martes, 30 de septiembre de 2008

Marruecos I






Autor: Tassilon-Stavros

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: TÁNGER - I -

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Sinopsis:
Marruecos: un viaje accidentado. Un encuentro desasosegante. Una vorágine pasional.
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3 de septiembre de 2001. Andrés Cruz aterrizaba en el Aeropuerto de Ibn Batouta (Tánger) a las 10’55, hora local. Aduana. Pasaporte y recogida de equipajes. A través de Kelkoo había contratado un Jeep Cherokee.

Su ardiente curiosidad, expresando el contento de su llegada, le llevaba a perderse de nuevo en aquella “Puerta de entrada a África”. Aquel inicial empuje, casi romántico, con gran minuciosidad estudiado, que había arrastrado a Andrés hasta allí la primera vez, era tan sólo una parte de esa naturaleza imprevisible con que erigimos la abanderada torre de nuestras fantasías, milagrosamente adivinadas por emocionales y encubiertas inducciones. El valor intrínseco de aquel segundo viaje, más que la escrupulosidad del inexplicable sueño que lo alimentaba, se hallaba en correspondencia con las diligentes facultades asimilativas de quien, movido primero por el alcance instintivo de una vehemente observación, se aprestaba a libar ahora concienzudamente de su esencia.

Tánger poseía ese señuelo encantador y exótico, vibrante y misterioso, de rancio tapiz primigenio que renaciera perennemente de un fondo multicolor, afanoso por recordarnos la lumbre gozosa de sus cromatismos costumbristas. Un sortilegio histórico jamás adormecido entre el humo de los años. Semejaba una de esas apoteosis teatrales de mágica floración decimonónica, en la que, pese a la mezcla de culturas que, hoy, la presidían: marroquí, europea y africana, aún proclamara su acento de gracias y malicias, llena de un olor antiguo, entre recuerdos y confidencias de otras devociones, pero labrada como preciosa cerámica que atrajera sin cesar a los forasteros. Y que así resplandeciera, como un retablo suntuoso, entre imperecederos ensueños de exotismo, tantas veces envidiados en ese fisgoneo misterioso que ofrendan los reclamos fotográficos: mezquitas, bazares tradicionales, perfumes de galanía refrendados por las cofradías inacabables de sus tiendas, las zumbas de las gentes entre el recreo de los músicos, de los encantadores de serpientes, la eterna insinuación persuasora hacia los desconocidos, el gimoteo bullanguero y sin mesura, y la cabriola persecutoria de los vendedores a lo largo de los solidificados taludes de la Kasbah, que, aunque violentada por la luz solar, y tras ese rigor abrasado de una albañilería tan vieja como el mundo, parecía esconder siempre una oscura soledad de pecado entre la delicia de algún jardín recóndito, o aturdir placenteramente al turista como si le vertiera un ungüento, delirante y pródigo, desde la sustancia fecunda, tan sensual como elocuente, nacida de algún rotundo regocijo de azules fuegos, y de los alambiques del hechizo destilados.

No obstante, en el día claro de Tánger, la ciudad permanece como abrumada por todos sus habitantes, pues a muy pocos de ellos se les facilita el vivir. Es una ciudad que ansía moverse bajo soportales en sombra. Una ciudad que se impregna únicamente de los deberes de la subsistencia, y en la que el placer no parece hallar su rincón en lado alguno. Una prostituta le dijo una vez a Andrés que en Tánger hay que tenderle zancadillas al deseo, porque el deseo vive esquinado. Sus noches mueren impacientes, exasperadas, porque no emiten ya gritos de placer.

Con nuevas energías, tras haber comido en un magnífico restaurante cercano a los hermosos jardines del Sultán, deambuló alegremente por la Kasbah. Se detuvo en algunas tiendas. Lo observaba todo y todo lo eludía. La exaltación de los vendedores, aquella explosión de confianza con que se desbordaban sobre el turista le divertían. Luego seguía adelante sin perder la calma, pese a la insistencia de sus perseguidores que fingían desconcertarse ante la indiferencia del probable comprador. Todo lo examinado gozaba de una inmediata falta de entusiasmo. La persecución parecía cesar en cuanto Andrés se detenía en algún tenderete o se adentraba en la sombra agradable ofrecida por alguna nueva tienda. Era simplemente un turista como los demás, provisto de la única gloria concedida por el comerciante a su visitante: la del pedestal del dinero. Convertir al cliente en prisionero de su buena voluntad como vendedor y lograr su confianza. Que jamás pudiera poner en duda su integridad, y decir siempre que no a cualquier regateo, hasta acabar luego cediendo, y confundir pese a todo al indefenso turista.

Andrés reía ante los aspavientos de los tenderos. Conocía bien el paño. Aquel mundo le resultaba atractivo. Pero, al contrario que a otros turistas que acababan cansados y vencidos, para él resultaba sencillo recuperar el control. La sugerencia de todo cuanto le era ofrecido como bello y único le resultaba tolerable en cuanto a mantener cierto rito de exotismo, que es interés obligado por el país que se visita, pero fracasaba por su propio exceso. Abandonó la Kasbah. Hacía calor y deseaba descansar en Assilah, a treinta kilómetros de Tánger, donde pernoctaría. No resultaba ni opresiva ni exigente como Tánger. Recordaba bien la ciudad y sus estupendas y largas playas de fina arena. Los viejos rincones de su Medina, que le concedían una exótica atmósfera sensual a la que se conjuntaba también cierta faceta melancólica, acogedora y silenciosa.

El sol estaba aún muy alto. Centelleaba con furia en las ventanillas del Cherokee, y pese a que, merced al aire acondicionado del vehículo, el calor e incluso la cegadora luz exterior quedaban convenientemente amortiguados, tanto ajetreo había acabado por agobiarle. Sin duda había alargado en exceso su paseo por la Kasbah, y el cálido entumecimiento de la tarde invitaba a una total paralización de actividad. Un vaho azul y ardiente se derretía en torno a la fragilidad del hombre. En las playas se notaba la saturación de quienes se sentían dominados por aquella exhalación: la esclavitud mítica del insaciable estío marroquí, ciclo mágico y febril que se apoderaba del alma de cada visitante. El secreto de aquel súbdito propiciatorio del tiempo, que era el sol, estaba allí, en todo momento: él mismo se convertía en dios. Los sueños turísticos, indefectiblemente, lucían bajo el esplendor de sus galas. Y era obligado deleitarse en el devoto rito debido a los dioses. 

Frente al mar, aún participaba el tumulto de esa admiración mutua. El viajero sabía que no podría optar al placer de sus visitas turísticas sin convertirse a sí mismo en vasallo de aquel vencedor de las sombras, el astro rey, que asumía plenamente su responsabilidad en ese juego de pasión y afinidad. Con gusto se habría dado un baño, pero la vaharada candente que despedía la luz solar, el vértigo circulatorio, las enardecidas instantáneas de los bañistas que abarrotaban las playas, le hicieron desistir. Una vez en Assilah, donde ya tenía contratada una reserva hotelera, esperaría a que el sol perdiese su significación seductora, y que la atardecida ofreciera una mejor solución al placer de su primer baño en alguna de sus deliciosas playas.

Sobre las siete la suavidad mortecina del sol tendía a desalojar la barahúnda playera. Andrés había dejado gran parte de su equipaje en el Cherokee, llevándose al hotel lo más preciso. Se dirigió hacia aquellos pequeños desmontes arenosos, que bajaban como toboganes aplastados hasta algunos de los apetecibles rincones que orilleaban con el Atlántico; se despojó de camiseta y tejanos, soltó la mochila, y se lanzó como un demente sobre aquel prado líquido aún atravesado por los haces solares ya en retiro; y cuyos inmensos y cristalinos rizos verdosos se gozaban todavía en sus caricias. Había calma chicha. Todo era un ir y venir acompasado y calmo en aquellas orillas de la larguísima playa. Tras el chapuzón, nadó durante una media hora, y cuando ya la fina arena se despedía de la alba luminosidad, tan cegadora como abrasante, de la solana de la tarde, se tendió sobre una enorme toalla, sin apenas secarse. La resaca se esparcía melancólicamente en aquel gigantesco circo acuático donde, poco antes, el sol desbordara la reverberante limpidez de su linaje sobre la arrebatada lisonja de cuantos visitantes gozaban inmersos en el espejo verde de las aguas.

No muy lejos de él, dos desconocidos, hombre y mujer, turistas sin duda, y a los que Andrés trató de ignorar desde un principio, parecían discutir acaloradamente. No podía entender sus palabras. Sin embargo, aquella especie de pantomima controvertida en que ambos se hallaban enzarzados, parecía, por lo exagerada, sumirse en un rescoldo inquietante de irritación e injerencia indeseable.

-¡Que me dejes en paz, tío!... ¡Que te mueras de una vez, joder!- Llegó por fin hasta Andrés la voz furibunda de ella.

Sin pretenderlo del todo, al igual que algunos bañistas más que por allí andaban, el joven Cruz escudriñó ahora, al oír hablar en español a la mujer, a todas luces joven y bonita, los movimientos de ambos. Él lucía una atlética silueta que se recortaba levemente sobre el azulado y límpido cielo de la tarde. De pronto, la muchacha echó a correr hacia Andrés, y deteniéndose junto a él, inquirió:

-¿Eres español, no, tío?... Te oí hablar antes en la recepción del hotel Berbari... Yo también estoy allí.

-¿Y...?- Permaneció expectante Andrés, sin alzarse de la toalla.

-¡Joder, tío, échame un cable, que a ese cabroncete de alemán..., ése que no deja de mirarnos,... y que me tiene hasta... Bueno, joder, que se le están alegrando los cojones toda la tarde conmigo, y no encuentro la manera de quitármelo de encima. ¡Ya es que no sé dónde meterme, tío!... Te das cuenta, y encima... mira al muy careto... ¡ya se viene para acá!... Lo que quiere es seguir dándome la brasa! Disimula, a ver si conseguimos que se largue. Le he dicho que eras mi novio y que me estabas esperando.

-Pero ¿qué dices, tía?... – Exclamó Andrés, entre el asombro y la diversión.

-Tú, chitón... Pero, échame el cable... ¡Ojo, que ya lo tenemos aquí!

