domingo, 24 de agosto de 2008

Bizancio

Autor: Ramón J. Sender

... El alano Georges llegaba con la espada desnuda en la mano. Roger lo vio y sintió que el aire de la sala cambiaba de color. Todo era amarillo y oro, pero se hacía más oscuro. Al lado de Georges iba un capitán de las tropas turcopoles con más de una docena de los suyos detrás, y con ellos Gregorios, capitán romeo amigo de los genoveses. Al verlos, el príncipe Miguel, muy pálido, se apartó a un extremo de la sala. El Rey, mirando con ira a Georges, dijo: "¿Qué violencia es ésta en mi casa?"... Buscó Roger con los ojos a Bizcarra, que tenía cuidado de sus armas. El príncipe Miguel se había retirado a un rincón y esperaba, más amarillo que nunca, atacado de una tos seca y nerviosa. La reina Irene gritó: "¡Traición! ¡Favor al César!" Como si Georges y los suyos quisieran cubrir con sus voces las de la reina, avanzaron hacia Roger, insultándolo todos a un tiempo. Roger dijo: "Caballeros, no se trata, espero, de una algarada de rufianes. Concédanme el derecho de la defensa" La reina Irene gritó de un modo inarticulado: "¡Huye, huye y sálvate para mi hija y para el Imperio!" En esas voces entendió Roger, mejor que en la actitud de sus enemigos, que había llegado su fin. "Caballeros"- repitió, más pálido- Supongo que ninguno de ustedes es tan cobarde que quiera matarme por sorpresa y a traición" Se dio cuenta entonces de que el Emperador no estaba en la sala. Había una panoplia en el muro y se dirigió allí para alcanzar un arma, pero en aquel momento se sintió herido en la espalda. Dio frente a sus enemigos, como una fiera: "Georges, traidor, cobarde. ¡Tenías que ser tú!" Avanzó sangrando por la boca hacia la puerta, donde la reina Irene gritaba otra vez: "¡Favor al César!" El príncipe Miguel, en su rincón, miraba y tosía nerviosamente. Dos de los hombres que seguían a Georges y el mismo capitán alano avanzaron hacia Roger, que vacilaba sobre sus pies. Uno le agarró por el cabello y el mismo Georges le cortó la cabeza de un solo tajo. La reina Irene, con una voz ronca, repetía fuera de la sala: "¡Traición! ¡Favor a la reina!"... El cuerpo de Roger seguía en la alfombra. La cabeza la llevaba Georges colgada de los cabellos... El príncipe Miguel, sin dejar de toser, se acercó al cuerpo caído, y dándole con el pie, dijo: "Ahí estás tú, el de las grandes victorias, el que vino a salvarnos, el que pudo hacer en un año lo que nosotros no habíamos hecho..."


Críticas solventes (entre las que existe una rara unanimidad poco común), muchas de ellas provenientes de los Estados Unidos y de México, y que no responden a esa especie de inconformismo mental y de difícil aceptación (tan arraigado en Norteamérica, no así en México, y el resto de países de habla hispana) por los frutos literarios más actuales (y me estoy refiriendo a un siglo XX enmarcado en un período que va desde los años 30 a los 70), y que esta vez nos llegan del continente europeo, coinciden en que Ramón J. Sender es uno de los novelistas españoles de más talla y mejor redescubiertos en su "lozanía" por la prominente pirotecnia de la literatura mundial. Pese a considerarse siempre escritor autodidacta (no obstante haberse licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, costeándose sus estudios como empleado de una farmacia madrileña), inaugura en nuestras tardías letras hispanas del siglo XX uno de los derroteros estéticos más revolucionarios en la gestación de la novela. Ferviente y arraigado individualista, se mantuvo al margen de los círculos más o menos consagrados de su época. Y pese a su denodada actividad política, prefirió no integrarse jamás a partido alguno. Traducido a casi todos los idiomas occidentales -en especial al inglés por su segunda esposa, la traductora Florence Hall-, estilista brillante, su dominio narrativo compone estremecedores retablos sociales, muchas veces expuestos al más violento naturalismo ("Requiém por un campesino", "Crónica del alba", en tres volúmenes que recrean con enorme vigor una especie de amplísimo dietario -en el que se entremezclan elementos autobiográficos- de la vida española desde principios de siglo). Hay que añadir a todo ello que la continuada y constantemente superada consistencia de su enriquecedor equilibrio novelístico se etiqueta también a través de la pureza del mejor drama y una especie de lirismo pictórico, de enorme calidad, que Sender no duda en transmitir por entre ese calor vital que despiden sus formidables relatos, así como una brillantísima factura psicológica, pletórica de las más receptivas expresiones, que adornan a sus personajes, ya sean ficticios ("Las criaturas saturnianas" "Epitalamio del Prieto Trinidad" ") o reales (novelas históricas), y un penetrante estudio del medio social en que se desenvuelven. Tampoco puede disociarse de los mismos una minuciosa exaltación romántica, aunque dicho entusiasmo transite auspiciado por cierta sordidez del medio, y una gradual transformación de los caracteres que van desde la rebeldía del individuo contra la sociedad que le oprime hasta esa densidad dramática que se mueve de nuevo dentro del más depurado realismo.

