miércoles, 3 de febrero de 2010

Prometeo





Autor: Tassilon-Stavros





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PROMETEO

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Esgrimí, para cortar mis ligaduras y los ecos vanos, mi espada de filo enlutado, que tantas veces se arrastrara por entre las ráfagas del sentimiento y del miedo, como curvas del relámpago; lejos de mí los interiores retorcidos que mordieron, desdeñando la prudencia de mis tránsitos, la corriente fogosa de mis labios. Y dejando atrás el coloquio de las criaturas a las que una vez llamé hermanos, abracé la impureza de un destello furibundo. Y fui Prometeo revelando de nuevo al hombre el secreto de mi fuego, mientras en mis sienes se hincaban, equivocadas o sabias, las flechas, ágiles y profusas, de sus resabios. Y por entre mi sensación de presencia, pese a la luz roja de aquel ocaso, quedé de nuevo en un camino cerrado e íntimo, el mismo donde, con o sin motivo, tantas veces fui reprendido y atacado. Rechacé aquellos ojos de otros pensamientos, y perderme quise en otra realidad, asombrado de haber podido vivir en aquel tiempo, de otras percepciones necesitado. Y aunque vislumbrar puedo la obstinación en la mirada de la muchedumbre, me resguardé en mi energía, en mi valimiento perdido y tal vez merecido y castigado. Inmóvil estatua primitiva que entre sus soledades escogidas, hoy vuelve a guardar su palidez, como un plañido mudo de muertas crónicas frente a un espejo helado.

Pudo ser un regalo de los dioses, con aristas venenosas en la orla que yo tomé por dorada espiga, y que tan sólo fue alba de mi condena. Imagen sensual que hablaba por boca emocionada, como estrella frágil que, débil y mustia, tantas veces brillara sobre mi pasional rueda. Círculo que nos ciega, y a cuyo silencio y oscuridad me entregué con afán vanidoso. Como niño al que se besa en cada sollozo. Y fue mi garra, obstinada y palpitante, un hormigueo de sangre huida. Un reflejo tras la luz. Un cirio que en los párpados se clava. Unos ojos obstinados, que, cuando se abrían, por volver la mirada, morían. Un aliento cansado en busca de magnitudes, de las bellezas perdidas, de las fuentes de mi tierra roja, crespón afilado de mi lengua, vibración de malicias que a unos arrebataban, y a otros herían. Y Zeus, dios terrible, que a sus diminutos huéspedes terrenales coraje y error concede, aunque impasible presencie su dolor y desventura, y más dádiva no admita que la voz frágil del humano rezo, penetró mis intenciones, ingenua palabra en su manto amortajada; y que, agónica, entre un eco de piedad, limosna y afinidad, ahora rehuía, de la cardencha de los caminos, su flor morada. Palabras desnudas, emociones infinitas. Preso sigo en mi reja, tras la que muestro, cuando la luna enfebrecida de mis sueños llega, mi desnudez primitiva, ingenua y presuntuosa. Luna a la que miro y no me asusto. Llama divina, hábito probablemente equívoco. Pero es mi sangre nueva, o una gracia muerta. Una perfección del ideal que consagro a los ojos de mujeres y hombres cuando concedo el habla a mi corazón loco.

Y porque mi boca me quemaba, y mis ansias se mecían en la cuna blanda de mi pecho, mi vida puse en los labios como esencia de sentimental brasa, concediéndome humana licencia jerárquica. Y abrí el cofre secreto de un Olimpo que me estaba vedado. Mayor alimento Prometeo no quiso. Tan sólo grandeza en la sencillez, blancura y sol de santuario. Y no libar de la crátera de la inmortalidad de la que Zeus extrae su incienso deificado, su cruenta ascua tiránica. Y huyendo de sus mansiones, bajé a la negra tierra. No quise ser más que el hombre que morir debe una vez en este mundo. Mas a la umbría de mis ahogos apasionados llamaron miedo, cuando yo me ufanaba, gozoso, en la amistad de los mortales. Fraternidad que creciendo fue en mi tejido, brote de mi perecedera carne, que cuajara su sangre soñando con la avidez de ser oído, robando para ellos de Zeus su vanaglorioso resplandor. Y a mi carrera atropellada, en busca de un caudal que creí cálido y justo, acento de aquella trascendencia que yo concedí a mi palabra, y que los hombres saludaron retraídos, unánimes en su prudencia, llamaron fatuo fuego, teogonia de mi propio loor.

Y no fue más que fuego de fraternidad, que Prometeo, prendido por la espina del Olimpo, usó como credencial. Fragua en un ámbito de amistad, y del que Zeus me arrancó y maldijo. El Titán Prometeo, como penitencia a su vanidad, nunca habrá ya de morir. Y desnudo se mostrará eternamente frente al latido de las estrellas. Urdí engaño. Hurté de mis dioses su fuego tenebroso. Y traté de resaltar con un contorno de pureza mi inmortalidad absurda, sin mirar al cielo, a fin de convertir en perenne amanecer, de la humanidad, su conjeturada noche, sus siglos envejecidos, su penitenciario palpitar angustioso. Y de mi ofensa, de mi altivez torva, nació Pandora, arcilla de virtud hermética. Hembra milagrosa, áspera y briosa, que del Zeus vengativo obedeció su furia, su terrible ímpetu embravecido. Hoy espumas y sangre abominable, locura desesperada de infortunios, muerte humana que ella desparramó, abriendo el arcón de una voluntad divina que al hombre sumió en el abandono. Paisaje enfermo que fermentara posos y hieles, y que a Prometeo encadenó en innoble peñasco, andamiaje que me apartara del vínculo humano apetecido. Un águila se sacia en mí como en un sueño de atormentada eternidad. Se nutre de mi sangre, ofreciendo al hombre un motivo de vergüenza o de horror, mientras a lo lejos resuena el alarido gozoso de Pandora, como una ráfaga burlona de mi vanidad. Pero yo Prometeo, por designio de Zeus devorado, jamás arrancaré de la heredad de mi noche eterna al hombre, pues de las ligaduras injustas de las trinidades divinas quebranté preceptos, debilité su forja, su atavío de inflexibilidad. Prometeo es criatura de este mundo. Azote implacable que a Zeus flagela y a sus estrellas burla. Viajero remoto en el carro de Helios, implacable promesa de un fuego que a los dioses arrebata. Hijo del silencio, que a la voluntad del universo se hermana, porque vive en los ocasos rojos, embebido de azul, y jamás añora de la dulce quietud de la luna su claustro de plata. Y aunque engulla mi carne el águila, de mi boca fluye, como agua callada en peña sombría, el enfervorizado hervor que a la palabra me supedita. Expresión tibia que esconde su aroma peligroso. Fruta madura que cruje sobre la lengua. Manojo de espigas recibido de la tierra, que enriquece vocaciones, y al hombre pertenece, dobla sus virtudes, y sus raíces resucita.