annunziata, procurando conservar esta vez un aire atento y grave, pero inteligentemente sagaz- ¿En pleno agosto? ¡Caugh, caugh! ¡Muy cómodo, ¿eh?.

-De acuerdo conque seáis todas unas ateas y unas materialistas, pero, vamos, ¡ir a aprovecharse del Niño Jesús!

-Nosotras seremos unas ateas, pero vosotros y el comendatore cada vez que viene por aquí ese Niño Jesús os ganáis un porrón de millones. ¿Materialistas nosotras? ¡Y un cuerno! ¡Caugh, caugh!

-¿Sabéis que en la fábrica hay toneladas de pasta con fermento que esperan, y que si no las metéis en el horno esta semana, se habrán de tirar?

-¡Claro que lo sé! Yo soy la que pone el fermento- explicó con aire de satisfacción Annunziata- Y por eso no tenéis más remedio que tragar.

-¿Ah, sí?... Abogado Vittorio explíquele a la señora Annunziata qué puede pasar si deja deteriorar la pasta.

-Ahora se sacan el Código Penal creyendo que nos vamos a desmayar- se dirigió Annunziata a sus compañeras con aire displicente.

El jurista Vittorio, de rostro feo y pelo encrespado, lanzó a las tres mujeres una mirada que les pudiera infundir terror y leyó con tono amenazador:

-Artículo 122 del Código de Procedimiento Criminal: "Aquél que provoque un deterioro o deje deteriorarse bienes de consumo de primera necesidad será castigado con una pena de dos a cinco años de cárcel y dos mil euros de multa"

-¿Cuánto ha dicho?- hizo trompetilla con su oreja izquierda Annunziata con cara de sorpresa guasona.

-... "De dos a cinco años de cárcel y dos mil euros de multa"

La figura inmóvil de Malacozza Annunziata encaró los rostros inmisericordes de los leguleyos, y les espetó exultante de odio una frase que había oído no sabía donde:

-¡Sois todos un disparate de la civilización! ¡Gentuza de los mandamases!... ¡Caugh, caugh!... ¿Por qué no venís alguna vez a defendernos a nosotras en lugar de estar siempre de parte de los patrones? ¡Habría que envenenaros a todos!

-Querida señora Malacozza, a los abogados les paga el patrón, y si no dejáis pasar el camión de las "esquirolas", como vosotras las llamáis, en base al artículo de la ley que acabáis de escuchar, nos veremos obligados a hacer intervenir a las furgonetas de la policía. ¿Está lo bastante claro?

-Siempre es lo mismo- repuso Annunziata, tragando saliva precipitadamente para no toser- Empiezan con el Niño Jesús y acaban con la policía.

-¿Diga entonces, señora Annunziata? ¿Podemos llegar a un acuerdo?

-¡No, no hay acuerdo que valga! Yo con los abogados no quiero negociar... Yo he venido a hablar con el comendatore Favareto...

-También os podemos llevar a los tribunales por difamar el nombre de Don Favareto, de su hija y de su esposa. ¡Hemos leído vuestros pasquines llenos de infamias!

-¡Váyanle con ese cuento de sus códigos y tribunales a los periódicos, que son los que las publican. Nosotras no hemos inventado nada... Y lo digo por última vez: si el comendatore Favareto no viene, yo ya no vuelvo a abrir la boca. ¿Está claro?

-Es inútil que esperes porque vuestro patrón no se va a rebajar a venir para hablar con vosotras- aclaró con tono hiriente otro de los juristas- Es más, ¿sabes que me ha dicho refiriéndose a ti, Malacozza Annunziata?

-¿Qué?...- sostuvo Annunziata la mirada fría del abogado.

-"Yo con esa zorra asquerosa no pienso hablar"

-¿Qué dice que ha dicho?- a Annunziata se le encogió el corazón.

-Que eres una zorra asquerosa y no se va a molestar en hablar contigo.

-¿Ah, sí?... Pues si ese hijo de mala madre no viene aquí, iré yo a su casa, y os aseguro que hablará con la zorra- aseguró Annunziata no sin humor, decidida a poner toda la carne en el asador- ¡Andando! (a sus compañeras).

Miraron en todas direcciones, mientras Annunziata trataba de recordar por donde habían entrado. Se dirigió por fin hacia una enorme puerta y la abrió: "¡Mierda!, es un armario... ¡Puertas y códigos, eso es lo que les sobra a toda esta pandilla de lameculos!"