Su extraordinaria meticulosidad, a la que consigue infundir una nueva y vivificante inspiración que tiende a imponerse en la mayor parte de su labor literaria, le permite también profundizar, como si de una nueva fórmula mágica se tratase, en el sugestivo plano de ciertos retablos epopéyicos ("Jubileo en el Zócalo" "Túpac Amaru" "La aventura equinoccial de Lope de Aguirre" "Bizancio" "Carolus Rex" "El bandido adolescente" -auténtica filigrana con todo el sabor de un relato colonial enclavado en el "Far-West"-), que acabarán por arraigarse en un perfectamente reivindicado apogeo, mucho más afortunado que en otros autores hispanos, de la grácil, nostálgica, barroca (aunque muy alejada del manierismo), y documentadísima culminación del acaecimiento histórico. Y aunque no menos impregnado por las grandes tradiciones clásicas, ya que todos los historiadores, frente a la fidelidad del mundo real en que vivimos, irrumpen en los cenáculos totémicos de nuestros antecedentes, tratando de materializar en sus escritos aquellos contornos y colores lejanos, Sender se halla también a medio camino entre el cantor homérico de las grandes gestas que nos ha legado la historia, y el cronista en el que persiste su libertad de criterio frente a los anales que decide contarnos. El tenaz aislamiento en que transcurriera su existencia (había formado parte del Estado Mayor Republicano como comandante de Brigada desde 1937, pero misteriosamente coaccionado por los elementos comunistas que habrían de combatir a Franco, marchó a EE.UU. en 1942) le permitiría demostrar una ostensible propensión, inquebrantable e inmunizada, frente a cualquier posible crítica, por la que daría en llamarse "novela-periodística" o "novela-reportaje". Y que no impediría en ningún momento al escritor la conveniencia de dirigir su pluma a través de un complaciente y celebrado plano estético, tan capaz de rehuir el melodrama como de "no" entroncarse en la narrativa más comercial. (Pese a todo, no podemos pasar por alto que, más tarde o más temprano, cierta ironía especuladora puede acabar por degradar con su incoherencia los propósitos más combativos de cualquier idealista. Ramón J. Sender, ante el asombro de muchos de sus más fieles lectores, se presentó en 1969 al premio Planeta con la que quizás sea su peor novela: "En la vida de Ignacio Morel". Y por supuesto, como estaba cantado, "lo ganó") Como gran artífice de las letras hispanas, que ejerciera en Instituciones docentes americanas (Guatemala, México, San Germán de Puerto Rico, y a partir de 1942 en Estados Unidos -Universidades de Denver, Harvard, Nuevo México, Ohio, y Southern, en los Ángeles) fue considerado el "único novelista significativo y mundialmente conocido de la joven generación que había precedido a la Guerra Civil Española"


"En los muelles de Constantinopla habían acostado dieciocho galeras y cuatro gruesas naves aquella mañana de febrero de 1302... Roger de Flor y sus ocho mil hombres, incluidos los navegantes, iban a Constantinopla a ayudar al rey bizantino Andrónico Paleólogo contra los turcos que amenazaban sus fronteras. Los había llamado el Emperador tres meses antes. Era Roger hombre de treinta y cuatro años, alto y rubio, con las cualidades contradictorias de su padre alemán y de su madre italiana, y con los resabios de todos los navegantes templarios y los giros y maneras adquiridos en los campamentos de Aragón y de Sicilia. Taciturno y grave, tenía un aire de violencia contenida"...


El invierno oriental de Bizancio se abriría, con toda seguridad (a la llegada de los corchetes catalano-aragoneses), a sus mañanas enjutas y aún calientes, sumidas en un clima húmedo y bochornoso. Aquella gigantesca puerta, que se erigía en último baluarte europeo, todavía penetraba, a través de la ufana solidez que le concedía su gran estamento ciudadano, en el inquietante y oscuro continente asiático (a través del cual surgía, por entonces, la amenaza invasora de las tribus túrquicas, originarias de las vastas estepas del Asia Central). Constantino la había elegido por su perfecta posición estratégica. Como Roma, la imponente Bizancio también descansaba sobre siete colinas. Y, por aquellas fechas, seguía siendo la ciudad más populosa del mundo. Llegó a contar con un millón de habitantes. A sus Basileos les enajenaba la magnificencia asfixiante de su propia Corte. Un descomunal oleaje racial se sumía entre aquellos pórticos portentosos, presididos por la Iglesia de Santa Sofia (pese a que la inmensa urbe contase con más de cuatrocientos templos cristianos) en la que se conservaban las más veneradas reliquias de la Cristiandad: desde un leño de la Cruz de Cristo y su corona de espinas, hasta sus sandalias; desde una gran profusión de los cabellos de Juan Bautista hasta los esqueletos de mártires famosos sacrificados por las persecuciones paganas de los emperadores romanos. Santa Helena había logrado conservar las osamentas de María Magdalena y Lázaro, el resucitado. Jamás averiguaremos la autenticidad de dichas reliquias. Pero dudar de ellas era en Bizancio un auténtico sacrilegio. A este crisol de razas y hábitos heredados de Roma se unía una amalgama de hombres y mujeres cuya heterogeneidad étnica, llegada de los hondos confines africanos y asiáticos, o de la común y más próxima entrada europea, nunca vivió la perturbación agitadora del racismo. Los designios de Bizancio aceptaron desde siempre, pese al acongojante desgarro que para la historia de la metrópoli significaran sus constantes herejías, los más variados fermentos raciales puesto que cada acto y designio estatal, ciegamente obedecido por el ciudadano, se basaba en una sola ortodoxia y una lengua común: el griego. Hasta la conquista definitiva de esta cosmopolita Bizancio o Constantinopla, que parece desleída del panal platónico de las Escuelas de Grecia, en 1453 y, como último reducto bizantino, Trebisonda en 1461, por los turcos otomanos, Sender erige a sus lectores, a través de una de sus más brillantes creaciones, en testigos excepcionales de un hecho histórico (la llegada a la extraordinaria urbe de los Almogávares, tropas de choque, o sicarios, de la Corona de Aragón) constituido por dos pilares esenciales sobre los que suelen asentarse todos los anales de la epopeya: la eficacia aplastante (en este caso, real) de la exaltación bélica, capaz de enhebrarse a esa otra línea dramática que sigue un curso paralelo a la acción principal motivadora de la narración, y tras la cual existe toda una tradición que la mayoría de los novelistas han conjugado con éxito: "aventura y amor" en suma. En "Bizancio" se mantiene igualmente esa importante preeminencia del ímpetu entre las dos fuerzas elementales, ya mencionadas, convertido en plástica. En ambos polos, esquemas tan viejos como el mundo (y que ya hallamos en la antigua literatura oriental; que aparecen luego en los fastos Homéricos, y perdurarán así en los grandes dramas de la narrativa europea) se condensan y subliman, en consecuencia, las inclinaciones irracionales (más bien "voracidad") de cuantas mitologías guerreras han forjado siempre en el hombre esa especie de combate absurdo entre las fuerzas puras que rigen su naturaleza: las del "Bien" y del "Mal"; y sus valores éticos, más o menos encubiertos, suma y compendio ineludible de una de las que sin duda sea su más imperiosa necesidad, y que procede en línea recta de ese otro "ímpetu puro" y no menos complejo que de igual forma ha condicionado de por vida su felicidad o infelicidad: el urgente deseo de amor; y, por extensión, de comprensión y afecto.


