martes, 20 de julio de 2010

Cautividad de la noche


 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros




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CAUTIVIDAD DE LA NOCHE



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Cuando vienes en mi busca, te aspiro tembloroso... Noche sigue midiendo mi tiempo. No me apartes en vano de la luz de tus vigilias, porque en tus imágenes inmaculadas vuelco mis deseos impuros, por mi conciencia tantas veces repudiados. Cumple con tu promesa escondida. Tus soledades son mis realidades tranquilas, como si en ti aceptara la ingenuidad de tantos secretos velados. Amo tus arboladuras de velos blancos, la desposada huida de tus astros extraviados. Mi náusea permanece en el día. Y en tus estrellas busco la magia maliciosa que curte al hombre en una nueva profecía. Mis puertas, tiempo ha, se abrieron a las perdiciones del mundo. Vínculo de misterios azules, jugoso sembrado en el que me hundo. Son mórbidos mis ojos, y menos recelosa mi sensualidad, a la que no concedo mengua. Mudez de oscura ternura. Pupila ígnea que brota desnuda como de un baño. Mi suspiro de deseo corta de espuma mi lengua.

 

Noche de cañaverales, cuerpo que muerde el silencio. En la suntuosidad de tus blondas leo. ¡Engáñame! Abre el hábito de tu seno. Soy, de tu infancia lejana, aquella complacencia crédula sumida en el misterio de una voluptuosidad rehuida. Eterna criatura, por la brujería popular, poseída. Mas, mi carne de varón ya no sabe de inocencia. Frente a la nave que surca el mar de mi escritura, cronista soy de la enseñanza histórica que ahora se arremolina burlona en el trance dañino de mi vieja ciencia. Hoy tus lienzos vírgenes vestidos de blanco se enredan en mi boca. Y habrás de jurar sobre mis textos, saciar mis deseos, acosarme con la delicia de cuanto delirio el veneno de mis letras en ti provoca.
 


Cuando me pierdo en mi dolorosa tribulación de incertidumbre, busco tu nunca degenerada progenie estelar... Noche observa a tu diminuto huésped, porque tu ungüento de plata curte mi inflamación. Y sobre mi pozo convierto en desatino tu perpetúa palpitación. Ángel del ímpetu soy. Y solitaria palmera del amorío. La imaginería del hombre que odia sentir el filo del frío. Y cuando tú desciendes hasta mi hortal, aquél en el que humillo mi cuerpo, cría su musgo de mancebo mi brocal. Amuletos que brotan de mis trastornos cobijados. Promesas de ritos, de tributos creyentes, de refugios íntimos en el rescoldo terrenal de mis fuegos regocijados.
 

Noche de trémula lluvia sobre mi piel, ramaje tierno que tu vestimenta traza. En tus enjambres albos se enreda mi prosa lugareña. En tu adjetivo acústico mi velero barroco, donde navega la palabra de mi mano, la memoria loca que confirma mi linaje, y ese fuego nómada de mis ansiedades. ¡Tutéame! No hay meditación de castidad en mi refugio, tan sólo el pregón de mi alboroto, anécdotas de un escriba. Sed de simientes derretidas en tu tierra de luna, caracol deforme que recorre todas mis voluntades. Sorprender tu gloria es mi solaz agreste. Y es mi culto el que te devora, huyendo del loco pecado que el deseo roba. Y jura que de tu verdad revelada soy símbolo primitivo, tu hijo de loba.
 


Cuando me engaño creyéndote alta, lloro bajo tanta grandeza... Noche, no me arrincones olvidando que eres el yugo amado que refuerza mi tentación. Collar desbordado sobre los pechos del mundo. Pedernal destellante de mi crianza rural. Y hago del báculo radiante de tu custodia fermento de legitimación. Recibe mi gemido, que al loco desliz de los recuerdos ofrece su ironía. Pecado, tú que sobrecogiste la distancia de los tiempos, ya tu ponzoña no sermonea mis ensalmos. Y de tu lepra libo sabiduría.
 



