viernes, 27 de mayo de 2011

Esa luz

 

 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros




 
 
 
 
 
 
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ESA LUZ


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Esa luz me convierte en siervo de un mar posesivo y no menos infinito que alimenta una plenitud de promesas, un coloquio íntimo de peregrino al que tienta toda esta tierra ignorada. Veras blandas que se desposan con las aguas. Orillas de jornada venturosa, contorno evocador de una huida callada...

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Esa luz y ese mar poseen, de todos los confines, un pequeño secreto no descifrado. Son mi santuario y mi último sueño. ¡Ay si me agasajaran con una nave blanca que me llegara desde su horizonte calcinado!

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Y como si vinieran los tiempos prometidos, me humillaré como el siervo en su presencia. Desapareceré con mis culpas, pero no como el reo al que se sentencia... Esa luz es la antorcha que devora mis negruras, la que trae el fruto que me arrebata, la que me arrastra hasta un rito de purificación. Y la dejo, a voluntad, vibrar en mis ojos. Fuente que mana de la oscuridad, y calma esta sed de caminos, de esperas, de espumas en mi lengua que guardan un misterio de comprensión.

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Anhelos de humanidad primitiva, fuegos del mañana, llantos por la madre muerta, hombres que perdieron sus pasos en la umbría del miedo y del silencio. ¡Cuántos espectros por los muros! ¡Cuántas palabras extraviadas en ondas de hipocresía y apologías del menosprecio!... Luz ¡asísteme!, y renueva tus designios. Conozco, del presagio, los signos. La impaciencia hostil que atormenta el instinto. Sé de nuevo mi lámpara, arranca de mí la piel del león, condúceme hasta esa nube púrpura donde se estampa el ocaso, y que mi carne viva en sosegado recinto.

 
 
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Esa luz me consagra en la liturgia resonante del huracán aventurero al que se rinden mis afanes, un fausto de imágenes y plegarias andariegas a las que me esclavizo sin codiciar más salud que la lucidez de su aliento. Hondos latidos de lejanías que pregonan sus hogueras en las cumbres. Valles rubios y olorosos, refugios donde resucitan los pozos que dan de beber al hombre sediento...

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Esa luz y ese huracán describen, de todos los sentimientos, una armonía dormida no determinada. Son mi brutal ebriedad y mi demencia. ¡Ay si me acogieran como al enfermo centinela de frágil fantasía afiebrada!

 
 
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Y como si me dejara atrapar por una vehemencia de sed devoradora, la amaré profundamente perturbado. Mi complicidad recorrerá sus rebrotados pasadizos de sol, liberando del veneno mi sangre... Esa luz despierta un eco de quimeras sobrecogedoras, es mi realidad tal como la quisiera, tiene un nido enigmático en el que a la gratitud se suma el amor. Y la busco, toda ella un símbolo, en mis espejos confusos. Dueña de ideas y sentimientos, voluptuoso alivio del dolor, del recuerdo, de las decepciones que convirtieran en simiente trágica mi juvenil clamor.

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Estirpes que olvidaron la misericordia, crasitud podrida de cosechas venturosas, hijos amados que se perdieron, moradas sombras de caminantes que sufrieron el furor implacable de una historia que, al fin, nos hizo fuertes. ¡Cuántos desiertos sin oasis! ¡Cuantas pasiones sin vínculos, que no hallaron sentimientos de alivio y murieron en un mundo sin ternura!... Luz ¡albérgame!, muestra tu heredad. Atravesé, del pedregal, su sequedad. Y vi en las pupilas glorificadas la violencia cobarde. Sé de nuevo mi fuego, aparta de mí la fría voracidad de la hiena, acógeme en tu caravana que se inunda de cielo, y que me adormezcan las palmas a la caída de la tarde.
 