Aunque interiormente se hallaba poco satisfecha con su protagonismo, Annunziata, después de observar las miradas desconsoladas de sus dos compañeras y tosiendo sin cesar, luchó por dominar sus nervios y temores. Tenía que ser fuerte y lanzarse de nuevo a la acción. Si Don Favareto era una nube negra y gorda que las oprimía, ella no estaba dispuesta a dejar que la aplastara. ¡No, ni a ella ni a ninguna de sus compañeras de la fábrica!

-Deja que te acompañemos, Annunziata- insistieron consternadas sus acompañantes, mostrando de nuevo su gran apego a la causa que perseguían, y temerosas de que para Annunziata enfrentarse a solas con el patrón pudiera resultar muy peligroso además de catastrófico.

-No, ni pensarlo- los ojos oscuros de Annunziata brillaban con una intensidad rigurosa, sintiéndose consolada y animada por la adhesión que mostraban sus compañeras- El comendatore Favareto es cosa mía. Lo conozco bien, y a mí ese cornudo no me insulta más.

-Pero Annunziata...

-¡Nada de peros! Vosotras os volvéis a la fábrica y me esperáis allí. ¡Mucho ojo con que no se presenten otros fantoches del código  y os quieran convencer! ¡Las "esquirolas" no han de pasar, y si lo intentan, os volvéis a liar a pedradas!... Es mejor que vaya yo sola a ver al comendatore. Acordaos de la manifestación que montamos el año pasado frente a su casa, y de la carga de policía que ese mal bicho nos echó encima para que nos molieran a palos.





lunes, 17 de diciembre de 2012

La huelga del panettone - I -







 Autor: Tassilon-Stavros







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LA HUELGA DEL PANETTONE   - I -



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Los pobres
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 -¡¡Guidooo!! ¡¡Guidoooo!!

Malacozza Annunziata bajaba en un viejo biciclo heredado de su padre por la cuesta resbaladiza y embarrada que había dejado tras de sí la fría y lluviosa jornada. Llegaba del súper cargada con vituallas de primera necesidad en la cestilla trasera de la bicicleta y con dos bolsas que colgaban a izquierda y derecha del manillar. Traía la cara aterida, con un tinte amoratado, y se agarraba con fuerza al húmedo manubrio, conteniendo la respiración y tratando de superar la sensación de vértigo que le producía la bajada por el declive fangoso que conducía a una de las jocosamente llamadas case a schiera (casas adosadas), que se alzaban aisladas en medio del silencio y de la rural soledad en los hibernados campos próximos al bullanguero laberinto de calles medievales que formaba la capital del Piamonte, la histórica Torino. La proporción geométrica de la rústica barriada formaba en realidad una hinchazón de pobreza que contrastaba con el conglomerado multiforme y bullicioso de la gran ciudad de la "Sábana Santa" a la que, por su distancia y por hallarse enclavada en la zona industriale, parecía no pertenecer. No muy lejos, en la parte alta del declive, se hallaba la carretera comarcal que entraba en Torino por su lado más antiguo, la Venaria Reale, apartada así de las modernas autovías que la unían a Génova y Milán. Cercanas al barrio de clase media corrían también las vías ferroviarias que comunicaban la capital piamontesa tanto con Milán como con Roma al sur.


El grito de Annunziata, que se abría paso entre una tos perruna, parecía congelarse por el intenso frío. El cielo estaba completamente cubierto por un inmenso telón opresivo y negro, y una llovizna fina le azotaba el rostro como si el plomizo cielo vertiera sobre el mismo un carcaj inabarcable de diminutas y dañinas flechillas que se diseminaban entre la ventisca, atacando sin la menor consideración a la pobre ciclista. En la carretera comarcal, poco transitada, su pedaleo había constituido un auténtico tormento, ya que resultaba imposible defenderse del ataque invernal que la zarandeaba con el acoso de aquella ventisca helada. La atmósfera de la desapacible tarde no poseía en efecto más lenguaje que el de la expresión traidora y gélida de aquella lluvia deshilachada, que cortaba su cara como una cuchilla de afeitar. Una bufanda enorme intentaba proteger sus rubios cabellos algo hirsutos, que ahora impulsados por el húmedo viento de la carrera se parecían a las serpientes que adornaran la cabeza de Medusa. Un par de guantes con los dedos fuera trataban sin conseguirlo de abrigarle las manos heladas, y sobre los tejanos el apretado anorak le impedía maniobrar con comodidad la bicicleta, cuyas ruedas, cada vez más enfangadas, chocaban amenazantes contra los pedruscos del declive embarrado, y a punto estuvo de darse de bruces dos o tres veces.

