sábado, 31 de marzo de 2012

Retablo Kiowa -II-





Autor: Tassilon-Stavros









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RETABLO KIOWA  -II-




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Por indicios tardíos (a través de las expansiones futuras de Rubén Zacarías) se supo que su madre era de origen español. Una andaluza imperiosa que se había expatriado a Veracruz a finales del dieciocho con las últimas transmigraciones hispanas del siglo, y que, milagrosamente, se salvó de una epidemia de tifus declarada a lo largo de la travesía atlántica en la que perecieron sus padres y hermanos. Fue una trabajadora incansable, decidida, capaz de adecuarse en solitario a las mudanzas de la fortuna. Veracruz, como todos los grandes puertos estratégicos, acogía aventureros llegados de todos los confines del mundo. Y vendida a las abominaciones del siglo, imponía sus leyes y sus armas como un embrión de nación primitiva que, en su avance hacia un naciente Estado, se entregara delirante, por aquel tiempo, a todos los festines de la violencia. Desde una colindante tierra de pastores hasta un nuevo mundo de barbaries invasoras, la muerte jamás llegó a significar una rémora, porque el hombre, nómada y merodeador, siempre impone su ley sobre el propio terreno que esquilma, sin poder impedir que otros hagan lo mismo, y sentirse agraviado a la vez por toda clase de humillaciones y brutalidades.

Según la fortuna y el riesgo de cada día, el papel desempeñado por la mujer era el de verse obligada a contribuir en la aventura grotesca de aquel universo de acentos broncos inventados por el hombre, que ejercía su justicia atento únicamente al menor pretexto de reyerta, o cuando la bala de uno servía tan sólo para salvaguardarle de la del descuido de otro. Imponer la supervivencia por encima de cualquier ley era el más azaroso de los milagros bajo aquel fuego de los cielos mexicanos que corroía la piel de aquellos hombres, pugnaces y peligrosos, que dejaban tras de sí la astilla desgarrada, con olor a pólvora, de sus fechorías individualistas o de su gregarismo violento, pero siempre receloso de las peculiaridades multirraciales de cuanto aventurero cruzase la frontera lucrativa de su tiempo, en apariencia fortificado. Si existía alguna clase de victoria era la seguridad de la muerte, porque en aquel largo aprendizaje de la sangre, aunque el viento no variase siempre favorablemente, el hombre prefería su fusil o sus pistolas, y aprendía a la perfección de qué lado provenía el tiro, bien que se hallase en todo momento dispuesto a morir. El nativo observaba mudo su inferioridad frente a los nuevos hispanos que allí habían perdido por completo el sentido cívico, si alguna vez lo hubo, de las viejas colonias españolas.

El carácter de la andaluza Juana, poco dado a la feminización, inmersa en aquel oleaje de roca, sólido únicamente sobre el terreno práctico, emergió inquietante entre la barbarie caliente de Veracruz. Recelaba de los hombres, pero, en su interior, gustaba de la hombría peligrosa de sus habitantes. Todo romanticismo hubiera concedido una impresión pintoresca (impropia de los tiempos que se vivían) a su existencia desolada y triste, plena de maldiciones y ultrajes. El padre de Rubén fue un criollo céltico y viril, de los que (al igual que los toros) se llamaban "bravos", capaz como cualquier aventurero de hacerse su propia ley, y que sobrevivió, (merced a la violencia ágil del singular rifle, adquirido, según contaba, en tierra de "gringos", del que era portador), a las brutalidades raciales tantas veces inmotivadas que recorrían las amenazantes calles y tabernas de Veracruz a principios del diecinueve, donde lo más normal era morir en mitad del polvo como los perros. Juana poseía una belleza de romance hispano, con su pelo negro agitanado y su grandes ojos de hembra furibunda, joven y hermosa, con redondeces de india salvaje. Era tan morena que se diría más bien mestiza, aunque para muchos de aquellos mexicanos bragados, de groseras risitas agudas, ásperos e intratables, con su español marrullero y casi ininteligible, y que rivalizaban en sus conquistas amorosas sin pestañear a la hora de apretar el gatillo, a la galanía de la española Juana, con mezcla de admiración y sorna, se le atribuía el tipo equívoco de una "turca", que era el nombre que se daba a los primeros gitanos que aparecieron en México. Y en la atmósfera incómoda y procaz de la taberna donde ella halló empleo y el peor de los acomodos que pudiera ofrecer Veracruz, cuando se veía asediada por aventureros, tahúres, desperados y fugitivos de la ley, adquirió fama de mujer altiva, tortuosa, y elusiva. Sorteaba así, con la misma vehemencia desenfrenada y ruda que la rodeaba, casi toda solidaridad con cualquier macho que la requiriese; y para ello se valía fluidamente de blasfemias y juramentos. A aquella "perra corretona", como la apodaban muchos, no se le trababa jamás la lengua. Pese a todo, Juana se enamoró a fondo del no menos virulento criollo Rubén.