Noche de exaltación, audacia sacrílega que hoy se estampa en el olor tibio de mi fascinación. Doncella de afilado mirar que arrancara mis llagas con la última campanada de la plegaria amenazante. ¡Envuélveme! Ornamento de otros dioses. Pasión que arranca, de los hombres, sus hieles. Cortinaje de ámbar, de turquesas y granates. Aliento de huerto renacido entre sus mieles. Y de una eternidad, revelada verdad. Soy, de tus pasiones, una vez relegados tus corredores de clausura, el realce aventurero. Y tu pordiosero nómada. Un hereje, entre tus estrellas, quemado vivo. Y de tus horizontes cegados por el universo, tu ensueño malicioso de hombre, el escorpión de tu pesebre, el fulgor lujurioso que en tu olímpica cuna quisiera permanecer cautivo.
 



 

jueves, 15 de julio de 2010

Estrella del deseo





Autor: Tassilon-Stavros





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ESTRELLA DEL DESEO


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Yo me desesperé frente al grito agorero, estruendoso, que brotó aquella noche, cuando te creí perdida, en el aire de mi mundo. Y pregunté a los caminantes por mi estrella prometida. ¡Demasiada inquietud por un astro, rieron! Y me poseyó una mirada de querencia lastimera y celo desmedido. Se fue mi luna. Y en el frío de la tierra quedó únicamente mi plañido extenuado, mi estatua yacente velando tu brillo distendido. Pero, en un instante, se extravió tu figura blanca, aquel prodigioso armiño, opresión suntuaria de lo deseado. Rizo de plata, que en las ungidas esencias de la anochecida, sobre el caprichoso viento, se internaba en mi ahogo, aquel que otras veces brotó callado.
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¿Qué fue de tu desnudez, me preguntaba? ... Aquella urdimbre lúbrica donde se perpetuaban mis osadías; mis prisas por ser héroe, siendo tú el fruto que se ama y apetece, la hierba donde se desbocara la irresistible avidez de mis días.
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Noche y estrellas. Hora callada de mi vigilia. Búscame de nuevo soledad celeste. Aún poseo un temblor tenue. Y ser quiero tu carruaje de lumbre. Sé que volverás a mí, oráculo que desmenuzas los crepúsculos, aunque la forja viva y blanca del universo malograr mi sueño quisiera, porque de su claustro hondo y constelado osé arrebatar tus vestidos. Candorosa malicia que se precipita sobre mí como diamantes antiguos. Y que en la hora nocturna, en su minuto de maternidad, convertirme deseara en niño frágil e impaciente. Aunque, tú lo sabes, estrella, mi oficio de hombre es no perderte.
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¿Qué pretendéis ocultar en el desfile luminoso que cierra la noche, astros socarrones y flemáticos?... Si aquella estrella de mi universo, párvula y desmenuzada en su indomable pureza, ya desborda de nuevo mi camino, moviendo sus párpados en un revuelo de proximidad, albergada en la posada sensual de mi flaqueza.
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Siembra aventurera del fuego obsérvame. Soy águila que se revuelve. Y tracé un nuevo arco de lumbre en la noche, abriendo, del amor, mi fragua. Testimonio veraz del río turbulento de mi último gemido. Volvió aquel cántico remoto, aquel parpadeo que creí perdido. Y ofrecí mi racimo maduro del que mana un mosto; un fermento originario que bulle, valedor, en el viñedo bárbaro de mi cultivo. Y oficié para ti, cuerpo de anhelos ya rendidos, afirmado en la privanza de mi hemorragia enardecida. Aquélla que renueva la vida, manando súbita, espesa y enriquecida. Eres mi dueña natural. Y yo, estrella, tu cuerpo descarnado y votivo.

lunes, 12 de julio de 2010

El gran secreto de H.G. Wells Parte II -VII-





Autor: Tassilon-Stavros






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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -VII-


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"Y pese a que los horrores en que se vio inmersa mi conciencia de hombre..."

"Hoom...bre", de nuevo percibió la criatura Albion la acción magnética que aquella palabra ejercía sobre él.

