viernes, 23 de octubre de 2009

El gran secreto de H.G.Wells Parte II -I-






Autor: Tassilon-Stavros





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EL GRAN SECRETO DE H.G.WELLS

PARTE II -I-



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LONDRES - FEBRERO DE 1890-
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La niebla, atravesada por la débil reverberación de las farolas de gas, se recortaba en espesas láminas frente a las fachadas blancas de Westway Street, en las proximidades de Kesington Gardens, donde la atmósfera helada recogía el rumor confuso, cavernoso, de las arboledas enceradas por la perseverante calígine. El boulevard se hallaba completamente desierto. Aquella noche desaparecería para siempre Herbert George Wells.

Mrs. Higgins, pese a haber sobrepasado ya la edad de las emociones ingenuas, no podía evitar sentirse en todo momento atrapada por aquella especie de fascinación que su señor ejerciera sobre ella. Sus palabras fluían misteriosas y sucedían a sobreexcitados razonamientos incomprensibles; y las consideraciones individuales a abstrusos temas filosóficos. Jamás criticaba ante nadie la habitual inestabilidad temperamental de Mr. Wells. Sabía que a lo largo de aquellos años había sufrido grandes decepciones, lo cual no le impedía dedicar casi todas las noches a sus ingentes estudios. Sus investigaciones le absorbían. No obstante, el mundo seguía sin ensalzar sus más que posibles adelantos en las ciencias. Por ello cuando decidía terminar la noche en su domicilio, Mrs. Higgins sentía gran alivio. Herbert odiaba el horizonte limitado de Londres. Y eso le entristecía. Necesitaba su laboratorio. Noche tras noche, volvía casi extenuado, reafirmado en sus disgustos, confuso a veces, ansioso de soledad. Y entonces la miraba entornando con aire misterioso los pesados párpados, los ojos resplandecientes, las ventanillas de la nariz constantemente dilatadas, y los labios apretados, como si en realidad tuviera miedo de dejar escapar algún secreto. Pero era aquella su mejor imagen: la del combatiente de la obstinación que ha sabido dejar zanjada cualquier cuestión que se le pusiera por delante. Jamás se arrepentía de su inflexibilidad y de su abulia, prueba palpable de que la monotonía de las reuniones a las que asistía le resultaba odiosa.

En Mrs. Higgins se evidenciaban también grandes aptitudes para adaptarse a los extravagantes moldes de la insondable psicología de Mr. Herbert George, que, según la buena mujer, no era más que el palpitante relieve que el exceso de inteligencia crea en el cerebro humano hasta que su latir acaba por desembocar en la locura (quizás su mayor temor, pese a la veneración casi religiosa que sentía por su señor, era que, en muchas ocasiones, no podía evitar pensamientos tan odiosos como los que le asaltaban de continuo: una tortuosa certeza que se agitaba en ella como amenaza de tormenta, y que permanecía ya casi enquistada en su mente, fermentando perniciosa en la convicción de que la presentida locura de Mr. Wells iba en aumento).

Aquella última noche el intercambio de miradas de estupefacción entre ambos no le había resultado a la siempre fiel ama de llaves más fulminante que otras veces. Se hallaba ya habituada a sus espasmos nerviosos, al eco demoledor de sus palabras encolerizadas, a sus exageradas peticiones (que no siempre guardaban la debida compostura) de no desear ser importunado bajo concepto alguno, una vez se hallara en su laboratorio. Y ella respetaba siempre aquel vislumbre proceloso que, en consecuencia, descubría, sin asustarse, en sus ojos turbios. Probablemente todo se debiera a la fatiga constante que detectaba en sus pensamientos. Voraces complacencias que favorecían, o quizás enriquecían (opinión de muchos de sus colegas de la "Debating Society Londinense"), el desorden de su mente.

El inquieto espíritu de Mr. Wells poseía también el marco más extravagante del monólogo en el anaquel de las curiosidades que presidiera su existencia. Y con él, se decía para sus adentros Mrs. Higgins, toda incredulidad acababa por afianzarse. Su expresión era insolente. Podía ser el profeta ideal para convertir a los tontos. Y ofrendar conciertos (que provocaran siempre el asombro) sin instrumentos, salvo, claro está, el de su lengua. Se había pasado media vida, se decía su fiel ama de llaves, "por lo menos desde que yo entré a su servicio", desahogando sus resentimientos mientras cenaba:

-¡Todo, ¿me oye?, todo me importa un bledo!... Y por encima de ese todo, ¡Londres! Detesto esta ciudad.

Estos cambios de humor resultaban intermitentes:

-¡Bah, todo puede agitarse, ... y todo pasa!- Exclamaba al cabo de un minuto de reflexión: -¡El sol... inmóvil, pero precipitándose hacia la constelación de Hércules!... Sabios, ¡¡ ja !!... Yo venceré al tiempo... ¡Ya verán entonces estos imbéciles!- Metía la mano en el bolsillo donde tenía la pipa.

-¿Desea fuego, Mr. Wells?- Ofrecía Mrs. Higgins.

Pero su señor se hallaba ya junto a la cristalera, corriendo las blancas cortinas de calicó adornadas con una rimbombante orla roja, y observando, en las noches más brillantes, el alto cielo londinense tachonado de estrellas. Y así hablaba, de pie frente al ventanal, observando los astros:

-Mírelas, Mrs. Higgins, refulgen en grupos, otras van alineadas, y otras, como yo mismo, brillan solas. El polvo luminoso se bifurca sobre nuestras cabezas... Observe como, a veces, están separadas por grandes espacios. ¿No le parece el firmamento un negro mar, con millones de archipiélagos,... islas por descubrir?...

-Es verdad, Mr. Wells, qué cantidad tan inmensa de estrellas- Asentía sin dejarse trastornar por su señor, la embelesada ama de llaves.

-Y no las podemos ver todas... Millones de ellas se ocultan tras la Vía Láctea, copando las nebulosas, y tras esas nebulosas, aún hay más, y más... ¿Sabe usted lo que es un miriámetro, Mrs. Higgins?...

-Pues no, señor, yo...- Permanecía dubitativa y no menos ansiosa de aprender la buena ama de llaves.

-No importa. Suponga usted una yarda... un simple metro, aunque no del todo exacto, en el continente europeo. Trate de imaginar esa yarda multiplicada hasta el infinito. Es una medida que podría producirnos terror... Millones y millones de yardas. Y la más cercana de ellas está separada de nosotros por trescientos millones de esos miriámetros... de esas yardas... ¿Quiere saber cuál será mi verdad?...

-¿Su verdad, señor?

-Mi verdad- Seguía extasiado Herbert- Mi verdad es que yo recorreré esos trescientos millones de miriámetros... Osa Mayor, Osa Menor, estrella Polar, Casiopea, mi centelleante "Y": Shedar, Caph, Cih, Ruchbach, o la fulgurante Vega de Lira... y mi roja Aldebarán, ... esperadme... ¡Y al diablo el resto! ¡Tendría que ser un perfecto idiota si me esclavizara aquí, a este mundo absurdo, a estos sabios mediocres. Lo mío será una emancipación,... casi un desquite. Y cuando yo no esté, ¡ ja!, ¡qué sigan preguntándose! Me volvería loco si no fuera capaz de prolongar la existencia del tiempo y dominarlo...

¡Todas aquellas reflexiones resultaban tan incomprensibles, tan extravagantes!

Asomaba una risa irónica y asqueada en el rostro de Herbert, y alzando el puño, por el que asomaba su apagada pipa, se explayaba de nuevo:

-Londres, tu finalidad son las cavernas. ¡Ahí habrás de permanecer siempre! Yo viajaré hacia la majestad de la Creación, ... y mi éxtasis será infinito.

Entonces Mrs. Higgins, que jamás dejaba de sentirse encantada ante estas confidencias casi voluptuosas (no todas las sirvientas podrían hacer gala de disfrutar de estos arranques de franqueza tan llenos de esa filosofía que Mr. Wells prodigaba en su presencia con intenciones totalmente caballerosas), le veía optar decididamente por retirarse de la sala (le resultaba gracioso porque casi siempre solía desaparecer antes de los postres; postres que luego devoraba con fruición su sobrino), y deambular errático por el gran caserón, hasta acabar instalándose en su misterioso laboratorio, cuya puerta atrancaba cuidadosamente. La usurpación de semejante santuario habría sido la única causa que podría traerle disgustos con Mr. Wells. Ella sabía que aquella estancia preservaba así a su señor de la "apariencia original" que a otros podría sacar de quicio. Se hallaba bien informada por su sobrino de que todas las críticas que sobre él se volcaban en Londres no eran más que el resultado de la más pura envidia.

Mrs. Higgins que jamás interfería en esas anomalías del comportamiento constantemente observado en Mr. Wells, y que, como se dijo, para ella no eran más que síntomas muy claros de esa, ... no sabía cómo llamarlo, quizás "afección mental" que, al parecer, siempre comportaba la genialidad, se deslizó silenciosamente aquella noche, como una brisa susurrante que recorriera el lustroso pavimentado de la gran mansión, rumbo a sus aposentos: cocina, gabinete y dormitorio, situados en el ala oeste de la casa. Las palabras de su señor, aun siendo secas y estrafalarias, bien que respetuosamente mesuradas, parecían brotar, en especial tras aquel anochecer helado, casi tempestuoso, de la eterna fiebre cogitativa que abrasara por lo general sus pensamientos. Lo único que le aterraba en aquellos momentos era la sensación de total soledad en que se hallaría toda la noche, una vez Mr. Wells se encerrara en su laboratorio. Su sobrino había estado allí aquella tarde, marchándose hacia las ocho. Era un encantador, inteligente e incondicional admirador del gran Herbert George Wells. Joven de dieciocho años que se apodaba a sí mismo graciosamente Mr. Mohorising, y que se acogía, lejos de su Manchester natal, a la protección de su tía y de Mr. Wells. En su entusiasmo desmedido hacia su benefactor, solía asegurar a Mrs. Higgins, casi asustándola, "que la substancia intermediaria entre el mundo y el genial Mr. Herbert acabaría obrando sobre la materia inerte de los asnos (el resto de mortales que habitaban Londres) como una imponderable suerte de electricidad, magnetizándolos más pronto que tarde"

-Es el mayor prestidigitador del genio que hoy habita en esta horrible ciudad, neblinosa, lluviosa, fría, antipática, y donde no hay más fuegos de lucidez que los del cementerio, los fuegos fatuos que se pasean sobre los muertos y les hacen revivir.

-No digas esas cosas, criatura. Tus invenciones me producen escalofríos.- Profería Mrs. Higgins, poniéndose muy seria.

-Que sí, tiíta, que es verdad. Las pruebas de aparecidos son innumerables. Lo dijo un día Mr. Ik Hitchcock. Hasta aseguró, lo oí muy bien una tarde en una de las reuniones de la biblioteca cuando trataba de explicarles a Miss. Dawn, Miss. Mandy y a Miss. Light que cuando somos víctimas del terror, nada importa que lo que creamos ver sea tan sólo una apariencia. La cuestión es ser capaz de producirla.

-A Mr. Ik le gusta mucho ponernos los pelos de punta.- Aseguró Mrs. Higgins- No es que me disguste que pertenezca a Scotland Yard y que todavía ande intentando descubrir a Jack el Destripador,... y hasta estoy por jurar que lo conseguirá. Pero... las historias que cuenta resultan espeluznantes.

-Pues a Miss. Mandy también le gusta ese mundo de misterio y muerte, porque escribe relatos sobre brujería, y Miss. Light se llama a sí misma alguna que otra vez "soy una bruja". Por cierto, que Mr. Ik ha publicado esta semana en el Times algo escalofriante: un relato que se llama "Polvo" con tumbas, sangre, gusanos, muertos y calaveras. ¡Es divertidísimo!

-Pues a mí no se te ocurra explicármelo, que luego tengo pesadillas. Prefiero las historias que publica Miss. Dawn. Me divierten tanto sus ocurrencias románticas que siempre acaban con finales tan ingeniosos, como aquel de hacernos creer que una pareja estaba muy enamorada ¡de otros! ¡Qué graciosa!