Tras el asesinato de dos tahúres, Juana recordó durante toda su vida la huida de Veracruz. Los caminos anfractuosos, el galope enloquecido por los atajos, los coyotes en la noche, las charcas de agua sucia o la falta de ellas. Anduvieron de un lado para otro, entre los altos ribazos, por pasos de cabras, observando las siluetas siniestras de los apaches de Mexcalero. Siguieron galopando por desfiladeros silenciosos, y comieron según la suerte o el riesgo que arrastraran los días. Pero el criollo había perdido su ímpetu de amante. No era hombre de inclinaciones hogareñas, y a los ruegos de ella, que demandaba de él un final doméstico de tranquilidad y quietud, tardaba en responder, y al final soltaba alguna inconveniencia remotamente relacionada con las exigencias de Juana. Su amoralidad de tahúr y aventurero legitimó su último acto. Una reacción esperada contra las contrariedades de las pasiones. A la larga, se dijo a sí mismo que "el amor no era más que un mal juego de cartas", y escapó una noche a "pura uña" como acostumbraba a expresarse. Embarazada, Juana fue abandonada por el criollo Rubén en una aldehuela polvorienta llamada San Carlos, donde ella parió a sus dos gemelos. Uno de ellos nació ciego, de cuerpecillo magro y tembloroso. Murió a los diez días, mientras que Rubén exhibiese, desde que viera la primera luz, la estampa trigueña, el cuerpo vigoroso y súbito del padre, y aquellas pupilas resplandecientes y felinas que recordaran siempre a las de la "perra corretona".

Tenía el niño el donaire perverso del padre, y la respuesta latina, tan graciosa como valerosa de la madre. Y ya en su pubertad, mostraba esa opulencia arriesgada de una agresividad aventurera y rebelde. El güerito Rubén no aprendió nunca a obedecer. Fue primero un chamaco sucio y desarrapado, criado en el polvo como un zopilote. Un pequeño bandido de taberna después, de gestos fieros, montaraz como un mulo, que se conocía al dedillo los territorios indios; valiente y esquinado como un apache de Mexcalero, aquella raza autóctona y vecina que había aprendido español. La andaluza Juana, perdida en aquel pueblito blanco y polvoriento, siendo joven, parecía haber alcanzado esa edad indefinida de las ancianas que aceptan con resignada humildad la penitencia monótona y tajante de cuantos infortunios comportara la existencia en aquella dura tierra olvidada de San Carlos. Jamás se sabrá si fue una mala madre. Abandonada por su amante criollo, debió languidecer en su desesperación, y vivir entre el servilismo sobresaltado de aquellas indiadas campesinas que se dejaban arrebatar por la espiritualidad fanática y febril del catolicismo. Nostálgica quizás de su pasado bullicioso, frívolo y lascivo, de hembra deseada y disputada en Veracruz, y que probablemente no debió olvidar jamás su alucinante huida por aquellas llanuras grises, bravas e infinitas de México, y al hombre que como habrían dicho entre risas los bragados hispano parlantes que calentaban sus "fierros" en las tabernas "le prevaricó el amor" después de dejarla preñada, hundiéndole el hocico de huerita desperada en la mera mera, acabaría siendo una enlutada que se dispuso a abandonar el mundo sabiéndose culpable de absurdos pecados que debía expiar entre la purificación que le ofreciera aquella tierra de suicidas y de indiadas labriegas e inocentes. Viviría pendiente hasta su muerte de los toques lúgubres de la campana parroquial que lanzaba su sonido rotundo llamando a misa y a la tristura pesarosa de los rosarios. Aquella canturia de lamentos que atravesaba como un entierro inacabable la reseca plazuela de San Carlos, y con los que sus habitantes creían calmar tantos ojos esquinados, hostiles, como los que acecharan la pequeña aldea, más allá de los campos roqueños y polvorosos, repletos de pitales y milpas.