 


 
 


 
 
 

domingo, 15 de mayo de 2011

El gran secreto de H. G.Wells Parte II -XII- Final



Autor: Tassilon-Stavros





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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -XII- FINAL


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"... Deliberé tan sólo unos minutos. Rendí mi ansia insatisfecha. Me había sobrecogido la idea del crimen. Traté de imaginarlo todo bajo las formas de mis últimos días y noches cerradas. Pero la única y postrer reflexión a la que me acogí es que el mundo que yo conocía seguía avivando mi tristeza con indignaciones cotidianas. Había pretendido reconciliarme por un instante con él tratando de consumar un asesinato: acabar con Hyde, monstruo nacido de su savia. Pero, con toda probabilidad, no lo había conseguido. Acto seguido, sentí sobre mí el peso de toda la tierra. Y el mundo volvió a perder importancia. Jamás lograría equilibrarse, como ya me había repetido miles de veces. Extirpar el cáncer conocido por Louis Jekyll para el bien de la especie humana (sabiendo que más pronto o más tarde la Naturaleza, en su miseria, reanudaría su irrefrenable procreación monstruosa porque su podredumbre inalterable durante los siglos no era más que un hambre insaciable por la destrucción de la propia vida que genera), en realidad, había dejado de consolarme como individuo que seguía creyendo en la necedad de la existencia y ya no la toleraba. Las lágrimas humedecieron mis ojos, pero no por amargura sino porque comprendí que la muerte, en realidad, no existe. Posee un olor horrible, es voraz porque bulle de gusanos, pero se regenera tras su aire lúgubre. Al morir devolvemos a la Naturaleza lo que ésta nos dio tan sólo de prestado. Y esa Nada que nos aguarda no es ni mucho menos más espantosa que la que dejamos atrás. La Naturaleza que nos acoge en su masa terrosa donde nuestra carne habrá de pudrirse, usa de nuevo nuestra carroña para despertar poco después con nuevos colmillos que acabarán por destrozar a sus nuevas generaciones humanas. Por eso nuestra vida, esa vida prestada, siempre,... eternamente, será una existencia monótona, disparatada y sin esperanza. La Naturaleza es infecta, es una burla, es una ofensa, un monstruo mucho peor que sus Hydes pasados y futuros, porque sus procedimientos destructivos y regeneradores ya están, desde sus orígenes más remotos, decididos para quienes habitamos este absurdo planeta, ya seamos hombres, animales o plantas. No volvería a dejarme arrebatar ni por la ira ni por la demencia que se me achacaba. La vida así, como yo la había conocido, era un infierno; prefería mi inmediata "supuesta muerte", es decir mi huida, internándome en esa Naturaleza que determina y arrastra nuestra existencia, y que, al mismo tiempo, como un monstruo destructivo que jamás delibera sobre las propias motivaciones de su monstruosidad, se mantiene inerte en sus vicios y propiedades: la oscilación sísmica y casi continua de todos los horrores con los que nos provee: tempestades, epidemias, inundaciones, terremotos... Mi desaparición, mi suicidio, no obstante, se acogería a su parte más amable: la bruma de sus horizontes ignotos, la invisibilidad de sus brisas, el misterio de cuantas innumerables estrellas brillan en el cielo... "¡Basta!", exclamé, "No habrá más ternura por los humildes hijos de la tierra, más defensa de los pobres, más ira hacia los poderosos, los corruptos y los asesinos; no me plantearé ningún otro tipo de indulgencia más que la que despliega la Nada..." Y mis pensamientos borrascosos se dulcificaron como los oleajes que se apaciguan tras la tempestad, al rechazar preceptos y dogmas,... aleluyas de nuestra absurda teología. Mi respiración en aquel momento se semejaba por completo a un estertor. La brisa, encubierta por la niebla, era helada. Me había olvidado de cerrar la portezuela del laboratorio que daba a la parte posterior del jardín, y más allá de la cual desapareció para siempre la imagen terrorífica, probablemente herida por mis disparos, del monstruoso Hyde. Aún sonaban en mi mente sus abominables amenazas: "¡Maldito traidor!... ¡Cobarde!". Cerré de un golpe la portezuela. Guiado por las linternillas suspendidas a lo largo de mi salvadora nave, mi "Máquina del Tiempo", estallé en un canto interno de alegría al mismo tiempo que lloraba. La Naturaleza, y ésa, su Nada desconocida, a la que llamamos muerte, la veía yo resplandecer, sin embargo, ante mí, ¡oh