-¡Mi madre! ¿A que me la pego?- jadeaba Annunziata entre toses, tratando de mantener el equilibrio con los ojos bien abiertos pese al azote de la llovizna- ¡¡Guidooooo!!... ¡Maldita suerte!... ¡¡Guidoooo, ¿pero dónde andas, so "atontao"?,... no ves que me voy a pegar un morrón de muerte. Y como yo me mate, ¡no sé de qué vamos a comer!

De la primera case a schiera, junto al declive, apareció un tipo estrafalario, bajito y desnutrido, feúcho y mal afeitado, de unos cincuenta años, cuñado de Annunziata, que embutido en un abrigo enorme con más inviernos que la historia del mundo, y por debajo del cual asomaban unas botas no menos desproporcionadas, trataba de sortear el terreno entre saltos. Se cubría la cabeza con una gorra militar, probablemente de la guerra de Abisinia, con pliegues caídos que le protegían la nuca del frío, y una bufanda que mantenía la montera sujeta al cráneo. Tras él aparecieron dos críos de unos siete y diez años, abrigados con grandes anoraks de colorines y viejas deportivas que se hundían en el barrizal.

-¡Annunziataaaa, que te vas a matar!- exclamó Guido

-¡Mamá, mamaaaa, que te la pegas!- sonaron también con voz alertadora las voces de los niños que corrían  hacia la cuesta detrás de su tío.

-¿Que me voy a matar?- se puso frenética Annunziata, tosiendo sin cesar- Pero, ¡serás chalado! Y encima me lo repites. ¡Quieres venir aquí de una vez y aguantar la bici antes de que me la pegue! Y agarra la cestilla y las bolsas, que se me va a caer todo. No ves que voy cargada como una burra. Y vosotros dos -a los niños- entrad en casa, que sólo me falta que cojáis una pulmonía.

-¡¡Annunziataaaa!!, ¿has conseguido algo?- dos o tres cabezas femeninas asomaron de pronto de algunas ventanas del resto de casas que formaban el barrio. Eran rostros a los que, como el de Annunziata, no se les podía medir su verdadera edad, porque la necesidad aumentaba en ellos una especie de vejez prematura, casi una simiente que parecía crecer día a día hacia un fin desesperanzador.

-¿Que si he conseguido? ¡Todo lo que me ha dado la gana! Y si me lo llegan a negar, ¡la armo!- afirmó con rapidez y decisión Annunziata- Me puse a gritar como una loca en el súper, y me han llenado la cestilla, ¡caugh, caugh! (tosiendo)... y dos bolsas. Todo caducado, pero con este frío lo único que caduca son las telarañas. Como decía mi Tulio, el hambre no sabe de fechas. Aquí traigo yogourts, leche, lentejas, garbanzos, zanahorias y cebollas, tocino, dos paquetes de zuppa di farro y fagioli, macarrones, spaghetti, y hasta dos pollos "congelaos" que nadie quería porque los mataron hace tres meses. Y mantequilla, harina, cacao, y hasta seis panettones de la fábrica.

-¿Seis panettones de los que hacemos nosotras?- rieron las mujeres.

-Están "pasaos", pero no hay más que tostarlos y mojarlos en la leche. Además (hizo un corte de mangas), así se joroba el comendatore Favareto, porque con la huelga nadie compra panettones. ¿Quién hizo la masa? Nosotras ¿no?, Pues nos los comemos como estén hasta que ese hijo de mala madre nos dé el aumento... ¡Caugh! ¡caugh! (tosiendo otra vez) Y vosotras ¿conseguisteis algo esta mañana?

-Un poco de todo, pero panettones ni uno.

-Yo tengo para todas- ofreció Annunziata.

-Pero ¿cuando coño se acabará esta huelga?- preguntó Guido mientras cargaba con la cestilla y las bolsas.

-¡Cuando el director se baje los pantalones!- replicó Annunziata con un sonoro gruñido- ¡Mi madre, qué frío! Venga, venga, que hay que meterse en casa- jaleó a su cuñado y a los niños.

