domingo, 16 de marzo de 2008

Sónnica la cortesana


 
 
 
 


Autor:
Tassilon-Stavros

"El caudillo se despojó del casco, dejando suelta su cabellera de gruesos rizos; agarró después la cabeza de Terón por su ensangrentada melena, y poniendo un pie con ademán de vencedor sobre el cuerpo del sacerdote, la enseñó a los que ocupaban las murallas... Se mostraba majestuoso con la espada en la diestra y avanzando el otro brazo, que sostenía la cabeza del gigante. Sobre la oscura tez relampagueaban de orgullo sus ojos, brillantes como los discos de metal que pendían de sus orejas... Los sitiados lo reconocieron, y un grito de sorpresa y de rabia corrió a lo largo de la muralla: -¡Anibal!... ¡Es Anibal!..." {Vicente Blasco Ibáñez}



En 1901, Blasco Ibáñez, con 34 años, vaga frente a las llanuras del gran Mediterráneo, "azul a unas horas, verde a otras, o de color violeta" (nos cuenta él mismo). Se dice, con el entusiasmo del novelista incipient
e que estudia Derecho, que halla mayor seducción en su vagabundeo por los campos o por las orillas mediterráneas que en las verdades, tantas veces discutibles, que ofrecen sus libros de estudio. Los senderos de la huerta valenciana, mil veces recorridos, le abren a una roja colina, frente al panorama de la Sierra de Espadán, cuyas montañas se escalonan en descenso hasta el mar. Sabe que la cumbre ha sido hermosa: ¡allí, sobre el azul del horizonte, está Sagunto! Y que referirse a él es referirse a un pasado de resonancias íntimas y enfebrecidas, porque entre aquella inmensidad cincelada de la colina se columbra la muralla postrada, que hoy se rememora sin apenas recuerdos. Porque acaba de descubrir un paraje deleitable dormido entre los años. Y que, como por antigua posesión de linajes paisajísticos, allí se multiplicaron barrocamente semillas y aromas de frutos, de amuletos y marfiles, de mármoles que parecían de plata, de prados en zumo que formaran un hondón fundido con el lejano murmullo del mar. Y que más allá de las pronunciadas laderas de viñas o del estremecimiento rumoroso de los olivares de antaño, se estremecía un tránsito de bosquecillos olorosos, que, en otros tiempos, frente al trasiego portuario, entre el casalicio y las bodegas, dejaba tras de sí la magnificencia griega del Templo de Afrodita, cuyos peldaños de mármol azul arrancaban desde los muelles y morían de la delicia mediterránea.




Desde la realidad tranquila del siglo XX, a Blasco Ibáñez le faltaba coincidir consigo mismo en su emoción de historiador y novelista; y a través de su infinita capacidad de sentir, sirviéndose de los resultados de su iluminada voluntad, entregarse, en cuerpo y alma, a un distante misterio, fugazmente recuperado: "Algún día, cuando llegue a ser novelista, escribiré sobre ti, Sagunto, describiendo tu sacrifi
cio..."



Enlazar imagen con palabra. Revolotear en caprichosa oleada sobre los despojos del tiempo. El autor valenciano sabía que la abundancia y salud de las fuentes históricas de un pueblo son bienes nómadas, cuidados y alimentados por la imaginación, y que para participar de las épocas antiguas, hay que s
entir la emoción de sus jardines, de sus lejanías, de su espacio. En la promesa entusiástica que el joven aprendiz de escritor se hizo a sí mismo, mientras se tendía en la playa a la sombra de los cañares que bordeaban las acequias de la huerta, bullía la infinita propiedad de la contemplación... Blasco Ibáñez despierta, trabaja, come y reposa en un antojo, que hará suyo, a través del fatigoso desbordamiento de la inventiva, heredad que todavía no parece muy llena. Existe una desnudez traspasada de limpias revelaciones en esa porción roja, laberíntica, que le tienta (como a Teseo la hilaza escudriñadora de Ariadna), y que seguirá paso a paso, lindero a lindero, mata a mata, en una consagración de propiedad infinita, que es como una conciencia de tránsitos sublimes en la imaginación del escritor. Prodigio de sombras que se abrazan en el tiempo; que no desaparecen, y que arrancan de la mente fabuladora esas ansiedades que aún no se han podido saciar. ¡La ciudad histórica, Sagunto! Arriesgado dédalo, término limitado y rotundo, instante propicio de la delicia de encerrarse en otras complacencias. "Ahora quiero", exclamaría probablemente el novelista, "Yo mismo me consiento, acepto, codicio mi sed, y me recibo con claridad, con mi goce, con mi inocente inventiva de infancia, y así penetro en los viejos dolores humanos". Sobre "Sónnica la cortesana" pasará el tiempo, brizna por brizna, como un tránsito delicioso entre la leyenda y la penetración de tan palpable verdad como la de la inolvidable ciudad destruida. Blasco Ibáñez nos declara con toda lealtad que su libro debe mucho a un poema sobre la segunda Guerra Púnica escrito por el poeta latino Silvio Itálico, autor romano nacido en España.