milagro inimaginable!, como un nuevo sol: "El inescrutable Tiempo". Y a la vez que lanzaba un reto a mi viejo mundo: "¡Jamás volveréis a encontrarme!", me aprestaba a sumirme en aquella tantas veces soñada infinitud del Tiempo. Cuando mi Máquina se elevó, rotando, como un cirio gigantesco que se irguiera entre llamas rojas y luces multicolores, en medio de la neblinosa medianoche del viejo Londres decimonónico, una punzada complaciente, pura, poderosa y clemente hacia mí mismo se manifestó en lo más hondo de mi corazón. Soñé, por un instante, que era como uno de esos seres, los que llamábamos querubines, que en las iglesias se veían pintados sobre un cúmulo apacible de nubes. Y fue como si en mi corazón se abriera algo como una infinita y deliciosa aurora... Mas las respuestas que yo esperaba fracasaron. Mi "Máquina del Tiempo", en un principio, parecía haberse comportado perfectamente. ¡Todo había marchado tan bien! La pantallita con su cilindro de pergamino, y aquella especie de dedo mágico que era su plumilla tintada, empezó a provocar en mí asombro tras asombro. En aquel marco extravagante, el Tiempo me puso a prueba de inmediato. Allí se "propagaba" como en una desmedida página en blanco, ahora convertida en medio expeditivo de conocimientos, la importancia de la Historia, y todo el despliegue prodigioso de sus mil misterios. La acción magnética de aquella velocidad, especie de vorágine, en la que yo viraba y viraba como si se tratasen de convulsos movimientos espasmódicos, me debilitaba por minutos. Mi mano, sin dejar de sujetar la palanquilla de oro que debía dirigir mi navegación espacial, perdía fuerza debido a los estremecimientos que sacudían todo mi cuerpo. Primero fueron mis párpados que se entrecerraban como en una violenta duermevela por completo involuntaria; luego noté que mis labios eran acometidos por un temblor igualmente irrefrenable; las palabras no acudían a mi boca. Me resultaba imposible emitir cualquier sonido gutural, y mi cuerpo se abrasaba, mientras aquel irreprimible deseo de dormir seguía apoderándose de mí. Una fuerza inaudita, como si se tratase de un garfio enorme, me atraía hacia el pequeño fondo de mi Máquina. Mis fuerzas perdían todo su aplomo, perdí el equilibrio, caí del sillón de mando y quedé balanceándome, casi de rodillas. Toda tentativa de moverme resultó imposible. Me rechinaban los dientes, mi mano se quedó sujeta a la palanquilla. Mi propio cuerpo parecía impalpable, como si un ataque de hemiplejia me hubiera convertido en un ser sin voluntad. Mis ojos ya no poseían luz, mientras que miles de abigarradas llamas brillaban por doquier. Mi espanto aumentaba, pero el sueño me vencía. Sentí terribles dolores intercostales y calambres de muerte apretaban mi epigastrio. En el cilindro de pergamino se reanudaban enloquecedoramente, anotadas por la plumilla tintada, las "búsquedas" más inaccesibles del Tiempo y de su Historia. Lo que pude llegar a leer antes de caer en trance, contradecía toda concepción de las crónicas aprendidas en mis libros. La pluma tintada se había transmutado en una varita adivinatoria que descubría un tesoro histórico poco probable. Todos los sucesos allí expuestos y multiplicados sin cesar convertían verdades remotas en una especie de sacrilegio. La Historia, que ahora me hablaba por medio de la escritura en la pantallita de mi fantástica Máquina, desenterraba sus razones menos defendibles. Las fechas desandaban lo andado, las fábulas que allí me eran reveladas eran probablemente más verdaderas que las verdades aprendidas de los historiadores, y las mismas aparecían y desaparecían como murciélagos en las sombras;... inspiraban terror. ¡Cuántas virtudes y hazañas soñadas que ahora resultaban dudosas! La veracidad de cuanto allí se reflejaba era un trazado viejo de los anales del Tiempo imposible de reconocer, y menos de creer. Perdí todas mis facultades de raciocinio y caí definitivamente en el trance más largo y aterrador de toda mi existencia. Mi Maquina no era más que un monstruoso dragón metálico, refulgente, que despedía sus vaharadas infernales, y que se hallaba perdido en una terrorífica y gigantesca infinitud inmaterial. Y mi cuerpo, que jamás había ofrecido testimonio de la necesidad de un Creador, que rechazara durante toda su vida la Divina Substancia, a la que nunca adjudicó causa ni origen, vagaba ahora, entre terribles pesadillas, en la Extensión que carece de límites... Fue entonces cuando