Andrés se alzó de la toalla. El alemán les enjaretó una parrafada incomprensible y luego chapurreó:

-"Guter"... essppanyola...

-¿Te das cuenta, el mamón? Lleva más de una hora llamándome tía buena... ¿Te has fijado en los arañones que tiene en la cara?- En efecto, la mejilla izquierda del desconocido mostraba, en diagonal, unas enormes raspaduras, como pintorreadas vetas rojizas que el fuego solar habían resaltado- Un recuerdo que le habrá dejado alguna a la que habrá querido tirarse a la fuerza... ¡¡Éste, mi novio, mi colegui!!- Exclamó fingiéndose irritada, en espera de la reacción del turista alemán- ¿Me entiendes, so nazi de mierda? ¡Y tú tío eres un cabrón,... un bestia! ¡Sí, se te ve en la cara!- Indicó tocándose la mejilla.

El alemán, comprendiendo la alusión de la muchacha, con un par de muecas, le dio a entender que se lo había hecho afeitándose.

-¿Afeitándote? ¡Un porro! Eso alguna que te habrá acariciado con ganas de arrancarte la piel.

-¿Ccoleggui?- Exageró sus ademanes el turista alemán- ¡Ya, ya! ¡Coonmarrada!

-¡Qué camarada ni leches! ¡¡Mi novio!! “My boyfriend”, joder” ¡Este tío es tonto!… Oye ¿no hablarás alemán por casualidad? – Se dirigió la muchacha a Andrés

-¡Yo que voy a hablar alemán!

-¡¡Bueeff...!!- Lanzó la chica una especie de bufido.

-Oye, mejor déjalo ya, que esto va para largo- Dijo Andrés con una sonrisa forzada- Si quieres te acompaño al hotel.

-Yo... en Essppanya, ... annyo ppassaddo...vaccashiones en Malaagáa... Costa de... el Ssol. ¡Gustáa muschio!...¡Essppanyoles, muschio guaasa,... buenna gü...ergaa!...

-Juerga, tío! Eso es lo que tú andas buscando desde que he aparecido por aquí.

-¡Ttío, ya... ttío ccalée...- Se rió a carcajadas el alemán.

-¡Sí, tu mucho tío "guter", pero nosotros, mi coleguí y yo, - Hizo la joven un específico ademán con las manos- ¡¡largarnos!!... ¡“Bye bye”!

-¡Ya, buonna!... ¡Ttú!- Le dio a la pamplina obscena el alemán, arremetiendo suavemente con el dorso de la mano hacia los pechos de ella.

-¡Las manos quietas, joder!- Se encendió la muchacha- A estos tocapelotas, en cuanto se les enseña la lengua, van derechos al grano... ¡A ver si te mueres ya,... y no me toques!

-Oye tú, walkirio, deja los tentáculos quietos- Se interpuso, finalmente, Andrés- Que aquí nadie anda pidiendo guerra. Ésta, entérate ya, ¡¡mi novia!! Así que ¡largo, joder!

-¡Bien por ti, amigo!- Exclamó agradecida la joven.

-¡Ammigoo!...

-¡Vete a tomar por culo!- Respondió ásperamente Andrés- Y tú espabila- Se dirigió a la chica-, mejor será que recojas tus cosas, y nos larguemos de aquí. Que ese gorila en celo se nos está animando demasiado, y me estoy temiendo un final a lo “Viernes 13”

Corrió la chica en busca de su toalla y una pequeña bolsa de cuero que junto a ella estaba.

-¡Ehh, essppanyoles, musshio güergaa!...- Siguió el teutón con su matraca- ¡Olée!...

-Me parece que llevas una buena tranca, tío- Se rió Andrés mientras recogía también su toalla- ¡Corta el rollo, hazte una paja y descansa, Tarzán!

Se les juntó de nuevo la muchacha.

-¡Eessta buonna shavaalaa, ccoleeguii...!

-¡Anda y que te folle un pez!- Le hizo la peineta ella, al tiempo que se alejaban.

-Joder, parecíamos tres homínidos tratando de comunicarnos en los albores de la prehistoria- Ironizó Andrés.

-Si no llegas a aparecer, aún me estaría dando la brasa, el muy puto germanito.- Dijo la chica, balanceándose a cada paso que daba sobre la arena- Oye ¿no serás de Madrid?

-De la misma Villa y Corte, amiga.

-¡La leche! ¡Yo también!

Inesperadamente la joven se acercó a él. Sus pardos ojos, en la anochecida, frente a las primeras luces de Assilah, brillaban febrilmente. Soltó sobre la arena aquella especie de zurrón con flecos que llevaba, y besó con fuerza a Andrés. La impaciencia de la carne pudo más que él, y, como si apurase el vino de su borrachera, mientras la muchacha le tendía la siempre audaz y transgresora red de la seducción, la virilidad del joven Cruz entonó su verso sagrado. Y vivieron ese instante mágico. La mecánica del deseo elogiaba con ardor tal encantamiento. Tras aquel contacto inesperado, arrostraba ahora Andrés los altibajos febriles de un inesperado y salaz apasionamiento. Era fácil sucumbir a aquellos estímulos. No hay veneno más dulce que el del sexo. Y, de pronto, se absorbieron el uno al otro en la ocupación urgente de observarse con sensual sonrisa, motivándose en esa complicidad inevitable que sondea la aventura. La abultada erección de Andrés secreteaba ya tras el bañador su húmedo vigor. Franca, inmediata, la oleada juvenil del más desenvuelto de los deseos propiciados por el arrojo de la joven lo había puesto en la picota. Se entregó con complacencia a la ondulante marea de su sensualidad. La abrazó, constriñéndola contra sus genitales. Más y más iba aumentando en su interior un irresistible sentimiento por gozar ahora de la proximidad física de la muchacha.

-¡Cómo las gastas, colega!- Se rió ella, palpando la erección de Andrés, prioridad absoluta que aportaba su consenso al estallido vehemente de su sexualidad. Alzó hacia él su glotona boca, y mientras sus cabellos se ensamblaban en la brisa de la inmediata anochecida, besó su torso desnudo. Luego sus manos recorrieron, sin el menor titubeo, el rítmico sendero de la delgada cintura de Andrés; y pasando por sus constreñidos glúteos, tras prorrumpir en la exuberancia íntima de los genitales, descendieron por la conjunción perfecta que muslos y piernas formaban. Andrés la atrapó a su vez desde el rostro, y alzándola, dejó que su boca se perdiera entre sus enhiestos y tersos pechos, acorralados ambos en un anhelante y placentero tormento de ahogos.

Era una cara de niña, de hermosura risueña, casi angelical. Ojos, nariz, boca y labios mostraban la conjunción fascinante de una poesía hecha carne. Y sobre su frente, concluyendo la delicada interpretación de tan estimulante orientación pictórica, se derramaba el auge aniñado, blando y prolijo de unos graciosos rizos de pelo muy rojizo, probablemente teñido, y que, mal recogidos tras la nuca, se dispersaban, no obstante, por todas partes. Era insinuante y de gestos muy elocuentes. En sus bellos ojos no resaltaba la menor chispa de romanticismo, pero sus labios eran tan endemoniadamente rojos y carnosos, su dentadura tan blanca y perfecta, que por más truculento que fuese el reproche que tratasen de reflejar, concedían a sus facciones un constante aire festivo, algo exótico y oscuro.

-¡Espera, tío!- Exclamó de pronto ella, riéndose- Antes tendremos que presentarnos debidamente.

-Oye, si lo que pretendes es chulearme, vas dada- La apartó de sí Andrés bruscamente. Sus ojos reflejaron al instante una viva contrariedad- ¡No soy de los que insisten! Tomo y doy sin problemas, y paso mucho de las calienta pollas como tú.

-No lo dudo- Se rió de nuevo ella. Y sus pardos ojos, de niña curiosa, buscaron de nuevo los labios de Andrés, que él aparto con brusquedad.

-Entonces, y por simple curiosidad, ¿qué problema hay?

-No estoy sola-

-¿Y eso es todo?... ¡No te jode!

-No te enfades, tío, aunque me he dado cuenta que así, enfurruñado, estás más guapo... Me llamo Patonia... ¿Y tú?

-¡Venga ya, déjate de protocolos gilipollas!... Además, ¿a quién se le ocurre llamarse Patonia? ¿Qué hostias de nombre es ese?

-María Antonia, guaperas,... pero de niña empezaron con lo de Patonia Patonia, y con Patonia me quedé... ¿Y si nos damos un baño?... Ya que me has salvado de las garras del alemán calentorro...

-Yo me largo al hotel, tía. Así que ¡tú misma!- La conminó Andrés un tanto mortificado.

-Pero si aún no me has dicho ni tu nombre.

-¡Andrés, joder! ¿A quién coño le importa el nombre?

-¡Vamos a bañarnos, Andrés!- Se desnudó por completo Patonia.

-Pero, tía, ¿qué haces?- No pudo por menos que lanzar el joven Cruz una carcajada- Que esto es Marruecos, y está prohibido despelotarse en las playas.

-¡Venga, tío!... – Corría ya Patonia.

-¡Que no, joder!... ¡Que puta cabra la tía!... Vuelve aquí, que estas playas están muy vigiladas...– Seguía con sus risas Andrés-, y a los que se despelotan se los llevan como al del “Expreso de medianoche”... ¡Será gilipollas, la niñata!...

Patonia estaba ya en el agua.-Anda y que te zurzan, tía, -Murmujeó Andrés- que yo me largo de aquí.

Alzó el joven Cruz sus dedos pulgar e índice de su mano derecha accionándolos en actitud de “tirar tiritos”, mientras la muchacha se escurría una vez y otra entre la calma chicha de la playa, lanzando risotadas.

-¡Como una puta cabra, ya lo he dicho...! Ahí te quedas... ¡Oyeee,- Repitió alzando su voz- que ahí te quedas... y aquí dejo tus cosas! Abur, calienta pollas.

Inesperadamente, entre las leves sombras de la atardecida, otra joven se acercó a él, observándole apenas, y rauda como una pantera corrió hacia la orilla donde Patonia, desnuda, se distendía como una chiflada, lanzando gorgoritos, y dejando como indeterminados sus límites entre la tierra y el agua.