"La princesa María se había encerrado en sus aposentos, donde la asistían sus doncellas... Soldados griegos o alanos de procedencia ignorada y sin banderas, sorprendían en la cama o en la calle a los almogávares descuidados y los pasaban a cuchillo... Rocafort concentró algunas fuerzas y acudió a Gallípoli, donde estaba también Berenguer con unos trescientos hombres de a caballo procedentes de Orestiades... La princesa María seguía encerrada en sus habitaciones. Alrededor del torreón que ocupaba se sentía un gran silencio y un gran estupor. La joven viuda no lloraba, según sus doncellas. Iba y venía como un fantasma, y, de vez en cuando, repetía en voz alta: "Roger no vive". Aunque el hecho era terriblemente claro y concreto, a veces pensaba que todavía podía tratarse de una noticia falsa... El signo más funesto le parecía la presencia de un ave de presa en lo alto del torreón dando día y noche graznidos lastimosos. El príncipe Miguel había enviado algunos escuadrones ligeros para que dificultaran la concentración de los catalanes y los hostilizaran en Gallípoli... A los tres días la princesa María dio señales de vida llamando a sus habitaciones a los tres capitanes más importantes. En aquellas tres noches sin dormir, se había marchitado bastante y sus ojos lucían como los de un lobezno hambriento. Hizo llamar también a los escribanos y delante de ellos dijo que en nombre de las casas de Paleólogo y de Azán declaraba que su tío el Emperador y su primo el príncipe Miguel eran traidores a su patria y a los intereses de la cristiandad y que merecían guerra y muerte. Parecía dolida y débil, pero tenía arranques de inesperada energía. Se acercó a Berenguer: "Sé que habéis enviado una embajada a Andrónico. No es hora de embajadas. ¿Sabéis lo que hará con los seis hombres de la embajada? Les hará cortar la cabeza, y puestas las seis en seis jaulas las exhibirá en los pilares de la Catedral. ¿Qué necesitáis todavía para ver la verdad? ¿No veis que ellos son hombres que visten oro y damasco para cubrir la mugre y que sonríen para disfrazar el odio y la sed de sangre? Yo los conozco porque soy como ellos. No creáis que estoy hablando animada por el amor de Roger. No. Lo odio a Roger en este momento y os odio a vosotros... Yo he querido a Roger y os he querido a vosotros, que arriesgabais la vida a su lado. Todo se acabó. Sin Roger soy la princesa María Azán de Bulgaria y Paleólogo. Soy sólo el amor que vuelve sobre sí mismo teñido de sangre sin conocer ya al amado... Ahora quiero gritar, pero la voz no me obedece. Y os odio. Odio a Roger, que entre la muerte y las palomas de Bulgaria eligió la muerte. Os amo y os odio... Destruid todo lo que no va a ser útil para la venganza. Matad a los hidalgos y nobles alanos, masagetas, comedores de peces, romeos traidores, turcopoles cobardes. Convertíos en los grandes criminales que se salvan después de haber contado sucesivamente las víctimas de sus crímenes. Yo iré con vosotros... Os amo también y os odio lo mismo que a Roger, quien prefirió la muerte a la dulzura de estos brazos míos. Andrónico tiene muchos hombres flojos... Todos lo odiarán cuando yo grite mi odio a pleno pulmón sobre los campesinos, los artesanos, los comerciantes y los soldados. Tiene Andrónico un párpado caído que tiembla. Tiene una voz de muchacha malcriada. Todos los caminos son de él, ahora, pero todos están mojados de sangre. Id a limpiarlos y a reconquistarlos. Los embajadores no volverán ya nunca. ¿Cómo es posible que tengáis confianza en Andrónico todavía? Yo lo conozco igual que conozco a mi madre y me conozco a mí, y sé que ahora está volviendo el lado abyecto de su naturaleza, igual que voy a vivirlo yo desde ahora."



Como si de una inocencia de infancia se tratase, pero a la que penetra indefectiblemente ese viejo dolor humano que nos es tan caro, "Bizancio", impactante novela, surge de repente por entre los pilares caídos donde una vez hubieron palacios, desamparos de civilizaciones marchitas, presencias urbanas que alcanzaron cierta conciencia estética. Idiomas con precisiones de una veracidad desesperada y un olor íntimo de amor y afectividad, capaces de no morir desvalidos en el decurso agónico del olvido, y de incorporarse a una celebrada concreción de imágenes literarias que rebasarán la sorda acústica interior del tiempo transcurrido. Ramón J. Sender oye cada latido, no dejará tras de sí ninguna carga de agonía, palpará el añoso sol que iluminara con promesas de eternidad otras vidas que también dialogaron en sus sillones gloriosos y efímeros. Es una pluma ilustrada de hombre que no detiene su camino y se remonta de nuevo hacia el gigantesco templo cuyos muros rotos se iluminan con el encendido velón que aporta la ceremonia literaria. Lindes que se abren a la presencia de unas realidades que colmaron las promesas del mundo de los hombres, la exaltada confianza en sí mismos, que es lo mismo que decir "en todo". Es la historia que vuelve, como imantada en el aturdimiento de sus sucesos. Que recorre la sensibilidad del paisaje, alborotada por el viento de su prosopopeya; sumida en su luto señoril, en la sangre de sus hijos levantiscos, en el amor que quema en una luz de miel, en el ahínco de unas manos de madre vieja. Y que, dejando de sentirse extraviada, adquiere categoría de flamantes ansiedades, aquellas que pasaron como gritos afilados, duros como piedras, pero que también participaron de la hermosura, de la armonía de las palabras, de la delicia de holgarse con lo que nos cuentan. Historias talladas en lumbre; glorificadoras de la locura de los hombres que forjaran sus epopeyas, guerreras o culturales, y que durante siglos recorrieran los pórticos del tiempo frente a los cuales no se perdieron ni un ademán, ni una palabra. Sed y agua de la historia, siempre tan necesitada la una de la otra, consintiéndose, unas veces rebatidas, pero siempre apetecibles. Y que, si hubiesen sido postergadas, habrían adquirido esa condición mortecina, esa ansiedad recóndita de una sed que nunca habríamos podido saciar.