"... civilizado no dejaron de apesadumbrarme, seguí, noche tras noche, encontrándome con mi verdugo, halagando su orgullo, pues no en vano había convertido a Herbert George Wells en una especie de sonámbulo que aceptaba sus tétricas fantasías... Sí, me uní a él, que por aquellos días escribía "El ladrón de cadáveres", como un animal feroz que recibe una imposible hospitalidad de amistad, de parentesco áspero y selvático. Una noche, convertido ya en un auténtico símbolo del mal, y como creyendo tributarme un culto de lealtad y honor fraternal, asesinó fríamente a golpes con su bastón a un miembro del Parlamento al que yo odiaba. Cuando la noticia fue publicada al día siguiente: "Horrible asesinato de un miembro del Parlamento por un desconocido que se dio a la fuga, desapareciendo entre la niebla", me mostré horrorizado ante aquel escandaloso, repugnante e inmoral orden de sus principios que daban anuencia a una potestad dominante como si se tratara de un derecho divino, a una genealogía de superioridad impuesta bajo pena de muerte, y cuya injusticia yo me negué a aceptar categóricamente, pese a que, luego, me dejara atrapar de nuevo por aquella especie de sistemática persecución que ejerciera sobre mí. No lograba liberarme de su tiranía. Quizás lo habría logrado si no hubiese olvidado momentáneamente aquel principio de que todo dominio sucumbe si se le discute. Era la suya una posición desafiante que inmolaba mi espíritu. El fermento de una inmoralidad que, no obstante, se consideraba capaz de todo mérito. El universo de Louis Jekyll no proyectaba indulgencia sobre ninguna clase social. Era la suya una teología inmunda que clamaba por los aleluyas de la insolencia más cruel en detrimento de toda piedad. Su mundo estaba frío, su cielo negro como la tinta. Resolvía, no obstante, todas las diferencias con un peculiar examen, como él decía, "de nosotros mismos como elementos de progreso sobre las más bajas convenciones sociales": "Tras las sombras, amigo Herbert, se oculta la esencia de la muerte, a la que nosotros, con nuestros actos superiores, permitimos la luz que debe destruir tanto organismo inútil. Y mi frío mundo se mezcla con el calor de mi encarnizamiento, que yo encauzo contra el género humano, sea del estamento que sea,... y reía, aunque a la mayor parte del pueblo le contenta el interés material expuesto por el dogma burgués. En la temperatura insalubre de mi substancia no acomodaticia se halla mi fuerza. Materia y alma de una nueva revolución sangrienta contra la infame trivialidad de la prosaica materia humana que hoza en todos sus vicios más denigrantes. Es la mía una síntesis espontánea y amplia. Soy como el anuncio de una nueva aurora. Y como te he demostrado no excluyo de esta síntesis justiciera ni al noble ni al burgués. Suscitan en mí la misma pasión violenta y destructiva que siento contra el pueblo llano"... Mas, he de reconocer que contra las máximas perversas de Louis yo tan sólo alcé una eventual lucha, un tanto aniquilado por los desequilibrios que, en efecto, provocaba en mí la insensible sociedad londinense, indignos juguetes de la monarquía; de una nobleza enfática, escasamente didáctica, y que, tras olvidar su papel mediador, sabía lanzar hermosos gritos de piedad, para unir de inmediato a sus ingentes e intolerables medios una total falta de buena voluntad) He de reconocer también que el demagogo, jactancioso y violento Jekyll nos pagaba a todos con la misma moneda. La única que en realidad merecíamos. Probablemente también yo era objeto de su odio. Herbert George Wells, lo confieso, deseoso de perfección, era, no obstante, indigno de la menor recompensa. Adquiría sus pretendidas virtudes entre arrebatos de orgullo. No existía en él, por tanto, fermento alguno de moralidad. Y por eso mismo seguía descendiendo hasta su propio infierno y el de Louis Jekyll, que abusaba de su victoria, y, sin dejar de insistir porque yo ya no discutía su autoridad, conseguía de mí aquella inexplicable y substancial solidaridad que acabé ofreciéndole de nuevo. "El sonámbulo, querido Herbert, me decía, no imagina. No piensa ni cree pensar. Únicamente percibe sensaciones. Por ello podría inducirte incluso hasta el crimen. Y si golpeé a aquel pobre desgraciado hasta causarle la muerte, fue sin motivo alguno, por simple capricho del que ignoramos sus leyes; leyes que aceptan todos los principios, porque nuestras veleidades también se apoyan en la tradición de la superioridad. Y esta superioridad no rechaza el refinamiento extraño de la sevicia latente en nuestro interior, principios que los ilusos niegan en nombre de la bondad y de su Dios misericordioso, que, sin embargo, también nos reserva el infierno"... "¡Mientes!, exclamé yo, jugaste con mi odio y abusaste de él. ¿Creíste que ello me agradaría? ¡Estás rematadamente loco!"... "¡Locura, odio!, argumentó Louis, ¡bah!, una génesis misteriosa la de nuestra voluntad que entre las muchas cualidades que oculta es la de no perderse en los razonamientos inútiles como pueden ser esos que tú llamas locura y odio. Su efecto más sublime es el de saber arrancar de esas profundas tinieblas olvidadas ideas de bajeza y de crueldad, siempre latentes en nuestro germen humano"... "¿Y por qué ha de triunfar la crueldad y no el bien, también presente en nuestros orígenes?", aduje yo, asqueado de la infatuación de Louis. Él rió sardónico: "¡Tonterías!, amigo Wells..."