-¡Patooo... Patoooo...!... – Gritó nerviosamente, censurándola- Pero ¿tú es que no carburas, so mema?... ¡Si serás borde!... ¡A mí no me vuelvas a dejar tirada en medio de la calle,... y encima llevándote el dinero! ... ¿Quieres salir de una puta vez del agua, pedazo de paquiderma!

-¡Joder, tía, mira que eres pelma! ¡Cuánto te gusta aguarme la fiesta!... Ya estás otra vez como esta tarde- Se lamentó Patonia.

-¡Que salgas ya, so gilipollas! ¡Y encima en cueros!

Patonia salió por fin del agua.

-.Pero, ¿tú donde tienes el cerebro? ¿En el...? ¡Mejor me callo!

-Aquí está el dinero, so coñazo... en mi zurrón.

-¿Y te quedas tan fresca, so gilipollas? ¡No ves que aquí te roban hasta el aliento!

Andrés no se había movido.

-¡Vístete de una vez!... – Exclamó la recién llegada.

-Esta es Mónica- Se rió Patonia vistiéndose, mientras su amiga le lanzaba el zurrón con flecos por la cara, tras apoderarse de cierta cantidad de dinero guardado en el mismo- ¡Para ya, tía! Deja por lo menos que te presente a Andrés, un compatriota, ... y de los Madriles también.

Marruecos III

Autor: Tassilon

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: HACIA FEZ -III-

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Andrés, sin poder explicarse todavía el porqué, se hallaba encantado con la situación. La audacia de rompe y rasga que había desplegado Patonia, la mirada burlona que la joven le dirigía mientras recorrían ahora a toda prisa una parte del atestado zoco por el que ya habían pasado anteriormente, aquella especie de instinto salvaje, disconforme, que la había lanzado a arrebatar el envoltorio de coca de la mano del casi terrorífico camello, usufructuarios de la estafa, que siempre llevan consigo amenazadores contravenenos al engaño, y del que habían logrado escapar por puro azar, agudizaban en él su deseo por gozar de aquella belleza perturbadora de la muchacha. Más suelta y recobrada, se proyectaba entre los abigarrados puestos de venta como una pintura vibrante, con un retintín de cristalillos nerviosos; como una presencia inquietante que se deslizara por campos inimaginables y vivificantes, y llevara consigo, al mundo real, el poco creíble mundo de la aventura. 
 
Cuando cruzaron el último mercadillo, y ella había tomado ya la mano de Andrés como concediendo una pausa a la febril carrera a que ambos se habían entregado, echando su rostro hacia atrás constantemente, al tiempo que sus cabellos se le adherían a la sudada piel, empezaron a reír entre resoplidos exultantes. Patonia como si bromeara con el peligro, ahora de espaldas al mundo. Andrés como si resucitase incólume de la insólita hegemonía de su protección. Perdidos ambos bajo soportales en sombra donde, en efecto, como le dijeran una vez al joven Cruz, medio en broma, medio en serio, la noche parecía morir desesperada, ignorando los gritos placenteros o desesperados de los zocos. Rincones que se desvanecían lejos de los despilfarros lumínicos de los tenderetes y tiendas, y en los que la especie humana semejase no tener nada que ver ya con la luz. Lugares retraídos para el dragón de la oscuridad, apto tan sólo para héroes disparatados y solitarios, como en aquel momento parecían serlo ellos, y donde la luz hubiese sido únicamente la gran traidora al misterio casual de la aventura.  
 
En la tregua a su carrera, Andrés miraba a Patonia como quien imita la pasión cuando lo único que desea es cumplir con un deseo repentino. 
 
-Me gustas, aunque estés como una cabra- Dijo él, sin dejar de reírse, abrazándola por fin e intentando besarla. 
 
-Para yo creerme eso- Ironizó ella, resistiéndose- tendrías que estar más serio. Yo no sirvo para cebo del momento romántico de la aventurilla- Añadió inteligentemente Patonia, soltándose del abrazo de Andrés- Te agradezco tu ayuda, tío, pero no creas que es este el momento de pescar in fraganti el mareillo de la pasión, porque a mí eso no me alegra las pajarillas como a ti. Déjalo para las películas... Yo me tengo que largar... Tú verás si quieres acompañarme.  
 
-Eres una putilla, sabes, amiga- Le soltó agriamente Andrés, parándose en seco.  
 
-Y tú un idiota... Hay momentos en que hay que darle fiesta a la vida, y momentos, como éste, en que una no puede decidirse a ser festiva,... que eso es lo que os gustaría a todos los tíos: encontrar siempre pelanduscas a granel, cachondeo sin interrupciones, y montárselo de puta madre con nosotras cada vez que os venga en gana. ¡No, nene, esta vez, no!... ¿Qué? ¿Dudas? ¿Te he aguado la fiesta? Pues, tú mismo, o te vienes o te quedas, porque Mónica debe estar dándose contra las paredes, mientras tú estás aquí haciéndote el machito conmigo. 
 
 -¡No tienes jeta, la hostia!  
 
-Yo me largo, tío.  
 
-Espera, joder...- Le costó trabajo decidirse a Andrés- Aunque seguirte a ti es como llegar a la puntilla antes de que abran los mataderos. 
 
Patonia lanzó una carcajada: -¿Por qué a los tíos os gustará tanto hacer de toritos con nosotras?- Siguió riéndose- Debe ser que vuestras mamás, siempre tan loquitas por sus nenes, os convencieron de que a todas las tías nos encanta que os hayáis pasado la vida pegándonos cornadas, y luego...- Hizo la muchacha con la mano el típico gesto infantil del “adiós” 
 
-Pues lo que es a ti, no hay quién te la pegue. 
 
-Como todo en este mundo: cuando yo quiera y con quien yo quiera. Si no, ¡aire, Andresito!  
 
-Oye, llámame lo que quieras, ¡menos Andresito! 
 
-¿Mimitos no?... 
 
-De ésos, no- Se mostró misterioso y sonriente Andrés. 
 
 -Bueno, sea por lo que sea,... eso ya me va gustando más. Suspiró Andrés, observando las miradas socarronas que le dirigía Patonia. 
 
-¿Y esa pensión?- Inquirió- ¿Seguro que sabrás dar con ella o habrá que buscar un taxi? 
 
-Descuida. Tú sígueme... Ya te has gastado bastante por esta noche- Se rió Patonia- Aunque lo prometido es fetén para mí, tío. El dinero te lo devuelvo, ... pero en Madrid.  
 
-El dinero es lo que menos me preocupa en este momento. 
 
 -Por aquí se llega antes- Indicó la muchacha, mientras atravesaban ahora una especie de rinconada con mucha más luz, no muy alejada de la playa. 
 
Se detuvieron por fin ante una destartalada pensión situada, en efecto, frente a la pequeña zona portuaria de Assilah, en la que recalaban gran cantidad de embarcaciones. 
 
 -No está nada mal, ¿eh?- Bromeó Patonia- Con vistas al mar. 
 
-Menudo tugurio... ¡Cuando yo digo que sois un par de zumbadas!  
 
Observando la mirada zumbona que le dirigía Andrés, Patonia se la devolvió sin inmutarse.  
 
-¡Venga, tío!- Enfiló la muchacha con rapidez la mal iluminada escalera.  
 
-¡No me llames tío, joder!
 
-Pero no me habías dicho que... - Río Patonia sin acabar la frase.

-No importa lo que te haya dicho. Ya sabes mi nombre ¿no?

-¡Vale, vale, Andresi...!, bueno, Andrés. Y no me mires así, hombre.

-A ver dónde me metes ahora.
 
Patonia esbozó una sonrisa irónica al observar el rostro cómicamente inquieto de Andrés, algo ambarino bajo la sucia bombilla que iluminaba la escalera. Les abrió la puerta una mujerona de cara gordezuela que enfundaba con un pañuelo de vivos colores, quemada por el sol y mirada trágica. Y no era de extrañar. ¿Podía demandarse más tragedia a la vida que la que significar pudiera aquella especie de agonizante administración de tabuco semejante? 
 
 -¡Joder, menudo cuchitril!- Exclamó Andrés- Mira que meterse en este circo de pulgas, chinches y cucarachas.  
 
Tan destartaladas paredes lucía la pensión, tan asombrosa facilidad para acoger la acción destructiva del tiempo y su abandono, que antes que el habla, requerido era el llanto.  
 
-Su amiga está muy mal- Dijo lúgubremente la mujer.  
 
La figura menuda de Patonia se lanzó con toda rapidez hacia un sucio corredor.  
 
-¡Venga!...- Azuzó la muchacha a Andrés, que fue siguiendo, sin abrir boca, el turno fatal, tan carente de esperanza, con que ahora se significaba la visión dantesca de la habitación en que se hallaban alojadas ambas jóvenes.  
 
Era una especie de cobertizo, mal alumbrado, donde tan sólo faltaban las vacas para ser ordeñadas. Un par de extraños ventanucos, en la parte más alta de las paredes, dotaban de ventilación a la, llamémosle, irrealidad del aposento. En una especie de enorme colchón que descansaba directamente en el suelo se retorcía Mónica, sudorosa, entre gemidos y escalofríos. En el suelo se amontonaban algunas botellas de agua mineral. Una maleta se apoyaba sobre la pared. 
 
 -¡Pato, estoy muy jodida!...- Exclamó viendo aparecer a su amiga- ¿Lo has conseguido?... ¡Echa a ésa,... que no se asome más, por Dios!– Se refirió a la dueña de la pensión que se hallaba apostada junto a la puerta- ¡Que se largue de una vez!  
 
-Por favor, señora- Cerró Patonia la puerta.  
 
-¿Y éste?- Inquirió Mónica entre convulsiones, extrañada por la presencia de Andrés. 
 
-Agradéceselo, tía- Dijo Patonia- Si no llega a ser por él, te quedas compuesta y sin novio como decía mi abuela.  
 
-¿No habrás largado parte de la pasta de Farid?- Inquirió Mónica haciéndose con la mercancía que le alargaba su amiga. 
 
 -Que no, ¡so gilipollas!...- Repuso indignada Patonia- Por si se te ha olvidado (solapó su voz, aunque Andrés la oyó perfectamente) fuiste tú la que casi se la largas ayer tarde al tipo de la Medina. Si no hubiese sido porque salí corriendo... Además, ya te dije que no aguantarías el mono hasta Fez. 
 