-Pues quieras o no, tiíta, los muertos se aparecen.- Volvió a las andadas Mr. Mohorising- Aunque, según Mr. Herbert y Mr. Lazar, que es muy irónico también, jeje, antes de llamar a un muerto es necesario el consentimiento de algún que otro diablo. ¿Por qué te crees tú que hay tanto fantasma suelto y tanta mala fe entre los hombres? Pues, por eso, porque hay más muertos que vivos, y para que haya vida han de haber demonios-Trataba el joven de restablecer su histriónica teoría- Y por eso Mr. Herbert, que es un genio, y está por encima de tanto vivo y tanto muerto, se ríe de todos ellos- Aseguraba luego como adolescente bienhechor prematuramente capacitado para revelar ciertas verdades de mundos superiores a todos aquellos que, según él conjeturaba, no rebasaban los límites de la más primitiva naturaleza- Sus principios filosóficos son geniales, tiíta. Lástima que no los entiendas. Y su superior inteligencia le convierte en el más acreditado centinela y ascendente cometa vanguardista de cuantas maravillas habrá de deparar a la ciencia el venidero siglo veinte. Sus "secretos descubrimientos" todavía no desvelados- Insistía entusiasmado el joven (que con toda probabilidad repetía lo que, a no dudarlo, había oído referir alguna vez a Mr. Zenon Riverstown, sofista renombrado por aquella época, gran admirador de Herbert George, asiduo visitante de la casa, y a cuyas conversaciones en la gran biblioteca de Wells asistiera embelesado, siempre que se le permitía, el joven Mr. Mohorising)- van, y esto es un ejemplo para que tú me comprendas, querida tía, desde nuestro ya fenecido cabo de vela, que fue substituido por la lámpara, a la lámpara que tienes ahí en tu mesa de costura, y que será sustituida muy pronto por la corriente eléctrica. Y esa corriente eléctrica que, olvidando el fósforo, nos abrirá la luz en el siglo veinte, será el cerebro de Mr. Herbert,... la gran bóveda bajo la que nos cobijaremos todos junto con sus conocimientos más excelsos. ¡Sus milagros serán innumerables! -La mirada extática del joven turbaba de nuevo a su tía- Mira, tiiita, ¿ves?... Mira la calle... - Dijo señalando la cristalera, tras descorrer sus amplios cortinajes rosáceos.

-¿Ver? ¿Y qué tengo que ver?... Yo no veo nada, criatura- No dudó en contestar Mrs. Higgins sorprendida.

-Pero ¿quieres mirar?- Insistió el joven, agarrándole con fuerza el cuello a su querida tía, para que observara de nuevo más allá del gran ventanal acortinado de su gabinete- Mira, mira, tiíta,... asnos, caballos, bueyes... ¡Londres! ¡Viento! ¡Niebla!... ¡Asesinato y muerte! Acuérdate, jeje, que Mr. Jack el Destripador aún corre por ahí haciendo de las suyas.

-¡Niño, que me vas a ahogar!- La obstinación de su sobrino causaba ya en Mrs. Higgins una especie de jocoso espanto- Y ya te he repetido miles de veces que no me gusta que me metas el miedo en el cuerpo. ¡No seré yo quien salga por la noche! ¡Bueno está Londres con ese monstruo suelto por ahí!... Entonces ¿qué es lo que quieres que vea? Si lo único que se ve es eso, ¡qué horror!, niebla y nada más que niebla. ¿Dónde ves tú los burros y los bueyes? Quizás, esforzándote mucho, alcances a ver algún caballo.

-¡Los veo, querida tía, los veo!- Se rió Mr. Mohorising- Pero veo más burros y bueyes que caballos. Y veo,... y el mundo entero tendrá que verlo también,... veo a Mr. Herbert, un ídolo que resplandecerá como visitante de una lejana mitología y cuyos ojos, ojos de un dios, se iluminarán con luz eléctrica.

Mrs. Higgins, espeluznada también por aquella tremenda imaginación de la que hacía constante gala su sobrino, se convertía ahora, aterrorizada, en receptora de aquella herencia de "sustancia mítica y casi demencial" que provocaban tales fermentos "filosóficos" (juzgaba ella) en su mente: las enseñanzas enfebrecedoras de Mr. Wells.

-Y ahora, tiíta querida, déjame dos o tres libras, que estoy sin blanca... y me tengo que ir "ipso facto" porque tengo una cita ineludible.

-¡Bueno!, es que no doy crédito!- Se escandalizó Mrs. Higgins descubriendo el juego burlón de su sobrino- Mr. Wells podrá convencerte a ti de todo lo que quiera, pero tú a mí ¡no!...

-¡Venga ya, t...!

-¡Que no!

-¡Ah, tú eres grande!, hermana mayor de mi madre y yo...- Le estampó el joven un sonoro beso- os quiero tanto, Madame.

-Confórmate con dos libras y se acabó- Le dio el dinero por fin su tía con expresión resignada y complaciente en el fondo.

-Lo que he dicho, Madame, sois grande, digna joya de esta gran mansión del saber.

Tomó Mr. Mohorising las dos libras, hizo un glorioso saludo y desapareció.

-¡Granuja!- Exclamó divertida Mrs. Higgins.

Sumida ya en el silencio de su gabinete, tras entregarse a sus incansables trabajos de bordado, se quedó traspuesta. El fuego de la chimenea concedía una ardiente pesadez al aire de la estancia. Emanaba de la misma el tibio perfume que despedía el crepitar de la leña y que calentaba sus mofletudas mejillas, exigiéndole una especie de acrecentamiento a su molicie (cuando Mr. Wells no requería sus servicios) Y, en consecuencia, por costumbre, acababa abandonándose todas las noches, tras la costura, a la hipnotizadora y desordenada florescencia de las llamas. La habitación giraba y giraba de inmediato, y ella, como sorprendida por una fiebre languideciente, se quedaba profundamente dormida. El ventanal daba a una avenida trasera al caserón cubierta de frondosos olmos, cuyas copas, perfectamente adaptadas a la humedad de la vida londinense, se balanceaban todavía entre la niebla, violentamente impelidos por el viento.

El amplio butacón de Mrs. Higgins, situado frente a la parte trasera del boulevard de Westway, gozaba, como se indicó, de la alameda de olmos que ahora se perfilaban tan sólo como una gran mancha negra aterciopelada por aquella especie de cielo bajo o humo albo de la niebla por entre cuya superficie sobresalían. Todas las estancias, incluida su gabinete, se hallaban completamente cerradas. Tanto ella misma como su señor sentían verdadero terror hacia las corrientes de aire. Aquella mañana había encerado, además del gabinete, gran parte de la enorme casa. Y ahora el viento jadeaba sobre la inmensa pizarra del tejado, removiendo la inacabable hojarasca que, proveniente de Kesington Gardens, se amontonaba en las calles enverjadas, y una capa de polvo imposible de combatir, pese a la humedad exterior, y para disgusto de Mrs. Higgins, filtrándose por los más inaccesibles recovecos de la mansión, se había instalado de nuevo en cómodas, butacas, mesas, daguerrotipos, cortinajes, etc.

-"¡Qué situación abominable!"- Pensó Mrs. Higgins, utilizando el término que para ella mejor dibujaba y agrandaba las dificultades con que se significaba la siempre inacabable y fastidiosa limpieza de la casa- "Estas ventoleras londinenses son (redundó en su expresión) una verdadera abominación... Mañana habrá que empezar de nuevo..."

Pero el sueño ya la había vencido. Era medianoche. Londres dormía. Y por ello fue todo una sorpresa, pues, entre el infinito silencio que cómodamente se instalara a lo largo y a lo ancho de Westway Street, torciendo hacia la puerta principal de la fachada, brillaron dos faroles en la niebla, y un negro cabriolé se detuvo frente a ella. Del coche descendieron, como repentina aparición vespertina, Miss. Miranda Dawn, la conspicua abogada de Mr. Herbert George Wells, en cuyo rostro jovial y atractivo corrían pareja la siempre agradecible compostura que recupera los derechos más inalienables de la inteligencia cuando ésta viene expresada a través de la cordura y de la reflexión; y como antídoto a esta idea preconcebida del respeto, tan presente en el ejercicio de la abogacía, y que todo servidor de la ley y el orden "debe a la mundanal ignorancia", Miss. Dawn se concedía también uno de los giros más nobles que aportar se puede a estos principios: el más encantador de los fanatismos propendentes a la alegría sin cortapisas. Iba elegantemente enguantada, luciendo un desbordado vestido de los llamados mozambiques y una capa de abrigo de medio cuerpo, bajo la cual sobresalían algunos discretos encajes, punto Alençon, puestos de moda por Valenciennes. La acompañaba Mr. Zenon Riverstown, sofista famoso en Londres, como ya se indicó, de aristocrático porte, enfundado en un distinguido paletó o gabán de negro paño, y cuya reputación se reafirmaba, además de en sus caballerosos modales, en el respeto que a todos cuantos le conocían inspiraban sus amplísimos conocimientos en economía social, política, filosofía, bellas artes, literatura, historia, doctrinas científicas (a cuyo progreso había dedicado, junto a su muy admirado Herbert George Wells, un tiempo inmemorial de interesantes estudios), y aunque siempre insistía en que la educación debe ser la eterna escuela del respeto, no le importaba, como buen conocedor (aunque no excesivamente entusiasta) del mundo social londinense (a despecho de tanto diletante empingorotado por el que allí pululaba, siempre envidioso de su prestigio), hacer gala también de su escepticismo frente a los abusos de la realeza; mostrándose mucho más respetuoso y devoto con los "sortilegios miríficos" (así los llamaba él) que a Occidente había aportado el genial clasicismo griego, afirmando convincentemente que todas las lenguas civilizadas derivaban del mundo helénico. Le encantaba así hablar de sus dioses, hacía bromas sobre los ídolos contemporáneos que inspiraban las ambiciones funestas de la gran Inglaterra, y se permitía reírse de la absurda invención del pecado, pregonando de continuo, y haciendo con ello las delicias de sus más conspicuos compañeros de tertulias privadas: "¡Pecado, ante mí y mis amigos, habrás de detenerte, pues mis dioses jamás te conocieron!"... Penetraron ambos en el jardín del caserón, que debido a la tempestuosa noche, se hallaba en un estado lamentable. Los últimos perfumes hibernales flotaban en el aire húmedo. Mr. Zenon jugueteó un momento con la larga cadena del reloj, y Miss. Dawn, muy agitada, hizo sonar repetidamente la campanilla, cuyo sonido insistente recorrió vestíbulo y salones, como si husmeara más allá de los muros internos ese misterio que encubre el silencio, siempre en busca de las cosas o de los seres ausentes.

jueves, 22 de octubre de 2009

El gran secreto de H. G. Wells Parte II -II-





Autor: Tassilon-Stavros




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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -II-

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En el amplio jardín que se abría frente al caserón de Mr. Herbert George Wells helaba intensamente, mientras el viento arreciaba. Mr. Zenon y Miss. Dawn, envueltos por la niebla, se miraban casi sin verse, pues de sus apariencias físicas, entre la húmeda y compacta condensación de la bruma que, noche tras noche, como un gigantesco, lúgubre y arropador mantillo ceniciento devorara la señorial fisonomía del gran Londres, tan sólo resaltaban, aunque descoloridas y apagadas, como si se hallaran sumidas en una sombría indiferencia, sus parpadeantes pupilas esperanzadas, que, en realidad, fulguraban de inquietud.

Miss. Dawn, que no podía dejar de tocar la campanilla de la enorme puerta, sentía en el fondo de su corazón la ansiedad convulsiva de un presentimiento que exponía en términos categóricos una especie de conflicto interior que la atemorizaba, y que no le resultaba fácil dominar. Resoplaba con una expresión sumamente anhelante, como si sintiera que se le hinchaba la garganta, atrapada por el cepo cosquilleante de una elegante gargantilla, colmo del artificio de cuantos regios caprichos activaran aquellas "funciones vitales que complicaban las tendencias adherentes impuestas por la moda" (así las llamaba Miss. Dawn en los encuentros o reuniones, joviales y un tanto críticas, con que obsequiaba a sus amigos), y con las que, no obstante, le resultaba forzoso apechugar como a cualquier hija de la época.