Una vez dentro, se acercó a una vieja estufa de leña. Sus manos y partes traseras avanzaron hacia el calorcillo impulsadas por la decadencia térmica a que habían estado sometidas.

Ufa, qué gusto!... ¡Caugh, caugh!...¿Cómo andamos de leña?

-¿Qué?- inquirió Guido haciendo trompetilla con una de las orejas porque el hombre, para más inri, era algo sordo.

-¿Que cómo andamos de leña?

-Carleto y Pietro estuvieron por ahí rebuscando, y algo encontraron- indicó Guido.

-Nos cargamos una valla- rieron los críos.

-¿Tú qué quieres? ¿Matarme a los niños?- exclamó Annunziata dando un característico revoleo a sus manos que acompañó de dura mirada dirigida a su cuñado- ¡Carleto y Pietro que no salgan más! ¿me oyes? Y menos a romper vallas. Con la que tenemos liada, ¿qué queréis? ¿Que se nos eche encima toda la bofia de Torino? ¿No hay mierda de vaca por ahí?, pues tú, Guido,... ¿me estás oyendo o qué?- alzó de nuevo la voz Annunziata.

-Sí, sí- siguió su cuñado haciendo trompetilla con la oreja- ¿Qué quieres que haga?

-Que te eches el saco a la espalda y lo llenes con mierdas de vacas, que el campo estará lleno. Y con este frío estarán más duras que el carbón, y así queman mejor. Pero los niños que no se muevan de aquí- siguió con sus discrepancias Annunziata mientras se acercaba a una enorme cama donde dormía una niña de pocos años. Puso su mano en la frente de la criatura, y añadió: -Parece que nuestra Annunziatina tiene menos fiebre. Si le sube, llamáis a Silvana. Dadme un beso que yo me tengo que ir otra vez al piquete de la fábrica. Que vuestro tío os caliente leche con cacao, y os coméis un panettone.

-De la huelga del año pasado te libraste. Pero al final vas a conseguir que te metan en la cárcel de una vez- vaticinó su cuñado.

-Deja que me metan en la cárcel, ¡mejor para mí!- fingió despreocuparse Annunziata- Así haré vacaciones,... que nunca las he tenido. Y ayúdame a subir la cuesta con esta maldita bicicleta, que me duelen todos los huesos... ¡Maldita sea!, como me den el aumento, te juro que me compro una moto.

Al esfuerzo muscular para subir la cuesta se unió también Sandrino el tonto, una especie de fantoche con cara de murciélago (de hecho le apodaban "pipistrello"), que vestía unos pantalones enormes y una guerrera militar hecha jirones que parecía de la época fascista. Se envolvía también en un desastrado capote, se calzaba con unas enormes botas y se cubría con un absurdo sombrero emplumado, todo hallado Dios sabía donde. El pobre Sandrino vivía en un chamizo cercano, y solía pasearse por el barrio mendigando la caridad de sus habitantes. Su lenguaje, que se articulaba entre palabras ininteligibles, iba casi siempre acompañado de sonoras carcajadas.

-¡Caugh, caugh!, ya está aquí el tonto este- Carraspeó nerviosa Annunziatta mientras pipistrello se emperraba en empujar junto a Guido la bicicleta por la cuesta- ¡Cuidado, que me vais a matar entre los dos! Y el idiota, míralo, no para de reír.

Cuando Annunziata logró enfilar de nuevo la vieja carretera, Sandrino empezó una absurda carrera junto a la ciclista.

-Pero ¿qué haces, "atontao"? ¡Aparta, que no me dejas ver! -exclamó Annunziata, mientras Sandrino, entre risas babosas y carrerillas, la saludaba ahora al estilo militar- ¡Que te quites, ya, coño, y no me saludes más!

De pronto, frente a ella, apareció una furgoneta de la Fábrica "Panettone Mimo" que parecía dispuesta a embestirla. Annunziata intentó maniobrar la bicicleta y estornudó un par de veces estrepitosamente. El ataque de la furgoneta se acentuaba por segundos. El conductor de la misma, que parecía haber salido de una repentina pesadilla,  iba flechado hasta ella con plena satisfacción.

-¡Mi madre! Pero, ¿qué hace el bestia ese? ¡Me quiere atropellar!- no salía de su asombro Annunziata.