¡Y he aquí el instante! ¡La ensalzada Zacinto, ciudad madre de iberos y griegos, glorificada por Roma, que la bautizó Sagunto, al fin se alza, para goce del lector, en el tiempo prometido! De tan bella, debió ser colina escogida, y en ella iberos, fenicios, griegos, etruscos, y romanos, gentes de todas las épocas, se embebieron de lumbre, sintiendo renacer una tensa y nueva raíz desde la soledad mediterránea, para vivir esa promesa de eternidad, de otra vida, frente al borde azul de los vientos y de las aguas... Pero Cartago no guardó reposo. Llegó
Tanit, la invocada diosa de las adversidades, cercenadora de ensueños. Hay una rápida y dura lucidez de destrucción en cada mirada insaciable del pueblo cartaginés. Promete dejar desolado y torvo los caminos de almendros como rosales blancos, las colinas de viñedos, de la Sagunto romana, que se cuelga como un racimo precioso sobre el Mare Nostrum. Anibal, ya desde su escuela de párvulo hasta el brinco de su mocedad, jura que aquel santuario, como anillo plateado de Roma, ha de morir, como celemín que apaga el judío, porque él mismo ha señalado el término limitado a las horas transparentes del Mediterráneo; y que Sagunto, adobo de Roma, le mutila el cráneo como llaga maliciosa.



La lectura: "Roca encarnada como un corazón, Zacinto pueblo claro y recogido. En la umbría de la atardecida, la nave de Polianto, piloto saguntino, que navega por los mares remotos, magnífica de aromas y rarezas, vela teñida de azafrán, la Victoriata, que vuelve de Gades y Cartago-Nova. Al pie de los retablos paganos, en la altura inmediata al puerto, como frontón al fuego del sol poniente, el templo de Venus Afrodita. Y a través de la ondulación fabuladora del autor, resumiendo las líneas de Sagunto, su epistolario humano y estético: seres (salvo Anibal) que no existieron, y que forman,
no obstante, la exacta expresión de la verdad novelística, como lo fueron los dioses para Platón. Acteón, hijo de Atenas, fuerte y ágil, en plena virilidad sana y robusta. La vista de Sagunto, viñas, bosques de higueras, oleajes de esmeralda, paisaje griego, valle más bello que los de la madre Grecia, detendrán, ya para siempre, su marcha errabunda. Ranto, la pastora, de moreno aterciopelado, que sigue a su rebaño junto al riachuelo Betis-Perques, enamorada de Eroción, el hermoso adolescente, hijo de Mopso, el griego de Rodas; y que es capaz de confundir a Acteón con Ulises, "cuando peregrinaba por el mundo, tal como lo contaba el padre Homero". Sónnica, como una diosa. Envuelta en amplias telas de lino, bucles rubios que se precipitan sobre la frente. Ojos de azabache, caricia sedosa en la mirada. Al mover sus brazos bajo el manto, suenan con argentino choque sus ocultas joyas: "Ateniense, yo soy Sónnica, la dueña de la nave que te trajo hasta aquí..." Anibal, entonces joven, de miembros fuertes y proporcionados. Tez bronceada. Cabellera de cortos rizos, que cubren por completo su frente, y dejan al descubierto los lóbulos de las orejas, de los que penden dos grandes discos de bronce. Y Absite, la amazona: casco de oro y coraza de escamas centellean en su cabeza y su pecho...