Mr. Riverstown, como sabemos, era un ilustre, correcto y sistemático pensador que jamás dejaba de ejercitarse en lo que él, muy puntualmente, denominaba "el derecho de revisión y rectificación del reino de la mente". Y por ello mismo, dada su escasa paciencia, se mostraba más acorde con las fórmulas escurridizas que hacía tiempo sustraían su presencia de las expansiones filosóficas de la "Debating Society Londinense", tratando así, tras una emancipación gradual, de romper con aquella esclavitud social que imponía el afamado "Club" a todos sus socios. Las tertulias de la "Debating Society" se repetían casi a diario. Mr. Riverstown, por tanto, había estado ausente en la reunión que había tenido lugar aquella tarde y parte de la noche del 19 de febrero. En realidad, bien que no lo confesara abiertamente, odiaba aquellas efusiones especulativas casi siempre mal apareadas entre conceptismos inquietantes, muchas veces fuera de lugar, que plantaran picas, despliegues de fuerza más que de ingenio (opinión personal suya) y agilidades cogitativas que más que asombrar y ofrendar envidia, apesadumbraban a una minoritaria parte de la concurrencia masculina (entre ellos a Herbert George) que asistía a los grandes salones del aristocrático "Club". Círculo genuinamente inglés donde, según aseguraba la gran sociedad londinense, varones solemnes y sosegados, imbuidos por sus singularísimos compromisos filosóficos, desfogaban sus rencores contra los progresistas, al tiempo que la vanidad. Esa gloriosa moneda del honor, con sus más sobresalientes y acomodaticios compromisos: laurel del mérito y substancia subrepticia de la más legítima de las pasiones, eternamente alimentadas por la coronada Albión. En la gran Inglaterra colonial todo era preferible a cualquier existencia incapaz de imponerse tareas de la más desorbitada honorabilidad. Era académica hasta en las antípodas. La menor evidencia capaz de poner en duda su superioridad con respecto a otras naciones europeas podía desarrollar en sus perfiles burgueses la más voraz intolerancia. ¿Cómo poner en duda la probidad de sus hombres, la castidad de sus mujeres, la inteligencia del gobierno? No así el irritante sentido del pueblo llano, que minaba las bases de tanta grandeza. Albión se agitaba dispuesta siempre a no tolerar la necedad presentida, las falsas prosperidades intolerables, las desgracias nunca equilibradas de otros países vecinos. Y en consecuencia, como si el resto del mundo perdiera importancia, no era preciso hurgar en los arcanos de la metafísica para que la demagoga y dogmática isla Británica se las echara de moralista, y que acosara entusiasmos revolucionarios de los malavenidos demócratas, que ahora pretendían erigirse en populistas y legales ladrones de la historia. Así entre la mayoría de los socios de la "Debating Society Londinense" jamás se desvanecía el encantamiento que al parecer proviniera de los más sabios espíritus ingleses, reveladores excelsos de un verdadero mundo filosófico sui generis, que siempre se atrevían a traspasar las más inextricables fronteras del pensamiento racional sin dejar de prosternarse ante el altar de un provechoso conservadurismo. Un nacionalismo, una concepción organicista (ley, derecho y moral natural) frente al que contrabandeaban con sus primitivos conceptos de una inalienable libertad. Una libertad basada en sus supremacías sociales frente al populacho. Una liturgia festiva y opulenta, vencedora de cuantos males amenazaran la elogiable naturaleza de una sociedad profundamente arraigada en sus legítimos privilegios, y regulada con gran prodigalidad por los acordes reaccionarios de su inmoral filosofía (dictámenes que en términos funestos expusieran, en incontables ocasiones, ante sus más fieles amigos, cual románticas vehemencias de un lozano progresismo, tanto Herbert George Wells como Mr. Zenon Riverstown)

Apostado en el porche, frente al jardín neblinoso, se mantenía Mr. Riverstown muy quieto, apoyada su barba en el pecho, cruzados los brazos, a la espera de que Mrs. Higgins apareciera para recibirlos, mientras observaba, con cierta veneración, la correcta inquietud de Miss. Dawn, cuya imagen, muy próxima a él, no aparecía encubierta del todo por la pertinaz niebla. Se entregaba, no obstante, Mr. Zenon a profundas meditaciones que devoraban ahora, como llamas contaminantes del sosiego, su entendimiento al mismo tiempo que las llamas de la preocupación inflamar suelen las aristas amenazantes de alguna presentida tragedia. Y dado que, a pesar de la insistencia, la puerta de la casa seguía sin abrirse, y el frío se intensificaba por segundos, tanto Mr. Riverstown como Miss. Dawn consideraron mucho más viable ("siempre es necesario obedecer a las solicitaciones del instinto de conservación, querida amiga", había expuesto Mr. Zenon), trazar nuevos planes de acción para acceder a la silenciosa casona.

Aquella noche Mr. James Dawn, padre de Miss. Miranda, tras asistir a la acostumbrada tertulia de la "Debating Society", en la que al parecer se suscitaron controversias más graves entonces que en otras reuniones análogas, observó con terror una alteración "intolerante" en grado superlativo en su muy respetado amigo, Mr. Herbert George Wells, frente a los aires enfáticos de los contertulios, que trataban de vincular sus concepciones inciertas de caballeros virtuosos "por defecto de conformación" en su superioridad de clase que le recordaban la miseria de pudrirse en su reglamentado egoísmo nacionalista: la vasta economía política, la gran oferta y demanda colonial, la prohibición a las importaciones extranjeras, el gran capital bancario, el mínimo salario al pueblo bajo, la necesidad de una nueva implantación de la esclavitud, fortalecimiento del régimen de prisiones para evitar la delincuencia en toda Inglaterra, los bienes públicos gobernados forzosamente por los avispados industriales, la potestad del Creador, el refrendo de las doctrinas monárquicas como soberanía transmisible a los descendientes, ya que el poder de los reyes emana de Dios, y el derecho divino es único e inalienable, según formulara el enfadoso y ridículo Filmer bajo Carlos II, las desigualdades legítimas que exige la Naturaleza, la imposición de la religión (defendieron algunos de los allí presentes) bajo pena de muerte: "Muchas de las ciencias que hoy nos asolan han perdido al género humano"...

-"¡Qué idiotas! ¡Cuánta bajeza!... - Se había dirigido el temperamental Mr. Wells, tras la reunión de la citada noche, a su fiel amigo James Dawn- Ellos, que decapitaron a Thomas More, se atreven a considerar ridículos a los utopistas. También Michelangelo Buonarroti fue sometido al grillete por imbéciles similares a éstos... Toda esta absurdidad y arrogancia me saca de quicio, Mr. Dawn. Se creen con derecho a hacer lo que quieren. ¿Derecho divino y tiranía? Pero si hasta Tomás de Aquino nos aconseja liberarnos de los tiranos. Uno de ellos se ha atrevido a decir que hasta la Edad Media revivificó en muchas ocasiones la esencia más sublime del hombre. Y ponen como ejemplo las catedrales. ¡Bárbaros! Un régimen parlamentario que apoya la expoliación de las colonias y de la misma Inglaterra. Y se ven a sí mismos como la imagen del Salvador. ¡Me exaspera tanta falta de probidad!... No es que para ellos no baste el genio, sino que no existe. Reverencian a conservadores que tienen la osadía de proclamarse espirituales, y hacen pasar por asnos a los sabios. Su egocentrismo los eleva por encima de las miserias de este mundo. A estos caballeros adinerados, burgueses de los preceptos nacionalistas como personajes que se imponen de motu proprio su sentimiento de grandeza, y que se dejan llevar por el ideal artificioso y vetusto del poder divino, los adelantos científicos les parecen quiméricos, tediosos, intolerables. Y no se dan cuenta que ellos mismos serán entes muy grotescos, como documentos aburridos y estúpidos, en el futuro que se avecina. ¿Cree usted, Mr. Dawn, que no sé que casi todos ellos me miran como llamándome "monstruo digno de mi ciencia"... ¡No aguantaré más a estos colosos advenedizos que merecerían estar vendiendo cocos en las colonias! ¡Cuánta cantinela, cuánto milagro del espino, cuánto guante envenenado! Piden novelas para perjudicar la ficción sin reprochar la época que, lejos de elevarles, rebaja el lado social; que en lugar de instruir, les embrutece. ¡Pero yo, Mr. Dawn, me marcharé con mis documentos!...

Hubo una indicación discreta por parte de Mr. Dawn a que se retirasen del "Club". Y en uno de sus afables arranques de franqueza, subrayó todas las palabras de Herbert, pero le rogó, risueño, que no dislocara más la "etnografía burguesa de Inglaterra", porque para completarla sería también necesario un profundo estudio psicológico que ahondara en los jardines de la historia, pues a los hechos internos y externos los ilumina la luna de la veracidad y de la ilusión: "Y nosotros, querido George, (dijo Mr. Dawn), no podemos tampoco sustraernos a formar parte de esa linterna mágica que nos ha vapuleado y nos sigue vapuleando con su torbellino vertiginoso. No es fácil quitarnos de encima, así, con una palmada, a Dios, reyes, príncipes, monjes, santos, brujos, comerciantes, capitalistas y soldados. Todos hemos combatido, deliberado, cantado y rezado. Y hemos de seguir, por lo menos, comiendo y bebiendo..."

-¡La historia fue, la ciencia es!- Se indignó de nuevo Herbert- Está ciudad con su calles tortuosas, eterno pasto de la niebla, gigantesco castillo feudal en el que todavía relucen las corazas de la estupidez de sus nobles, no volverá a atraparme entre patrañas... Lo siento Mr. Dawn, pero hemos de despedirnos ahora mismo.

-Pero amigo Herbert, ¿ha olvidado usted nuestra cena? Mi hija Miranda y Mr. Zenon nos esperan...- No pudo acabar Mr. James Dawn su propuesta, porque George Wells, muy entregado a sus reflexiones, pese a que el venerable anciano tratara de seguirle los pasos, se encajonaba ya en la niebla que, aunque batida por el viento, no acababa de desvanecerse.

-¡No, no, imposible!... Esta noche esos farsantes sabrán que yo no me avengo a sus fingimientos, a sus patrañas sociales... Esta noche he de traicionar este mundo conocido al que presté falso juramento.

-Pero, querido amigo, usted desvaría.- Se mostró triste y desconsolado Mr. Dawn- Me preocupa su obstinación.

-He de devolverles...- Anatematizó George Wells.

-¿Devolverles qué?...

-Devolverles ciencia y futuro, ahora propiedad absolutamente mía, ... por su historia en retroceso, por sus disfraces, por sus falsas iluminaciones en una fe en la que, realmente, no creen. Que sigan aplaudiendo sus filosóficas tragedias... ¡Jamás podrán inventar ya motivos que puedan despertar mi más mínimo interés!... Buenas noches, Mr. Dawn. Discúlpeme ante su encantadora hija y mi muy reflexivo, inteligente y fiel amigo, Mr. Zenon...

-Pero...

-Lo siento.

Mr. James Dawn vio desaparecer a Herbert, que caminaba con la cabeza gacha, entre la bruma, como un coronel enfurecido que lamentara, acalorándose contra sí mismo, la incompetencia y la mala disciplina de sus hombres. Hasta tal punto resultaba complicada e inexplicable aquella reacción por parte del gran Wells, que Mr. Dawn, cuya grandísima turbación se afianzaba como una tremenda punzada en los dominios del pensamiento, pues todo intento por auxiliar a su extraordinario amigo había resultado ineficaz, no vio mejor opción que la de salir disparado hacia su casa, (afortunadamente pudo tomar un coche de inmediato, pues su senectud no le habría permitido una inconveniente carrera por entre la niebla), y referir a su hija Miranda y a su invitado, Mr. Riverstown, tan aflictiva circunstancia con que se insubordinaran los nervios de George Wells aquella noche, y su intempestiva marcha oprimida por graves reflexiones, que parecían vaciarse, como un misterioso tesoro, por medio de cuanta perspicacia e infinitos recursos del ingenio todos sus amigos le reconocían, en el ahora temerario pozo que acogiera sus no menos consabidos escrúpulos de conciencia. La humanidad dolorida de Wells, sabido era ya por sus fieles admiradores, se adaptaba con radical rechazo a la realidad, al día a día de aquel cosmopolita Londres, cuya grandeza, según Herbert George, se hallaba revestida de una no menos descomunal agonía.

-Nuestro querido Wells, esta noche, se ha visto forzado a poner a prueba la lealtad que todos le debemos- Articuló compungido Mr. Zenon Riverstown- No podemos fallarle.

-Querido amigo, Zenon,... papá... quizás sea este uno de esos momentos en que la importancia de las cosas ocultan en verdad un misterio, dado el lúgubre conflicto de conciencia que al parecer ha provocado en Herbert tan extraña perturbación- Observó con activo espíritu Miss. Miranda Dawn- Mr. Zenon y yo acudiremos rápidamente a casa de nuestro querido Herbert George. Soy su abogada y no voy a abandonarle tampoco. Además, no podría dar ni una cabezada esta noche. Su insólita reacción, esa marcha precipitada, esas dolorosas reflexiones... no puedo refrenar mi impaciencia. Es como si me hallara sobre ascuas. Es más...- Se echó mano a la esclavizadora gargantilla que adornaba su cuello y que en realidad detestaba- creo que siento como si una culebra se me enroscara en la garganta y que me estuviera apretando hasta ahogarme. Mr. Riverstown, ¿que siente usted?...