 Andrés se apartó ahora de ambas jóvenes. La visión de los preparativos iniciados por Mónica no le resultaba grata. Pero aún llegó hasta él el susurro de sus voces: 
 
 -¿Y cuánto?... 
 
 -Nada, tía... El chaval nos ha echado el cable.  
 
Mónica, de espaldas a Andrés, volvió el rostro un instante. Luego se dirigió de nuevo a Patonia 
 
 -¿Todo?...  
 
-Contante y sonante... Ya te lo he dicho.  
 
Minutos después, Mónica respiraba ya más pausadamente, aunque sudorosa. Se dejó caer sobre el gran colchón que les servía de cama. 
 
  -Pato, necesito refrescarme- Rogó a su amiga- Esa toalla... y un poco de agua. 
 
 -Voy al baño.  
 
-Quédate con ella. Voy yo- Se ofreció Andrés. 
 
 -No, tío...
 
-¡Y dale!... -Replicó Andrés.
 
-¡Bueno, hombre!... Es que tú las gastas de cuatro estrellas para arriba, y si ves el lavabo, te aseguro que te da un telele. 
 
El rico caudal de sus muecas armoniosas no menguaba en aquel rostro encantador de Patonia. Besó una de las mejillas de Andrés. Era como poner coto, por agotamiento ya, al exceso de sus precariedades frente al espionaje involuntario del joven Cruz. 
 
-Además, esto es un laberinto- Esbozaron sus labios una encantadora sonrisa de gratitud- Y no quiero que te pierdas. 
 
 Salió Patonia. Y Andrés, aun sin pretenderlo, se vio ahora de nuevo examinando con asombro la habitación.  
 
-¿Cuántas noches lleváis aquí?- Preguntó a Mónica, que permanecía tumbada sobre el inmenso colchón.  
 
-Oye, amigo, ... como te llames. No estoy para preguntitas.- Le respondió agriamente Mónica- Te agradezco la ayuda, pero será mejor que te largues.  
 
Andrés la observó un instante, sin irritarse en absoluto. Mónica disfrutaba ahora por entre esos campos interminables del sosiego, abrazándose con fuerza al fantasma tranquilizador que se había inyectado. O quizás se limitaba tan sólo a borrarse por fuera lo mismo que se había borrado por dentro con la coca, y como quien se arrepiente de sus debilidades, odiaba la familiaridad de Andrés, un desconocido a fin de cuentas, que había revoloteado, sin ella pedírselo, como espectador inesperado entre el torbellino de su drogadicción.
 
 Permaneció Andrés un instante todavía en la desvencijada y añosa habitación. Las paredes recordaban aún el ocre de sus buenos tiempos. Bajo los dos ventanucos una desencajada mesita, de formas estrambóticas, se juntaba, como símbolo de alianza, a un viejo armatoste que cien años atrás debió erigirse en orgullosa arca de estilo árabe. Por alguno de aquellos rincones deformados de la estancia asomaban también un par de colgaderos de negra madera, empotrados en los ladrillos, y de los que pendían algunas prendas de las muchachas. Y una antiquísima y mugrienta lamparita de colorines, (tan mugrienta que había perdido ya hasta sus matices rojos y verdes), como las que se ven todavía en los zocos, colgaba del alto techo, poco iluminado por la bombilla correspondiente, y por enormes y carcomidos trabes envigado.  
 
Salió de la habitación, sin que Mónica le volviera a dirigir la palabra. La vieja pensión se hallaba casi a oscuras. En un rincón del pasillo, junto a la escalera, se realizaba el último y más esperado descubrimiento: ¡el del retrete! Puestos a hablar de carencias, aquellas desmochadas paredes se hallaban privadas hasta de los más rudimentarios refinamientos de la higiene, y debido al ambiente ardoroso de la noche, una desagradable hedentina se concentraba en tan secreto y constreñido perímetro. Semejante caja de cerillas se maniobraba entre pringues. Allí se lubrificaban hasta los rumores. 
 
Patonia discutía con la patrona.  
 
-¿Qué pasa?- Preguntó Andrés acercándose a ellas.  
 
-¿Y Mónica?- Se interesó Patonia. 
 
-¿Ésa? ¡Dabuti! Tan eufórica que me ha echado de la habitación.- Dijo Andrés 
 
 -Mejor. Y no te preocupes. Déjala. Siempre se pone como una gilipollas cuando logra meterse un chute.  
 
-Y ésta ¿qué quiere ahora?- Observó el joven Cruz la cara enfurecida de la patrona.  
 
-Ésta no sabe más que pedir y amenazar- Se había sublevado Patonia- Nos vamos mañana... A Fez... No te preocupes, que ya le he pagado.  
 
-¿Y? 
 
 -Me estaba amenazando con denunciarnos... Ya conoces a esta gente. Pasta antes de largarte, y aumento de tarifa... Mónica... La farlopa. La muy hija de puta quería llamar a la policía... ¡Bah!, la historia de siempre. Me la conozco al dedillo. 
 
 Assilah. La noche. La saturación del calor. El reclamo de las tentaciones. 
 
 -Oye, vente conmigo al hotel- Dijo Andrés- Mañana recogemos a Mónica. He alquilado un Cherokee. Os llevo a Fez.  
 
Patonia observó a Andrés con displicencia. Probablemente la envolvía el mismo río de deseo que al joven Cruz, pero rechazó los tentáculos exquisitos y disparatados que él le ofrecía. 
 
-No puedo, Andrés,... de verdad. Tengo que dormir.  
 
-¿Y cómo pensáis viajar mañana a Fez?- Se irritó de pronto el joven Cruz- ¿A dedo? Y con esa yonqui a cuestas. 
 
 -Hay autobús. 
 
 Andrés la agarró con furia del brazo. 
 
 -Oye, ¡a mí no me la das! ¡Qué te crees, que he nacido ayer! Sé muy bien la clase de turismo que os ha traído por aquí. ¿Quién es ese Farid que os espera en Fez?... Venga, chica, desembucha... Aunque no hay que ser muy listo para adivinarlo.  
 
-No lo estropees, tío- Se mostró compungida Patonia. 
 
-¡Que no me llames tío!... ¡Estoy harto ya de toda la zorrería barata que te traes conmigo desde esta mañana!  
 
-Si es por la pasta... -¡A tomar por culo la pasta!... Tú y esa yonqui... Me huelo el juego que os traéis entre manos. No sé quién demonios os habrá comido el coco... Pero es un juego más peligroso de lo que te imaginas, ¡so panoli!... Fez... Marrakesh... ¡Vais de cabeza a la boca del lobo! Yo que tú me lo pensaría dos veces... Y lo que es a mí, no me volvéis a ver el pelo. 
  
 Perdidos los estribos, Andrés miró a Patonia una vez más. 
 
 -Gracias, amigo- Dijo ella. 
 
 -¡Bah! 
 
 No podía negar que la joven le empujaba a salirse de sus casillas. Aquel repertorio de premoniciones calamitosas que le había refregado por las narices no había servido de nada. Luego, como quien recuerda en un instante que existen esclavitudes fáciles de romper, se lanzó escaleras abajo. Assilah no era más que uno de esos rincones característicos del mundo en los que los encuentros casuales entre hombres y mujeres, tras penetrar por furtivas rendijas de luz, acaban siempre por desplazarse hacia un terreno vago y oscuro que las absorbe como a sombras que no hubiesen existido. Recordó Andrés de nuevo aquella dichosa frase que no se le iba de la mente: “las noches mueren desesperadas” 
 
 

lunes, 29 de septiembre de 2008

Marruecos II


Autor: Tassilon-Stavros


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: NOCHE EN ASSILAH
-II-
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Mónica esbozó un saludo. Luego, siguió los movimientos de Patonia con un gesto de irritación sin musitar una palabra más. La noche se les había echado encima. Algunos bañistas, emparedadas sus siluetas entre los muros de la opacidad, campaban todavía alegres como sombras aisladas en esos jardines de la huida que crea el desmayo silencioso del mar cuando éste se recoge por fin en el secreto remoto, íntimo y excesivo que le proporciona la oscuridad.

Mónica parecía sentirse intimidada por la presencia de aquel desconocido. Y Andrés empezó a experimentar cierta desazón airada contra sí mismo al verse reflejado como un estorbo sin la menor significación en el espejo de aquellas dos especies de gaviotas sin rumbo, retorcidas por la inquietud cuando el despoblado mar pierde todo su lirismo. En el silencio hipócrita de la noche, las miradas, que se sumían en el cementerio de las sombras, se fundían en observaciones forzadas, como pompas de luz que tropezasen a través de una especie de borrachera irritante y momentánea que paseara como un rescoldo de fuego en busca de otras luces lejanas, las de aquel realce amarillento que proporcionaba la iluminada carroza no muy distante de Assilah.

-“Pero ¿qué coño hago yo aquí engatusado por estas dos lunáticas?”- Se dijo Andrés, mientras observaba de forma insistente a través de la opacidad, aunque sin proponérselo conscientemente, la traca final entre ambas jóvenes, que se traducía en un imperceptible murmujeo irritado, acompañado por algún que otro empellón alborotador del tira y afloja en que ambas se hallaban enzarzadas.

-Para ya, tía, joder... Y deja de apretarme el brazo, que me estás haciendo daño- Se quejó Patonia, tratando de solapar el tono de su voz.

-Venga ya, gilipollas...- Exclamó en un leve murmullo la otra- Si esto ya me lo esperaba yo. ¡Anda que me voy a dejar enredar otra vez!

-¿Qué quieres decir con eso?

-Lo que digo digo... Que no eres más que una pedazo de borde.

Andrés con la ironía de quien mira a dos murmuradoras sumidas en la oscuridad, propuso:

-Os acompaño hasta el hotel si queréis. Al fin y al cabo, estamos en el mismo ¿no?

Patonia había echado a andar, y su figura menuda se destacaba frente a la iluminada franja de uno de los paseos de Assilah que, más allá, lindaba con la playa, ahora oscurecida. Inesperadamente, empezó a correr. Vestía un faldón gitanesco, super ancho, que le llegaba hasta los pies, y como adminículos sin importancia con los que calzarse, sobresalían del mismo unas estrambóticas sandalias, adquiridas con toda probabilidad en alguno de los mercadillos de la ciudad. Sus tersos pechos quedaban casi a la vista a través de una desahogada blusa de hilo, semitransparente y chillonamente coloreada. Se sentó en un banco, y se descalzó librándose de la fina arena de la playa que copaba por completo aquellas especies de babuchas que calzaba.