Fue una pausa dramática, tras el súbito protagonismo de la furgoneta. Annunziata lanzó un grito. Sus sospechas fueron fácilmente comprobables. El vehículo había logrado despedir bicicleta y conductora hacía la cuneta, desapareciendo mientras Annunziata rodaba por la hierba húmeda creyéndose ya medio muerta, y pipistrello, que había asistido al accidente, no cesaba de reír y saludar militarmente, como a un caído en combate, a la pobre víctima.

-¡Mi madre, qué culetazo!- gritó Annunziata, sin poder alzarse del suelo- ¡Mi brazo, creo que me he roto el brazo! El muy hijo de mala madre... ¡quería matarme! ¡Tengo los huesos hechos trizas! ¡Y tú -a Sandrino- deja de reírte, "atontao"! ¡Caugh, caugh!... ¡Llama a alguien,... que me muero... vuelve al barrio! ¡Socorrooo, socorrooo,... que la voy a palmar!... Pipistrello, a ver si te enteras, ¡no te he dicho que llames a alguien de una vez! ¡Maldita suerte, yo muriéndome y la única ayuda que tengo es la del idiota este!

Sandrino, sin renunciar a sus risas y saludos militares, corrió hacia el barrio. Sin embargo, los gritos de Annunziata no habían pasado desapercibidos. Poco después se vio en volandas, transportada por dos vecinos hasta una taberna próxima. Pipistrello cargaba con la bicicleta, y detrás de él se amontonó más gente, y hasta el párroco por si la cosa resultaba grave y era preciso conceder la extremaunción a la desdichada víctima.

-¿Adónde me lleváis? ¿Qué es eso, el hospital?- inquirió Annunziata- ¡Que no vengan mis hijos!

-No, mujer, la taberna. Tienes que tomar algo para que entres en calor- le aclaró uno de los acompañantes.

-¡Ah, bueno!- aceptó Annunziata- Debo de estar muy mal porque no veo nada. ¡Ay madre mía, cómo me duele todo!... ¿Y mi bicicleta?- añadió presurosamente, temiendo haberse quedado sin ella.

-La bicicleta está bien. La lleva pipistrello.

Al oír su apodo, empezó a reír y a saludar a todo el mundo.

-Cuidado con ése, que tiene la mano larga- objetó nerviosa Annunziata.

Una vez en el interior, tumbaron a la accidentada en un largo banquillo que se hallaba junto a la pared.

-¡No, aquí no! Que todavía no me he muerto- se opuso Annunziata- Allí, en la silla. ¡Ahh, caugh, caugh! -tosió- me duelen todas las costillas, y el brazo derecho,... lo tengo roto, estoy segura. -se abrió el anorak como pudo y empezó a sacar de debajo del mismo un montón de papeles de periódico.

-Pero, ¿qué llevas ahí, todos los periódicos de Torino?- preguntó uno, entre las risas de los demás.

-¡A ver!, ¿qué quieres? Es lo único que la abriga a una contra este maldito frío- aclaró Annunziata- ¡Tonino! -al camarero-, ponme una grappa, a ver si me entono.

-Cuidado, que la vas a pillar- advirtió con voz angelical el cura.

-Está acostumbrada- replicó sonriente Tonino- La conozco bien. El día de su primera comunión entre ella y su abuela se bebieron más de veintidós chatos.

Annunziata, embocándose el vaso de grappa, empezó con su clásico revoleo de mano (esta vez la izquierda, porque la derecha no la podía mover) y exclamó:

-En cuanto a esos cabrones, ¡millones, millones me tendrán que pagar!... ¿Habéis avisado a Guido?

-No, mujer. Guido no se ha enterado de nada, y tus hijos tampoco.

-Mejor.

Tras el anuncio del suceso, había acudido a la taberna un carabiniere para oír la explicación de la accidentada.

-Pero, ¿vamos a ver?- inquirió- ¿Has reconocido el vehículo que te ha embestido?

-¡Claro que lo he reconocido!- admitió ufana Annunziata- Era la furgoneta de la levadura. La de la fábrica de panettones. ¡Quería atropellarme aquel criminal... quería acabar conmigo!

-¿Estás segura de lo que dices? ¿No te estarás confundiendo?

Ufa, con el carabiniere! - exclamó Annunziata- ¡No, yo no me confundo! ¿Y sabéis por qué? Porque soy yo, ¿me oís todos?, yo misma quien descarga todas las mañanas esa furgoneta que parece un tanque, y conozco muy bien al chófer. Un lameculos al que llaman el Binladen porque explotó una botella de butano cuando lo echaron de su casa y derrumbó medio edificio.