-Lo mismo, hija, y eso que yo no llevo gargantilla, pero este apretado cuello almidonado y este dichoso corbatín me están produciendo el mismo efecto. Esa serpiente que pretende devorar con inusitada premura la profunda inteligencia y cordura de nuestro gran amigo, provocando en él tan peregrino comportamiento, llega también hasta nosotros y nos oprime..., nos asfixia- Situó Mr. Zenon una mano en su garganta- a fin de sorprender de igual forma nuestras más hondas emociones.

-Pues dejémonos de hipótesis, que únicamente llevan al seno del "yo" sin aclarar nada, más bien fastidiando. Y pongámonos en movimiento. Yo ya estoy lista- Dio Miss. Miranda un abrazo y un beso a su padre, que insistió ahora repetidamente en acompañarles:

-Pero, hija, cómo voy a quedarme aquí... Para mí es igualmente indispensable...

-¡Ay, papá!, acabemos la porfía...Te lo ruego y te lo ordeno- Se despedía ya de él Miss. Miranda con toda suerte de mimos y caricias- Se acabaron para ti esta noche los desafíos a la niebla y al ventarrón helado de nuestro malagradecido Londres. Tú te quedas en casita, al calor de la chimenea... Mr. Zenon ya está en el coche. No te preocupes por nada... Y no salgas al jardín, que no quiero que encima te resfríes...

... Miss. Dawn y Mr. Riverstown iban saliendo ya de aquella especie de monumental glorieta que formara el jardín de Wells, enriquecida por un extensísimo agregado vegetal, gran parte de él resistente a la crudeza hibernal que se condensaba en la húmeda envoltura, lluviosa durante el día, neblinosa a través de la noche, de la penosa atmósfera que parecía formar un invisible y monumental globo acuífero que perennemente se cerniera sobre Londres; como si todo el oxígeno se hubiera formado por cristalización, condensado en el aire, y cayera en estado líquido, mes tras mes del largo período invernal, sobre la inmensa ciudad. La geología de un jardín londinense en invierno resulta siempre en exceso sinuosa y deformada. El musgo bordea cualquier apertura encajonada en el sombreado de las matas. Todo dormita en el frío. Las únicas flores resistentes no exhalan perfumes. Es como si vivieran en una suerte de embotamiento, cuyos ligeros bordados temblorosos, bajo la humedad constante, perdieran todo el atractivo que les confiere la Naturaleza, y que se mantuvieran vivas merced a las fuentes escondidas bajo la hierba. No obstante, el invierno fluye como una segur y sume los vestigios de todo soñado jardín primaveral en un pobre vestido ajado, carcomido por la polilla del frío, y le dota de un aspecto agreste, entre cuyos pliegues, si alguien se aventurara, además del viento y la niebla, podría descubrir misterios.

Mr. Riverstown no dejaba de mascarse ahora su amplio bigote, costumbre esta muy común en tan prudente caballero cuando la inquietud hacía presa en él. Huelga comentar que esa noche se hallaba muy alterado por la gestación esotérica que parecía estigmatizar la zona ajardinada (de la cual, como ya se dijo, se escabullía ahora en compañía de Miss. Dawn), y la mansión toda de su admirado Herbert George, concediéndole un aire moribundo, empezando por las vidrieras apagadas y acabando por el persistente silencio y la falta de respuesta inmediata, aquélla con que Mrs. Higgins solía aparecer en la gran puerta de entrada, como fiel sacerdotisa de tan tranquilizador y respetado santuario.

-"Extraña noche, en efecto- Se dijo para sí Mr. Zenon, muy dado a las conjeturas delirantes que entrañaran los misterios de las leyendas celtas, cuando no se entregaba a los desahogos mitológicos del helenismo a los que era igualmente tan aficionado- que parece poseer tintes dantescos de necrópolis. Presiento un aire magnetizador, vinculable a los primitivos celticismos de la antigua Normandía; noche en las que muchos genios o grandes hombres, soñando con los dogmas druídicos, y discretamente ocultos del mundo, concluyen su existencia, según la tradición, en una total e inconcebible desaparición. Y hallados fueron, ya esqueletos, en posición de feto en un vientre materno. Es como si, rehuyendo las tumbas vulgares y corrientes, hubiesen preferido alzar sus propios túmulos célticos, y metamorfosearse en su sepulcro, como el gusano en su capullo de seda, en busca de una segunda gestación preparatoria de otra vida. Recuerdo excavaciones que lo avalan... Tendré que hablar de esto con Mr. Ik Hitchcock. Es plato apetecible que degustará con fruición, y que quizás llegue a formar parte alguna vez de sus famosos relatos de ultratumba. Sé cuanto le conmocionan estas leyendas. No hay en todo Londres acólito del terror que comulgue con más fervor que él en..."

Los pitos y flautas de estas fantásticas reflexiones de Mr. Riverstown fueron interrumpidos por Miss Miranda, que buscó ahora su brazo, como si toda su figura se tratase de una materia ondulante y fugaz que trastabillara por un caminito encajonado entre ligeras cimas de ramajes fantasmagóricos, sin conseguir dar con salida alguna.

-Querido amigo, esta niebla lo pone todo al revés- Le dijo Miss. Miranda- No me abandone usted, porque con tanto volante, tanto encaje, estas altas hombreras a lo jockey, y en especial mi estrepitoso sombrero, este jardín enmarañado forma a mi alrededor una escolta tan mortificadora, que tengo la sensación de que todo se me amontona por detrás y por delante como si me persiguieran unos cuantos tigres con deseos de echarme la zarpa. No he dejado de titubear desde que bajamos la escalinata del porche. Y yo parezco una inflada cigüeña perdida que recorre a grandes zancadas este jardín de pesadilla. La verdad es que nunca me pareció tan grande. ¡Cuánta maleza! Lamento la desidia del que una vez fuera maravilloso jardín, pero comprendo que nuestro querido amigo Herbert se apunte con más afición al mejoramiento de la ciencia que a la exaltación correctora de la jardinería, que, a fin de cuentas, no deja de ser una cursilería poco acorde con la idiosincrasia de nuestro inteligente investigador.

-No se me convierta usted en cigüeña, querida Miranda, y agárrese fuerte a mí, que sería terrible para cuantos la estimamos verla emprender el vuelo alguna vez de esta fría y lluviosa ciudad en busca probablemente de los deltas soleados del Mediterráneo- Bromeó Mr. Riverstown.

-Tentada he estado muchas veces de hacerlo, amigo Zenon, de no ser por el pobre papá. Bien sabe usted cuánto me atraen y fascinan las grandes civilizaciones mediterráneas.- Repuso Miss. Miranda- Dios mío, la verja, por fin.

Impaciente por librarse de la presencia de Mr. Riverstown y Miss. Dawn, y muy atento a la conversación mantenida por ambos, un individuo de dudosa catadura evolucionaba torpemente por entre los matojales que bordeaban, enmarañados y empapados por la blancuzca humedad de la niebla en toda su amplitud, el enorme jardín de la casa. Parecía un noctámbulo vigía insomne, de apostura un tanto ridícula y grotesca, pero aristocráticamente vestido con elegante pantalón negro, camisa damascada al estilo militar, brillante chaleco de seda a juego, un abrigo perfectamente modelado a la altitud desmesurada de su cuerpo, con una leve cargazón de capota, y lustrosa chistera un tanto ladeada que, debido a las intermitentes ráfagas del viento, se vio obligado a sujetar con talante nervioso. No obstante, visto de cerca, era necesario reconocer que toda aquella elegante minuciosidad en su vestimenta no ponderaba en absoluto sus gracias personales, pues mostraba facciones desorbitadas, un brillo de pringues malévolas en sus ojos que arrastraban miradas diabólicas, casi llorosas o inyectadas en sangre, por entre la perspectiva melancólica de la helada maleza. Su rostro mal afeitado parecía jugar al escondite por entre las espesas matas de pelo que se volcaban sobre él. Su humana cabeza, bajo la chistera, atrapada por aquella maraña cabelluda, dotada de un brillo gomoso, y su enorme boca, de dientes prominentes, que se abría en mitad de la cara como una enorme cicatriz, le conferían rasgos de genio repulsivo y endemoniado. Conocía bien cada rincón del jardín y voló por entre las blanquecinas tinieblas circundantes hacia una pequeña puerta que se abría en el límite extremo de la gran mansión. Accionó la cerradura con un llavín que llevaba en su pantalón y penetró en la casa con toda premura.

Inesperadamente, frente a la gran verja de entrada por la que acababan de salir Miss Dawn. y Mr. Riverstown, se deslizó lentamente la capota húmeda de un coche que allí mismo se detuvo. Dos damas descendieron del mismo: Mrs. Lucy Light, para alegría de Miss. Miranda y Mr. Zenon, y una agraciada muchacha cuyos rasgos, una vez observados de cerca, ofrendaban cierta consanguinidad con los de Mrs. Light, quien la presentaría más tarde a sus amigos como a su encantadora primita llegada el día antes desde París. La dicharacha Mrs. Lucy Light, siempre socialmente comprometida con los primeros brotes feministas que por aquellas fechas empezaban a hacer furor en los provectos y menos reaccionarios ambientes de la sociedad londinense, vestía un encorsetado vestido con gran halda de raso azul marino, un prominente pouff (polisón), larga cola, una capa abrigo a juego y un severo sombrero a tono, del que sobresalían un par de plumas azuladas, y que se le bamboleó nada más abandonar el coche.

-¡Uff, Dios mío!- Alzó sobre él su enguantada mano Mrs. Light, riéndose divertida- ¡Estos ridículos adminículos que se empeñan en convertir nuestras cabezas en nidos de pájaros! ¡Ay, cariño!, a mí estas modas... es que me matan. ¡Toma, canalla!- Se encasquetó el sombrero- Conste que te queda poco tiempo de vida, pues no tardaré en acabar contigo. ¡Cuánta inutilidad! Cada vez que se ladea siento como si me saltara un tornillo de la cabeza.

Miss. Dawn, sin poder contener la risa, la besó, y el rostro de Mrs. Light se iluminó con un chispazo de enorme alegría:

-Querida Miranda... y Mr. Zenon...

-Beso a usted la mano, querida Lucy- Se dirigió a ella tratando de ofrecerle el indicado y caballeroso ademán.

-¡Ah, querido amigo!, déjese de tanto besuqueo de mano- Exclamó entre graciosos aspavientos Mrs. Light y las incontenibles risas de Mr. Riverstown- y de tanta caballerosidad y galantería, que ya huelen a naftalina o a alcanfor. Todo muy demodé, créame... Estréchemela o béseme en la mejilla como buenos amigos. Pero no hagamos de embajadores efectistas de los que se ponen medallas el uno al otro, que eso ya queda muy a trasmano. No permitiré nunca más que una persona de tanto mérito como usted, o Herbert,... y mucho menos- Suspiró chuscamente, aunque con un ceremonioso sentimiento de intachable puridad- mi muy querido y respetado cónyuge,... ¡mi burguesito Myrlon!, sin cuya compañía, dicho de paso, se me haría insoportable la vida,... pues bien, ¡ay, Dios mío, por dónde iba yo!... ¡Ah, sí!...- Condimentaba de nuevo la dorada atmósfera que embelleciera su llamada "revolución feminista"- Bueno, pues eso,... que vayan ustedes, los hombres, mucho mejor si son de bien, preparándose, porque las mujeres europeas pronto abandonaremos los pantanos de oscurantismo en que nos han tenido sumidas...

-Y veneradas.

-¡Pamplinas, amigo Zenon, todo pamplinas! Pantanos de ignorancia e inhibición, ahí nos han tenido escondiditas durante siglos. ¡No somos muñecas a las que besuquear, ni cuerpos a los que manosear... somos hijas orgullosas, más orgullosas si cabe que ustedes, los varones dominadores, de una Creación que nos hizo inteligentes y...!

-Pero, Lucy,- Rió Miss. Dawn estampándole dos sonoros besos más a su amiga- considera, amiga mía, que no es este paisaje apropiado que merezca la penetrante riqueza de tu esplendorosa voz. Tu ejemplarizante y enriquecedora doctrina feminista será recibida a ciegas por esta ingrata Naturaleza nocturnamente llorosa y fría de nuestras calles londinenses. Repose, pues, tu admirable y reivindicativa conciencia progresista, hoy ya casi histórica en Londres, y pronto en toda Europa, bajo esta pertinaz y húmeda niebla en que nos tiene atrapadas la noche, que el único aplauso que habrá de concederte será el de una fuerte faringitis.