Finalmente, el imposible sentido de la solidaridad que significara la vecindad de aquel pueblo mexcalero, que se sentía el amo del mundo, con los mexicanos de San Carlos, escarnecidos por los saqueos y la terquedad inhumana de aquella raza ávida y montaraz, se cumplió como una profecía terrorífica, en un año de hambruna en el que aquellos merodeadores limítrofes aullaron su grito de muerte sobre aquel pueblo de pastores y campesinos. El oriundo Rubén, que siempre había buscado el trato de los herméticos y desconfiados apaches de Mexcalero, desapareció sin dejar rastro cuando el sol se puso tras el telón morado del pueblito. Sueño último de proporciones difusas. Luz supra astral de satisfecho semblante apocalíptico. Araña de ultratumba que desde su subterráneo de muerte observara displicente aquella impuesta ira, herética y rapiñadora, de los mexcaleros, que, a la luz de sus nuevas hogueras devoradoras de toda forma humana, impusiera definitivamente, entre un baño de sangre, sus bárbaras penitencias homicidas al fanatismo religioso y servil de aquellos infelices habitantes de San Carlos.

martes, 20 de marzo de 2012

Último sueño Jónico




 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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ÚLTIMO SUEÑO JÓNICO


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Cuando el sueño me lleva hasta ti, te imagino como un simple capricho, un punto brillante, probablemente demasiado brillante, donde todo me sabe a tierra conocida, a aguas calientes, matinales y tiernas, sabedoras de perdidas inquietudes históricas sobre las que halconea el viento. Y ya de noche, cuando me interno en tus siglos, rindo mis fuerzas, y me guarezco en el silencio. Y vivo en tu pasado, tembloroso y nostálgico, entre un paroxismo loco y suicida que ciega mi entendimiento.

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Jónico de mi cobijo, rito y milagro de mi conciencia evocadora, aliento andariego de un mundo que dejó su llave a mi puerta. Y cuyo umbral crucé alimentado de dulce abundancia, con mi lírica de forastero, mi luna egipcia, y mi carne resucitada en su hora despierta.

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Cuando de nuevo mi afán corra libre como las olas y con mi esclavitud de niño escondido en el secreto, no dejes que me envejezcan los sueños. Que sean mis vigilias un alborozo en la orgía de tu luz. Volverá mi mirada humana a lo recóndito, y mi rejuvenecido alborozo de eterno discípulo a redimir, de Grecia, el nimbo categórico de su triunfo, y la imaginativa talla de sus dioses. Y el pregón de tus costas recobrará su mosaico de columnas, su júbilo de templos, sus escritos proféticos que alcen sobre la plenitud de los tiempos su tribuna. Sueño ritual que resiste los siglos, sabiduría del ímpetu que a la aniñada maternidad del mundo arrancó de su cuna.

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Jónico de mi espera, bálsamos que ungen mis sueños, desnudo latido. He de volar hasta tu historia como las aves vuelan hacia el Nilo. Recuerda que tan sólo yo cuento los minutos. Y tú, amoroso faro, sabrás aguardarme. Mi retorno a mí mismo es siempre alcanzarte. Y que mi inquietud nostálgica no se quede atrás en el tiempo con su lento reloj de arena y sus granos diminutos.

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¿Y tan pobres son tus sueños?, preguntarán los hombres irritados que reclaman, de estas lágrimas de mi obsesión, otros sentimientos. Ninguno adivina que del convite de tus orígenes nace una tentación. Un linaje que inspira el deseo. Un amor que halla dulzura en el presente, buscando refugio en tu pasado de exaltación. Jónico eternizado en mármoles o versos, emoción de humanidad que despertó rescoldos del fuego divino. Y por entre las humedades y aires de tus vertientes, sabio brebaje del que bebió Occidente. Académico reposo del sofista, lengua docta del ágora, tentador oráculo del peregrino.