aspiré un aire nuevo, el sol había reaparecido otra vez en mi mundo de llamaradas y sombras.Y me vi envuelto por una espesura de bosques luminosos, de árboles enormes que desplegaban sus grandes ramajes verdeantes sobre mí. Era como si volviese a los orígenes del planeta Tierra en busca de una inimaginada inspiración para seguir viviendo,... como si mi mundo perdido inventara motivos capaces de interesarme otra vez. Era mi "momento primigenio", y el resto tan sólo había sido una simple locura. Mis pupilas se inundaban de luz y... de pronto un ciclópeo y carnívoro Allosaurus o "reptil extraño", quizás uno de los dinosaurios más siniestros y fieros que habían poblado nuestro planeta Tierra, 156 millones de años atrás, me devoraba sin piedad... Desperté así de mi pavorosa pesadilla. Mi "Maquina del Tiempo" se había detenido. Sentí palpitar mi corazón como si fuera a desvanecerme de nuevo. Me sentía enfermo y somnoliento. Mis ojos, espantados, se detuvieron en la pantallita. La plumilla había garabateado en el cilindro un demencial recorrido, casi indescifrable, de fechas, hechos y lugares que formaban un negro listado sobre el que yo seguí paseando mi vista. Trataba por todos los medios de recobrar mi aliento. Suponiendo que todo aquel recorrido hubiese sido cierto, ¿en qué edad primitiva podía haberse detenido mi Máquina? Moví el cilindro. La estadística mostrada me dejaba perplejo. Traté entonces de desentrañar la complicada anotación donde la plumilla se había detenido. El descubrimiento resultó espeluznante. Lancé una especie de estertor: Zona: Westway Street. Ciudad: Londres. País: Inglaterra. Año: 3.856 AD. ¡No daba crédito a lo que había acabado de descifrar de aquellos garabatos exasperantes que la plumilla entintada había borroneado sobre el cilindro de pergamino!... Eché una mirada en torno flexionando el mentón y mis aterrorizados ojos sobre la ventanilla ligeramente velada de mi Máquina. No conocía nada. El horizonte se perfilaba como una inmensa curva lejana. El cielo estaba gris, pero tras él se adivinaba un colosal fuego central, algo debilitado por las nubes. Desde donde me hallaba, la que sin duda fuera mi Westway Street londinense decimonónica, no se divisaba más que un suelo rocoso, hinchado, que formaba pequeños huecos volcánicos que desprendían un humillo negro. Cuando abrí la portezuela de mi Máquina, la respiración se me hizo insoportable. Soplaba un viento áspero y enardecedor,... tan abrasante que las capas de aire vibraban sobre mí como una catarata de llamaradas que se desbordara desde aquel cielo grisáceo que encubría el sol. Comprendí al instante que la presencia de ozono en la estratosfera del planeta parecía haber desaparecido casi por completo. A falta de su protección, el filtrado de los rayos ultravioletas había desaparecido de la Tierra, y las radiaciones del sol habían incidido sobre la vida en nuestro planeta y probablemente habían acabado con la supervivencia en él. En consecuencia, la elevación de la temperatura había alcanzado su punto álgido. El calentamiento global que experimentaba era una prueba más de su desaparición. Recordé mis estudios sobre los tres átomos de oxígeno que lo formaban. Sin la presencia de ozono en la atmósfera la protección de la vida, y el ciclo vital del oxígeno que nos permitía respirar y existir era prácticamente nulo. Caminé un pequeño trecho penosamente. Gesticulaba como un asfixiado. Pequeñas explosiones producían una especie de eco de trecho en trecho. Londres no existía. Ante mí la tierra se mostraba estéril, descompuesta en miles de minúsculas bocas volcánicas. El planeta parecía haber sido aniquilado por algún cataclismo. Me ahogaba y tan sólo era consciente de que mi corazón seguía latiendo cada vez con más dificultad. ¡Cómo!... ¡Cómo era posible!. Aquel marco siniestro del mundo, tras el que se ocultaba el más impredecible misterio, me producía, además de un pavor inexpresable, un asombro que íntimamente me mortificaba más que el miedo que en aquellos momentos sentía. ¿Sería aquella en verdad la mayor trampa que el Tiempo me había tendido? Había regresado al mismo lugar que abandoné unos cuarenta siglos antes... Respiraba fuertemente. Sabía que no tardaría mucho en desvanecerme. Me sentí como un fantasma que persiguiera un recuerdo: aquel Londres que tanto odié y que ya no existía. Y, sin embargo, había vuelto a él... a morir cuatro mil años después al lugar de la tierra que me había "desheredado" ¡Qué