-¡Ay, querida Miranda!... si es que no tenía intención de lanzarme como me lanzo. Pero ya me conoces, siempre me traicionan mis modestos éxitos en nuestro "Women's Society for freedom". Recuerdas mi artículo "Me voy a divorciar": "¡No, no penséis que estoy ya buscando un marido..." ¡Mi pobre Myrlon! ¡Cómo se puso!... Pues, por ahí empezó todo. Fue mi primer registro feminista de impensadas experiencias directrices de nuestro futuro como mujeres libres... ¡Hice, como tú muy bien has dicho, "casi historia", querida Miranda, y todas las mujeres de Londres habrán de estarme agradecidas, porque en la Historia, la de verdad, y repito, "verdad de la buena", también nosotras tenemos nuestro sitio, ¡qué córcholis! Y no te lo tomes a broma, porque eso- Se rió Mrs. Lucy- no estaría bien visto en una gran abogada como tú... Y así fue, llegué a convencerme plenamente de que, pese a ser mujer casada y madre de familia, no todo han de ser sonrisas de ternura, y cariñín por aquí, y usted manda por allá, gran señor de la casa... ¡No, la libertad de la mujer se me impuso por primera vez abriendo mis ojos a su más auténtica y aureolada significación!... Y... Y a todo esto, ¡Dios mío!, pero si no os he presentado a mi querida prima, ¡ay cariño, perdóname!- Besó dulcemente a su joven acompañante- Llegó ayer de París para asistir a nuestro mitín de hoy en "The Women's Society": mi muy querida Matutine Jeufroy- (se pronuncia Jefruá, ¡qué gracioso!) Light, dulce hija de la hermana de mi madre, mi adorada tía Rose, felizmente casada con Monsieur Gustave Jeufroy.

-Querida Matutine, es un placer tenerte aquí- Saludó y besó Miss. Miranda a la joven, mientras Mr. Zenon estrechaba su mano.

-Estrechas la mano, querida prima, de uno de los más conspicuos hombres que engalanan nuestra sociedad londinense. Aquí donde le ves, este sin par caballero que a todos nos honra con su amistad, es uno de los más ilustres sofistas que amamanta...

-¿Amamantar yo, Mrs. Lucy?- Se rió Mr. Riverstown.

-¡Sí, sí, querido amigo Zenon!, amamantar, y me reafirmo en ello, ¿o es que por ser varón no puede usted amamantarnos con su gran saber? ¡Pues lo hace!- Insistió vivamente Mrs. Light- ¡Esa es la inmensa victoria del talento sobre la ignorancia, y no quiero con ello hacer distingos ni reparos de sexo!

-Lo que no se le ocurra a esta encantadora dama- Dijo Mr. Riverstown.

-Amamanta usted nuestros clubs y salones con sus encantamientos, ya no clásicos, que eso, pese a su esplendor, forma parte de una vida que ya ha desaparecido, sino por su providencial y siempre celebrado progresismo, que, dicho sea de paso, alimenta y concede riquísima savia, ¿lo ve usted?...

-Que amamanta, vamos... - Rió de nuevo Mr. Zenon.

-¡Usted lo ha dicho! Amamanta, ennoblece y enriquece nuestro gran movimiento reformista del recién nacido feminismo inglés, muy necesitado de esa savia masculina que debe apoyarnos, le guste más o le guste menos a mi paciente Myrlon.

-Mr. Zenon es nuestro ateniense liberador- Aseguró Miss. Dawn- Él y nuestro no menos destacado Herbert George democratizan y rejuvenecen nuestro encanecido conservadurismo británico, y, guárdame el secreto, querida Matutine, ambos... y muchos de nosotros y nosotras esgrimiríamos encantadas la pancarta: "Dejad que únicamente las abejas prueben la dudosa miel con que ha tratado de endulzarnos durante siglos la monarquía"

-Pues corramos, corramos, y cuenten conmigo- Exclamó entusiasmada la joven Matutine Jeufroy- Yo, como buena francesa, soy hija de la República.

Ostentaba la encantadora joven un bello modelo parisiense, muy similar al de su prima, en el que destacaba un bellísimo raso rosa y un pouff menos abullonado que el que lucieran las damas londinenses.

-¡Está elegantísima!- Comentó Mrs. Lucy- ¿Te has fijado, Miranda! La tendencia de la moda en París es rebajar el abullonado del pouff, haciendo más ligero y grácil el paso femenino, ... e incluso añadiría que también más masculino, dejando así a un lado tanta monserga cursilona en nuestra exagerada vestimenta.

-Me parece que esta prima mía se propone sobrepasar los límites impuestos por la Naturaleza- Se expresó graciosamente Miss. Matutine- ¡Ni el diablo podría con ella!...

-Soy un poco bruja, lo sé- Rió Mrs. Lucy.

-Y no menos encantadora- Añadió Mr. Zenon.

-Pero la génesis del sexo siempre será misteriosa, querida prima Lucy- Dijo Matutine- No pretendas someter al hombre a una purga activa del deseo, y apartar a las mujeres de las sublimidades por ellos esperadas. Un desprendimiento de nuestra Naturaleza es imposible. La envoltura carnal aplica un método de diferenciación humana que ha movido eternamente las excelencias del amor. Los raptos, los transportes de pasión poseen esa singular debilidad que nos diferencian y nos arrancan nuestros viejos hábitos de inocencia. ¿Podría todo ello manifestarse si nos convirtiéramos, como tú pretendes, en seres unisex?

-¡Ah, no, me opongo rotundamente!- Exclamó divertido Mr. Riverstown- La unisexualidad arrastraría la pasión, nos haría firmar un antipático y reglamentado "contrato" con el deseo...

-El matrimonio no deja de ser un mero contrato en muchísimas ocasiones- Expuso Miss. Miranda, sonriente- Bien sabemos que muchos viven felizmente casados, y muy enamorados... ¡de otros!

-¡Fue genial, querida Miranda!- Rió Miss. Lucy- ¿Has oído, querida Matutine? Fue uno de los más celebrados artículos de nuestra Miranda en la "Centennial Times Cognition of women", nuestra única revista feminista por ahora.

-Pero, desde hoy, prometo no incidir más en ello- Empeñó su palabra Miss. Dawn un tanto sofocada- Es una frase, queridos amigos, que ya ha empezado casi a tiranizarme en los círculos de nuestras amistades.

-Pero perderíamos los patrones- Reanimó Mr. Riverstown los interrogantes sentimentales aparcados durante unos minutos- Estrangularíamos el amor. La milagrosa estatua de la belleza que nos diferencia. Me opongo a ese disfraz de una igualdad masculino-femenina. Sería un sacrilegio. Una inmolación a los arrebatos de la pasión. Nos veríamos obligados a adquirir virtudes monacales: castidad, y algún otro etc. etc. Dormiríamos todos en calzoncillos de una sola pieza (risas femeninas).

-Es cierto- añadió Miss. Matutine- Nacería un nuevo fermento de moralidad...

-Que sería un retroceso del progreso sexual- Agregó irónica Miss. Miranda.

-Yo abogo por respetar la vigilia del amor y del sexo, y no convertirla en un oficio de regularidad. Abogo por la desnudez contra el pudor que, hasta hoy, ha movido los encuentros entre hombres y mujeres. Me niego rotundamente a que Miss. Lucy nos convierta a todos en hermafroditas. El legado estatuario de nuestros amados griegos mostrando sus pudibundeces sin el menor asomo de turbación se desmoronaría.

-Pero si eso es lo que pretendemos las mujeres: libertad para mirarnos a nosotros mismos, por dentro y por fuera, sin rubor ni tiranía- Insistió Mrs. Lucy- Que desaparezcan los insoportables arrebatos del orgullo y honor masculino. ¡Que las mujeres también podamos ponernos calzoncillos de una sola pieza (lo mismo que los hombres se ponen camisones para irse a la cama) Y, ¿por qué no?, ¡hasta pantalones! Nada de ello iría en menoscabo de nuestra sana concupiscencia... Y bien, queridos amigos, dejémenos ya de tantas "rosadas filosofías" que a Matutine y a mí nos ha traído hasta aquí el deseo de mi adorada prima por conocer a nuestro nunca suficientemente ponderado Herbert George Wells... Tras este día maravilloso... ¿No te envié la invitación, querida Miranda?... -Mrs. Lucy no esperó respuesta- ¡Ah!, nuestra asamblea en "The Women's Society", ¡que monumental éxito! ¡Un nuevo y glorioso laurel para la causa feminista!... Matutine leyó sus inteligentísimas "Reflexiones". Ni que decir tiene que se ha convertido ya en una gran escritora, queridos míos. Domina a la perfección tanto el inglés como su idioma natal, el francés.

-Prima, harás que me resalten los colores.

-Con esta niebla, lo dudo, cariño... Pues sí, amigos, "Reflexiones" de mi encantadora Matutine: "¡Nos tratan con amor, nos invitan, nos adulan!,... en este laberinto de la vida, todo tiene un precio estipulado"... en especial para las mujeres... añado yo.

-Prima, prima... - Rió Matutine.

-Pero si son tus palabras, cielo... Y luego la vehemente Miss. Isa Varo, la encantadora joven que Herbert George conoció el verano pasado, y que se convirtió en una de sus más fieles seguidoras,... pues Miss. Varo nos asombró a todas con una ardiente y arrebatada poesía, "Encuentro felino", ¿se llamaba así, verdad primita?: "Veo tus pasos invisibles, rondando mi cama, envuelta en sábanas de rencor"... Un canto liberador y inequívocamente feminista, pero con cierto sabor romántico y, jeje, ¡muy, pero que muy felino! Y es que esta Isita es muy tigresa. Me la imagino arañando a todos los panzudos varones reaccionarios de esta conservadora isla nuestra. ¡Y tú, Miranda! ¡Sí, sí, tú nos faltaste!, con tu "Nada es perfecto", publicado esta semana para placer de todas nosotras en el "Centennial Times Cognition of women", nuestra reivindicadora revista. Todo Londres lo ha leído, pero nosotras hubiésemos querido que nos lo leyeras tú, de viva voz... ¡Ingrata!... Mira que no aparecer. Después de que eras la invitada de honor.

-Pero déjame que te explique...- Deseó Miss. Dawn sincerarse.

-No, no... ¡te queríamos allí, apoyando nuestra causa feminista: "everybody's got a hungry heart"... ¡Ay, cuánto me gusta!... Por cierto, sabes que nuestro amigo Lazar Genève se presentó en nuestro "Club" nada menos que con su encantadora abuela, recién llegada de Suiza. Fue un detalle inesperado y tan tierno. Nos quedamos todas boquiabiertas... Gran mujer, Madame Elizabeth de Genève. Adora a su nieto, y le obligó a que nos leyera uno de sus últimos escritos, esos tan ingeniosos que él apoda "Hiperbreves". ¡Un lujo, cariño, tenerle allí!... Nos faltó nuestra querida Mary Mandy. Hace más de un mes que no sabemos nada de ella. Es como si se la hubiera tragado Londres. Si decidió viajar, nos lo tenía que haber comunicado por lo menos... Bueno, ella es así, muy parecida a ti, querida Miranda,... ¡impetuosas, libres!... Pero en cuanto vuelva y le eche el guante, no se libra de un réspice, no sólo por mi parte sino por la de todos los demás que tanto la queremos. ¡Ah, y para guinda final, recibimos también un escrito de nuestro inolvidable amigo español Raoul S. Cervantes, publicado en una revista de su país y que ha obtenido un enorme éxito: "Crónicas del viejo marinero". Es de una ternura y de una belleza conmovedora. Yo ya la medio leí antes, cuando la recibimos en el "Club". Sé algo de español. Además me ayudó nuestra amiga Sara de Duff, que está casada con aquel seductor joven, David Duff, de origen latino y medio irlandés por parte del abuelo, aunque él había nacido en Costa Rica, el país de su madre y al que, no sé el porqué, había emigrado su padre. Nos estuvo impartiendo clases de español con su inglés un tanto macarrónico (natural, puesto que toda su vida ha transcurrido en Centro América y otros países hispano parlantes), y creo recordar que sus conocimientos de dialectos centroamericanos, pese a su correcto español, interesaron mucho a nuestro común amigo Lazar Genève. Por cierto, que Mr. Genève y su compañero, y también nuestro, Mr. Typen Hopkins, expertos ambos en todas las lenguas habidas y por haber, ya sean modernas o primitivas, se van a encargar de traducir al inglés todos los magníficos escritos de Mr. Raoul. Esperamos, pues, una visita de Mr. Cervantes, invitado por nuestro Herbert George, para el mes próximo. Lástima que Gonçal Gaussman no esté aquí. Desde que salió de viaje no hemos tenido la menor noticia de él. Con lo que nos gustaban sus historias con sabor a Flaubert... Pero bueno, hija, Miranda, aún no me has contado por qué estáis aquí. ¿Sucede algo?... No nos asustes...