-¡Venga!- Exclamó, mientras Andrés y Mónica la seguían a distancia.

Mónica, que no había vuelto a abrir la boca, se detuvo por fin junto al banco en que se hallaba su amiga, y observando a Andrés, dijo:

-Oye, gracias, ... pero, de verdad, no hace falta que nos acompañes.

-Pero ¿no estáis en el Berbari?

-¿Eso te ha dicho la loca esta?- Inquirió Mónica, mientras Patonia, haciéndose la desentendida, se levantaba del banco y echaba a andar de nuevo a toda prisa- ¡Patoo!, ¿quieres esperarme de una vez?... – Y dirigiéndose de nuevo a Andrés, exclamó: Mira, chico, ¡ni caso!... ¡A ésa cuanto menos la escuches mejor! No estamos en el Berbari, sino en una pensión de mala muerte, pero la muy gilipollas lleva todo el día paseándose por los hoteles de Assilah.

-Acabáramos- Dijo Andrés.

Ahora, a la luz del paseo, se fijó por primera vez en Mónica. Vestía un suelto blusón azul claro y unos apretados tejanos. Tenía el pelo corto y castaño, y una cara de esas que sobrepujan cualquier timidez; un aire provocador, casi desafiante, algo antipático. No obstante era un rostro muy atractivo, y pese a la aspereza que parecían revestir sus morenas facciones, reflejaba al mismo tiempo una pasional franqueza, que, pudiendo gustar o no, la dotaban de un nimbo carnal del que arrancaba cierto encanto sibilino, capaz de seducir sin arredrarse, presta a clavar sus garras antes que dejarse envenenar por cualquier atracción repentina. Delgada y algo más alta que su amiga, aunque ambas debían frisar la misma edad, tenían sus ojos, ahora que brillaban bajo la luz eléctrica, el color de la nicotina. Y el rictus de su boca, más bien contrariado, no la predisponían demasiado a entablar la menor conversación con Andrés. Observó entonces el joven Cruz algunas extrañas contorsiones en ella, y unas convulsiones repentinas de su rostro, como si trataran de apartar de sí un cierto estado de soñolencia.

-Oye, ¿te pasa algo?

-¡No, no... estoy bien!- Exclamó, alejándose- ¡Patooo... la muy borde!...

Desaparecieron las dos. El oleaje lumínico del paseo, viniendo de la oscuridad de la playa, cegaba ahora a Andrés, y la circulación incesante, que se intensificaba al anochecer, le enredaba en un infierno de ahogos. La imprevista aparición de Patonia y Mónica, tan atropellada como extravagante, resonaba aún en la cabeza de Andrés. La descarada instigación sexual de Patonia, ahora pieza evanescente de una realidad un tanto imprecisa, le llenaba de divertida complacencia. Era evidente que aquella tunanta, hermosa y excitante, se sentía en su elemento, jugando al juego que más le gustaba: el de la adolescente que ya no encuentra hogar entre el desconcierto fugitivo de la infancia, y que, tras abandonarla con prisas, resucita con avidez al mundo rutinario, pero aguijoneante, del sexo. Luego pensó en cómo le divertiría saborear aquellas situaciones en las que su atractivo irresistible (como había sucedido con el alemán de la playa) triunfaba siempre sobre todas las cosas. Aspirar a cualquier clase de connivencia libidinosa por su parte sería como tratar de unir dos partes opuestas de un mundo eternamente en brega, para tantos calvario de soledades, y que, a pesar de todo, a ambos deleitaba.

Pensando en la muchacha, se admiró, no obstante, Andrés de hallarse tan desengañado. La única consecuencia apropiada con que sancionar aquella irrupción perturbadora era la de que probablemente no volverían a verse nunca. Además, la aparición de Mónica, como llovida del cielo, le daba mala espina. No había llegado a entender (tampoco le importaba demasiado, se dijo ahora para sí mismo) qué tipo de relación era la que se traían entre manos aquel par de atolondradas.

-“La verdad es que ninguna de las dos parece que tengan los cables muy bien conectados” – Se dijo para su capote, Andrés- “Esa Pato,... ¡mi madre, anda que el nombre! (se rió), una cachonda de mucho cuidado y la otra... (dudó en catalogarla), una especie de esquizoide con toda probabilidad, capaz de armarla en cualquier sitio” “Y con ese tic”... “Como sea lo que me huelo” “Me gustaría saber de qué clase de manicomio se habrán escapado esas dos” “¡Joder, es que no me explico qué coño estarán haciendo en un país como éste” “¡Tienen menos pinta de turista que...!” “A esas dos el sambenito que mejor les cuadra es el de “sólo para majaras”- Cesó Andrés en sus elucubraciones. El sudor perlaba su rostro- “Olvídate de ellas, Andresito, date una buena ducha, y a cenar”

... Sobre las nueve de la noche deambuló alegremente por los mercadillos de Assilah. Se ejercitaba de nuevo en el rito de un placer diferente: en el de permanecer en el sosegado letargo de sus vivencias individualistas. Para un solitario como él no existía indignación capaz de estremecer su espíritu. La iconografía incidental e inalterable que daba impulso a sus fantasías privativas tenía algo de fuente primigenia, una meta irreprochable de ensimismamiento, que era como invocar el vaho fugitivo de otros besos: los nacidos de la orgía de lo exótico. Andrés concedía a sus viajes atractivas imágenes de sueños delirantes, pero en completa libertad, y que así, sin más explicación, se armonizaban en su corazón con una emoción arrebatada, una especie de magia imposible de compartir, y que eran como puertas íntimas que se abrían y cerraban en complicado mecanismo de feroz autosatisfacción. Andrés había pasado su vida homologando y ajustando sus energías a una necesidad más profunda y apasionada, y que, por supuesto, no dimanaba de ninguna experiencia de los sentidos. Era un trazado impalpable y carente de forma: el sentimiento tan irreversible como inextricable de su propia independencia.


De la alumbrada acera que se extendía desde el lado opuesto del hotel Berbari, destacó de pronto la figura menuda de Patonia. Su imagen personificaba el aspecto furtivo, alegre, endiablado, con que la encendida noche de luminarias dota de poética facultad hasta el más extravagante de los aspectos. Así la presencia casi adolescente de Patonia, por lo inesperado de su comparecencia, se reinventaba a sí misma, estimulante y atractiva, con serena y picaresca simpatía dibujada en su rostro bajo el influjo refulgente de la luz artificial, que salpicaba tanto la avenida como la fascinante nocturnidad de los palmerales que sobresalían de los envolventes jardines del hotel.

Era evidente que no pretendía la joven ocultar su presencia. Corrió hacia Andrés, abordándole de nuevo como una niña fugitiva. Andrés dejó de pensar en sí mismo. La observó como quien se apresta a echar mano de un detonante de estricto rechazo. Aquel nuevo afán por mostrarse de nuevo ante él le resultaba caprichoso y estúpido. Patonia, que había salido pitando unas horas antes con la impasibilidad indiferente que engendra el vicio del “si te vi no me acuerdo”, llevada por ese desinterés de cuantos deseos pudieran despertar sus atrevimientos sensuales, que luego guardaba celosamente en la sacristía de su templo clandestino, parecía querer jugar con él a ese juego contradictorio de que “quien ha hecho sonar las campanas suele ser más insolente que el que se ha leído todas las cartillas”

-¿Qué tal, guaperas?- Saludó Patonia.

-Oye, déjate de guasas- Repuso Andrés, un tanto amoscado- Ya que te has acordado del hotel en que estoy alojado, deberías recordar por lo menos mi nombre.

-Andrés, ¿no?

-Eso esta mejor. Lo de guaperas me suena a chapero.

-Oye, tío, no te mosquees. Que tengo un problema gordo- La muchacha exhibió un aspecto apesadumbrado. Una palidez seriamente preocupada transitaba ahora por donde horas antes pasease un fulgor alegre y distraído.

-Oye, Caperucita Roja, no vuelvas a empezar como en la playa, que cada vez te pareces más al Lobo Feroz- Se puso Andrés a la defensiva esta vez- Que ya me hincaste el diente y luego ¡tararí que te vi! ¡Abur, “baby”!

-¡No te vayas tío! Que no muerdo- Le detuvo Patonia, agarrándole ahora de un brazo- Que tengo un problemón, joder. Y esta vez es serio... Se trata de mi amiga... Conste que me lo merezco por gilipollas. ¡Venirnos a este pueblo de moracos sin mercancía, pensando que... – Se dijo a sí misma- Oye, tío... la verdad pura y dura... Mónica necesita un periquito... algo de ácido, unas rayitas.

-Acabáramos- Exclamó Andrés agriamente- Ya me lo andaba oliendo esta tarde. Pero no puedo ayudarte. Ni esnifo ni me chuto. Lo siento, amiga.

-Échanos un cable, hombre- Rogó Patonia- Mónica está muy jodida.

Sintió el joven Cruz un extraño malestar corporal. Empezó a dolerle el estómago. Lo que menos deseaba en aquel momento era implicarse en el atolladero en que se larva el calvario de la droga. Pero, pese a aquel sentimiento de cabreo que lo envolvía, ahondó Andrés en su fuero interno. Observó aquella mirada de la muchacha, como la del perrillo que pide tregua, llevada de cierta desesperación, y que, sombra reticente y esperanzada, se había quedado como paralizada en mitad de la calle. Así, los puntos exacerbados de su singularidad egocentrista le increparon esta vez trastornándole. Casi se avergonzó. Su inhibición resultaba ahora excesivamente mezquina.

-Pero, a vosotras dos ¿cómo coño se os ha ocurrido pasearos por Marruecos? ¿Qué demonios os ha traído aquí? ¡Jodeeer!- Retuvo el aliento Andrés- ¡Y qué esto me pase a mí!... ¡Os venís a Marruecos como quien se va a Palma de Mallorca!... Que aquí, quien se viene sin farlopa, cuando está metido en ese bollo, o se muere o se la juega.