infame travesura! Mi Máquina, ya definitivamente inútil, quedaba allí abandonada..., mis sueños no habían sido más que una enfermedad sin remedio,... y el Tiempo, ¡ah el Tiempo!, qué utopía imaginar que una sociedad, fuese del tipo que fuese, pudiera perdurar indefinidamente. Y mi rebelión: ¿qué fue sino una enfermedad? Huí enfermo, y seguí enfermo porque mi dolencia en definitiva no acabaría nunca... Jamás hubiese tenido remedio. El Tiempo se había encargado de demostrármelo... Me vino a la mente una frase: "herido de muerte y de inmortalidad", esa era mi afección. ¡Oh cielos, qué pesadez en el aire!... Mi asfixia iba en aumento. En aquel Westway Street, cuarenta siglos después, del que yo huí buscando nuevas promesas para lo venidero, la soledad del mundo era profunda, su aridez completa, no se oía ni un graznido de pájaro, ni tan siquiera un zumbido de insecto. Tan sólo permanecía aquel sol abrasante, oculto por aquellas extrañas nubes de color cobalto, intensas, la única mortaja que habría de cubrirme en cuanto muriera... Balbuceé alguna palabra,... no recuerdo... y de pronto empecé a sangrar por la nariz..., abría la boca sorbiendo mi propia sangre, me estremecí, contemplé por última vez aquel espacio que se extendía ante mí: tierra... formas etéreas como único espectáculo, un anuncio ya definitivo de muerte frente a un nuevo tiempo intangible aunque no por ello menos real. ¿Cuáles fueron mis percepciones postreras? Sacudir la cabeza ante un olor pestilente,... un espasmo acompañado de una hinchazón de mi lengua... Una sed terrible... Cerré los ojos y caí... He aquí toda la información que yo, Herbert George Wells, por medio de tecnologías que jamás soñé llegar a conocer, me prometí revelar a las generaciones que me habrían de suceder. Y aquí, en esta misma estancia, donde cuatro mil años después de mi desaparición fui acogido, surca mi voz el Tiempo como si se elevara hacia las hoy mortíferas estrellas que surcan el espacio envenenado de Wellyes. He patentizado ante este renovado mundo (movido por la promesa de que sus nuevas legislaciones futuras jamás pongan en peligro la supervivencia de mi Verdad, contenida en este maravilloso aparato holográfico como si se tratasen de milenarias percepciones hipnagónicas) los datos más heterogéneos de una vida que desbordó su tiempo para acabar penetrando en una nueva ebullición vital que el planeta había conservado, casi sigilosamente, durante largos siglos, junto con adelantos tecnológicos a los que no tardé en "hacer míos" (pese a que en un principio provocaran mi total desconcierto), e incluso llegué a convertirlos en remedios mejorados frente a la gran tragedia que asolaba el ya incolonizable planeta Tierra. Los extraños seres que me devolvieron a la vida conservaban el potencial cerebral de los humanos que durante miles de años habíamos habitado este mundo. No obstante, era una raza degenerada y con cierto grado de esquizofrenia, de estaturas muy reducidas, y cuyos cuerpos, embutidos en extrañas tejidos metálicos, habían sufrido insólitas transmutaciones, ofreciendo una poco agraciada mezcla de carnes arrugadas y, por ello mismo, prematuramente envejecidas. La comunidad que me había hallado casi a punto de morir no muy lejos de donde se detuvo mi "Máquina del tiempo" habitaba una amplia zona desértica de lo que sin duda había sido el viejo Londres, imposible de identificar, ya que todo se hallaba devastado. Aquel resto de civilización había sobrevivido milagrosamente a través de una pequeña Confederación de inquietantes lunáticos que, debido a constantes animadversiones, ponían en peligro su supervivencia. Odios aquellos que provenían casi siempre de la escasez alimenticia (cuidaban de un siniestro zoo donde se sacrificaban a diario unas especies animales que recordaban a los perros, y cuya roja carne constituía la única base nutritiva de la colonia. Dichos animales eran a su vez alimentados con los despojos de sus semejantes). Habían incursiones constantes en dicho zoo de seres desesperados por el hambre cuya condena inmediata era la muerte y servir de pasto a las mismas fieras de las que trataban de apoderarse. El agua provenía de un amplio caudal subterráneo que yo no dudé en reconocer como el primitivo río Thames. Aquellos seres infortunados que rehuían los aterradores rayos solares utilizaban viviendas de un metal desconocido para mí. Sus salas recordaban, no obstante, primitivos grabados de siglos pretéritos. Carecían