¡Y Sagunto!, pilar caído de Afrodita: "Todos la vieron, con la rubia cabellera en desorden, la túnica rota, los ojos relampagueantes. Parecía una Furia agitada por la amarga voluptuosidad de la destrucción. ¿Para qué las riquezas? ¿Para qué vivir?... Sónnica
dio la señal arrojando en la hoguera una imagen de Venus en jaspe y plata... Todas las magnificencias de Sónnica la Rica, centellearon un instante entre los tizones como maravillosas salamandras antes de desaparecer. ¡Anibal exige riquezas! ¡Venid, arrojad aquí todo lo vuestro! ¡Que el africano se lo dispute al fuego!... Sónnica se recogió la túnica en torno del talle: ¡El que no quiera ser esclavo, debe morir!... Acteón vio como la griega recibía una cuchillada en el cráneo: "¡Acteón!, ¡A mí!... El ateniense quiso correr hacia ella, pero en el mismo instante le zumbaron los oídos... Sintió en su costado el frío hierro perforando sus carnes... Separando su cabeza de la tierra, una oleada de líquido caliente y pegajoso le cubrió el rostro: era la última sangre... Una especie de centauro negro se cernía sobre los cadáveres, y al mirar la iluminada Sagunto, reía con diabólico gozo... Pasó junto a él. Era Anibal, poseído de la furia del
triunfo, trotando en un caballo negro... El griego no vio más. Volvió a caer en la eterna noche... Anibal galopó hacia el mar, detuvo su caballo, miró a Oriente, y extendiendo el brazo cual si quisiera prolongarlo por encima de la extensión azul, gritó amenazante: -¡Roma!... ¡Roma!...-




Vicente Blasco Ibáñez escribió "Sónnica la cortesana", cuando la novela histórica contaba con infinidad de cultivadores. "Quo Vadis?" del polaco Sienkiewickz hacía furor por entonces. "No lo hice por seguir una moda literaria. Escribí este libro, pensado en mis años de estudiante, como obligado complemento de mi obra sobre la tierra natal" V.B.I. 1923.
 




domingo, 9 de marzo de 2008

Nuestra Señora de París (Nôtre Dame de París)


Autor: Víctor Hugo

"La creatura bella bianco vestita"

... París ofrece un espectáculo magnífico, atrayente, sobre todo el París de aquella época, y visto desde lo alto de las torres de Nôtre Dame a los primeros albores de una mañana de estío. Era aquel un día de julio y el cielo estaba despejado... Un hombre llevaba arrastrando por el suelo un bulto blanco, al que iba unido otro bulto negro. Este hombre se paró al pie de la horca... Entonces Quasimodo le pudo ver bien. Llevaba en hombros a una joven vestida de blanco y con un dogal al cuello. Quasimodo la reconoció: ¡era ella! La cuerda dio varias vueltas girando sobre sí misma y Quasimodo, que no respiraba ya hacía algunos instantes, vio recorrer horribles convulsiones por todo el cuerpo de Esmeralda. Dom Claudio, en tanto, con el cuello estirado y los ojos fuera de las órbitas, contemplaba el horrible grupo del hombre y de la mujer, de la araña y de la mosca...


En la pluma exaltada de Víctor
Hugo, genio de la Literatura Francesa, penetrándolo todo, se siente el florecer de la palabra como manantial que, con celoso furor, brotara de una plegaria. Hay en su grandiosidad una especie de arrobo trágico, que se desparrama sobre nosotros como si recibiésemos la pujanza de convulsión tan entusiasta como la que naciera desde el silencio y la pureza de la sangre de tan gran maestro. En el amargo oleaje conmovedor que para nuestro pecho supone la lectura de esta "Obra de Arte" indiscutible, nos sentimos habitados por todos los dolores que palpitan entre las recias personalidades de unos personajes que relumbran frente a los atrios del magnífico "Templo Parisino". Oímos el gemir de la vida, casi fantasmal, bajo los techos, cúpulas y torreones, de ese tocado medieval de aquel París brumoso y cruel, de fría calígine y luna helada, propuesto por Víctor Hugo.


Dom Claudio, Quasimodo, Esmeralda: ¡personajes sublimes! Nos invitan a una ceremonia prodigiosa. Es como si quedasen prendidos en un recinto de milagros, y desde la venerada "Nôtre Dame" remontar
an el vuelo de lo extraordinario, frente a un mundo que vive de júbilos, de fiestas nefandas, de hermanos repudiados, vírgenes celosas, y bellezas tan deseadas como aborrecidas. Sentimos en nuestras carnes el aferramiento pavoroso de sus miradas, de sus tránsitos espantados, y de su internado perpetuo (merced a la literatura) en la aglutinación combustible de las pasiones, de los desafíos sensuales de la memoria, por el inspirado designio del genio bendecida.

"Nôtre Dame de París" es en sí misma un profundo ámbito sensitivo de emociones; un firmamento místico de alquimistas labrados en la imagen del rencor; una difícil penitencia que se eleva hacia el crucifijo de la muerte. Y un trance gigantesco se desparrama sobre el placer del lector y atrae nuestra compasión: porque su creador desanillará sus jerárquicas sierpes entre la vanagloria penitenciaria de los mil venenos que acompañan la crónica de estos personajes, lacerados por el ímpetu de sus abiertas heridas y el gemir desesperado que predestina sus existencias.