-Querida Lucy, tan sólo aguardaba que me concedieras un momento de respiro- La besó de nuevo, divertida, Miss. Dawn.

-¿No vayas a decirme que le ha sucedido algo a nuestro querido Herbert? Sería horrible para todos nosotros. No lo podría soportar. ¡Ay, Matutine, cariño, espero que tu visita no haya sido en balde!...- Seguía llevando a su terreno toda clase de suposiciones Mrs. Light.

De repente, partió del caserón de Mr. Herbert George Wells un estrépito terrorífico, como si todo el edificio, medio encubierto por la niebla, se hubiese venido abajo. El grito del grupo apostado en Westway Street fue unánime. Siguieron luego fuertes golpes, que se repitieron como cañonazos durante unos segundos. Las tres mujeres lanzaron un nuevo alarido agudo y casi doloroso. Mr. Riverstown se había quedado sin aliento, frío, extático. A los insólitos ruidos siguieron unas especies de vagarosos brillos rojizos primero, albos después, como etéreos surtidores boreales, que atravesaron la niebla, y se cernieron un instante sobre los rostros descompuestos, los ojos abiertos de par en par por el terror, de los inesperados visitantes que no daban crédito a aquella especie de espectáculo incomprensible.

-¡¡Tiíta... Mr. Wells!!!- Gritó aterrorizado, con acento desgarrador, el joven Mr. Mohorising que había aparecido apresuradamente de entre la niebla, llegando desde la calle adyacente a Westway, Bishop's Bridge Road, la alameda de olmos a la que se abría la balconada del gabinete de Mrs. Higgins- ¡Dios mío!...

Todos los allí presentes en aquel momento le observaron con idéntica afectación compungida. Sus rostros expresaban un vivísimo terror. Se oyó de inmediato el silbato de algún policía de los que hacían la ronda nocturna en las inmediaciones de Westway, y en pocos minutos se halló junto al lastimoso grupo. Aparecieron más viandantes. Tras todo aquel estrépito y vagaroso llamear como de lamparillas de alcohol que se esfumaron en la húmeda atmósfera circundante, se oyó un alarido de desesperación procedente de la ventana del gabinete de Mrs. Higgins. Su sobrino se quedó más muerto que vivo:

-¡Es mi tía,... y está gritando!...

El joven, movido por una ansiedad convulsiva, no se lo pensó dos veces. Penetró a grandes zancadas en el neblinoso jardín.

-¡Pero, muchacho! ¿Qué vas a hacer?- Inquirió hondamente preocupado Mr. Zenon Riverstown, ante el estupor de las damas- ¡Es muy peligroso internarse en esa maraña!...

-¡No me importa!- Gritó Mr. Mohorising, que ya había penetrado en la blanquecina atmósfera que circundaba la mansión- ¡He de salvar a mi tiíta y a Mr. Wells! ¡Entraré por la ventana!

El policía, que había intentado detener al joven, salió también tras él. Pero trastabilló entre los matorrales y se halló completamente perdido sin saber hacia dónde continuar. Las tres damas, que se sentían por completo impotentes, aunque movidas por un gran sentimiento de admiración hacia el joven Mr. Mohorising, daban unos suspiros que partían el alma.

-¿Qué podemos hacer, querido Zenon?...- Inquirió Miss. Miranda, cuyos ojos despedían las más terribles chispas de impaciencia y vivacidad.

-No lo sé, hija mía...- Repuso Mr. Zenon, que, pegado a la verja, no cejaba en su mirar vigilante de cuantas sombras imaginaba entrever entre aquella calígine desapacible.

-¡Dios mío! ¡Qué agonía!- Se dolía Mrs. Light- ¡Pobrecitos amigos nuestros! ¡Un hombre de tanto valer como Herbert, y la inocente y encantadora Mrs. Higgins! ¿Qué puede haberles sucedido?- Y abrazándose a su no menos aterrada prima Miss. Matutine, añadió:- ¡Estoy horripilada, cariño!

-¡Y yo también!- Secundó Miss. Matutine- Pero, ¿qué hace el resto de la policía en este Londres tan solitario? ¡Por todos los Santos! ¿Cómo es que no aparecen? En París estaríamos ya rodeados de gendarmes.

-Sí, Matutine, aquí nos tienes, sin ver bicho viviente, ciegos como topos, siempre devorados por esta dichosa niebla que jamás facilita nada en esta espantosa ciudad- Se condolió Miss. Dawn.

El joven Mr. Mohorising, que había recorrido la parte trasera del jardín dando enormes saltos, desgarrándose abrigo y pantalón, alcanzó, finalmente, la ventana del gabinete de su tía. Se encaramó y miró a través de la vidriera. La cortina se hallaba corrida. No había más fuego que el que chisporroteaba en la chimenea. Dudó un instante. Observó como una estática configuración humana. Era su tía, Mrs. Higgings. Imagen turbada, o más bien espeluznada, que ofrendaba una visión metálica, fugaz, casi imposible de conservar en la retina de quien la observara desde el exterior, como hacía en aquellos instantes su sobrino, y que se hallaba petrificada entre los puntos luminosos que despedían las chiribitas de la chimenea.

-¡Tía... tiíta!- Golpeó repetidamente el cristal el joven Mr. Mohorising- ¡Abreme!... ¿Qué te pasa?...

El joven creyó entrever que aquélla, observando un instante su rostro pegado al cristal de la ventana, le hacía con la mano una observación tímida, pero en la que mantenía su paroxístico estado de terror.

De pronto, apareció una sombra negra en el gabinete, Mrs. Higgins lanzó un nuevo grito de terror, y la fantasmal visión abrió el ventanal encarándose al joven allí apostado.

-¡Dios mío!- Vaciló con auténtico espanto el joven Mr. Mohorising viendo ante sí aquel desmesurado y contrahecho rostro del desconocido, aquella enorme boca en forma de herradura de la que sobresalía una auténtica fortaleza de desiguales dientes, aquellos ojos de cíclope inyectados en sangre, que convertían sus facciones, apenas iluminadas en la penumbra por el fuego de la chimenea, en una mueca terrorífica, que además ostentaba una rala cabellera, ahora con reflejos rojizos, que se desbordaban sobre ambas mejillas como último regalo de ostentación a la más magistral de las fealdades. El negro abrigo con tocado de capa y la chistera acababan por conferirle el más terrorífico de los aspectos- ¡Qué clase de demonio es usted!- Se atrevió aún a proferir súbitamente el envalentonado sobrino de Mrs. Higgins.

-¡¡Apártate, mocoso!!- Gesticuló atrozmente, con voz cavernosa, el monstruoso personaje, que, como si hubiese sido sorprendido en algún flagrante delito, alzó su enorme manaza casi deforme, y golpeando a Mr. Mohorising, lo arrancó del ventanal donde se hallaba encaramado, lanzándole sobre la maraña desigual del seto trasero de la casona.

-¡¡Cariño!!- Gritó Mrs. Higgins, viendo desaparecer a su sobrino de la ventana, imaginándoselo descalabrado en el jardín- ¡¡Monstruo, márchese de aquí!!- Se sobrepuso entonces a su horror la mujer, enfrentándose al repugnante gigante.

-A vuelto a gritar como ya hizo antes, vieja bruja.- Se volvió hacia ella el repulsivo visitante inesperado, constriñéndola en aquel conminador círculo de terror que formaba el rincón del gabinete donde se hallaba, muy próximo a la chimenea- ¡Yo la haré callar para siempre!

Mrs. Higgins, demostrando ahora una inusitada entereza, aunque los minutos la ahogaban, pensó que la situación no admitía más espera. Y sin detenerse a meditar la conveniencia o el error del paso que iba a dar, se aventuró a tomar entre sus manos el atizador de la chimenea y enarbolarlo sobre aquel monstruo.

-¿Vas a golpearme, bruja? ¡¡Ja ja!!- Exclamó precipitadamente el desconocido, deteniendo el brazo amenazador de Mrs. Higgins y arrebatándole el atizador- ¡Te estrangularé aquí mismo! ¡Ya estás condenada, vieja asquerosa... grandísima loca!...

Mrs. Higgins no pudo vencer su temblor. La voz terrorífica de aquel demonio, que recurría ahora a toda clase de expresiones a cual más pavorosa, cayó sobre ella al mismo tiempo que sus enormes manos le atenazaban la garganta. Pero la audaz ama de llaves de Mr. Wells, sin desmayarse, aún fue capaz de resistirse, y como una debilitada tigresa que todavía recabara un ápice de su postrer fiereza perdida, tiró de aquellas greñas despeinadas que se desbordaban sobre el rostro del monstruo, e incluso asestó a sus sudadas mejillas algunos arañazos.

-¡Vieja leona!- Gritó el asesino- ¿Pretendes resistir?... ¡Muere, muere, bruja!...

La desventurada Mrs. Higgins inclinaba ya la cabeza sobre el pecho, desmayada. De pronto el misterioso desconocido sintió un golpe en su cabeza, la chistera había caído sobre el impoluto embaldosado, y tras él se alzó amenazante la imagen de un policía. La vida humana, que cobraba allí huellas gigantescas entre las que se perdía el ciclo agotador del bien y del mal, parecía pretender desgarrarse en una sola personalidad individual, como inventor de un único espíritu: el del mal. Y aquel diablo, violento, desproporcionado y casi inhumano, aparecía como invencible mentor de aquel siempre temido mal por antonomasia. Golpeó al policía con saña. Muchos de los muebles del gabinete rodaron por el suelo, y la lamparilla de petroleo salió disparada hacia la chimenea, deflagrando en una espesa y furiosa llamarada. Entonces el gigante deforme saltó por el ventanal, se hundió como si se tratara de una fiera dotada de cuatro patas entre la maraña del jardín, y se desvaneció como un siniestro fantasma entre la niebla. Únicamente el joven Mr. Mohorising, que aún se recobraba de su caída, fue testigo impotente de la espeluznante desaparición de aquel dantesco y maligno personaje. Sobre sus negros ropajes, tras el salto desde el ventanal, chispearon sus ojos. El muchacho aún llegó a observar una última mirada en su feroz semblante. Aquel demonio semejaba una articulada recreación de gárgola catedralicia. Un monstruo de piedra que, cobrando vida, se hubiese descolgado, resollando con furor, desde la fachada del caserón de Herbert Geoge Wells.

Acudieron más policías. El gabinete de Mrs. Higgins humeaba coronado por las primeras lenguas de fuego. La confusión reinante se generalizó hasta tal punto que todos los allí presentes, a excepción de los amigos de Herbert George, imaginando el resto de la mansión de Mr. Wells en llamas, se concedían el más prosaico monopolio de conjeturas. Era como si el dogma de un espiritismo que hablara de mundos superiores y por lo general en manos de la Ciencia, embaucara ahora al pueblo, siempre excluido de ella, y que ese éxtasis revelador se explicara por fin en el fulgor que ahora creyera observar la magnetizada concurrencia allí presente. Apareció el coche de bomberos desbocadamente, arrastrado por cuatro caballos. El agua fue bombeada con la pertinente rapidez que el caso requería, antes de que el fuego se extendiese por toda la casa. Las mangueras detuvieron inmediatamente aquel caos llameante que había dado comienzo en el gabinete de Mrs. Higgings, que daba a Bishop's Bridge Road.

Mr. Mohorising golpeaba ya la puerta de entrada a la mansión, con el nombre de su tía a voz en cuello. Tras él, además de varios policías, casi sumidas en una crisis nerviosa, se hallaban Miss. Miranda, Miss. Matutine y Mrs. Lucy. Mr. Zenon, aquejado también de una especie de "neurosis estomacal" como se las llamaba entonces, se mantenía pasmado ante la entrada principal sin poder articular palabra. Por fin, apareció en la puerta Mrs. Higgins ayudada por el policía que se había enfrentado al terrorífico visitante, ya desaparecido.

-¡Tía, tiíta!- Exclamó al instante Mr. Mohorising, abrazándose a ella- ¿Estás bien... de verdad?

-¡Estoy bien, cariño!... ¡Estoy bien!- Dirigió luego su mirada, desde la penumbra, al resto de amigos que viraban ya alrededor de ella con movimientos casi espasmódicos.

-¿Y Mr. Wells?- Inquirió de pronto Mr. Mohorising.

Todos se mantuvieron en suspenso, bien que convulsos, casi tiritando, pero tratando al mismo tiempo, con grandes esfuerzos internos, de mantener cierta entereza y no dejarse arrastrar por vulgares gesticulaciones espantadas.