de ventanas y era inútil buscar cualquier tipo de mobiliario puesto que descansaban en oquedades del mismo metal de sus construcciones comunicándose por intersecciones de galerías iluminadas merced a generadores de corrientes alternas polifásicas, heredadas y conservadas durante centurias, y que todavía proveían de energía a aquella caótica sociedad superviviente en mi viejo Londres (jamás llegaría a saber que fin habría sufrido el resto del planeta Tierra, aunque resultaba fácil adivinarlo). La energía solar era, no obstante, utilizada a través de unos extraños conductos hexagonales, llamados catalizadores, que proporcionaban cierto grado de oxígeno (acompañado también de una ínfima toxicidad producida por óxidos de nitrógeno) a las viviendas metálicas. Fueron muchas las acepciones y descubrimientos, milagrosamente conservados, a los que tuve que adaptarme e ir estudiando... Aquellos últimos supervivientes londinenses acabaron convencidos de que yo era en realidad una especie de deidad (¿podía resultar más inconcebible?), que había aparecido para salvar los restos postreros de la humanidad. No resulté en ningún momento una amenaza potencial en aquel minúsculo mundo que había sobrevivido a siglos catastróficos, pero que había sido capaz de conservar energías y hallazgos científicos que yo jamás habría llegado a conocer. La falta de ozono había tenido consecuencias fatales en la existencia de aquella comunidad humana: el cáncer diezmaba la población, y en sus turbadas mentes persistían torbellinos de auténticas neurosis que no habían cesado de luchar, pese a ello, contra la extinción de la raza humana. Con todo, los adelantos tecnológicos heredados no poseían virtudes dudosas: eran fuentes que seguían proyectando razones científicas soñadas y que trazaron desde mi viejo camino decimonónico una maravillosa ruta de extraordinarias invenciones al don no menos asombroso de una mente pensante, para la cual todo milagro tecnológico inimaginable sería practicable y que pondría a mi disposición la salvación del último resto de especie humana que llegué a conocer. Wellyes sería el origen de una nueva esencia de vida, un nuevo agente universal de la inteligencia humana. ¿Cómo pude llegar a ser el mago? La ciencia, avances científicos triunfales (milagrosamente conservados, como ya dije) de quienes me precedieron lo hicieron todo posible. La tecnología cuántica y su capacidad infinita para competir con el cerebro humano; el estudio de nuestro genoma, por fin desentrañado; la experimentación clónica a partir de las células (yo me constituí en el primer donante) de organismos vivos que salvaría a los hombres de una impotencia endémica y hereditaria que ya había llegado a manifestarse a cualquier edad, y que daría como resultado nuevas generaciones de criaturas pacíficas e inteligentes a las que denominé Albions, en recuerdo de aquella remota Inglaterra desaparecida; creación de seres robóticos invulnerables a los efectos radioactivos de nuestra atmósfera enferma, y a los que, por su cómica fealdad, califiqué como Hydes; un nacimiento idiomático que recuperaba un equilibrio perdido del habla; y, finalmente, una prodigiosa construcción, el mayor despliegue expositivo de la tecnología de Wellyes: nuestra colosal plataforma gravitacional dotada de las más avanzadas energías para la conservación de la vida humana en nuestro ya mortecino planeta y su bóveda refulgente, igualmente gigantesca y protectora, que envolvería a nuestra recién nacida civilización en un oxigenado aura, salvaguardador del terrible fuego solar externo, dotando a Wellyes de una nueva atmósfera de colores intensos y salubres... Wellyes afianzó de nuevo mi credulidad en la grandeza humana. Quisiera creer que, tras mi muerte en Wellyes, las respuestas a tantos horrores pretéritos: guerras, arbitrariedad, corrupción de poder, maldad, habían sido definitivamente "contrariadas" y erradicadas. Que mi muerte dejara tras de sí un rastro inefable de inmortalidad benefactora. ¿Fue Wellyes mi verdadero milagro, mi armónico sueño atenuador del mal, donde, afortunadamente, y merced a mi "Maquina del Tiempo", logré expandir ambicionados torrentes de fraternidad humana,... y abrir a la inteligencia y a la esperanza la más maravillosa puerta: la posibilidad de seguir existiendo, la no necesidad de un Creador, la perfecta organización de la ciencia, y el testimonio de una conciencia que no hiciera distinciones entre los hombres?..."