Ramon J. Sender: Había nacido en Alcolea de Cinca (Huesca), el día 3 de diciembre de 1900. Sus padres, José Sender, secretario del ayuntamiento, y Andrea Garcés maestra, dedicaron no obstante su existencia a la explotación como terratenientes de una pequeña propiedad rural. Tras ser educado en el Colegio de la Sagrada Familia de Reus, cursó estudios de Bachillerato en los Institutos de Zaragoza y Huesca. Ya adelantamos que se costeó su licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid empleándose, primero en Zaragoza, a los catorce años (prescindiendo así de la ayuda familia, y a fin de huir de la insoportable autoridad paterna) como aprendiz de farmacia, y luego en la capital española. Una vez incorporado al servicio militar, fue destinado a Marruecos. Entre 1922 a 1924, tomó parte activa en las acciones bélicas emprendidas por el Gobierno Español. Fue ascendido a oficial de Infantería, y se le concedieron condecoraciones. "Imán", su primera novela, que data de 1928, y que fue publicada "en inglés", con los títulos de "Pro Patria" en Estados Unidos, 1934, y "Earmarked for Hell", 1955, en Inglaterra, recoge sus más terribles experiencias en la campaña de África. Acusado de conspirar contra el Gobierno del General Primo de Rivera, fue encarcelado. Durante la República, rechazando muchos de los cargos oficiales que se le ofrecieron, aceptó, no obstante, formar parte del Consejo Nacional de Cultura y de la Alianza de Intelectuales para la defensa de la Democracia. Visitó París y Berlín en 1933 y 1935. Casado en 1924 con Amparo Barayón, la guerra le sorprendió con su mujer y sus dos hijos, Ramón de dos años y Andrea de seis meses, en el pueblo segoviano de San Rafael. Al ser ocupados por los insurgentes franquistas, decidieron separarse. Amparo y los niños se dirigieron a Zamora, y Sender, atravesando el frente Nacional, se incorporó como soldado a una de las columnas republicanas que llegaban desde Madrid. Su esposa y su hermano fueron torturados por los Nacionales, al no poder apresar a Sender, y murieron el 11 de octubre de 1936. Pudo recuperar a sus hijos, que habían quedado desamparados en zona franquista, en Bayona, por medio de la Cruz Roja Internacional. Dejándolos al amparo de dos jóvenes aragonesas, marchó a Barcelona, esperando ser enviado al frente de Aragón, en el río Segre, con las tropas anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). El entendimiento entre comunistas y sindicalistas pasaba por uno de sus peores momentos. El ofrecimiento de Sender para luchar bajo su mando fue rechazado. Se exilió primero a Francia, a continuación a Guatemala y México, y llegó a Estados Unidos en 1942. Casado un año después con la traductora Florence Hall, se divorciaría de ella veinte años más tarde. Murió el 16 de enero de 1982 en San Diego, California (USA).

lunes, 11 de agosto de 2008

Dionisos, el sátiro de Naxos




Autor: Tassilon-Stavros


Palimpsesto Alejandrino





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DIONISOS, EL SÁTIRO DE NAXOS


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Naxos, gleba ígnea. Rizoma de vides y ruta de limonares. Cresta de montes. Costa de olas suaves.

Oteros y ramblas que procrean aceitunas y nueces. Ondas tenues, como cordones de encajes.


Subterráneo sacrosanto, sustento de semillas. Suaves lomas. Oleaje de tierra entre fértiles llanos.

Dionisos, venial y lene. Voluntad intemperante. Ocios festivos entre el huerto cerrado de Naxos.


Grana la uva. Sutilidad del ingenio. Triunfal vestidura que Dionisos tiende junto al fruto de la vid.

Cuadro desenfrenado del sátiro. Acción eurítmica. Tripudio del dios sobre aquel gozo sin fin.



Mielecilla aromática. Esencia misteriosa del vino, música voluble entre las piernas del dios etílico.

Armonía y perfumes de la mies del pámpano. Almizcle agridulce. Escanciada orgía y río mítico.


Danza el hijo de Zeus y Sémele frente a los terrazgos ubérrimos de Naxos. Juguete de las olas.

Playa de voluptuosas Ménades. Ariadne, la hermosa, duerme el sueño de su abandono, a solas.


Hija de Minos. Confines orientales de Creta. Egeo, ruta de su pecado. Mar almenado de deseo.

Proeza del deleite. Propileo nefando del Laberinto, donde palpitó desnudo su héroe Teseo.


Ovillo salvador en el dédalo sibilino. Santuario de holocaustos. Del Minotauro diezmo sagrado.

Diole muerte el rey de Atenas, hijo de Egeo y Etra. Tras ellos truena el intercolumnio murado.


Vanas sutilezas del amor de Teseo. En Naxos, el héroe ateniense a la bella Ariadne abandona.

Y en su playa queda dormida. Perla para quien no la tiene. Súbito clamor que Dionisos entona.


Todo en ella semeja tierno. Ariadne, lumbre de miel, frente a la crin tendida del pacífico oleaje.

Cantan los retóricos. Delirante holgura de todos los encantos. Exenta del misterio de su vasallaje.


Ante Dionisos, el dios etílico, licencioso fiador de Naxos, la hija de Minos prosternóse sollozante.

¡Ah, goce no catado de nuevos perfumes! Y allí mismo la sedujo, como a estrella azul y anhelante.


Naxos, verdoso turbante de lino, que la antorcha del sol devora. Onda que lanza su postrer llanto.

No más este bojear. Matriz y calma inmortal de dos amantes. Campo de olvido. Arpa de mi canto.