"¿Wells?", se preguntó a sí misma, asombrada, la criatura Albion.

"... nosotros no somos en realidad seres crueles ni bondadosos. Es el mundo el que está enfermo... Observa (nos movíamos por el horror de los miserables "slums" de Londres: Leman street y sus espantosos callejones, el de la Sartén, una ingente Corte de Milagros londinense donde pululaban nubes de niños andrajosos en el empedrado fangoso, infestado de ratas y parásitos; suciedad y detritos por doquier; habitaciones inmundas donde seres de ambos sexos y de todas las edades dormían y trabajaban sin poseer apenas espacio para moverse. Antros humanos, establos repletos de inmundicias; y los jardines de Spitafields, detrás de Christ's Church, ni una flor, tan sólo hierba y frío -más tarde cerrado por telas metálicas para que los pobres no fuesen a dormir allí-, bancos repletos de numerosos cuerpos humanos miserables y enfermos. Podías encontrarte frente a frente con el horror más inhospitalario y atroz entre ingentes amasijos de suciedad y harapos, además de todas las variedades de enfermedades de la piel: heridas que no cesaban de supurar, carnes sajadas, visiones de leprosería, entre rostros bestiales y monstruosos. Y, además, estaba el viento helado que soplaba sobre aquellas pobres criaturas que se amontonaban al descubierto, durmiendo o intentando dormir... "No deseo volver a ver jamás semejante espectáculo", le espeté a mi malévolo acompañante... Pero Louis se encogía de hombros. Y en lugar de responder me lanzaba su risa siniestra. Y volvía... Más tarde me describió lo que le estaba sucediendo en su propia casa: una poción tentadora por él descubierta, un veneno que ingería y que acababa transformándolo en la bestia feroz de Hyde."

"¡Hyde!", repitió ahora de nuevo desconcertado el ser Albion.