... La enorme puerta roja de la sala se abrió con violencia. Varios componentes de las patrullas restrictivas Hyde hallaron, finalmente, el último blanco todavía vivo de la rebelión en Clonic Science Institution: la indetectada, hasta aquel instante, criatura Albion. La metálica urdimbre visual de localización de objetivos a destruir del robot Hyde se dirigió de inmediato hacia el clon que se enfrentó a ellos con una expresión inauditamente insolente, una facultad humana que la imagen holográfica de Herbert George Wells había descubierto para él. Un principio adormecido, una propiedad análoga a la virtud del imán que le hizo proferir por primera y última vez en su corta existencia como esclavo de Wellyes:

"¡¡¡Humanoo!!!... ¡¡¡Humanoooooo!!!..."

Fue apenas un instante. La criatura Albion se desvaneció tras la primera descarga de energía láser que abrasó su cuerpo. El dispositivo holográfico no había sufrido el menor daño. Un ser Bosswellyes había recorrido el pasillo de extremo a extremo tras las patrullas Hyde. Los robots había sido nuevamente concentrados. De inmediato el ser Bosswellyes se dirigió hasta la gran sala, observó la proyectada imagen de Herbert George Wells, y exhibió una sonrisa de triunfo. El parecido entre ambos era extraordinario, producto de la Symbiosis Cloning-Therapy practicada en Clonic Science Institution. Prestó atención a las últimas palabras de la figuración cinemática:

"... Conservad ese despliegue emocional de la benevolencia, de la fraternidad humana y de la más benigna sinceridad del sentimiento. Todo ello debe movernos por toda la eternidad hacia la comprensión entre los hombres. Y a la razón de la no violencia. Huid de toda contingencia de futuras dificultades... Abarcar toda la Extensión y todo el Pensamiento del amor es englobar una serie de términos indisolubles vinculados entre sí por leyes de una necesaria magnanimidad..."

"-Profeta de la inmortalidad... -murmuró despreciativamente el ser Bosswellyes, acometido por un profundo malestar- No eres más que una apariencia... ¡Nada!... Acabemos..."

"... Porque ¿qué es la vida sino una eterna despedida?...

La frase de Herbert George Wells se fue tras el último fotón de luz de la proyección holográfica, ahora conmutada por la criatura Bosswellyes. La vida mortal, su esperanza, y su tiempo brumoso jamás parecieron tan lamentables.