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domingo, 10 de agosto de 2008

El reino de los réprobos

Autor: Anthony Burgess

"... Varias cristianas desnudas fueron obligadas, en sucesión, a cabalgar un vigoroso toro blanco. Si el toro era Zeus, la función resultaba en parodia blasfema. Pero la blasfemia se mitigaba un tanto cuando las Europas caían a tierra, gritando, y allí les daban la vuelta y las pasaban a cuchillo. "¡Mira! ¡Que mires!", ordenaba Nerón a Popea. Ésta se había cubierto los ojos con el velo. Cuando lo hubo retirado, el rostro se le distorsionó en una náusea. En seguida abandonó el palco imperial, vomitando de paso encima de Tigelino. Hubo quien se dio cuenta, y se levantó una débil oleada de aprobación, cabe suponer que entre las mujeres plebeyas. Nerón, encolerizado, le lanzó un salivazo a Cayo Petronio... Aquella noche, el emperador, en su lecho solitario, tamaño como una barcaza, soñó con el infierno. Se despertó con un grito y pasó en vela lo que restaba de noche, bebiendo -muy tristón- vino caliente sin rebajar. Estaba de muy mal talante cuando se reunió con Popea en la mesa del desayuno; y ella le soliviantó la difusa rabia, concentrándosela, cuando se puso a despotricar contra la bestialidad de los juegos. "Tú y tu pueblo romano. Con espasmos bajo las togas, ante una degollina de mujeres y niños. Qué fácil resulta sacar a relucir la fiera que todos llevamos dentro, ¿verdad?. El Imperio Romano invade la historia y trompetea el triunfo de la razón. Pero es el trompeteo de un elefante suelto y salvaje. Llevamos dentro a las fieras, y tienen nombres, pero el mío no va a estar entre ellos... Llevo en mis entrañas a quien puede ser el próximo Emperador de Roma. No me queda sino rogar a dios, cualquiera que sea, para que por sus venas corra más sangre de mi familia que de la tuya"... "De tu familia ¿y de qué otra? ¿De la de algún barbudo mascullador de conjuros hebreos. Has probado la carne incircuncisa, y no con disgusto, supongo. Me hago la misma pregunta de todos los padres: ¿cómo puedo estar seguro?"... "El niño es tuyo, para mi vergüenza. Dios quisiera que fuese de otro"... "¿Dios, verdad? ¿Qué dios? Eres una puta y una asquerosa desertora. Has puesto nombre a la fiera, ¿no? Pues sigue poniéndoselo, sigue"... Sobre estas palabras Nerón derribó de un golpe a Popea y, teniéndola en el duro suelo, le pateó con alevosía el vientre. Ella se retorcía y aullaba, y luego cesó. Nerón le aplicó el último puntapié... Estaba en el lado de la destrucción. Todo podía permitirse menos el miedo y la piedad. Para captar la dignidad existente en el impulso de destrucción había que situarse en el contexto de una especie de lucha cósmica. Ahí fallaba la religión de los romanos. Había algo sagrado en el enfrentamiento con Dios"



El lenguaje que reinventara
John Anthony Burgess Wilson, [Harpurhey, Manchester, Reino Unido, 25 de febrero de 1917- St. John's Wood, Londres, 22 de noviembre de 1993 a la edad de 76 años], ya no podía dar más de sí. Arquetipo, el de su literatura, escasamente idealizado de unas épocas pretéritas, que se sumergen en la brumosa noche de los tiempos a través del más burdo rebullicio, tratando de hallar en esa oscura niebla del pasado, con todo el poder de sus grandes fallos y anacronismos, una reconstrucción histórica enfervorizadora, en este caso, de los atrios de Occidente y del Próximo Oriente, sin enflaquecer jamás su rigor; apercibiéndonos, con cierta desaliñada presencia, del pregón de una liturgia que siempre promete más repulsión que solaz; que jamás reprime el aciago rugir de los odios raciales entre sus cohortes farisaicas; el cepo de acechos de sus "Sanhedrines" escrupulosos y vengativos cuyos fallos de muerte se pronuncian a la luz del día en la llamada "Casa de la Justicia"; de sus levitas y rabbis a quienes les está vedada toda misericordia ante la santidad de Israel, siempre anunciada por el servicio divino de sus inmolaciones, o de sus eternos profetas quebrantadores de leyes. Y de la barbarie "lícita", antojadiza y exaltada de las multitudes ciudadanas; de sus mezquinos, sibaritas y nauseabundos "gentiles romanos"; de los sicarios homicidas que acompañan a crueles y enloquecidos emperadores, capaces de necesitar el incendio de toda una ciudad como Roma, al igual que menesterosos de un éxtasis que los esclaviza, que buscan la emoción de la divinidad en el pregón que les desnuda gloriosamente dentro de su oscuridad, y que se entregan delirantes al festín de la muerte cuya potestad mana de la misma sangre en memoria de Roma. Antorcha que una una vez se encendiera para alumbrarnos con sus enseñanzas, y que, como segur que amputa la raíz de los árboles, sajara el fulgor de su grandeza y de sus pórticos de gloria con el desatino, el salvajismo y el horror más extremo; la brutalidad pecadora de sus desdeñosos dioses (humanos o marmóreos) que también apetecieron de la holgura de sus velarios enguirnaldados para gozo de artífices y retóricos, de carnes triunfales y solemnidades maestras; y que, tras embaucarnos con el poder de una magia civilizadora de pueblos, escondieron dentro de sí ese embrión de voraz fiereza que posee el león.
 

 

Mirad ahora, afligida o impacientemente si queréis, hacia esas rutas recónditas de la historia, y abrid vuestros brazos a sus insignias inquietantes, porque Burgess (que increpa por igual al mundo pasado como al futuro -ahí está "La naranja mecánica") es como el taumaturgo que nos observa detenidamente con las pupilas alzadas, hasta que veamos fermentar ese manto azul de los cielos del pasado sin ofrendarle una mirada de consolación. Es Simón Mago que ha resucitado. Que se revuelve con enojo, y glosa los mismos pensamientos de quienes gritaron en sueños las efímeras grandezas de la historia, mostrándonos a sus hijos lisiados, y los foscos pasadizos por donde pasaron los hachones iluminadores de sus maldades, de sus asertos y errores: los pontífices intransigentes, turbulentos como Anás y Caifás, los mártires absurdos como Esteban el griego, los siervos sufrientes, angustiados, que se asombraran de sus propios milagros, como Pedro el pescador de Galilea, o los obcecados intolerantes como Pablo de Tarso. Y las degollinas vesánicas de sus Herodes, de Tiberio y Calígula, las voracidades inconscientes y no por ello menos homicidas de su Nerón, pueril cantante que se exhibe ante los ridículos y mediocres auditorios triunfales del Imperio, las viperinas consolaciones lúbricas y envenenadoras de su Mesalina y Agripina, las cansadas bellezas filosóficas de su Séneca, los hastíos conmovedores, condenatorios e irreconocibles de sus Popea, y los mandatos cruentos, ensangrentadores, de su Sejanos y Tigelino, o las raposas hipocresías de su pudiente y amanerado Petronio.