A pesar de todo, nada entorpece el éxtasis histórico de "Nuestra Señora de París". Al recorrer sus páginas nos convertimos en "discípulos propiciatorios", habitados por un designio de magnificencias. Somos los nuevos fámulos que nos agrupamos bajo los pilares de la Catedral para gozar sufriend
o ante la verja erizada del tiempo, que Don Víctor apadrina sin comedimiento. Como un viejo león jadeante que, en vez de socorrer a enfermos y desvalidos, los devora, a costa de licencias históricas de perdición, lágrimas y "fatalidad" (como el "ANÁPKH" grabado a mano por Dom Claudio en un rincón sombrío de una de las torres de "Nôtre-Dame").


Y así recorremos extasiados este oratorio, roído por el mal, glorificado por el júbilo ingenuo de sus pregones medie
vales, y de sus tumultos disolutos recalentados por el oro de sus vetustos altares. París recobra su hosquedad cegada de luna o de noche apagada, recorrida por el hombre espantado, donde prospera el asilo sagrado o los padecimientos confinados al espino negro de la oscuridad, en la que la crueldad y el fanatismo acometen sus más arriesgadas empresas.


Y en la hora confusa del tiempo, como si la desgracia empujase el horror fuera de los recintos del Templo, sobre ese inmenso temblor de hogueras, al abrigo de los puentes pedregosos del gran Sena, el huracán pasional de Dom Claudio nos estruja de nuevo como dedos impalpables... Arde la piedra frente al fulgor encarnado de los hacheros, llega un tránsito de rondas, una bruma de caminantes sin posada, una emoción de grupo entenebrecedor, a través del cual sobresale un entrañable monstruo, de espalda gibosa y rostro deforme, rubricada, no obstante, su faz por el sosiego difícil del penitente torturado. Y en su adversidad, esta criatura en pena, mofa enjaulada por los fajos procesales, halla su remanso de paz en la contemplación y la piedad de la "creatura bella"... Anochecido, Quasimodo, el siervo maldito, que no oye, y se recata entre los torreones sagrados de la Catedral, acabará arrodillado ante esa figura que le sonriera con indulgencia: ... "Si aquella joven era un ser humano, un hada o un ángel no pudo decirlo... ¡Tan fascinado le dejó aquella hermosa visión de Esmeralda!"


Victor Hugo nos d
eja a solas con el dolor, en esta crónica contenida y cifrada en las lágrimas del deseo. Otros genios ya exclamaron que "la palabra escrita es, probablemente, la más preciosa de las realidades" "Nuestra señora de París" nos predispone, frente a tanta sabiduría y elegancia, a experimentar un pudor indeleble de severas esplendideces, y deja que la voz del tiempo participe de la sublime ética del arcano, que únicamente la voz del genio es capaz de dilucidar, para ofrecérnosla desde el silencio de la más bella intimidad de la invención.


 

Lectores, no retardéis tan especial audiencia. El recamado es precioso. "Nuestra Señora de París" respira con delicia la frondosidad de la historia. Entre sus sensuales memorias, aunque apócrifas, todo se presta a la claridad de la demostración: es como un coleccionado de plantas olorosas y medicinales, entre las que, más allá de las inmundicias arrabaleras de la "Corte de los Milagros", tintinean las ajorcas plateadas, las cadenillas que anudan los tobillos, el paso patricio y menudo, de la egipcia. Es como poseer, en manuscrito, el fino parpadeo de inocencia y perplejidad con que Esmeralda concilia sus inocentes compromisos y devociones en frenéticas danzas medievales. París abre también un camino de luz científica y humana para nosotros: al festín de los gentiles, a las imaginaciones geométricas y alquimistas de sus sabios, reyes y arcedianos, las abastecen acechos de calentura. Y Quasimodo, bajo el campaneo catedralicio, menospreciando, en su monstruosidad, las pesadumbres del mundo, nos tiende bizarramente su mano deforme, rotundo y dulce, mientras la ciudad torva y el odio pasional de Dom Claudio le demanda con fiereza la confidencia de su gozo.





"Me ocupaba en escribir esta novela, cuya acción transcurría en el siglo XV, cuando París, se llenaba de barricadas, y el estruendo de los tiros resonaba por doquier. Carlos X había sido sustituído en el trono de las Tullerías por Luís Felipe, y todo resultaba demasiado excitante para que yo permaneciera encerrado en mi escritorio (Víctor Hugo). Corría el 25 de julio de 1830. "Nuestra Señora de París" no se completaría hasta el 14 de enero de 1831.