-No lo sé, hijo- Repuso desmadejada Mrs. Higgins- Lo mismo que no podría explicar lo sucedido, ni la aparición en la casa de ese ser monstruoso.

-¿No oyó usted nuestras llamadas?- Aventuró Miss. Dawn.

-Estaba completamente dormida, hija,... y cuando por fin desperté, ese extraño monstruo ya se había colado en la casa. Oí sus pasos en el vestíbulo, al que yo había acudido desde mi gabinete. Y me quedé sin aliento. Me pareció una sombra fantasmal y no me atreví a moverme. No cesaba de llamar a Mr. Wells: "¡Herbert! Herbert!"... Y luego se dirigió a su laboratorio. Tuve que esconderme otra vez en mi gabinete. No sabía qué hacer, y de pronto, ¡esa horrible explosión! Como si un torrente de llamaradas se hubiese apoderado de la casa. Me quedé completamente sorda,... aterrorizada... Luego tú, hijo mío, apareciste en el ventanal, y ese demonio,... ¡porque ha sido una verdadera aparición infernal!, tratando de matarnos a ambos... ¡Dios mío! ¿Quién podría ser? ¿Cómo logró penetrar en la casa? ¿Y por qué buscaba incansablemente a Mr. Wells?... Bien, pues aterrorizada y todo, me enfrenté a él con el atizador de la chimenea... ¡y hasta le arañé esa horrible cara de espantajo!

Estas últimas revelaciones provocaron el asombro de los concurrentes. En realidad, se quedaron estupefactos.

-Pero trató de estrangularme... ¡Esa voz de demonio! De no haber sido por la aparición de este valiente policía...

-¿Y dices que se dirigió al laboratorio de Mr. Wells, tiíta?- Insistió Mr. Mohorising- Hay que encender lámparas inmediatamente. Puede haber asesinado a Mr. Wells.

-Sólo un espíritu demoníaco puede haber atravesado paredes y puertas. Mr. Wells jamás le habría franqueado la puerta del laboratorio. Su encierro era un encierro sagrado, monástico. -Aseguró Mrs. Higgins, afianzada en su credulidad de que el diablo mismo les había visitado aquella noche.

Se encendieron las lamparillas de petróleo.

-Corramos al laboratorio- Exclamó Mr. Mohorising, gesticulante, arrugando su joven frente. Le sangraba una mano tras su aparatosa caída entre los matorrales del jardín.

Todas las caras denotaban una profunda atención mientras se dirigían al laboratorio. Nadie hablaba, pues todavía les sobrecogía la idea del posible y no menos inexplicable asesinato del gran Herbert George Wells. Algunas lágrimas humedecían ya los ojos de Mrs. Higgins, Miss. Miranda y Mrs. Lucy. La expresión de Miss. Matutine no resultaba menos dolorosa, y Mr. Zenon Riverstown, pese a comportarse perfectamente, sentía un profundo dolor a la altura del pecho.

Titubearon un segundo. Habían cuatro peldaños que descendían hasta el laboratorio de Mr. Wells. A Mrs. Higgins, Mrs. Lucy y Miss Matutine les fue imposible alcanzar el segundo peldaño. Miss. Miranda, siempre audaz, se lanzó tras el joven Mr. Mohorising. Detrás iba Mr. Zenon (su rostro chorreaba en sudor) y dos policías se adelantaron: ¡la puerta del laboratorio se hallaba completamente abierta y en el interior brillaba la lámpara de gas empotrada en la pared!

-¡Dios mío!- Exclamó atónito Mr. Mohorising, que fue el primero en asomar la cabeza a la iluminada y misteriosa estancia- ¡Han desaparecido!...

-¿Quiénes han desaparecido?...- Fue como si la pregunta recorriera la mente de todos los allí presentes como el vínculo de una cadena de presos, que, pese a mantenerlos aferrados a su horror, no necesitaran el consentimiento de verdugo alguno para poder expresar las torturantes emociones de sus más íntimas pesadumbres.

-¡Mr. Wells y su fantástica Máquina del Tiempo!- Repuso asombrado el joven Mr. Mohorising, y dando un manotazo a la puerta con cierto deje de consternación, añadió: -¡Yo le había pedido que me dejara acompañarle,... soñaba con ello!

miércoles, 21 de octubre de 2009

El gran secreto de H. G. Wells Parte II -III-





Autor: Tassilon




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EL GRAN SECRETO DE H.G.WELLS


PARTE II -III-


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PLANETA INDEFINIDO:

ERA WELLYES: MMMM WINDS.
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HABITANTES EN PLATAFORMA WELLYES: CASTAS
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PATRIARCAL DOMINANTE INACCESIBLE: BOSSWELLYES
PROTÓTIPO ROBOT PRESCRIPCIONAL: HYDES
PROTÓTIPO CLON ESCLAVO: ALBIONS
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Más allá de la órbita blanquecina de Wellyes y de su titánica plataforma gravitacional, protegida por una bóveda refulgente y gigantesca, y de la que fluyera una transparencia energética y lumínica de ondas "Slingshotwavs" redireccionadas hacia cualquier punto perimétrico del titánico ámbito por Omniun Teluric Nuclerwells, resaltaba un misterio cobrizo y distante, como sombras tendidas entre "hileros" de luz irisada que brotasen de un hervor neblinoso e indefinido. Al silencio de aquella profundidad exterior y recóndita que circundaba con un tacto de perpetuidad etérea la colosal bóveda le nacía una banda rutilante, una percepción de cielo unas veces fastuosa, otras moribunda, tras la cual se ocultaba la siniestra desnudez de un espacio de vapores presentidos y turbulentos, que pronto, al desvanecerse la "era ambiental de luz" distribuida por Omniun Teluric, compiladora de trabajos, y en la que se concertaba el movimiento continuo de los esclavos Albions hasta sumirlos en el letargo de la subsiguiente "era ambiental de oscuridad", sería absorbido por una lobreguez angosta, que volvería a desperezarse desde su origen inextricable, ardiente y dominador, en la próxima "era de turbulencia" que jamás cesaba de reproducirse, totalmente indeterminada, y por ello mismo, ajena para los seres de la bóveda de Wellyes.

Las criaturas-esclavas Albions, amparadas por el confín de aquella pupila inmensa que relucía sobre ellos, límpida y cerrada, rodeada por una claridad que la hurgaba sin atravesarla como pretendiendo atraparla vorazmente sin conseguirlo (cuando la "era de turbulencia exterior" volvía y se avejentaba de nuevo en aquel indescifrable misterio cobrizo que la fagocitaba), palpitaban entre movimientos lentos dejando una sensación mecánica y muda entre aquella inconmensurable corporación cónico-metálica que formaban las edificaciones de Wellyes, y donde se ignoraba toda remota percepción de paisaje.

La corporeidad táctil de los Albions era de una lisura ligeramente untuosa, desnuda, que despedía el tono inexplicable de las externas "eras mortecinas", muy realzado bajo la claridad abovedada donde se complacía la artificial albura esplendente del mundo Wellyes no contagiado del mal cobrizo, distante en su arcano prohibido, y por ello mismo jamás escudriñado, que se amontonaba como una pulpa ferruginosa en aquel perdido y callado fondo externo tan infinito como inextricable.

Cuando aquel oleaje fosforecente que se volcaba desde el exterior sobre la colosal bóveda se sumía en su "era mortecina", Wellyes reducía sus "Slingshotwavs" para dar paso a la "era ambiental de oscuridad", y pasaba a convertirse en un mundo mustio y desconcertante de aislados cuerpos brillantes. Inquietantes burbujas eléctricas despedidas por el ciclópeo generador de la Nuclerwells se deslizaban entre la densa oscuridad, como una insólita niebla de jirones amarillentos que semejaban escudriñar aquella especie de sistema estelar muerto, falto del atractivo de un universo fermentado por orbitales cuerpos refulgentes.

En cambio, aparecían, en el interior de toda aquella modelación de injertados patrones tubulares, dilatadas galerías transparentes, por cuyos inacabables vestíbulos se deslizaba un complicado engranaje canular de bombas térmicas, cuyo infinito recorrido serpenteante se significaba entre la oscuridad reinante en muchos puntos de los mismos por medio del focalizado verdor que los conductos despedían. La gigantesca plataforma que formaba el entramado energético de Wellyes quedaba paralizado. Únicamente se mantenía reforzada la vigilancia de las terroríficas patrullas formadas por los Hydes. Un abominable y férreo cortejo acechante, capaz de detectar, por medio de sus neuroimplantes empáticos, cualquier movimiento físico del sojuzgado núcleo activo que formaran los Albions, cuya presencia quedaba bloqueada temporalmente por la restrictiva y misteriosa "era mortecina" externa, al igual que toda la exorbitante plataforma de Wellyes en la que se restringía también la mayor parte de sus ondas lumínicas "Slingshotwavs".

El control resultaba infranqueable. La colonia Albion, una vez se iniciaba la "era ambiental de oscuridad", quedaba sumida en su límbico emplazamiento de retiro o núcleos habitacionales de descanso: grandes estancias tridimensionales o euclídeas moleculadas por invisibles vectores de los tres vitales átomos de oxígeno necesarios para la supervivencia de los Albions, y que, tras la disfunción lumínica de Wellyes, eran supervisados por inducción interna desde Omnium Teluric hasta la siguiente "era ambiental de luz". Cuando ésta era renovada, cada esclavo Albion recibía su "Simbiotic-lipetbreath", que les concedía un aspecto hipnótico, de seres robotizados. De inmediato, eran distribuidos en masa por los servicios de brigadas Hydes en los Centros Motores, que garantizaban la existencia energética del interminable complejo cónico de Wellyes, donde eran requeridas sus incesantes actividades a fin de que la ciclópea crisálida no pudiera llegar a eclosionar jamás y ser alcanzada y destruida por la inmarcesible "era de turbulencia exterior"

Los Hydes se repartían por el conocido "Computador de ruta" o código periférico "Bluflashfonic", cuyo centro de control de circuito robótico se situaba en Power-Confederation-Security, y que evitaba cualquier colisión entre ellos, en sus recorridos vigilantes a través de las rampas que se intercomunicaban gravitacionalmente en aquel elaborado y singular aunque no menos monstruoso nudo de edificios tubulares en posiciones geométricas, suspendidos bajo la bóveda como una especie de genoma "Mutualist", moldeado por la original y gigantesca endosimbiosis de conductos habitables, despresurizados y antigravitatorios.

Los límites de aquella alucinante colmena metálica, complejo holograma inmobiliario que formaba Wellyes, aislado por su calorífica bóveda estabilizadora, y que se localizaba en una de las miles zonas ventrales del inexplorado planeta que la contenía, el cual aparecía eternamente azotado por su titánica bola de fuego externa, se hallaba así protegido de las inimaginables temperaturas extremas: "eras ardientes y glaciales de turbulencia exterior" que constituían una trampa mortal en el ya fenecido sistema telúrico del mismo.

En Bosswellyes Community MMMM Center, ciclópeo edificio igualmente tubular, de colosal cúpula cónica, que ofrendara su inquietante panorámica aérea sobre aquella prodigiosa e inmensa modelación de edificaciones coniformes, se centralizaba toda Administración Gubernamental que regía férreamente Wellyes, sostenía su expansión, mantenimientos tecnológicos (se ignoraban los inicios de colonización y posterior edificación referentes a Wellyes, y que habían logrado protegerlo aislado, por medio de la construcción estabilizadora de temperaturas de su imponente cúpula, surcada de lumínicas macrocorrientes eléctricas, generadas por Omnium Teluric y procesadas por su Acunpuntured Center Knots Space, que afianzaba la atmósfera interior por medio de sus innumerables "Slingshotwavs", aislándola del mundo inhóspito de temperaturas mortales que acribillaban con su espectacular fuego estelar aquel ya incolonizable mundo de turbulencias exteriores), y la totalidad de los sistemas estabilizadores de una ya definitiva corporación "aún viva", capaz, a lo largo de oscuras eras pasadas, de haber logrado rebasar misteriosamente un área planetario que ya no ofrendara la menor percepción de existencia o de seguridad orbital en aquella inconmensurable galaxia de destellos siniestros, álgidos y candentes, que lo acogiera.

Wellyes mantenía un censo segregacionista. La inteligencia Gubernamental o Regidora Bosswellyes constituía el motor neurálgico indiscutible al que se debía la existencia milagrosa de un mundo aislado que había sobrevivido inconcebiblemente al incinerado cadáver que formara aquel planeta perdido. Eran seres neuronados y celulares, de origen desconocido, que pertenecían y habitaban la Zona Prohibida, conocida por Krizalid Wellyes Restricted Zone.