Burgess
, como Simón Mago, ave que protege sus crías, se lanzará al vacío de cuanta brutalidad acoge su "Reino de réprobos"; se elevará llameante de vestiduras que se derretirán podridas por el sol, y se desgarrará bestialmente en los breñales que ocultan su saber apócrifo. Su altar de magias inventadas quedará en ruinas. Pero antes de que los huesos de este gigante mutilador de la "presea" histórica queden astillados y que los buitres acaben por roer su violentada cabeza, nos exaltará todos los apetitos viciosos de un mundo que, aunque capaz de hacer suya la voluntad de la muerte, siempre se curará de la desgana de vivir. Premiará nuestras complacencias de lectores empedernidos concienciándonos con la emoción de un nuevo "profeta del siglo" que habrá de sepultar ya sus oídos y sus sollozos en la muerte, a fin de que jamás escuchemos a los amonestadores, fanáticos y gazmoños ancianos circuncisos del Sanhedrín, ni que prestemos atención a los tartamudeos chocheantes del feble Claudio, ni a los sofismas obcecados del epiléptico y visionario Pablo, ni a las bravatas pacificadoras pero no menos sanguinarias de Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano y Tito. Y acabará, no obstante, por advertirnos sobre el mando violento y carroñero de estos "Procuradores" de la historia, que cambiaran sus blancas togas adornadas por el sayal negro de la parca, como esqueletos en actitud de vida que ya nunca jamás permanecerán callados, sino que seguirán atravesando los campos esperanzados de Europa con ese hachón sinuoso y lúgubre que deja en pos de sí mucha más negrura.
 
 


"... Bajo un cálido sol, Galba se encontró frente a un escuadrón que tiraba de las riendas, levantando gran cantidad de polvo... Vio en seguida que un pelotón de tropas germanas acudía a la carrera: "¿Qué es esto? ¿Qué queréis de mí? No me gusta vuestro aspecto. Vamos a ver, ¿acaso no somos camaradas de armas? Vosotros sois de los míos, yo soy de los vuestros." Aquello sonaba a una de esas canciones populares cuya trivialidad habría suscitado el desprecio de su predecesor, Nerón. El oficial al mando emitió un áspero sonido, y todo se trocó en cascos y en sangre... El cadáver ensangrentado quedó a merced de los fagocitos. Un soldado raso tuvo la vaga idea de que podía sacar algún dinero por la cabeza. La cercenó sin dificultad y luego soltó una imprecación, porque no había por donde cogerla, dada la falta de cabellos. Hundió el dedo en la boca sin dientes y lo engarfió al duro paladar. Luego la llevó en alto y agitándola, hasta los alojamientos principales de la Guardia Pretoriana. Oyó vítores. Sobre recios hombros alzaban a Otón. Un nuevo César. ¿Cuánto duraría?... Aulio Vitelio, alto de cuerpo, cincuentón, con una panza tan desproporcionada que parecía postiza, se hallaba en su campamento del bajo Rin cuando recibió la noticia del nombramiento de Otón. El tardo cerebro de Vitelio, inveteradamente nublado por la grasa de su grosera alimentación, inquirió a su ayudante Severo: "¿Cuánto tiempo lleva Otón en poder?"... "Unas semanas"... "¿Quién lo ayudó a ocuparlo?"... "¿Conoces a Tigelino?"... "Conozco a ese hijo de puta"... El ejército de Vitelio entró rugiendo en el campamento, arrasándolo bajo un cielo alto y rojizo. En la tienda de Otón hallaron su cuerpo, impecablemente apuñalado. Al igual que otros muchos personajes de mi relato, era completamente calvo, había llevado un bien esculpido postizo que disimulaba su condición incluso a los amigos y las concubinas. El rostro, por encima de la herida, iba pasando de la contorsión de la muerte al profundo relajamiento de la paz. Sobre la frente se repartía el pelo, muy bien colocado. Fue lo que se llamaba una muerte romana... A dentelladas se abrió Vitelio el paso hacia Roma, devorando los racimos votivos que los hombres del campo con humildad le tendían, hundiendo los romos dedos en las sandías, reclamando a grandes voces que le sirviesen carne asada en los tenderetes camineros... Tigelino estaba repantigado en un baño de lodo burbujeante, cuando le llegó la noticia de que no ya sus días, sino sus horas, estaban contados. Tigelino asió la navaja, murmurando entre sí: "Bueno, Neroncito, lo tuyo no estuvo mal. Acorde con tu naturaleza. Yo siempre le fui fiel a la mía. He sido malo, Nerón. Enteramente malo. (Hay quien jura y perjura que vio con sus propios ojos a Tigelino acercar la antorcha a una expendeduría de aceite, toda ella de madera seca, justo al norte de los Huertos Servilianos, en el Aventino, donde se originó el gran incendio de Roma) Esto, por sí mismo, debería bastar para que algún dios me mirase con ojos complacidos. Algún dios, llámese como se llame. Del barro procedo. Y en el barro estoy. Por fin" Se tajó profundamente ambas muñecas y se quedó mirando, con una especie de admiración, el rico flujo de sangre roja. "Al barro vuelves, Tigelino"... El centurión y sus soldados observaron la panza de Vitelio e hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza: "Mensaje importante de Vespasiano. Quedas bajo custodia hasta que él llegue". Le ataron las manos a la espalda, le pasaron un lazo por el cuello y lo sacaron a rastras del palacio, lloriqueando, desesperdamente necesitado de algo que llevarse a la boca. Le arrancaron la ropa, acuchillaron el cinturón de cuero y arrojaron el oro a la muchedumbre. Luego lo llevaron a patadas por la Vía Sacra, camino del Foro. La multitud gritaba hijo de puta barrigón. Los soldados jugaron con él, puñalada por aquí, estocada por allá. En las Escalinatas Gemonías le abrieron la barriga. Luego arrojaron el cuerpo al Tíber. Quedó flotando un rato antes de hundirse haciendo gluglú..."