"...También sus mejillas se veían ahora marcadas por la miseria, y sus sienes, estrechándose bajo sus cabellos encrespados, contribuyeron a agrandar su rostro en una configuración monstruosa, de la que sobresalían sus ojos inyectados en sangre y una enorme boca de dentadura prominente y desordenada. "La aglomeración miserabilista de Londres, reía Hyde, ya no interesa a nadie. Son gérmenes nocivos de la bestialidad humana, causa de todos los males que nos enferman. Debemos contribuir a su mortandad, a su aniquilación definitiva, querido Herbert"... Recuerdo aquella noche... Whitechapel Road... Brady street... Buck's Row... Viernes 31 de agosto de 1888, 3'30 de la madrugada, calor sofocante y humedad, la primera prostituta en busca de algunos "farthings" (cuartos de "penny") que le permitieran pernoctar en alguna habitación mugrienta de los "slums". Hyde seccionó su garganta con un afilado estilete extraído de Dios sabía dónde, y cuya existencia yo desconocía... Abrió su vientre a cuchilladas mientras yo emprendía una huida enfebrecida, entre virulentos vómitos, oyendo sus amenazas violentas,... feroces. Era un deber siniestro que se imponía en beneficio de aquellos desafortunados. Y según Louis eran aquellas prostitutas maduras las que habían alcanzado el último estadio de la miseria física y moral... Hyde siguió rondando mi casa todas las noches. Y pese a la prohibición de que mis puertas volvieran a abrirse a todo visitante nocturno (recuerdo el rostro asombrado de mi estimada Mrs. Higgins: "Esas puertas no deben abrirse jamás a partir de las 12 de la noche, recuérdelo,... por lo demás, mis motivos no son cosa que le incumban... Yo permaneceré en mi laboratorio. Puerta que no deberá ser franqueada bajo ningún concepto,... quizás por su sobrino Mrmohorising, pero tan sólo cuando obtenga mi permiso"...), las rondas de Hyde siguieron en el jardín. Su sombra (muchas veces observada por la aturdida Mrs. Higgins) se ocultaba entre la arboleda, tronchando sus dalias, sus crisantemos, como ella misma me indicaba en las subsiguientes mañanas... "Police News" publicó el nombre de la primera asesinada: Mary Ann Nicholls, llamada también Polly, de 42 años... Louis se burló de la policía. En una de sus cartas a Scotland Yard indicaba: "La tengo tomada con las putas y continuaré destripándolas hasta que me atrapen"... Y entre otras atrocidades, aseguraba que en su próximo crimen cortaría las orejas a la muerta y que las enviaría a la policía. "Mi cuchillo está bien afilado"... Y firmando con tinta sanguinolenta se adjudicó un nombre artístico: Jack el Destripador... Una noche lo esperé... Las sombras me infundieron audacia. "Estás dispuesto a acompañarme", exclamó Louis... "¡Jamás!", le contesté ebrio de horror. "Si me denuncias atente a las consecuencias"..., me amenazó el monstruoso Hyde. "Tú formaste parte de mi primer crimen... Asesiné por ti... Tú afianzaste en mí la importancia de mi celo, tanta emisión prolífica de miseria humana debería desaparecer, ¿recuerdas?"... "¡Yo jamás dicté sentencia contra la humanidad!", refuté, tratando de desconcertarlo con tal aserción. "¡Ja ja ja ja!", se rió de una manera irritante, "¡Qué falta de probidad para con tu verdadero amigo! ¿Vas a reverenciar a partir de ahora a la turbamulta mediocre que nos rodea, o vas a inventar otros motivos capaces de interesarme?"... "¡Eres demasiado peligroso para seguir formando parte de tu locura!", se inflamó de rebeldía mi corazón. Reconocí entonces que en los utopistas como yo existen cosas ridículas. Mi desconsuelo por la fealdad del mundo había creado al monstruo... Corrí tras él... Había desaparecido de mi vista. Era sábado por la noche, el 8 de septiembre. Sabía que no andaría muy lejos de Whitechapel. Lo atrapé entre Lamb y Hanbury street. ¡Demasiado tarde! Su segunda víctima apareció ante mí con el tronco separado del cuerpo, pero le había amarrado ridículamente, como tan sólo se le ocurriría a un demente, un pañuelo alrededor del cuello. El abdomen sangrante. Había esparcido sus intestinos como si las fauces de un tigre se hubieran ensañado en ellos. Y lo más espantoso: ¡había extirpado sus partes íntimas! Le golpeé, sin poder evitar terribles arcadas. "¿Te extraña lo que estoy haciendo?", exclamó enloquecido sin revolverse contra mí. "¡Toda la culpa es tuya! Y ahora te arrepientes de tu debilidad. ¿Tanto te importan estas miserables?... Recuerda, ¿no debíamos emanciparnos de toda servidumbre, de toda fraternidad bienhechora? Yo aplico mi derecho al crimen contra la miseria del mundo sin acompañarlo de correctivos. Es la lección que brindo al mundo y que partió de ti"... Louis se desviaba, en efecto, insensiblemente, hacia la más trágica y siniestra de las locuras. Y allí, ante mí, Hyde, su alter ego, exponía las máximas