-Ayúdame, tío...– Rogó Patonia- Estoy acojonada. Esta tarde tuve que salir corriendo con el dinero, porque un cabrón nos estaba liando a Mónica y a mí. Y la muy gilipollas, con tal de meterse el periquito, estaba dispuesta a soltarle toda la pasta.

-¡Ah!, por ahí iban los tiros...

-Está fuera de sí... ¡Culpas por aquí, culpas por allá!

-¡Joder, vaya vacaciones que os habéis montado! Que pasa ¿qué le comieron el coco a tu amiga Mónica con los camellos?... Y de pasta, flojas ¿no?.

-Lo justo, tío.

-¿Y cómo pensáis volver a Madrid? Porque, con el tema de la farlopa...

-Tenemos billete de vuelta desde Marrakesh para dentro de quince días.

-¿Quince días dando tumbos por Marruecos? Y encima con una yonqui. Pero ¿de dónde coño os habéis escapado las dos?

-Venga, tío, ayúdame- Hizo caso omiso Patonia de las indirectas de Andrés- Tengo aquí una dirección... me la ha dado uno de la pensión... Préstame algo. Te lo devuelvo...Te veo en Madrid, palabra, y te lo devuelvo.

-Pero, si no es por el dinero, joder... Es que os la estáis jugando... Pero ¿tú sabes lo que es liarse con camellos marroquíes?... Esta tarde ya han intentado jugárosla... y ahora te fías de una dirección que te han dado en la pensión en que os habéis metido. Te aseguro, amiga, que pasearse por Assilah, de noche, y con dinero en el bolsillo, es jugársela también. Aquí hay ciertos barrios que se las traen.

-Acompáñame.

-¿Que te acompañe?- Repitió Andrés con una expresión durísima en sus ojos- Pero ¿qué coño dices, tía? Te crees que me he vuelto majara.

-Mónica está muy mal... Venga, tío.

-Tú te estás buscando que nos aporreen por ahí- Parecía mostrarse más conciliador Andrés- ¿Cuánto necesitas?

Patonia revoloteó los dedos índice y medio.

-¿Seguro?

-Es lo que me han dicho en la pensión.

-¡Qué mal rollo! En menuda me estás metiendo... A ver esa dirección. Espero que no tengamos que arrepentirnos.

... Recorrieron algunos de los angostos mercadillos de Assilah. Revolotearon entre las porfiantes monsergas de los vendedores. A la noche atestada, que aún trataba de despertar el antojo del turista, se le inoculaba un ronquido de aspiraciones que jamás descansaba. Era como si Assilah, pese a los síntomas de asfixia, se prodigase a la búsqueda de una perenne respiración artificial que la elevara entre aquella brisa ardiente, acústica, de la Medina y del zoco, entre el parto ilusionado de sus ansiosas gentes, que se injuriaban entre sí, lanzándose una vez y otra el aliento de su angustia, con tal de absorber todos los destellos de la recalcitrante curiosidad de quienes la visitaban, proyectando sobre ellos todos y cada uno de los objetos que pudieran aguijonear su curiosidad. La noche vivía como almacenada en un destino que desconocía cualquier sedante para los nervios. Una crispación del existir siempre asomado hacia fuera. Era como una araña enorme codiciosa por aferrar entre sus patas todas las emociones de una exótica nocturnidad inextinguible.

Allí todo el mundo hablaba español. A cada pregunta se sucedía una oferta de compra. Los vendedores eran como brujos temibles, porque aplicando su gesto afirmativo a cualquier cosa que se les preguntara, aprisionaban a Andrés y Patonia, buscando en ellos, como premio, el despilfarro de la adquisición inútil. El calor se intensificaba entre aquel cerco estrecho de las cosas. Cuando dieron con la calle, Andrés estrujó entre sus manos el dinero que ocultaba en el apretado tejano.

-Aquí nos la jugamos- Dijo a la muchacha- No creo yo que con dos mil consigamos algo.

-Los de la pensión me aseguraron que sí.

-¿Tú no llevarás nada en ese bolso?

Negó ella con la cabeza.

-Mejor.

Enfilaron la callejuela, que era como un gran alfiler negro sobre cuya oscuridad asomaran unas cuantas tapias de ladrillo gris, y tras ellas varias palmeras. Cerrada sobre el fondo, en dos o tres de los muros, a izquierda y derecha, se abrían sus portezuelas sin número.

-La primera- Indicó Patonia- Es lo que me dijeron.

Golpearon.

-Joder, aquí no se ve una hostia- Exclamó Andrés.

Apareció un tipo tras encender una luz en el patio. No dijo esta boca es mía. Tenía un labio partido como si hubiera recibido una cuchillada en el pasado. Llamar a aquella puerta significaba que todo estaba acordado de antemano. Observó a Andrés y Patonia, y levantó cinco dedos de la mano.

-¿Cinco?- Mostró su disconformidad Andrés.

Patonia hizo un gesto negativo con la cabeza, indicándole que no aceptara.

-Te lo dije, tía... ¡Son unos cabronazos!- Trató de solapar el insulto el joven Cruz. Luego se dirigió de nuevo al del labio cortado- Oye, te tendrás que conformar con tres.

El camello se sonrió. La cicatriz del labio parecía fluir de la nada, como un tallo muerto que buscase el rostro y dejase a la vista la porcelana descascarillada de su dentadura. Mantuvo los cinco dedos alzados, con fría insistencia. Sus dedos, como una rúbrica de púas diabólicas, parecían ahondar aquella especie de tenebrosidad iluminada que, dejando su imagen en la sombra, procedía del patio.

-¡Cuatro, joder, y date por bien pagado- Exclamó Andrés.

-¿Y la mercancía?- Se inquietó Patonia.

El de la cicatriz, sin hablar, frotó el dedo gordo con el índice.

-¡Si, sí, el dinero! ¡No te jode!- Rebuscaba Andrés en su pantalón los billetes que ya había apartado de antemano- Pero queremos ver la mercancía, tío. Nada de jueguecitos.

Apareció un pequeño envoltorio: un papelillo de forma cuadrada en las manos del magrebí. Pero siguió frotándose los dedos, en espera del dinero.

-Cuatro- Insistió Andrés. Entonces el otro le pegó un empujón tan tremendo que el joven Cruz aterrizó en el suelo de tierra.

-¡¡La madre...!!

-¡Espera, tú, tío, no te vayas, ... que te damos los cinco!- Le conminó Patonia mientras Andrés se alzaba del suelo- “¿Llevas los cuatro ahí?” – Veló su voz dirigiéndose a su cabreado acompañante.

-¡Venga la mercancía, ... te damos los cinco! – Le dijo al camello, cogiendo los cuatro billetes de Andrés, que apenas se veían en la oscuridad.

Y rápida como una cobra, arrebató de la mano del de la cicatriz el papelillo blanco con la farlopa, mientras le tiraba el dinero a la cara. Luego echó a correr como una loca, incitando a Andrés a que la siguiera. El camello, que no había tenido tiempo de reaccionar, desbarrando algún exabrupto ininteligible, recogía ahora el dinero del suelo, como una sombra perdida entre aquella especie de pasillo de cementerio que era la callejuela.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Marruecos IV



Autor: Tassilon-Stavros


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: FARID -IV-
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Assilah se cuajaba en el vapor de la inclemente solana matinal cuando Andrés abandonó el hotel. Las playas se hallaban atestadas. Sobresalía la Medina, encumbrada por las blancas cúpulas de sus minaretes. Toda la ciudad arrastraba ya el devoto oleaje de sus más intensos apasionamientos turísticos. Mostraba esa ansiedad que convertían su parte antigua en un caudaloso río de insaciables sensaciones que se desbordaran por entre sus innumerables callejones, que subían y bajaban bruscamente, acechantes, bajo el baldaquino avejentado de los arcos increíbles de sus habitáculos. La brisa crepitaba como una pasta hirviente. Tenía Assilah la palpitación profética de un oráculo marroquí, que embaucaba al visitante con el mágico poder de su luz. Era una piedra gigantesca y venerable envuelta en las láminas de oro de sus playas de fina arena.

La multitud se embravecía ahora junto a la escollera del muelle, clavando sobre los turistas sus miradas voraces y pegajosas. Montones de embarcaciones se encerraban entre los tufos del pequeño fondeadero. Para abandonar Assilah, el muelle se hacía angosto, y el sol saltaba sobre aquel retumbo delirante de voces, dejando en los desasosegados rostros de aquellos racimos humanos un abrasado color erizado. Asomaban por todas partes cabezas machaconas, caían las palabras enigmáticas. Y por pocos dirhams, francos, dólares o pesetas desfallecían. Si en algo coincidían aquellas almas rústicas era en la sutileza de su ardor.

Andrés, una vez el Cherokee en marcha, trató de atravesar toda aquella porfiante monserga con aire divertido. Ante él revoloteaban hombres y niños, adhiriéndose a su paso como un enjambre de tercas abejas. En aquel pesado cabeceo sonriente de los habitantes de Assilah temblaba siempre una esperanza. Y en cada palabra, en cada mirada, en cada ademán anhelante, impetuoso, todo el fuego y toda la inocencia que conlleva la precariedad.

Tras arduo esfuerzo abandonó por fin el puertecillo de la ciudad. En gran parte de la carretera que se deslizaba ya en las afueras, se esparcía también el afán participativo de los habitantes del extrarradio. Infinidad de criaturas recorrían las orillas de la mal pavimentada carretera alzando con pretendida eufonía mendicante, por desgracia incomprensible, esperanzados llamamientos a la foránea generosidad. Luego el suelo marroquí trajo como un nuevo pregón de fiesta. Su tierra se cubría de una marea incesante de campos tortuosos, que lanzaban, bajo la viva luz del sol, una inmensidad de pliegues y túnicas vegetales. Como una revelación a flor de piel de los esfuerzos extraordinarios emprendido día tras día por los horticultores magrebíes.

Austera y sumisa a todo dictado de las primitivas tradiciones, Fez tendía de nuevo sus insignias.