Otros autores, como podían haber sido Henry Sienkiewicz, [1846-1916], (que, por supuesto, no llegó a conocer a Anthony Burgess), o Mika Waltari, [1908-1976], (que sí), fueron capaces de afianzarse en el funcionalismo expresivo de la narrativa histórica, sin perder un ápice del radiante impacto mitificador de sus espectaculares apoteosis literarias. Y sus obras se expandieron con una destreza y maestría admirables por entre ese gran patrimonio que nos legara el clasicimo, ilustrado por la estética y cierto rigor de veracidad (no siempre) como atuendo característico incapaz de profanar los suelos sagrados de los más gustosos regodeos históricos de los hombres. Y así se inspiraron, inventaron y experimentaron atrevidos recursos narrativos que se incorporaron de una manera lógica y madura al lenguaje de la historia, aunque muchas veces se hallasen inspiradas por la hipertrofia más formalista. A despecho de ellos, o por lo menos de Sienkiewicz, (si éste hubiese podido adentrarse en el brutal universo histórico del autor inglés), Burgess intenta dinamitar concienzudamente en sus escritos las bases de una especie de desmesurado y apasionado llamamiento a la crueldad y el asesinato, que, por supuesto, pueden arrastrar hacia la animosidad a muchos lectores tranquilos de espíritu, que jamás aceptarán la historia (ya se encamine hacia el bien, ya hacia el mal) como testimonio de un desatado torrente de barbarie, muy lejano de su venerable arqueología (en la que cabe desde su gran universo religioso hasta la mayor potencia corrosiva que siempre engendrara el poder entre los hombres). Arqueología, al fin y al cabo, como decíamos, de una humanidad "vivita y coleante", casi perennemente coronada por un tentador homenaje a su debilidad y a su no menos infantil vulnerabilidad; y que tuvo la virtud (quizás la única) de poner en marcha, como únicos resortes de su salvación, los ciclos terroríficos de su propia autodefensa, convirtiéndose en el patético oratorio de tantas sociedades que, valiéndose de las ceñudas y homicidas muecas de sus jueces, sacerdotes, pontífices, reyes, y hasta de su propio pueblo llano, acobardado en su ignorancia, y aterrorizado por su mismo fanatismo e intolerancia, se vieron atrapados como ratas por entre los callejones de un mundo que jamás llegaron a comprender. Hombres y mujeres que conformaron la geografía escénica de su vampirismo destructivo, de sus desigualdades dolorosas, de sus desviaciones satánicas, de sus aberrantes y turbios fetichismos. Y en cuyo larguísimo decurso el sórdido drama de la degradación moral del ser humano ofreciera las mil piruetas de sus interminables intrigas melodramáticas, polarizadas con mayor frecuencia hacia el sadismo más tendencioso, desenfrenado y corrupto. Sistemático holocausto personal, conducido por una especie de himno cósmico hacia el Mal, del que acaba desprendiéndose una visión, casi zoológica, del hombre simiesco, tan sólo capacitado para pulular eternamente por un mundo carente de sentido.



Entreguémonos, pues, (quien lo desee), como lectores contumaces e inhibidos, a corroborar nuestra flaqueza y debilidad de hombres; y asintamos en la eficiencia crítica y arrasadora de "El reino de los réprobos": Que los sacerdotes que fueron capaces de remover los signos afanosos del tiempo, prosigan aquietando las turbas. Que los compungidos, que aparentan sumirse en una conturbación disimulada y ritual, alcen sus manos enjutas, consulten con dudas de resquemor y animosidad cualquier sumisión maquinadora de la verdad que pueda poner en peligro sus doctrinas. Y que avancen tendiendo sus insignias intolerantes los esclavos del púlpito, que basan sus sutilezas en ciertos conceptos aprendidos y nunca dilucidados; que se eleven las carcajadas de los "gentiles" entre las atildaduras y los remilgos de la prosopopeya y la erudición que jamás acaban de enmendarse; que se sigan recreando las cruzadas del delito, mientras en cada hombre y en cada pueblo que haya visto florecer una verdad ascienda un bostezo frente a los oficiantes y verdugos que se humillaron acatando la "jurisdictio". Y que, finalmente, los que se llamaron "Ungidos", capaces de arredrar a las multitudes, y de fingirse portadores del júbilo de la equidad entre las criaturas humanas, como embaucadores que se encumbraran por mesías, "¡mueran nuevamente de muerte!".


"Tránsito Histórico" de la mañana y de la noche. Santidad que acuchilla. Hambre de delicias. Olimpo de mercedes. Súbditos amotinados frente a los Templos de la ingratitud. Dedos cuajados de anillos, entre picas, yelmos, tiaras, turbantes y báculos de reviro recamado. Bóvedas de la elegancia. Umbría de los claustros. Aras domeñadoras. Oprobios de la quimera. Aullar de la plebe. Acecho del odio. Destello de la ambición. Bocas de héroes parlanchines. Hazañas de lodo y mugre. Concubinatos de la injusticia. Liviandad oculta. Tránsito fatídico de los Imperios que no pudieron jamás confirmar todas sus sentencias...
 


Habría, pues, que preguntar: "¿Por ventura eres galileo, Rabbi Burgess, que así huyes de Roma?" Y él, como sabedor de todas las lenguas, elocuente en la plática helenizada, como caballero y magistrado de algún añoso Imperio, cuya boca acusadora jamás oscureciese el coloquio impulsivo de los viejos curiales inculpadores, volvería a los juicios aprendidos de los sofistas y de sus lecturas: "¿Qué decir de esa Roma, sino que se halla en gran menester de redención moral y que su ocasión ha pasado? ¿Y qué decir de la corrupción de este escritor, que reconoce dejarse fascinar, groseramente, por la crónica de los abusos cruentos, retrasando cuanto puede el retorno a las vidas de la gente común, de la que barre el suelo, come pan, hace decente amor conyugal, desempeña sus humildes cometidos dentro de la comunidad, y despierta más bostezos que admiración en cuanto se trueca en objeto de un libro? Dios, si existe y no está de acuerdo con Nerón o Petronio, puede que no comparta esta opinión. Pero el lector no es Dios."