Dicho círculo privilegiado, que abarcaba los puntos de tecnología más avanzada de la colonia o Wiktionary Great Plataform, prevalecía estrictamente como un prohibido escenario de casta (al que tan sólo tenían acceso los prototipos o robots Hydes Controlators o Prescripcionales). Para los seres inferiores Albions, "casta de criaturas esclavizadas" y de inteligencia disminuida, Krizalid Wellyes, además de constituirse en caótica "visión hipnagógica", se imponía en una clara conciencia de "Origen Creador". Su existencia se internaba a través de una arcana luminosidad de innumerables eras remotas. Y se erigía como un único credo teocéntrico.

La naturaleza de la criatura Albion, tras un concienzudo estudio etiológico en su estructura interna, era neural y celularmente "sintetizada", con sistemática periocidad, en Clonic Science Institution, a partir de los propios organismos de los preeminentes seres Bosswellyes que jamás habían entrado en proceso alguno de metamorfosis. Durante un período de quince eras, el Albion clónico semiinteligente, convertido en mera simbiosis, escasamente evolutiva del preexcelso y dominante Bosswellyes, era químicamente alimentado y oxigenado. Reclutado luego para la colonia esclava, no existía para él más compensación que la de una vida efímera: de treinta a treinta y cinco eras de esclavitud en las inmensas colmenas tubulares de Wellyes.

Toda protesta o rebelión por parte de la colonia Albión resultaba inconcebible. Una vez consumidas las eras de existencia, grupos ingentes de debilitados esclavos eran reunidos en Cellular-Morgue-Container, gigantesca concavidad completamente obturada donde se les cortaba todo suministro de oxígeno. Inútil resistirse. La fenecida masa Albion alimentaría de inmediato el hambriento tracto absorbedor del invulnerable bestiario formado por los Doggiests: extrañas y feroces criaturas cuadrúpedas, que habían desarrollado una resistencia natural e inhibitoria a las heladas temperaturas del Wellyes no protegido por las macrocorrientes caloríficas de los edificios cónicos, y que habitaban el recreativo Zoo-Circus-Bosswellyes, donde, pese a la disipación térmica, sobrevivían y se reproducían uniéndose en obsoletas impulsiones biológicas, consideradas como primitivas cópulas sexuales, y ya desterradas en la existencia de los seres vivientes de Wellyes.

Los devoradores Doggiests reforzaban el sistema purificador de la colosal bóveda Wellyes, fagocitando la masificada creación, ya inútil, del Albión sin vida. Tras la periódica deglución, la viscosa masa excrementicia, amorfa y pestilente, del Doggiest se expandía rutinariamente en el ámbito del Circus. Pero debido a su rauda congelación, no tardaba en convertirse en un desecho de endurecida materia que el esclavo Albion debía transportar hacia la esclusa de desperdicios de Trash-Cleaner.

En el aislado Circus se desencadenaban, no obstante, ciertos fenómenos esquizoides por parte de los Albions, a quienes horrorizaban los Doggiests (que durante el transcurso de las recogidas de los residuos expulsados de sus primitivos tractos digestivos, ya ahitos, dormitaban en sus fríos cubículos). Mostraba el esclavo Albión, en las recientes eras, para desconcierto del robotizado cuerpo prescripcional Hydes, encargado de su vigilancia, un comportamiento desconcertante e inimaginable de terror ante el Doggiest.

Las transmisiones computerizadas de los cuerpos policiales Hydes a Power-Confederation-Security insitían en que el esclavo Albion, siendo como era una criatura semiinteligente, empezaba a mostrar incomprensiblemente cierto conato de desobediencia al cuerpo Hydes, como si fuera capaz de recelar que el voraz y feroz Doggiest, pese al sustento periódico que suponía el holocausto alimenticio de la desechada colonia esclava, no dudara en seguir atacando y devorando a muchos de los Albions transportadores de heces a Trash-Cleaner. Pese a todo, dicha psicosis, desde el punto de vista docto, lúcido y científico de la supremacía Bosswellyes, carecía de explicación.

Un ingente Cuerpo formado por el prescripcional robot Hydes, capaz de detectar la más ligera perturbación de hostilidad que, aunque virtualmente inimaginable, pudiera transgredir las restricciones impuestas por la Viktionary Great Plataform o barrera infranqueable de la Krizalid Wellyes Restricted Zone, reforzaba, no obstante, su vigilancia, distribuyéndose masivamente en torno a sus cónicas edificaciones. Destacaba la mole terrorífica y amenazadora de Community MMMM Center, con su tétrica iluminación fosforecente.

Más allá de la monolítica y desmesurada construcción de vitroacero que controlaba la orbitante Wellyes se extendía un espacio misterioso, que descansaba bajo la ciclópea plataforma, libre de gravitación, y en cuyo fondo insondable se localizaban ciertas perturbaciones telúricas, especie de enlace o simbiosis interna de la plataforma con el agónico mundo exterior. Aquella perturbación proveniente del planeta mortecino que recorría la zona abisal y que semejaba dormir sobre un fondo infinito, había sido estudiada y convenientemente protegida desde eras remotas, ya que, manando desde la infinitud perdida de su origen, penetraba en Wellyes como una inmensa "secreción" ocre y burbujeante, para desaparecer luego en los masificados niveles telúricos o restos de subsuelo planetario sobre el que gravitaba Wellyes y su bóveda protectora.

Aquella misteriosa "segregación" proveniente de las ocultas e intrincadas revueltas con que las inconmensurables distancias planetarias sondeaban Wellyes desde sus profundidades de vértigo, ya desde tiempos primitivos, no se veía afectada por la "era de turbulencia exterior". Se deslizaba por Wellyes como una cadena adhesiva a su sistema abisal. Luego, rebasada su zona controlada, volvía a desaparecer como atrapada y desintegrada, fuera ya de la gigantesca plataforma y sus monumentales, luminosos y calóricos algoritmos protectores, por aquella desierta, silenciosa, ignota y supuestamente estéril zona planetaria, que para los habitantes de Wellyes representaba tan sólo un mundo sin edad. Un mundo aprisionado en su originario universo, agonizante, casi irreal. Borrosa galaxia tan sólo presidida por la turbia y ciclópea burbuja de su hostil y turbulento astro, cuya enfurecida granizada, energéticamente terrorífica, al igual que un Doggiest colosal, devoraba su atmósfera, impidiendo todo desarrollo de probable vida bajo la misma.

La eclosión, de tacto frío y húmedo, de aquel vasto flujo, de aparición y desaparición alternada, y de cuya contextura química, concienzudamente estudiada desde la primigenia fundación de Wellyes en Wellwatt Laboratory Quality situado en la Restricted Zone, había sido canalizada en la totalidad del citado sector Krizalid. El gran Museo Tecnológico Wellwatt poseedor de una infinita terminal de ordenadores, provenientes de eras inmemoriales, una vez descubierto el enigma molecular de aquella gigantesca segregación o Liquid Cinetic Theory de sus moléculas en movimiento, vitales para la supervivencia de la casta dominante Bosswellyes, la esclava Albion y la cuadrúpeda y feroz criatura Doggiest, depuraba las fluctuaciones de tan primordial ecosistema líquido, estabilizaba sus gradientes térmicos a fin de evitar cualquier probable congelación, y garantizaba, mediante su incesante Analitycs Nettings (Estudios Termodinámicos o Cinéticos), la salubridad: ionizaciones o disociaciones electrolíticas liberadora de iones, (aniones de oxhidrilo y cationes de hidrógeno), hidrácidos y oxoácidos, de la difusa estuación subterránea, ya desde muy antiguo conocida como Thames, a fin de evitar cualquier probable existencia de elementos contaminantes.

martes, 20 de octubre de 2009

El Eremita parte II -X-




Autor: Tassilon-Stavros





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EL EREMITA PARTE II -X-


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Carga penosa de la carne, si has de prolongar mi momento, llévame despacio hasta el silencio que ha de hurgar en este tejido seco, desvalido y viejo; agigantándose sobre mí, entre mis impulsos exangües; devorando, como al perro tiñoso, el postrer aliento lisiado de su sensibilidad. Y que ese silencio que ha de sumergirme entre sombras que duermen bajo aristas de piedras olvidadas, se eleve como una niebla hacia los blancos terrados de Oriente, entre cuyos vestíbulos complacientes se quedaron susurrando tantas olvidadas promesas de bondad. Escoja de nuevo mi actitud litúrgica la perfección de su ideal, arrastrando mi tránsito, como en un desmayo dulce, sin lágrimas, mis encarnaduras sin vida. Y como solicitadas por las blancas estrellas pensativas, siempre afanosas en su atavío, se suman en un recorrido de vibraciones tornasoladas, como un cuerpo, por su pureza intacto, no profanado su nombre, mecido en su pobreza, y sensitivamente adivinado entre los juncos imantados de algún río. Y que, cuando ya metamorfoseado, yo falte, me ceda así una limosna de tolerancias, que nada tenga de compasión pavorosa, sino que se vuelque despacio en la confidencia de mi desvalido reposo sin alabanzas. Y que sea el mar la única presencia que reverencie mi sepultada intimidad a través de las crines rizadas y venturosas de sus aguas, azul refugio donde mi soledad de anciano hallara tantas veces su paz de caminante y una nueva heredad a sus plegarias, aquellas que rehuyeran palabras de fiebre y de asechanzas.


Palacio callado de la carne, si no has de recordarme tras padecer mi última peregrinación, concédeme el devoto murmullo con que nos rinden las vigilias, para que mis caminos proclamen el sosiego de mi transformación. No he de llorar frente al día desnudo que mis manos enfríen. Que sea el ámbito callado de las inmóviles frondas quien recoja mi piel amarillenta y helada, mi última evocación platónica en este cuerpo inerte. Y que aletee el aire oloroso con la vestidura secular y dorada de mi postrero sol, perdida luminosidad de mis muchos tiempos. Furores implacables y humillaciones rencorosas, jabalinas del destino, a las que ahora dejo mis entrañas abiertas, como tributo de mi marcha, por entre la senda morada de la muerte. Que reciba mi cadáver, como único plañido, el canto acendrado y tierno de las aves. Que la palidez gozosa de mi senectud sus vuelos amortajen. Dejé las arrogancias de mi corazón bajo los techos y capiteles de los templos donde observé el delito entrometido de sus altares engañosos. Ya se cierran mis ojos, una vez recogidas nuevas revelaciones entre los anatemas del escarnio y los laureles limosneros. Descansen mis penitencias, y que no resuene un gemido, porque mi hontanar mana dulce y limpio. Y que, como el mendigo que fui, frente a la sabiduría desleída del mar, descansen eternamente mis despojos.


Último atavío de la carne, cuando desaparezca acogido entre la niebla, sublima mi sombra cual trémulo y frágil lino que entre los verdes árboles se desvanece, sin evocaciones melancólicas, como gaviota extraviada tras el suspiro apagado del poniente. No presidas mi mansedumbre con las orlas del luto, y adivina mi ventura, gentiles sueños y visiones, fuentes que me socorrieron alimentando mis últimos ritos. Ofréceme una alianza de ternura, en cuyo manto albo hayan de quedar envueltas mis palabras y mi nombre, mensaje de gratitud a las églogas que jamás sosegaran en mis manuscritos. Queden mis pulsaciones dormidas entre esa magnitud de un mundo en cuya indiferencia anduve perdido; convulsa corriente en la que no hallé más nave que mi choza privilegiada, pero oculto en una foscor lívida y dolida. Imperio de sangre huida. Asísteme en mi última agonía. Deja que mi aliento cansado proclame mis disciplinas entre las labradas tierras de mi isla, frente a la costa de cantiles espumosos que el paisaje ampara y guía; y entre los caminos desnudos, rasgados por los dardos de vencejos, cuando muere el día. Que palidezca mi imagen, una vez inmóvil, como por un milagro sobrecogida. Y que sobre el tálamo marino, oratorio de mis olas, por entre cuya emoción austera cabalgaran mis últimas locuras, jamás temerosas en las tinieblas, siempre impacientes y embebidas por sus vislumbres de luna, suspire como ave adormecida. Y que sea el viento quien llore con su vibración estremecida. Que arrastre el origen de mi sangre helénica, como arrastra las espigas amarillentas de un trigal. Quede mi pozo de luz y musgo en su jardín. Allí hallaréis mi epitafio, altar corroído, viejo refugio, honesta cuna. Y que ese sótano primitivo de mi primera carne robusta guarde aquella dulce palpitación inicial: los siglos de mis ojos, como una limosna eterna de amoríos asomándose desde el brocal.