Laberinto medieval, de calles sinuosas y estrechas. Fez quebranta sus citas con los nuevos tecnicismos. Deja volar del todo sus túnicas inmaculadas. Y a través de cuantas memorias proyectan esa esclavitud vacilante, contradictoria y paradójica de los tiempos, enigmática y misteriosa, conforma un juego de luces y sombras entre sus añejos edificios, sus terrazas deslumbrantes, y sus escalinatas venerables como paños clásicos. El sublime encanto de las tradiciones perdidas, a las que hoy no se amolda ya el lógico avance sincrónico con el que se mide y supersatura toda imagen de nuestro mundo occidental, forman en Fez un cuadro seductor y tajante, apretado y rumoroso, una influencia jugosa entre espectaculares portalones orientales que menudean en la más antigua Medina de Marruecos, con su gran puerta: la Bab Bou Jeloud, y su gigantesco zoco El Bali. Un dédalo en el que se ensarta el mímico silencio de cuantos jumentos atestan sus estrechas rúas, que ondulan y desfallecen, sin el menor ímpetu de rebeldía, ante el mandato de sus amos. Un universo convulso y ardiente entre la ceremonia de la cal. Humean sus inacabables talleres menestrales, embrión de estilos olvidados; y sus joviales habitantes, sobre la mágica cabalgadura de la seducción, entonan la cantinela ruidosa e incesante de sus ofrecimientos, eternamente sometidos, en su aislamiento, a la más inesperada y admirable de las conjunciones artesanales. Aspecto nostálgico y exótico que, lejos de cosmopolitas dictámenes, esclaviza al hombre a la autodisciplina de su propia inspiración; a la impagable solemnidad que distingue el trabajo humano del de la máquina. Fez tiene la calidez de la cerámica; y se erige en marea incesante que se revuelve encrespada entre el pregón de los menesteres artesanos. Y hasta la humildad hirsuta de sus andamiajes llegan los vientos resecos de la tierra. Se enrarece su atmósfera en el barrio de los curtidores. Y entre su calima veraniega se mezclan las especias de Attarin, y las resinas fragantes del mercado de la Jenna, y hasta los aromas extraviados que parecen brotar de sus ocultos jardines consentidos.

Andrés, a pesar del calor, había decidido dedicar la segunda tarde de su estancia en Fez a una visita exhaustiva al gran yacimiento arqueológico de Volubilis, antigua ciudad fundada por los cartagineses en el siglo III A. C., y que Roma anexionara a su gran imperio en el año 40 durante el reinado de Calígula. Avanzó por entre aquel devastado conjunto arquitectónico en el que se insertaban, como depósitos sagrados de un primitivo proyecto colosal, la gran Basílica del siglo II, el templo de Júpiter Capitolino y el gran Arco de Triunfo de Caracalla. La materia ejercía allí su predominio sobre el espíritu. Como elemento tangible, conquistaba una vida infinita por medio del arte. Recorrió Volubilis el joven Cruz hasta el atardecer, sojuzgado una vez más, como espectador solitario, por aquella sucesión de espacios tan míticos como inmortales, ejercitándose de nuevo en el rito de un placer diferente. Era como permanecer en un sosegado letargo de vivencias extraterrenas.

La noche, no obstante, necesita crear ligeros altibajos a la ilustración con que se revisten los ensueños viajeros. Trabaja así la noche en su siguiente texto: “vivir”, imponiendo el nuevo pulso que enriquece y asiste la actitud secreta de la virilidad, y que, por supuesto, se inicia en el requerimiento privado. El Andrés viajero cedía a uno de los virajes más bruscos de nuestras emociones, que era responder a la morbidez que revitaliza el universo de los instintos. A fin de cuentas, la carne nunca ha sabido instruir al espíritu. Tras el orden melancólico de cuantas bellezas decadentes educar pudiesen los estrafalarios hábitos turísticos, se cernía ahora sobre Andrés, tan leído, tan inteligente e individualista, el latido inmodificable que conlleva la declaración del deseo, que siempre se refugia en esa otra naturaleza: la humana, y en esas prescripciones, tan innatas y apremiantes, como son las del sexo.

“Chez Simone”, cerca de La Mellah, el barrio judío, se aplicaba al efecto. Se abría al crepúsculo del nocturno sopor antes de que llegase. Poseía el acelerado ritmo con que se esmeran las “pupilas” que invalidan el amor por el placer que se amortiza. Son los seductores cortinajes del símbolo febril y de la confidencia libidinosa. Puertas que se abren y se cierran, ofrendando su magia de laberinto al mecanismo de la discreción sexual.

Aunque Andrés se había hospedado a las afueras de Fez, le encantaba el gran zoco. Era un grandioso mercado variado y divertido. Luego, rehuyendo el aturdimiento de sus itinerarios turísticos, se ejercitaba en la búsqueda de pequeños restaurantes, escenarios soleados que jamás perdían su contexto exótico: alicatados, muebles, adornos, pero en cuyos jardines, entre alguna larga línea de fuentes, recordaba el joven Cruz momentáneamente lo importante que era para él el silencio.

Se dice que la especie humana que vive en un lugar determinado, es la única que tiene que ver con su luz, y que el turista jamás se impregna de los deberes de esa luz. Es traidor a ella.

Especialmente en el zoco de Fez El Bali, y en su infinita vía principal: la Tala el-Kbira, el visitante oscila desorientado, siempre bajo toldos de cañizo, que les proporcionan sombras de enrejado, tratando en todo momento de rehuir esas inacabables miríadas de sus rendijas refulgentes. Son como imágenes conducidas por la ceguera, mitad amarillas, mitad negras. Sus conversaciones y gritos se aprecian como un choque de metal contra metal, esperándose en todas las esquinas, al igual que convidados entre una infinita animación festiva. Miembros de un ágape que siempre se hacen los encontradizos. La casualidad es, pues, trabazón obligatoria en ese pasaporte cegador que tan pronto desasosiega como fascina al viajero.

Aquella tarde, cuando el turno lento del último paseo empujaba a Andrés hacia el hotel, Mónica, como una integrante inocente del complot turístico, se dio de manos a boca con él. Se observaron un instante sin hablarse. Luego ella se limitó a volverle la espalda entre el tumulto del zoco, y siguió andando con precipitado paso hasta detenerse en una pequeña puerta entreabierta. Volvió dos o tres veces su cara, sin reprimir un gesto de impaciencia. Transcurridos unos minutos (Andrés, oculto entre la gente, no pudo evitar cierta curiosidad malsana por ver si de allí salía o no salía alguien) apareció un individuo, joven y atractivo, que vestía un tejano y una simple camiseta blanca. Mónica, sonriente, con esa inquietud de enamorada que llena de ansiedad, de impaciencia por llegar a no se sabe qué sacramentación de un fiel exclusivismo, besó repetidamente su rostro, como tratando de apoderarse de aquella especie de sublime armonía que se conjuntaba en tan perfecta donosura como la que se resumía en la masculina belleza del joven. Y así permanecieron abrazados unos segundos.

El vocerío y los mil ruidos del zoco atronaban el aire enrarecido con sus sones. Por sus gestos, era un claro indicio la insistencia de Mónica por entrar en el pequeño edificio del que acababa de salir el joven. Él, apartándola del soportal, la tomó de la mano forzándola, entre los cientos de transeúntes y jumentos que atestaban el mercado, a abrirse paso por los pocos espacios que quedaban libres. Consciente de una absurda desazón que no podía explicarse a sí mismo, fue un alivio para Andrés verlos desaparecer entre el gentío. Entró en un pequeño café, situado al otro extremo del destartalado edificio donde Mónica se había citado con su nervioso acompañante; se instaló en una mesa y pidió un té con menta. Abrió un periódico español, y, tratando de sorber el té caliente que acababan de servirle, levantó su vista mirando con esa fijeza distraída que caracteriza al turista, a través del ventanal del establecimiento, el ambiente rebosante de animación del gran mercado. De pronto, por entre las cabezas de los transeúntes, vio a Patonia, que salía apresuradamente del sucio portal. Andrés se levantó de un salto.

-“¡La hostia!”- Exclamó el joven Cruz en voz baja.

Acto seguido su cuerpo se tensó, presintiendo el juego incoherente en que aquellas dos medio descerebradas se hallaban enzarzadas. Andrés seguía con los ojos clavados en la joven, que, absorbida por el aluvión del zoco, permaneció varios minutos a la expectativa. Luego, moviéndose con una lentitud recelosa, desapareció.

A la mañana siguiente, Andrés, después de tres días en Fez, estaba listo para partir. Observando la maleta que había dejado sobre la cama, una especie de febril curiosidad atravesó de nuevo su pensamiento arrancándole una sonrisa, y luego se esfumó como una chispa huidiza.

-“En menuda pajarera deben andar metidos esos tres”- Se dijo, mientras salía de la habitación.

Una vez en el Cherokee, trató de no pensar en nada, pero aun así se dio cuenta de que el recuerdo de Patonia le indignaba profundamente. En su mente se representó a la perfección todo aquel absurdo enredo. Quizás estaba exagerando el asunto, se dijo el joven Cruz.

-“Sería completamente demencial que...”- Dudó- “¡No, no, me largo... es lo mejor!”... –Pausa- “¡Hay que joderse!... aquí estoy, discutiendo conmigo mismo por culpa de esa estúpida”- Andrés, añadiendo a Mónica y al joven desconocido, intentó convencerse de que no eran más que “cosas”, tres seres sin nombre, sin forma, que, irritándole, se instalaban en su cerebro, rondándole como las furias mitológicas.

Para serenarse no había nada mejor que una buena comida. Se detuvo en un atractivo restaurante muy cercano a la enorme puerta del zoco. Resultaba maravilloso contemplar el gran arco alicatado de azules violáceos, el Bab Bou Jeloud, y aspirar el ardiente olor dulzón que agitaba y rodeaba El Bali. La brisa era una sola, pero se estampaba en el espacio, transportando una liturgia de costumbres, un tiempo que jamás se consumía, un relato viajero que administraba sabiamente el inexplicable espectáculo del rito nostálgico que subyugaba al turista con la inquebrantable tenacidad de su exotismo.

Había sido como si un rayo le atravesara. Sin hacerse eco de tan desatinada motivación indagadora, ilógicamente desasosegante, como la que lo había arrastrado hasta allí, se vio de nuevo en el pequeño café frontal al viejo edificio, motivo de inquietud de Patonia y Mónica, y que, al parecer, todavía ocultaba preguntas sin sus correspondientes respuestas. Serían a todo esto las cinco de la tarde. Andrés era consciente de que se estaba buscando problemas a propósito. Actuaba como un ridículo aficionado (se rió el joven Cruz para sus adentros) jugando a detectives.