más perversas de la tragedia. El silbido del áspid se extendía en la noche con su énfasis más indigno. Hyde, como prueba y testimonio de mis reglas críticas, superaba todos los rigores del pathos. Su voz cavernosa, infatigable, respondía sumariamente a todas mis dudas. Pero era una voz de macabro e implacable holocausto. Huí empavorecido... "Police News" publicó el atroz crimen de Annie Chapman o Dark Annie (la "mora"), prostituta de 47 años. Aquellos acontecimientos satánicos (nuevos asesinatos en septiembre, el 30: Elizabeth Stride, llamada también Long Liz, esta vez en Berner street, siempre próximos a Whitechapel; y esa misma noche, en una plazoleta situada entre Mitre, Camomile y Duke street, cercana al barrio de negocios de la City, en Whitechapel de nuevo, un policía hallaría, bañada en un charco de sangre, descuartizada, a Catherine Eddowes, alias Kelly, de 43 años, también prostituta, toda ella convertida en un guiñapo humano. Hyde se entretuvo en recortar su hígado, y se llevó consigo un riñón de la desventurada... Luego supe el porqué. Más tarde bromearía con Scotland Yard con una nueva carta en la que aseguraba no haber tenido tiempo de coger las orejas prometidas a la policía... No volví a ver a Louis. Vivía atormentado por el delirio de mis sentidos, por los remordimientos y la desesperación, ya que me sentía como el verdadero culpable de todas aquellas atrocidades. El asesinato de Mary Kelly, el 9 de noviembre, prostituta, esta vez una joven de 25 años, hallada desnuda sobre su cama, martirizada y desmembrada en su miserable habitación de Miller's Court, me impulsó por fin a tomar una resolución: ¡acabar con Louis! La noche del 13 de ese mismo mes caí como en trance. Un trance aterrador (el mismo que invadía a todo Londres, y que había convertido a la pobre viuda, Mrs. Higgins, mi ama de llaves, en una sombra lamentable del pánico que multiplicaba sus ahogos de horror, creyendo ver rostros ocultos y amenazantes por doquier, en especial las noches de viento y lluvia que asolaron noviembre; y que, al desvanecerse, alzaban gigantescos copos de niebla como grandes fantasmas fáciles de imaginar entre el follaje) Un pánico similar al de Mrs. Higgins era el que muchas veces me impedía respirar. Pero por motivos muy diferentes, puesto que yo había azuzado con mis ideas el azote tempestuoso de aquellas monstruosidades. Pensaba en las pobres prostitutas asesinadas, en especial en Marie Kelly, que, como se supo más tarde había sido amiga íntima de una dependienta, Annie Elizabeth Crook, probable amante del duque de Clarence, nieto de la reina Victoria, del que tuvo una hija tras haberse casado secretamente con él. A Louis le unía, ya desde antiguo, una ferviente amistad (de la que siempre había alardeado en sus insoportables reuniones sociales) con Thomas Stowell, doctor de Clarence. La noche del asesinato de Marie Kelly, testigo al parecer de la boda morganática de su amiga Elizabeth Crook y luego niñera de la pequeña nacida de dicha unión, dos gentileshombres, en carroza señorial con cochero, se acercaron al 13 de Miller's Court. Eran Thomas Stowell y Hyde, que pudo perpetrar con toda tranquilidad, ayudado por Stowell (un sádico encubierto, diseccionador de cadáveres, como luego le describiría Louis, y cuya figura le había servido de base, sin lugar a dudas, para su obra "El ladrón de cadáveres"), el más terrorífico de sus delitos, disipando así la amenaza que se cernía sobre la Corona Inglesa. Polly, Annie y Liz, tres de las cuatro prostitutas asesinadas por Hyde, eran amigas de Annie Elizabeth Crook y de Marie Kelly. Las motivaciones que llevaron a Louis a cometer sus horrendos crímenes no venían impulsadas por los testimonios concienciadores de aquellos pensamientos que, sin dejar de admitir Sensibilidad y Razón en todo testimonio vivencial humano, me indujeron, no obstante, a caer en el abismo arbitrario, insolente, despreciativo y no menos espantoso del escepticismo (por cuanto había creído halagar mi orgullo librepensador en dicha actitud de presunción y superioridad, plena de observaciones desdeñosas e insultos hacia la humanidad)... Hyde desapareció. Yo obtenía día a día resultados maravillosos sobre mi proyectada "Máquina del Tiempo". Pero Louis aún quiso asestarme un último golpe de gracia. Y no tan sólo a mí, sino a todo Londres. Recibí una carta (copia de su puño y letra escrita con la misma tinta sanguinolenta de sus anteriores escritos) de otra enviada a Scotland Yard, y que Louis había expedido al inspector George Lusk el 16 de octubre de 1888: "Mando la mitad de un riñón que he arrebatado a una mujer y que he guardado especialmente para usted. La otra mitad la he frito y me la he comido"... En el sobre que me remitió indicaba: "Para Herbert George Wells desde el infierno."