 


John Anthony Burgess Wilson. A la edad de un año perdió a su madre. En los años 50, poco después de la guerra, se había trasladado a Malasia en compañía de su esposa Lynne. Allí ejerció de oficial de Educación. En 1959 sufrió un colapso. Al mismo tiempo se le diagnosticó un tumor cerebral inoperable. Viendo acortadas ya sus posibilidades de vida, se retiró de la enseñanza, y se dedicó a escribir incansablemente, conviviendo con su enfermedad. En un año sacó adelante cinco novelas "y media". El diagnóstico augurador de su inmediata muerte jamás llegó a confirmarse. Su larga existencia, que acabaría a raíz de un cáncer de pulmón el 25 de noviembre de 1993, hallaría su consagración en los llamados "influjos benefactores" que toda actividad artística puede ejercer sobre la salud humana.
 



"A clockwork orange" ("La naranja mecánica"), esa "media" novela ahogada por la negrura áspera e invasora de su cercana muerte se convertiría en su más afamada obra literaria. Según el propio Burgess, él y su mujer, durante la II Guerra Mundial, fueron asaltados por cuatro soldados estadounidenses en las calles de Londres. Víctimas del robo, su esposa, que se hallaba embarazada, sufrió un aborto a causa de la violación y paliza recibida. Todo ello inspiraría la firmeza amarga y la incisiva crueldad del libro. Seres humanos corrompidos por la represión, la manipulación religiosa, y los sistemas políticos. La libre voluntad y la moral se quedan en el camino como alones heridos que ya jamás podrán alzar el vuelo. Autor de críticas literarias, ensayos sobre Shakespeare y Joyce. Llegó a publicar más de 50 libros. Muchos de ellos novelas de un acerbo escalofriante, que pueden pasar de una crudeza borrascosa y grosero lenguaje a una causticidad rayana en la grandeza y sublimidad semántica. Entre su larga lista de obras se incluyen "The wanting seed" "One hand clapping" "Honey for Bears" "Nineteen eighty-five" ("1985", inspirada en "1984" de George Orwell) y "The kingdom of the wicked" ("El reino de los réprobos") Su gran pasión, antes de dedicarse a la literatura, había sido, no obstante, la música. Fue autor de dos Sinfonías, varias Sonatas y Conciertos, alcanzando justa fama como compositor. Políglota dotadísimo (llegó a dominar el malayo, ruso, francés, alemán, español, italiano y japonés, y poseía grandes conocimientos de las lenguas hebrea, china, sueca y persa) Creó un lenguaje ficticio, el "Ulam", para el film de Jean-Jacques Annaud "En busca del fuego", 1981.
 
 

domingo, 3 de agosto de 2008

Ulises hacia la infinitud


Autor: Tassilon-Stavros


Palimpsesto Alejandrino

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ULISES HACIA LA INFINITUD

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Egeo, túmulo de Troya, muerte que el mar mece. Manto de patéticas sombras.

Propileo de los héroes, que llamaron a tu puerta. Trono ingenuo, polvo entre las frondas.


¿Quién sería aquel rey ladino? Vendaval de Ítaca. Trueno de vuestra duermevela.

Corcel tallado en nicho de sierpe. Sepulcro que mata. Deidad leñosa de infantil cabezuela.


Ulises, faraute de la Hélade. Voz infinita. Juguete del tiempo huido. Silueta en roca yerma.

En lo fosco, Egisto. ¡Ay, Argólida!, verde sombra. Cae Agamenón, extinto sobre la yerba.


Vano afán. Ave de mar entre playas del mundo. Rumbo perdido en su vasta profundidad.

Muerte que todo lo ignora. Ríe el ocaso marino. "¡A Ulises, ola homicida, Ítaca ocultad!".


Clamor del mensaje divino. Un reino de cíclopes, gala del horror, donde las fuentes callan.

Lejos, el Jónico, agua de plegarias y cánticos. Polifemo, ira hacia el extraño. Sus afanes claman.


De Poseidón nacido. El cíclope será cegado. Sacrilegio de santuario. Ulises a suplicio condenado.

Países remotos y mares apocalípticos. Un dios exige. "¡Hijo de Ítaca, jamás serás purificado!"


Avidez de Circe. Isla hechicera donde el hombre pierde su forma. Detiene su galope Poseidón.

Aúllan los perros. Ulises salvo. Hermes la planta mágica concede. Circe olvida. Su amor es el don.


¡Oh sirenas que devoráis al náufrago! ¡Dulce oreo de las hijas de Aqueloo y Melpómene la Musa!

La nave se agita. Cera para el silencio. "¡Atadme al mástil! La sordera será nuestra excusa".


Escila y Caribdis, onda tenebrosa del remolino. "¡A Ítaca vuelvo, olas temblad!". Granó un lucero.

Nace el día, medra el deseo. Devorado el buey del Sol, Zeus ordena: "¡Volad ráfagas de acero!"


Sosiego. Forma infinita del mar, que diste muerte a los marineros... Y de Calipso ofrecimiento.

"Soy tu ninfa, navegante" "Y yo aquél que no tiene forma; pobre soy, ábreme el portal del tiempo"


"Salí de un sueño, laberinto cruel entre aguas vivas, Poseidón y Zeus, odio de dioses malditos".

"Ítaca, patria mía, dejé ruinas de un Imperio, venda de olvido sobre mis ojos marchitos"


Penélope, esposa en clausura. Lar íntimo que en amor desfallece. Hoy objeto de pretendientes.

Lana de Mileto. Promesa que teje y desteje. Ulises mendigo. Arco y bronce: ¡efigie de muertes!.


Recuerdos y crónicas. Fugacidad del tiempo. Avidez del cuerpo. Ítaca, canto de amor y profecías.

¡Ah!, Ursa Mayor, palio del sueño, puerta de la luna. Ulises y Penélope sobre el ponto refulgían.


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