Se hallaba ya medio adormilado. Y fue como una instantánea casi cómica o un atropellado latido de la sangre el que reavivó con acento delirante su soñolencia. Un inminente barrunto de borrasca se sumía al carrusel en que se había enredado. La rutina agitada del zoco alcanzó de pronto una vaharada de misterio; únicamente, por supuesto, ante los ojos asombrados de Andrés, que se había quedado paralizado. Tenía su presencia, allí, oculto en el bar, ese aguijón dañino del huésped no deseado, y se sintió como si le hubieran sorprendido interfiriéndose en algún asunto turbio y prohibido. A partir de ahí, todo ocurrió con la celeridad de una sacudida, con el fulgor silencioso que encubre, impune, la amenaza de un estallido. El joven amigo de Patonia y Mónica se había abierto paso con una nerviosidad fuera de lo común entre el gentío. Incomprensiblemente, sujetaba con fuerza una roja redecilla repleta de naranjas. Penetró con rapidez en el viejo portal, y cerró a toda prisa la desvencijada puerta. Pocos minutos después, aparecieron las dos muchachas. Intentaron forzar el pequeño portón que no cedió. De inmediato, Mónica, mientras Patonia se situaba a un lado recibiendo ambas el empuje incontenible de la marea humana que invadía el zoco, observando la única ventana que tenía el pequeño edificio, lanzó el pertinaz zumbido de un nombre, que logró reafirmarse entre la algarabía callejera :

-¡¡Farid!!... ¡¡Farid!!...

Se abrió el ventanuco, y apareció el agraciado joven, que se cuidó de observar, desde aquella altura, con el mismo desasosiego que lo había llevado hasta allí, el interminable callejón atestado.

-¡¡La puerta!!...- Inquirió Mónica- ¿Por qué está cerrada?

Farid la conminó a que esperase con un gesto de su mano. Desapareció y apareció en un segundo. Les mostró a ambas la roja redecilla repleta:

-¡¡Las naranjas!!- Exclamó, lanzándoselas con sumo cuidado.

Patonia las cazó al vuelo con la prontitud que caracterizara cada uno de sus movimientos.

-¡La cuarta esquina!...– Indicó Farid mientras tanto a Mónica, que le escuchaba con la mayor atención- ¡Me voy por la azotea!... ¡Esperadme allí!

-¡Farid, pero...!- Insistió Mónica.

-¡¡Largaos!!- Gritó el joven, y luego insistió- ¡¡La cuarta esquina... no os olvidéis!!...

-¡Venga, so gilipollas!- Exclamó entonces Patonia, tirando del brazo de Mónica, que parecía resistirse.

Andrés, siempre entrenado en la impasibilidad, las vigilaba ahora celosamente. Antes de abandonar también a toda prisa el café, observó a dos individuos de catadura más bien dudosa que golpeaban la puerta atrancada del viejo edificio del que, sin lugar a dudas, había huido ya Farid. Se internó Andrés entre el gentío, siguiendo a las dos muchachas; ahogándose casi entre la ardorosa reverberación, brillante y espesa, que recorría el zoco. Trató de imprimir a sus pasos la mayor celeridad posible. Patonia y Mónica avanzaban también con inusitada rapidez, entre empujones, cabeceando sin descanso, sin tomarse un respiro, buscando un resquicio, a veces imposible, entre la multitud y los pobres pollinos que, acosados por el grito de sus dueños, entremetían también su peluda testuz esclavizada entre la masificación humana. Fue el de los tres un recorrido demencial, aunque el de Andrés permaneciera invisible a los ojos de ambas muchachas. El joven, jadeante, iba soltando maldiciones. Actuaba contra toda lógica en pos de aquellas dos descerebradas. Trató de repetirse a sí mismo que semejante disparate no tenía más razón de ser que la de una irracional sugestión mental que, en el fondo, por su tono audaz y totalmente inusitado, le divertía tanto como le excitaba.

Interminable, el mercado de Fez El Bali se eternizaba. La atardecida fomentaba el desequilibrio turístico. El zoco a aquella hora padecía como una nueva explosión de la tierra donde sus gentes, como enloquecidas, huyesen hacia cualquier parte. Buscar una esquina, distinguirla para ofrendarle un segundo de soledad, era como tratar de impedir el ser devorado por un hormiguero colosal horadado por la locura. Andrés simplemente continuó caminando, abriéndose paso entre empellones, sin pensar ni por un momento en detenerse. Y cuando tuvo a mano el brazo de Patonia, sin dudarlo tiró de ella con firmeza. La joven dio unos pasos todavía hacia delante, achacando al barullo reinante aquella sujeción que alguien ejercía sobre uno de sus brazos. Intentó zafarse como pudo al tiempo que oscilaba aplastada entre el gentío. Volvió su rostro. Andrés la estaba mirando. Tenía en los ojos una especie de febril aspereza. Aturdido la retuvo allí durante unos instantes, apretándola con fuerza, para que no pudiera escabullirse.

-¡¡Andrés!!- Exclamó Patonia tan excitada como asustada- ¿De dónde sales, tío?... Pero...

-¡Déjate de peros, so descerebrada!- Repuso como fuera de sí el joven Cruz- Tengo el Cherokee en la puerta del zoco...

-¡¡Y éste!!... ¿qué... demonios hace aquí?- Inquirió agitada Mónica, que, tras lograr detenerse, finalmente, frente a un portal, vociferaba ahora a grito pelado, indagadora- ¡¡Patoo, que se vaya!!

La interpelada se zafó esta vez apartando de sí a Andrés con la redecilla de naranjas.

-¡Las naranjitas de la discordia, eh!- Ironizó el joven, mientras Patonia trató de correr hacia Mónica, sin conseguirlo, ya que la aturdidora masificación reinante se lo impedía una vez y otra.

-¡Os estáis calentando el viaje!- Gritó Andrés, logrando también aproximarse a ellas.

-¡Mejor te callas, rico!- Exclamó Mónica, a quien la presencia del joven Cruz se le hacía insoportable- ¡Lárgate, joder!

-¡Pero, tías, es que sois burras u os falta un cuarto de hora!- Agarró Andrés de nuevo a Patonia- ¡Menudo jolgorio os traéis con el “Expreso de Medianoche” marroquí! ¿Estáis mal del tarro o qué? ¡No sois más que un par de “pringás”!... Os lo digo por última vez, tengo el coche en la puerta del zoco... ¡Hasta las cejas estáis metidas! Y yo os estoy ofreciendo la oportunidad de salir de aquí antes de que os echen el guante. A vuestro amiguito, por si no os enteráis, me lo van a trincar en dos minutos.

En medio de aquel juego peligroso, Patonia se mostró más receptiva al ofrecimiento de Andrés:

-Oye, Andrés, mejor que no te metas. Te estamos haciendo un favor, créeme.

-¡Que te largues, joder!- Se revolvió Mónica, sin dejar de observar con inquietud las cerradas puertas del edificio junto al que se habían apostado- Nosotras, entérate, rico, sin Farid no nos movemos de aquí.

De pronto, uno de los techados de cañizo, por entre cuyas rendijas se filtraban los últimos resplandores de la tarde, se vino abajo con gran estrépito, abriendo un hueco hacia el cielo en mitad del larguísimo callejón. Aquella especie de trenzado de persiana, como la rotura de un puente colgante sobre un abismo, se deslizó violentamente sobre las cabezas de los viandantes. La turbamulta que llenaba aquel rincón del zoco, aterrorizada, lanzó al aire su gritería, temiendo la posibilidad de algún atentado. Mucha gente se lanzó por los suelos. La enorme entretejedura de cañizo fue a parar contra uno de las innumerables tiendas en las que se amontonaban todo tipo de “souvenirs”. Farid se había lanzado al vacío desde la azotea que se hallaba por encima de la cubierta de cañas, voló un instante asiéndose a la misma, y tras aterrizar estruendosamente, fue a golpearse contra uno de los tenderetes de ropa que se amontonaban ante la tienda.

-¡¡¡Farid!!!!- Gritaron a unísono Patonia y Mónica, corriendo hacia el joven.

Todo aquello resultaba tan sorprendente como irracional. Los tenderos permanecieron unos minutos contemplándose entre sí, temblando de miedo. Gran parte del gentío se sintió como inmovilizado por el terror, temiendo ya un estallido inmediato, aunque incapaz de marcharse de allí y sin saber a qué atenerse. La espantada aglomeración se enlazaba a su propia barahúnda.

-Creo que me he roto un pie- Dijo Farid, al tratar de andar, librándose del ropaje en que se había enredado, y ayudado ahora con prontitud por sus amigas.

-¡¡Te podrías haber matado, so animal!!- Exclamó Mónica encendida.

-¿Con esta altura? ¡Bah!- Se rió Farid- Ahora, nenas, ¡hay que salir de aquí a pelo!

Los tenderos, comprendiendo en seguida que todo aquello no significaba más que una esperpéntica barrabasada sin sentido, empezaron a atizar el fuego de sus reproches sobre Farid y ambas jóvenes, amenazándoles con la policía.

Apareció Andrés, que, inmediatamente, se hizo cargo de Farid, pasándole el brazo por una de las axilas:

-¡Tengo el Cherokee en la puerta del zoco! ¿Lo tomáis o lo dejáis?- Propuso el joven Cruz, menos agresivo aunque no menos exigente. No quedaba más elección.

Farid sonrió a Andrés, agradeciendo su ayuda. Mónica le sujetó por el otro lado.

-Y éste, ¿de dónde ha salido?- Inquirió Farid, observando con sorna a sus compañeras y al joven Cruz.

-Es un buen amigo- Dijo Patonia- ¡Un maravilloso amigo! Puedes fiarte de él.

La mayor parte de la gente aún permanecía espantada en el gran ángulo de luz que la techumbre caída había abierto sobre el mercado. Los cuatro jóvenes huyeron de allí como pudieron. Sin hablarse ahora. Tomaron un callejón, con paso precipitado, por el que se deslizaba una estrecha escalera pedregosa y polvorienta. Luego desaparecieron.