-¿Y no fue a la cárcel?

-¿A la cárcel, ése? ¡Y un cuerno! El comendatore Favareto, que es un mafioso, se encargó de que no lo trincaran, y encima -alzándose de la silla y parodiando gestos de servilismo: "gracias, gracias, querido comendatore"- nos lo instaló en la fábrica para que nos espiara a todas, y de camino hacerle los trabajitos fáciles al jefazo. Lo que ya os he dicho, un criminal en toda regla,... bueno, mejor dicho, ¡dos!, si añadimos al comendatore. ¡Y ese, ese y no otro es el hijo de mala madre que ha tratado de matarme esta tarde!

-Pero, ¿tú cómo puedes estar segura? ¿Le has visto la cara?

-No, la cara no, pero lo que es la furgoneta...

-¿No tendrá este Binladen alguno motivo de venganza contra ti? ¿De celos?

-¿De celos? ¡Qué celos ni qué mierda!... Y os digo más. Ha sido el comendatore Favareto, el dueño de la fábrica. ¡Él es el que ha dado la orden de atropellarme.

-¿El comendatore Favareto?

-Sí, ese gordinflas con cara de cerdo, que ya intentó meterme en la cárcel durante la huelga del invierno pasado. Antes de la huelga me hizo la pelota. Me llamó a su despacho y me dijo: "Bambina mía, bonita, si eres buena y nos ponemos de acuerdo, te hago jefa de sección" ¡Y un cuerno! -corte de mangas de Annunziata- ¡Ay, madre mía, mi brazo, que ya no me acordaba!

-Y como en lugar de eso, tú has seguido organizando huelgas, él ha intentado...

-Sí, sí, porque como lo he mandado a la mierda más de una vez, ha sido él quien ha ordenado al Binladen que me aplastara debajo de las ruedas de su tanque.

-Pero, a ver, signora Malacozza, ¿tiene usted algún testigo del hecho?- se impacientaba ya el carabiniere.
 
-Si, lo tengo- movió Annunziata la cabeza con un ademán desesperanzado, indicando a Pipistrello- ¡Ése! Pero es un pobre idiota que no sabe ni hablar- Pipistrello seguía babeando, riendo y saludando- ¿Lo veis?

Tonino, sirviéndole otra grappa, exclamó:

-Pero, vamos a ver Annunziata, si estás tan segura, ¿por qué no lo denuncias?

-¿Por qué?- repitió la víctima tras embucharse el licor y apoyarse en el mostrador- Porque el comendatore, el muy cerdo, tiene una banda de seis abogados tan gordos como él, y que sólo con mirarlos te dan diarrea. Y yo, ¿yo qué soy? ¡Caugh, caugh! Una pobre viuda con bronquitis, que vive en una casucha de barrio, con tres hijos que mantener- Annunziata patentizó su "tres" con los dedos en alto- ¡tres, sí, tres hijos!, y un cuñado medio tonto a mi cargo, y aún llevo los zapatos de mi marido que murió el año pasado en la cantera bajo un pedrusco- Annunziata agachó la cabeza con el revoloteo furibundo de sus dedos y observó que no llevaba puestos los zapatos- ¡Eh, qué ha pasado aquí! ¿Y mis zapatos? ¿Dónde están mis zapatos? ¡Que aparezcan ahora mismo mis zapatos!

El cura, un tanto achantado, se acercó a Annunziata con un envoltorio de papeles de periódico entre las manos, y confesó:.

-No sabía que fueran tuyos, hija mía, y me he dicho: hagamos un poco de beneficencia.

-¿Beneficencia?- tomó el envoltorio con toda rapidez Annunziata- ¡Ya salió la iglesia! ¿No os basta con la "Sábana Santa", a la que ya le sacáis sus buenos euros?...Venga ya, don sotana, no voy yo a andar descalza porque vosotros tengáis las manos largas.

-Lo siento, hija.

Annunziata se sentó de nuevo, tratando de ajustarse los fangosos zapatones heredados de su marido.

-¡Madre mía, caugh, caugh, cómo me duele el brazo! Se me va a gangrenar, ya veréis. Tonino ponme otra grappa que ya te pagaré lo que te debo cuando acabe la huelga.